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La sonrisa de Víctor Jara



La sonrisa de Víctor Jara, imborrable en mi memoria, quedó atrás. La fila india de prisioneros -manos en la nuca- siguió su marcha.

Avanzábamos hacia el camión frigorífico de la Pesquera Arauco que esperaba en la puerta del Estadio Chile para trasladarnos (aún no lo sabíamos) al Estadio Nacional. Era la noche del 16 de septiembre de 1973.

Han pasado 45 años del crimen y al fin aparece el fallo que condena a los nueve oficiales del ejército que participaron en el asesinato de Víctor Jara Martínez y Littré Quiroga Carvajal, cantautor el primero, director de Prisiones el segundo, ambos comunistas.

El juez Miguel Vásquez Plaza ha sentenciado a 18 años de presidio por los delitos de homicidio y secuestro a los “valientes soldados” chilenos que torturaron y mataron a dos prisioneros indefensos. Jara y Quiroga fueron fusilados en el callejón por el que se accede al estadio que hoy lleva el nombre del mártir Víctor Jara. Antes otros prisioneros corrieron la misma suerte en ese lugar.

Los oficiales asesinos fueron autorizados a disparar a discreción. Víctor Jara recibió 44 balazos y Littré Quiroga, 23. Todos eran proyectiles 9,23 milímetros correspondientes a las armas de cargo de los oficiales del “glorioso y jamás vencido” ejército de Chile. Los cuerpos acribillados de Jara y Quiroga fueron arrojados en un terreno baldío del sur de Santiago.

El juez Miguel Vásquez realizó un exhaustivo trabajo que incluyó pericias médicas, investigaciones policiales y declaraciones de imputados y de sobrevivientes del Estadio Chile. El proceso tiene centenares de páginas y no ha concluido: los acusados pueden recurrir a instancias judiciales superiores. Sin embargo, es un importante avance para desentrañar la verdad de los días de horror que se vivieron en el Estadio Chile.

Ese estadio es un recinto cerrado destinado a la práctica del básquetbol. Fue habilitado como campo de prisioneros durante los primeros días del golpe de Estado. Por allí pasamos 5.400 detenidos, según registra el teniente coronel Mario Manríquez Bravo, comandante del campo. En el Estadio Nacional seríamos algo más, unos quince mil.

Con el comandante Manríquez, que ese día 13 de septiembre tomaba un descanso junto a su plana mayor de carceleros, me tocó sostener un curioso diálogo en el Estadio Chile. Cuando me quitaron la venda, me encontré frente a Manríquez y sus oficiales, que relajados charlaban, fumaban y bebían café. Entonces el comandante Manríquez (de cuyo nombre me entero ahora) inició un diálogo, respetuoso debo reconocer, sobre el socialismo y la experiencia de la Unidad Popular. Según ese oficial (y de otros que escuché más tarde en el Estadio Nacional) el golpe militar no pretendía destruir el proceso de cambios sociales iniciado en Chile por el presidente Allende. Buscaba expulsar al Partido Comunista del gobierno y evitar que Chile se convirtiera en una segunda Cuba en América Latina. Se declaraba admirador del Gobierno del general Juan Velasco Alvarado en Perú.

Muy poco, sin embargo, durarían esos pujos de nacionalismo que al parecer compartían otros oficiales a los que escuché en el Estadio Nacional y en el campo de prisioneros de Chacabuco. El alto mando de las FF.AA., comprometido desde el origen del golpe con otra ideología, se había refugiado en los brazos del Gran Buitre del norte.
Terminado el diálogo, el comandante del campo ordenó a uno de sus oficiales que me condujera a una celda, un camarín del Estadio Chile. Hoy sé que ese oficial era el teniente Edwin Dimter Bianchi, a quien apodaban “el príncipe”. Descendiente de alemanes, como otros oficiales que estuvieron en el Estadio Chile, Dimter me dijo que el 29 de junio de 1973 había participado en la sublevación del Regimiento Blindados N° 2. Al comando de un tanque derribó las puertas del Ministerio de Defensa Nacional. El joven Dimter era cortés y locuaz. Me dijo que era descendiente de una familia alemana asentada en Valdivia. Poco antes había viajado a la República Democrática de Alemania (RDA) a conocer a sus parientes y se declaraba admirador de las técnicas agrícolas que se aplicaban en ese país.

Todo su discurso se efectuaba mientras caminábamos por los pasillos subterráneos del Estadio Chile. Yo guardaba, como corresponde a un prisionero, un respetuoso y sorprendido silencio. Veíamos decenas de personas mirando hacia la pared y con las manos en alto. Se oían gritos de dolor y chillidos de espanto de prisioneros torturados por oficiales de inteligencia del ejército y Carabineros.

Tirado en el suelo, boca abajo, pasamos junto a Littré Quiroga, golpeado con sadismo por individuos de civil con brazaletes de color -supongo del grupo fascista Patria y Libertad- que le enrostraban el supuesto maltrato de Gendarmería al general Roberto Viaux (*). Nunca había visto (ni he vuelto a ver) a un ser humano tan brutalmente golpeado como Littré Quiroga, que se limitaba a gemir ya casi moribundo.

El teniente Dimter me dejó en el camarín que ocupaba Jorge Godoy, ministro del Trabajo de Allende, comunista; él me confundió con un funcionario del nuevo régimen. Sangraba de una herida en la cabeza y me suplicó: -“Señor, por favor, mire como me tienen, que no me golpeen más…”.

En los tres días siguientes compartimos con Godoy un pan, una taza de café y numerosos mensajes para nuestras familias si alguno salía con vida.

El 16 de septiembre nos hicieron formar en una fila de prisioneros con rumbo desconocido. Entonces, camino al camión frigorífico, me saludó la sonrisa de Víctor Jara. Una luz le daba en el rostro. Se le veía entero y con esa actitud de dignidad que caracterizó a la mayoría de los prisioneros políticos de la dictadura.

¿Por qué sonreía? A lo mejor quería alentarnos y compartir con nosotros su valentía ejemplar. Quizás desafiaba a los que serían sus asesinos. Vaya uno a saber… pero nunca olvidaremos esa sonrisa.


(*) El general Viaux encabezó el intento golpista del 21 de octubre de 1969 contra el gobierno del presidente Eduardo Frei Montalva. Asimismo, participó en el asesinato del comandante enjefe del ejército, general René Schneider Chereau, el 25 de octubre de 1970, y estuvo preso por ese crimen.
El autor es periodista chileno y exdirector de la revista Punto Final