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Versión Completa. Matemáticas para la vida real. Adrián Paenza, matemático



¿Cómo pueden ayudarnos las matemáticas en nuestro día a día?, ¿cuál es el poder que nos da las matemáticas?

A través de historias, retos y enigmas, en el siguiente vídeo, Adrián Paenza logra despertar nuestra curiosidad, desafiar nuestra imaginación y contagiarnos su entusiasmo por el conocimiento y el aprendizaje, demostrando que las matemáticas además de muy útiles son tremendamente divertidas.

Doctor en matemáticas y profesor en la Universidad de Buenos Aires durante más de 20 años, Paenza está considerado como uno de los grandes divulgadores matemáticos del mundo, recibiendo, entre otros, el prestigioso premio Leelavati en 2014 otorgado por la Unión Matemática Internacional, por su contribución y labor divulgativa.

Su pasión por ciencia, la política y el deporte le llevó, a compaginar su faceta como matemático con el periodismo. Profesión que ha desarrollado con éxito durante más de cuarenta años en los grandes medios argentinos de prensa, radio y televisión en la que destacaron los populares programas: Científicos Industria Argentina y especialmente Alterados por Pi, programa que se mantuvo en antena durante más de diez años.

Es autor de numerosos libros, entre los que destacan la exitosa serie: Matemática, ¿estás ahí?, Matemagia (2015), Matemáticas para todos (2017) y La puerta equivocada (2018). A través de historias, retos y enigmas, Adrián Paenza logra despertar nuestra curiosidad, desafiar nuestra imaginación y contagiarnos su entusiasmo por el conocimiento y el aprendizaje, demostrando que las matemáticas además de muy útiles son tremendamente divertidas.

Vivimos en el Antropoceno y ya ha comenzado el fin


Maristella Svampa
www.envio.org.ni / abril 2019

En medio de la crisis ambiental y de los estragos que ya produce el calentamiento global, la ciencia está empleando cada vez con más frecuencia el concepto ANTROPOCENO. Llama así a la época geológica que ha seguido a la precedente, el Holoceno. Y le llama así por los impactos destructivos que los seres humanos están causando hoy en los ecosistemas terrestres. Ante el “fin del mundo” que hemos conocido, ya en marcha, hay hoy tres respuestas: la de quienes insisten en el colapso del sistema, la de quienes insisten en salvar el sistema con peligrosas medidas de geoingeniería y la de quienes hacen resistencia al sistema.

Al designar un nuevo tiempo en el cual el ser humano se ha convertido en una fuerza de transformación global con alcance geológico, la categoría “Antropoceno” se ha revelado central para hacer referencia a la actual crisis socioecológica.

ANTROPOCENO: LA IDEA DE UMBRAL

En términos de diagnóstico, el Antropoceno instala la idea de “umbral” frente a problemáticas ya evidentes como el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad. El concepto, acuñado por el químico Paul Crutzen en 2000, fue expandiéndose pronto no solo en el campo de las ciencias de la tierra, también en las ciencias sociales y humanas, incluso en el campo artístico, razón por la cual devino una suerte de “categoría síntesis”, un punto de convergencia de geólogos, ecólogos, climatólogos, historiadores, filósofos, artistas y críticos de arte. Para las visiones más críticas, la evidencia de que estamos asistiendo a grandes cambios de origen humano (antrópico o antropogénico) a escala planetaria, que ponen en peligro la vida en el planeta, se halla directamente ligada a la dinámica de acumulación del capital y a los modelos de desarrollo dominantes, cuyo carácter insustentable ya no puede ser ocultado.

Para no pocos especialistas y científicos, entre ellos Crutzen, habríamos ingresado en el Antropoceno hacia 1780, en la era industrial, con la invención de la máquina de vapor y el comienzo de la era de los combustibles fósiles. Para otros, como el Anthropocene Working Group del Servicio Geológico Británico, integrado por un grupo de científicos de la Universidad de Leicester bajo la dirección de Jan Zalaslewicz, el planeta habría atravesado el umbral de una nueva era geológica hacia 1950: las marcas estratigráficas que determinan ese cambio son los residuos radiactivos del plutonio, tras los numerosos ensayos con bombas atómicas realizados a mediados del siglo 20. Para el historiador ecomarxista Jason Moore, habría que indagar en los orígenes del capitalismo y la expansión de las fronteras de la mercancía, en la larga Edad Media, para dar cuenta de la fase actual, que él denomina “Capitaloceno”.

El concepto mismo de Antropoceno se instala en un campo de disputa, no tanto ligado al alcance de la crisis socioecológica –cuya gravedad es subrayada de manera amplia–, como a la cuestión de dilucidar cuáles son las vías de la transición o los mecanismos de intervención propuestos para superar esa crisis.

Quisiera explorar algunas de las narrativas contemporáneas en torno de la crisis socioecológica: la “colapsista”, la tecnocrática y la de las resistencias antisistémicas, con el objetivo de explorar sus alcances, a la vez políticos y civilizatorios.

LA NARRATIVA DEL COLAPSO: ¿POR QUÉ DESAPARECEN ALGUNAS SOCIEDADES?

Existe una profusa bibliografía acerca del “colapso civilizatorio”. No son pocos los especialistas que postulan que el ecocidio es la mayor amenaza que pesa sobre la sociedad mundial, incluso mayor que una guerra nuclear o una pandemia.

Las narrativas del colapso constituyen un relato del fin del mundo. A diferencia del pasado, no se nutren de creencias religiosas sino de datos duros y argumentaciones que proveen las diferentes ciencias de la tierra (geofísica, paleontología, climatología, hidrografía, oceanografía, meteorología, geomorfología, biología...), a las que hay que sumar las ciencias ambientales (ecología política, economía ecológica, historia ambiental...) Son nuestras nuevas y modernas teorías sobre el fin del mundo, ahora con sustrato científico.

Para ilustrar esta visión quisiera tomar tres textos diferentes. El primero es el conocido libro de Jared Diamond, geógrafo y ambientalista de renombre internacional, quien en 2004 publicó “Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen” ¿Qué es lo que hace que una determinada cultura, otrora una sociedad pujante, llegue a desaparecer? ¿Cuáles son los factores que hacen especialmente vulnerable a una sociedad?, se pregunta Diamond.

Por colapso, este autor no entiende la desaparición de un día para el otro de una cultura o una determinada civilización, a la manera de las películas apocalípticas del cine hollywoodense. El colapso presupone un “drástico descenso del tamaño de la población humana y/o de la complejidad política, económica y social a lo largo de un territorio considerable y durante un periodo de tiempo prolongado”.

Entre los factores que llevaron al colapso a sociedades del pasado están la deforestación, la erosión del suelo, la mala gestión del agua, la sobrepesca, la caza excesiva, la introducción de especies alógenas, el aumento de la población y el impacto humano sobre su entorno.

Todos estos factores de riesgo están ya presentes en nuestra actual civilización. Y a ellos se suman otros agravantes, como el cambio climático y la continua quema de combustibles fósiles. A esto hay que añadir la mayor amplitud de los impactos: la gran escala, el nivel planetario que¬ tendría un desastre en nuestros días.

NO HAY PLAN B ENERGÉTICO PARA LA CIVILIZACIÓN INDUSTRIAL

El segundo texto sobre el colapso es del notable ecologista español, ingeniero de profesión, Ramón Fernández Durán, fallecido hace unos años, quien dejó una obra inconclusa en dos tomos en la que analiza el declive y hundimiento del capitalismo global.

En un texto más breve, publicado en 2011, Fernández Durán sostiene que el colapso no sería repentino, sino “un lento proceso con altibajos, pero con importantes rupturas”, un largo declive de la civilización industrial que podría durar 200 o 300 años. (Envío publicó en cinco entregas (agosto, octubre y diciembre de 2010 y marzo y mayo de 2011) el texto de Fernández Durán). ¿Las causas del colapso? Los límites ecológicos del planeta y el agotamiento de recursos, muy especialmente debido a la (in)capacidad de aprovisionamiento de combustibles fósiles. El gran problema del capitalismo global, afirma, es que no cuenta con un plan B energético para sustentar la actual civilización industrial.

Ninguna fuente energética podrá sustituir el “tremendo vacío que dejarían las energías fósiles en su declive, debido a su intensidad energética”. Nadie quedaría al margen de este declive, ni siquiera las élites, lo cual no quita que habría inevitablemente, ganadores y perdedores. Durán tampoco descartaba que la ambición por conservar a cualquier costo la glamorosa sociedad hipertecnologizada actual pudiera llevarnos a un colapso más brusco, a una crisis sistémica sin transición posible.

El tercer texto nos sumerge en una ciencia ficción de carácter post-apocalíptico, cargada de datos duros. Escrito por dos historiadores de la Ciencia, Naomi Oreskes y Erik Conway, se trata de un libro publicado en 2015 bajo el título The Collapse of Western Civilization.

La ficción nos sitúa en un tiempo lejano, en 2393, en la Segunda República Popular China, época en la cual un historiador de esa nacionalidad se pregunta acerca de las razones del hundimiento de la civilización occidental, conocida como la “Edad de la Penumbra”, un hecho ocurrido a mediados del siglo 21.

LOS PUNTOS EN COMÚN EN LOS RELATOS DEL COLAPSO

Los tres relatos evocados están recorridos por consensos básicos. El primero: el derrumbe es leído como una reducción importante de la complejidad en diferentes planos (económico, social, político, cultural). Cuanto más compleja es una sociedad se expone a ser más vulnerable. Es más dependiente de esa complejidad y de los recursos (energéticos) que la mantienen en funcionamiento.

Segundo consenso: pese a que Diamond habla de “la sociedad mundial” y Durán del “capitalismo global”, ambos coinciden en que el derrumbe civilizatorio implicaría también la desaparición de valores políticos democráticos que creíamos fundamentales. Se habla así de “nuevos capitalismos regionales”, fuertemente autoritarios y conflictivos entre sí, que llevarían una “refeudalización de las relaciones sociales”.

Naomi Oreskes y ErikConway llegan a una conclusión similar, agregando que la posibilidad de sobrevivir a un gran desastre aumentaría si contáramos con un régimen centralizado y un fuerte aparato estatal (al estilo de China), aunque esto implicara una pérdida inevitable de valores democráticos.

Por encima de la diferencia ideológica de los autores, hay otros puntos en común. Por un lado, a diferencia de las antiguas culturas que colapsaron y terminaron desapareciendo, no hay dudas de que el nuestro no es un problema de carencia de información. Más bien, nuestra civilización sabe, conoce, está al tanto de los efectos devastadores de sus acciones. La consecuencia de sus actos no solo es previsible, sino que ha sido prevista.

Por otro lado, como nos dice el paciente historiador chino imaginado por Oreskes y Conway, existen otros obstáculos que explicarían el colapso de la sociedad del siglo 21. Entre ellos, la “convención occidental arcaica” que imponía la división y el estudio separado del mundo físico y del mundo social, la persistencia de una ontología dualista respecto de la relación entre sociedad y Naturaleza, expresada también en el ámbito del conocimiento.

LA NARRATIVA CAPITALISTA-TECNOCRÁTICA: EL PLAN B ES LA GEOINGENIERÍA

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que los resultados de las últimas cumbres climáticas son muy desalentadores. Parecen formar parte de la crónica de una muerte anunciada.

Pese a que en 2017 el Acuerdo de París fue ratificado por 171 de los 195 países participantes, implicó un retroceso, dado que se decidió que el cumplimiento de lo pactado y la forma de implementación –reducción de emisiones de CO2 a fin de no sobrepasar el aumento de la temperatura media de 2ºC– son voluntarios y dependen de cada país. A esto hay que sumar la salida de Estados Unidos, concretada por Donald Trump, reconocido por su negacionismo climático y por su apoyo a las industrias de combustibles fósiles, lo que también tuvo un impacto negativo en la Unión Europea.

En este escenario, de cara a la cada vez más escasa credibilidad que despiertan los acuerdos globales para controlar las emisiones de CO2 el capitalismo prepara su plan B para reciclar el proyecto de modernidad capitalista sin tener que salir del capitalismo. Ese plan B se llama “geoingeniería” y está basado en el principio de que es posible superar los riesgos del calentamiento global mediante una intervención deliberada sobre el clima a escala planetaria.

La geoingeniería provoca expectativa entre quienes buscan mantener los actuales patrones de desarrollo –el sistema de producción, circulación y consumo de mercancías– y evitar tener que reducir las emisiones de CO2. Es un camino que avala la visión dominante del progreso y el conocimiento científico apoyada, entre otros, por sectores ligados a la industria de los combustibles fósiles. Así la hipótesis de la geoingeniería comenzó a dejar el ámbito de la ciencia ficción para formar parte de una agenda pro-establishment, un proyecto de continuidad del capitalismo y sus estándares de vida para las élites de poder mundial.

LOS GRANDES RIESGOS Y PELIGROS DE LA GEOINGENIERÍA

Los métodos de la geoingeniería pueden clasificarse en dos grupos generales: manejo de la radiación solar y secuestro de CO2. Como nos dice Jordi Brotons, biólogo ambiental y miembro de la Plataforma por la Soberanía Alimentaria de Alicante, la geoingeniería incluye tecnologías descabelladas, como la cobertura de grandes extensiones de desiertos con plásticos reflectantes. Como megaplantaciones de cultivos transgénicos con hojas reflectantes. Como almacenamiento de CO2 comprimido en minas abandonadas y pozos petroleros. Como inyección de aerosoles de sulfatos (u otros materiales, como el óxido de aluminio) en la estratosfera para bloquear la luz del sol y blanquear las nubes para reflejarla. Como el desvío de corrientes oceánicas o la fertilización de los océanos con nanopartículas de hierro para incrementar el fitoplancton y así, capturar CO2. Como el enterramiento de enormes cantidades de carbón vegetal para eliminar CO2....

Desde 1996, las discusiones sobre estas alternativas atraviesan las diferentes cumbres climáticas y vienen suscitando críticas y resistencias sociales. No se trata solo de un cuestionamiento a la tecnocracia o a la “razón arrogante”. La geoingeniería supone una manipulación que entraña grandes riesgos y no pocos efectos colaterales, que han sido expuestos en diversos informes científicos que concluyen que las nuevas tecnologías de la geoingeniería son falsas soluciones.

JUGANDO CON GAIA, MANIPULANDO A LA MADRE TIERRA

Ya en 2007, el Grupo ETC (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) divulgó un informe titulado “Jugando con Gaia”, en el que denunciaba el lobby del gobierno estadounidense en el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático para imponer una salida técnica, reestructurando el planeta Tierra a través de la geoingeniería. El ETC sostiene que cualquier experimentación que alterase la estructura de los océanos o la estratosfera no podía realizarse sin un debate público profundo e informado sobre sus posibles consecuencias y sin autorización de Naciones Unidas.

Entre 1993 y 2009, once gobiernos realizaron una docena de experimentos de geoingeniería en aguas internacionales, vertiendo partículas de hierro sobre el océano para ver si podían capturar y precipitar CO2 en el suelo marino. Se vertió hierro en más de 50 kilómetros cuadrados del océano y como no hubo resultados, se aumentó la superficie experimental seis veces. Hacia fines de 2009 el área “fertilizada” con hierro era ya de 300 kilómetros. Pero siguió sin dar resultados.

La oposición de sectores de la sociedad civil terminó por forzar la cancelación de otros proyectos de fertilización oceánica y en 2010 condujo al establecer una moratoria internacional en la Convención sobre la Diversidad Biológica de la ONU y en el Convenio sobre la Prevención de la Contaminación del Mar por Vertimiento de Desechos y otras Materias, también llamado Convenio de Londres. Esa moratoria, que rige hasta la actualidad, no fue firmada por Estados Unidos y ni por otros países.

Sin embargo, dados los endebles acuerdos de París la geoingeniería va ganando cada vez más terreno entre las élites políticas y científicas de los países centrales, presentándola cada vez más como un medio “esencial” para lograr la meta de que la temperatura planetaria no suba por encima de 1.5–2 ºC respecto de los niveles preindustriales.

Un texto firmado por Bjørn Lomborg, promotor del llamado Consenso de Copenhague, proyecto iniciado en 2004, afirma que, gastando tan solo 1 mil millones de dólares en 1,900 barcos de pulverización de agua de mar se podría impedir el calentamiento global que se prevé para este siglo.

En contraste, afirma que las promesas del Acuerdo de París costarían un billón de dólares por año y se obtendría una reducción de emisiones de carbono mucho menor. Desde su perspectiva, los acuerdos de París son tan débiles como costosos, lo cual abre la puerta a “soluciones” como la geoingeniería, vistas como “una póliza de seguro prudente y asequible” (frase atribuida a Bill Gates).

UN REMEDIO PEOR QUE LA ENFERMEDAD

Apelar a la geoingeniería no solo no ataca las causas de fondo, sino que implicaría ceder el control del termostato del planeta a las grandes potencias globales, que son las más contaminantes.

Quienes apuestan por esta estrategia minimizan los impactos directos reales, que pueden incluir, según la tecnología desarrollada, desde sequías intensas y prolongadas en ciertas regiones del planeta (manejo de la radiación solar), hasta la generación de zonas muertas en los océanos (fertilización marítima) o devastación de millones de hectáreas (técnica de captura y almacenamiento de las llamadas “emisiones negativas”).

También pueden producir alteraciones meteorológicas: una de las intervenciones sobre el clima consiste en inyectar sulfato en la estratosfera, lo cual no disminuye las concentraciones de gases de efecto invernadero, sólo las pospone. Esta técnica imita las erupciones volcánicas, que reducen la temperatura mediante la liberación de sulfato, tal como fue demostrado en 1991 tras la erupción del volcán Pinatubo (Filipinas), que disparó unos 20 millones de toneladas de dióxido de azufre y produjo una disminución de la temperatura global de 0,4ºC. Sin embargo, al año siguiente decayeron las lluvias y hubo una baja afluencia de aguas. De modo que el remedio podría resultar peor que la enfermedad.

EL GRAN DILEMA ÉTICO DE LA HUMANIDAD EN LA PRÓXIMA DÉCADA

Hay que agregar que, una vez iniciado el experimento de geoingeniería a gran escala, cualquier cancelación, por los impactos directos que podría causar en ciertas regiones del planeta y la ola de protestas que podría desencadenar provocaría un recalentamiento fuerte y acelerado, debido a la concentración de emisiones nuevas en la atmósfera.

En términos antropológicos, el plan B está lejos de ser un llamado a la autolimitación. Más bien, a la manera de las corrientes ligadas a la “modernización ecológica”, como lo es hoy la denominada “economía verde”, la geoingeniería privilegia las soluciones tecnológicas que consideran la Naturaleza como un ente completamente manipulable, lo que marca una continuidad agravada del paradigma antropocéntrico moderno. En realidad, su aspiración es a “rehacer” la Naturaleza, adaptándola al patrón de desarrollo vigente, con un horizonte posthumano, sea en el lenguaje de las élites o en el de los minoritarios desvaríos aceleracionistas.

En suma, como sostiene Clive Hamilton, la geoingeniería es uno de los grandes dilemas éticos, geopolíticos y civilizacionales a los cuales la humanidad será confrontada en la década próxima. Queda claro que no hinca el diente al modelo de desarrollo vigente y supone más bien su preservación. Implica intervenciones a gran escala, experimentos altamente riesgosos cuyas consecuencias son impredecibles que, de hacerse, requerirían de un acuerdo global. Sin embargo, en la práctica también pueden ser llevados a cabo unilateralmente, lo cual está lejos de ser una fantasía si tenemos en cuenta que, además de Estados Unidos y la Unión Europea, existen otros países que manejan ya las técnicas de geoingeniería, entre ellos Rusia y China.

LAS NARRATIVAS ANTICAPITALISTAS EN EL NORTE Y EN EL SUR

Narrativas en clave ambientalista existen desde hace mucho tiempo y sus tópicos son variados. Al calor de la crisis socioecológica y el surgimiento de resistencias locales y nuevos movimientos ecoterritoriales, se han ido multiplicando adquiriendo un mayor espesor discursivo y simbólico en nuestras sociedades.

Desde el Sur, las consecuencias de la crisis socioecológica se conectan directamente con la crítica al neoextractivismo y a la visión hegemónica del desarrollo, ya que es en la periferia globalizada donde se expresa a cabalidad la mercantilización de todos los factores de producción: imponiendo a gran escala modelos de desarrollo no sustentables, desde el agronegocio y sus modelos alimentarios, la megaminería y la expansión de las energías extremas hasta las mega-represas, la sobrepesca y el acaparamiento de tierras. Todos estos modelos plantean el desafío de pensar alternativas al desarrollo, como ya planteara Arturo Escobar, al introducir la categoría de “postdesarrollo”.

En coincidencia con los planteamientos de Alberto Acosta y Ulrich Brand, la transición puede ser pensada mediante dos conceptos cada vez más arraigados en el campo contestatario a escala global: posextractivismo y decrecimiento.

Desde mi perspectiva, se trata de dos conceptos-horizonte de carácter multidimensional, que comparten diferentes rasgos: aportan un diagnóstico crítico sobre el capitalismo actual, no solo en términos de crisis económica y cultural, también desde un enfoque más global, si se entiende como una crisis socioecológica de alcance civilizatorio.

Al mismo tiempo, ambos conceptos conectan la crítica al paradigma productivista y al perfil metabólico de nuestras sociedades (basado en la demanda cada vez mayor de materias primas y energías) con la crítica al capitalismo. Ambos ponen el acento en los límites ecológicos del planeta y enfatizan el carácter insustentable de los modelos de consumo y alimentarios, difundidos a escala global, tanto en el norte como en el sur. Por último, se constituyen en el punto de partida para pensar horizontes de cambio y alternativas civilizatorias, basadas en otra racionalidad ambiental, diferente de la puramente economicista, que impulsa el proceso de mercantilización de la vida.

UN ARCHIPIÉLAGO DE EXPERIENCIAS POPULARES Y TERRITORIALES

Para revertir la lógica del crecimiento infinito, es necesario explorar y avanzar hacia otras formas de organización social, basadas en la reciprocidad y la redistribución, que coloquen importantes limitaciones a la lógica de mercado.

En América Latina existen numerosos aportes desde la economía social y solidaria, cuyos sujetos sociales de referencia son los sectores más excluidos (mujeres, indígenas, jóvenes, obreros, campesinos), cuyo sentido del trabajo humano es producir valores de uso o medios de vida. Existe, así una pluralidad de experiencias de auto-organización y auto-gestión de los sectores populares ligadas a la agroecología, a la economía social y al autocontrol del proceso de producción, a formas de trabajo no alienado. Otras, ligadas a la reproducción de la vida social y la creación de nuevas formas de comunidad.

Incluso en un país tan “sojizado” como Argentina se han creado redes de municipios y comunidades que fomentan la agroecología, proponiendo alimentos sanos, sin agrotóxicos, a menores costos y empleando a más trabajadores.

Va surgiendo así un nuevo entramado agroecológico, un archipiélago de experiencias que crece al margen del gran continente sojero que hoy aparece como el modelo dominante, basado en el cultivo transgénico para la exportación.
Desde América Latina la transición tiende a pensarse desde nuevas formas de habitar el territorio, al calor de las luchas y las resistencias sociales al neoextractivismo. Estos procesos de re-territorialización van acompañados de una narrativa político-ambiental asociada al “buen vivir” y a los derechos de la Naturaleza, los bienes comunes y a la ética del cuidado, cuya clave es tanto la defensa de lo común como la recreación de otro vínculo con la Naturaleza.

SE EXPANDE LA IDEA DEL “DECRECIMIENTO”

En Europa, hacia 2008, reapareció la idea de “decrecimiento”, lanzada hacia los años 70 por André Gorz.

Lejos de la literalidad con la que algunos asocian el concepto (leído simplemente como la negación del crecimiento económico), en las últimas décadas el concepto profundiza el diagnóstico de la crisis sistémica (los límites sociales, económicos y ambientales del crecimiento, ligados al modelo capitalista actual).

Abre también el imaginario a una nueva gramática social y política en la que se destacan diferentes propuestas y alternativas: auditoría de la deuda, desobediencia civil, renta universal ciudadana, ecocomunidades, horticultura urbana, reparto del trabajo, monedas sociales.

En el marco de la transición energética, se vienen impulsando las transition towns, un movimiento pragmático en favor de la agroecología, la permacultura, el consumo de bienes de producción local y/o colectiva, el decrecimiento y la recuperación de las habilidades para la vida y la armonía con la Naturaleza. Nacido en Irlanda en 2006, este movimiento apunta a crear sociedades más austeras, sostenidas en energías limpias y renovables y con énfasis en la eficiencia energética.

Resulta claro que el Antropoceno, como diagnóstico hipercrítico, conlleva el desafío de pensar alternativas a los modelos de desarrollo dominantes, de elaborar estrategias de transición que impliquen una descolonización del imaginario social y marquen el camino hacia una sociedad postcapitalista, en una época en la cual no existen modelos macrosociales ni tampoco socialismos realmente existentes.

YA CRUZAMOS EL UMBRAL

Las tres narrativas reseñadas coexisten en la actualidad. Algunos podrán decir que el “realismo capitalista” hará que la humanidad opte por la “solución” tecnocrática. Es probable que así suceda, aunque habrá que adjudicar tal decisión a las élites de los países del norte, no tanto a los países del sur, y mucho menos a los movimientos sociales antisistémicos, hoy decididamente opuestos a lo que consideran como una “falsa solución”.

Es probable incluso que, ante el agravamiento del calentamiento global y sus consecuencias, negacionistas como Trump terminen por apoyar la geoingeniería. Sin embargo, para los proyectos altercivilizatorios, no se trata de buscar engañosos atajos a través de la solución tecnocrática, como plantean los defensores del capitalismo verde, que conciben al ser humano como un demiurgo capaz de manipular y rehacer la Naturaleza.

Tampoco se trata de caer rendido a los pies de las narrativas “colapsistas”, pues el riesgo más evidente es quedar atrapado en una lógica paralizante que anule la capacidad de acción colectiva, tan necesaria a esta altura de la crisis civilizatoria. Un detalle no menor nos advierte que ya hemos cruzado un umbral de riesgo la transición, cualquiera sea, ya ha comenzado.

NOS HEMOS SEPARADO DE LA PACHAMAMA

El giro antropocénico tiene hondas repercusiones filosóficas, éticas y políticas. Nos lleva a replantear el vínculo entre sociedad y Naturaleza, entre humano y lo no humano. El Antropoceno nos exige pensar las consecuencias de la gran separación entre el orden cosmológico y el orden humano, como dice el antropólogo Philippe Descola. Nos desafía a reelaborar desde otras coordenadas la relación entre sociedad y naturaleza, entre las ciencias de la Tierra y las Ciencias humanas y sociales.

Hace siglos que hemos abandonado la visión organicista de la Naturaleza, Gaia, Gea o de la Pachamama, la que profesaban nuestros ancestros. Somos hijos de la Modernidad o vástagos colonizados por ella. Nos hemos vinculado a la naturaleza a partir de una episteme antropocéntrica y androcéntrica, cuya persistencia y repetición, lejos de conducirnos a dar una respuesta a la crisis, se ha convertido finalmente en una parte importante del problema.

La antropología crítica de las últimas décadas ha hecho avances interesantes al recordar la existencia de otras modalidades de construcción del vínculo con la Naturaleza, entre lo humano y lo no humano. No todas las culturas ni todos los tiempos históricos, incluso en Occidente, desarrollaron un enfoque dualista de la Naturaleza, considerándola un ámbito apartado, exterior, al servicio del ser humano y su afán predatorio.

La crisis civilizatoria nos obliga a abdicar del pensamiento único, para asumir la diversidad en términos no sólo epistemológicos sino también ontológicos. Existen otras matrices de tipo generativo, basadas en una visión más dinámica y relacional, tal como sucede en algunas culturas orientales, donde el concepto de movimiento, de devenir, es el principio que rige el mundo y se plasma en la Naturaleza. O en aquellas visiones inmanentistas de los pueblos indígenas americanos que conciben al ser humano en la Naturaleza, inmerso y no separado o frente a ella.

UN MUNDO POBLADO DE SERES CON CONCIENCIA

Estos enfoques relacionales, que subrayan la interdependencia de lo vivo y dan cuenta de otras formas de relacionamiento entre los seres vivos, entre humanos y no humanos, toma diversos nombres: “animismo”, para el ya citado Descola; “perspectivismo amerindio”, para Eduardo Viveiros de Castro, quien en su ensayo “La mirada del jaguar” conceptualiza el modelo local amazónico de relación con la Naturaleza.

Se trata de la noción, en primer lugar, de que el mundo está poblado por muchas especies de seres (además de los humanos), todos dotados de conciencia y de cultura. Y, en segundo lugar, de que cada una de esas especies se ve a sí misma y a las demás especies de un modo bastante singular: cada una se ve a sí misma como humana, viendo a las demás como no humanas, esto es, como especies de animales o de espíritus.

Cada especie se ve a sí misma como sujeto. Estas formas de relacionamiento y apropiación de la Naturaleza cuestionan los dualismos constitutivos de la Modernidad.

LA ÉTICA DEL CUIDADO Y EL CONFORMISMO

A la hora de repensar nuestro vínculo con la Naturaleza desde una perspectiva relacional, sin duda la ética del cuidado y el ecofeminismo abren otras vías posibles. Ciertamente, la ética del cuidado coloca en el centro la noción de interdependencia, que en clave de crisis civilizatoria es leída como ecodependencia.

La revalorización y universalización de la ética del cuidado, vista como una facultad relacional que el patriarcado ha esencializado (en relación con la mujer) o desconectado (en relación con el hombre), como afirma Carol Gilligan, nos abre a un proceso de liberación mayor, no solamente feminista, sino de toda la humanidad.

En la actualidad, esto aparece reflejado en la acción e involucramiento cada vez mayores de las mujeres en las luchas socioambientales, en sus diferentes modalidades. Los llamados feminismos populares se abren a una dinámica que cuestiona la visión dualista; proyectan una comprensión de la realidad humana a través del reconocimiento con los otros y con la Naturaleza. Van tejiendo una relación diferente entre sociedad y Naturaleza a través de la afirmación de la interdependencia.

La dinámica procesual de las luchas conlleva también un cuestionamiento del patriarcado, basado en una matriz binaria y jerárquica que separa y privilegia lo masculino por sobre lo femenino. No pocas veces, detrás de la desacralización del mito del desarrollo y la construcción de una relación diferente con la Naturaleza.

Al calor de las luchas se van afirmando otros lenguajes de valoración del territorio, otros modos de construcción del vínculo con la naturaleza, otras narrativas de la Madre Tierra, que recrean un paradigma relacional basado en la reciprocidad, la complementariedad y el cuidado, que apuntan a otros modos de apropiación y diálogo de saberes, a otras formas de organización de la vida social. Estos lenguajes se nutren de diferentes matrices político-ideológicas, de perspectivas anticapitalistas, ecologistas e indianistas, feministas y antipatriarcales, que provienen del heterogéneo mundo de las clases subalternas.

LO QUE NOS EXIGE EL ANTROPOCENO

El Antropoceno como paradigma hipercrítico exige repensar la crisis desde un punto de vista sistémico. Lo ambiental no puede ser reducido a una columna más en los gastos de contabilidad de una empresa en nombre de la responsabilidad social corporativa. Ni tampoco a una política de modernización ecológica o a la economía verde, que apunta a la continuidad del capitalismo a través de la convergencia entre lógica de mercado y defensa de nuevas tecnologías proclamadas como “limpias”.

La actual crisis socioecológica no puede ser vista como “un aspecto” o “una dimensión más” de la agenda pública, como una dimensión más de las luchas sociales. Debe ser pensada desde una perspectiva interdisciplinaria y desde un discurso holístico e integral que comprenda la crisis socioecológica en términos de crisis civilizatoria y de apertura a un horizonte postcapitalista.

SOCIÓLOGA Y ESCRITORA.ESTE TEXTO FUE PUBLICADO EN “NUEVA SOCIEDAD” DE NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2018 CON EL TÍTULO “IMÁGENES DEL FIN”. Y CON EL SUBTÍTULO “NARRATIVAS DE LA CRISIS SOCIOECOLÓGICA EN EL ANTROPOCENO” EDICIÓN DE ENVÍO.

Miedo a la libertad



Una de las cosas que se ven con más claridad, cuando hay elecciones, es “el miedo a la libertad”. Todos decimos que queremos ser libres. Y por eso pedimos y exigimos que se nos respete la libertad. Pero no nos damos cuenta que pensamos y decimos esas cosas tan maravillosas, sobre la libertad, precisamente cuando, en lo más profundo de nuestro ser y de nuestra vida, más miedo nos da –y hasta más pánico nos causa– que nos propongan como proyecto y programa, para nuestra existencia entera, precisamente la libertad sin limitación alguna.

Hay demasiada gente en la vida a la que un buen dictador le quita de encima la carga insoportable de la libertad. Un buen dictador, que manda, impone y se impone, por eso mismo, es el gobernante que mucha gente anhela. Y si no, ¿por qué ahora en Europa hay tantos países en los que está creciendo la derecha más totalitaria? ¿No tuvimos bastante con Hitler, Mussolini, Stalin y sus compinches del siglo XX, para quedar satisfechos del “autoritarismo totalitario” que sembraron de muerte y exterminio hasta el último rincón de la Europa que, desde la Ilustración, venía soñando en la libertad?

Pero, ¡por favor!, que nadie se imagine que, al decir estas cosas, estoy haciendo una apología de la democracia, sea del color que sea. Quien se quede en eso, no ha tocado fondo. Ni se ha enterado de lo que quiero decir. Porque el problema de la libertad es mucho más profundo.     

Por eso ahora hablo, no como “político”, ni como “religioso”, y menos aún como “clérigo” o como “hombre de Iglesia”. No. Nada de eso. Hablo desde el Evangelio, con sus páginas ardientes en mis manos y su ideal inalcanzable en lo más profundo de mis convicciones. Cuando el Evangelio relata el llamamiento que Jesús les hizo a sus primeros discípulos, lo que se pone en cuestión y se plantea, para que aquellos hombres lo afronten y lo resuelvan, es sólo una palabra: “Sígueme”.

Jesús no les propone un programa de vida, ni un objetivo, ni un ideal, ni cosa alguna, fuere la que fuere. Lo que Jesús presenta es el problema de la “seguridad” en la vida. Como escribió genialmente Dietrich Bonhoeffer: “en realidad, se trata de la absoluta seguridad y la firmeza en la vida, siguiendo el proyecto de vida que vivió Jesús”.

La libertad no reside en las ideas y los discursos. La libertad está en los hechos. Cuando la libertad reside en un valor supremo, que relativiza todo lo demás, los dictadores de pacotilla y discurso pierden toda su autoridad, su poder y el valor de sus promesas. De forma que quienes les siguen son los ejemplares más perfectos del miedo a la libertad.

Tocamos así el centro de la política. Pero, sobre todo, el centro mismo, no de la religión, sino del Evangelio. Es el centro que nunca tocamos. Porque es demasiado el miedo que le tenemos a la libertad. Tenía razón Eric Fromm. Y mucho antes que él, el “proyecto de vida” que es el Evangelio.

Guatemala, una primavera largamente ultrajada



Una historia compleja

Guatemala ha sido históricamente, y continúa siendo, eso que -desde el Norte y con una arrogante visión racista- se designó con el despectivo mote de “país bananero”, banana country. Es decir: una nación pobre, que produce básicamente lo que se ha dado en llamar “economía de postre”: café, azúcar, banano, con crónica inestabilidad política y ausencia de derechos cívicos.

Las dictaduras militares han estado a la orden del día, y una acentuada cultura autoritaria atraviesa toda la sociedad. La idea de igualdad no es, precisamente, lo dominante. Las diferencias de todo tipo marcan el tejido social de un modo exacerbado: la distancia entre los que más tienen y entre los que menos poseen es de las más grandes del mundo; se es tremendamente rico o exageradamente pobre.

Junto a ello, y como otra diferencia que polariza las relaciones sociales, el racismo es proverbial. “Seré pobre pero no indio”, es frase común que puede decir un desposeído, que se precia de “ser más” por la patética razón de no sentirse parte de los pueblos originarios. Racismo que está tan hondamente arraigado que llega a “normalizarse”, en cuanto no se reconoce como un problema sino como parte de una cotidianeidad asumida como natural. Articulando el racismo con la explotación económica, la histórica clase dominante del país construyó un poder fabuloso y una riqueza inconmensurable, teniendo a la población indígena en una condición de semi-esclavitud.
Hoy, a partir del retorno de la democracia en 1986 y luego de la firma de los Acuerdos de Paz Firme y Duradera en 1996, la profunda situación de discriminación étnica no ha cambiado en lo fundamental. Si bien los pueblos mayas han levantado la voz en el aspecto cultural, existiendo incluso un Ley Anti-racismo, su dinámica socio-económica no varió en esencia: continúan siendo la mano de obra barata y poco especializada para los cultivos de agroexportación (azúcar, café, palma aceitera, banano), o personal doméstico femenino en áreas urbanas. Los peores índices de desarrollo humano (salud, educación, ingreso, vivienda, seguridad social, respeto a sus derechos en sentido amplio) siguen estando en este grupo (que, dicho sea de paso, representa más de la mitad de la población total del país).

Guatemala, como típica nación con estas características de “banana country”, tiene índices alarmantes. País productor de alimentos, presenta una desnutrición crónica elevadísima. Según informa UNICEF (2014), la mitad de su población infantil evidencia severas carencias nutricionales; es el segundo país en Latinoamérica (detrás de Haití) y quinto en el mundo en desnutrición infantil.

Por otro lado, la educación es una crónica agenda pendiente. En este momento mantiene un analfabetismo abierto de 20%. El mismo se agiganta con población indígena, y más aún con mujeres indígenas. El sistema educativo nacional muestra grandes déficits, lo que lleva a buena parte de la población a buscar “remedio” en la oferta privada, la cual es casi tan deficiente como la pública. De la población que termina la escuela primaria, solo el 40% continúa el ciclo medio. La educación superior es un lujo, teniendo acceso a ella solo un 2% de la población total del país.

Guatemala no es pobre; de hecho, su Producto Bruto Interno -PBI- es el más alto de la región, siendo la undécima economía de América Latina. En todo caso existe una muy asimétrica distribución de esa riqueza. Solo el 2% de la población controla el 75% de las tierras cultivables. La población maya, ubicada tradicionalmente en el Altiplano, sobrevive con una pobre y nada tecnificada economía agraria de subsistencia y con los magros pagos que recibe por su participación estacionaria en los cortes de los cultivos de agroexportación. El salario mínimo (que solo cobra un 50% de los trabajadores urbanos y solo el 10% de los trabajadores rurales) cubre apenas un tercio de la canasta básica. Todo ello indica a las claras que la riqueza nacional, muy desigualmente repartida, favorece a unas pocas familias en detrimento de una gran masa de pobres.

Según datos del PNUD (2016), el 59% de la población se encuentra por debajo de la línea de la pobreza. Ante ello, para una buena parte de guatemaltecos y guatemaltecas la única salida es la marcha como migrante irregular hacia el supuesto “paraíso” de Estados Unidos. 200 personas salen diariamente (OIM: 2016) con rumbo al “sueño americano”. Las remesas que desde allí envían constituyen un 11% del PBI, lo cual sirve para paliar un tanto las alicaídas economías domésticas, pero no son una solución real a las carencias crónicas del país.

En adición a todo ello, la violencia cotidiana -producto de una sumatoria de factores, donde la pobreza estructural es un fabuloso caldo de cultivo, junto a la cultura de violencia histórica potenciada en forma alarmante por la pasada guerra interna- marca las relaciones del día a día. La tasa de homicidios está en 15 personas asesinadas por día, lo que indica que el país, si bien formalmente terminó su conflicto armado interno, perdura con una situación de violencia tremendamente alta.

La característica distintiva de un despectivamente llamado país bananero (básicamente los de la región centroamericana: junto a Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua) es su pobreza, su atraso comparativo con los países desarrollados, su precaria o nula industrialización (son fundamentalmente agrarios). Por eso mismo, su población escasamente goza de los beneficios de la modernidad, y como trabajadores están desunidos, con muy poca organización sindical para defender sus derechos. A todo ello se suman, en el plano sociopolítico y cultural, determinadas características que, si bien pueden estar presentes en otras latitudes, allí alcanzan ribetes desproporcionados. El autoritarismo y las dictaduras son nota distintiva (el clan Somoza en Nicaragua, Jorge Ubico en Guatemala, solo para poner algunos íconos arquetípicos). Y junto a ello, como constante histórica en toda el área: la corrupción y la impunidad.

Estas dos características están en lo humano, no son patrimonio de nadie, pero en países así -y Guatemala es un claro ejemplo- son lo dominante, están incorporadas a la cotidianeidad como algo totalmente normalizado (no rige la meritocracia sino “el cuello”, el compadrazgo. El soborno es materia corriente). Sin querer con ello hacer un pormenorizado análisis sociológico -en todo caso se trató de una torpeza política-, pero sin dudas dejando ver un aspecto decididamente importante de la cultura diaria de Guatemala, el presidente Jimmy Morales dijo en alguna oportunidad que en el país “la corrupción es algo normal” (sic).

La impunidad, por otro lado, es igualmente “normal”. Las relaciones humanas del día a día, así como las relaciones sociales en términos más amplios, están signadas por la misma. Se puede hacer cualquier cosa, seguro que no habrá castigo. De esa cuenta, el esposo separado deja de pasar su cuota alimentaria a la familia, o cualquier conductor atraviesa un semáforo en rojo, porque ello está tolerado. El imperio de la ley… no es imperio. Ello, por supuesto, tiene raíces profundas, históricas. Nadie nace impune, sino que repite lo que los modelos socio-culturales enseñan. Para ejemplificarlo con un algo casi grotesco: muchos años después de terminado el eufemísticamente llamado conflicto armado interno (más bien: pavorosa guerra civil), prácticamente nadie se hizo responsable de esa masacre. Una Ley de Reconciliación Nacional (ley de amnistía) dejó en el olvido 200,000 muertos, 45 mil desaparecidos y más de 600 aldeas arrasadas, no habiendo ningún culpable evidente de tamaños actos. Solo algunos cuadros militares menores y ex Patrulleros de Autodefensa Civil.

Cuando finalmente fue sentado en el banquillo de los acusados un peso pesado ligado al Estado contrainsurgente, el general José Efraín Ríos Montt, todas las evidencias permitieron sentenciarlo por delitos de lesa humanidad a 80 años de prisión inconmutable. Pero los factores de poder del país salieron en su defensa, por lo que el militar solo pasó una noche de arresto, quedando su caso en un limbo legal que le permitió vivir en libertad hasta su muerte. Con esto se quiere significar que el llamado a la impunidad viene desde las más altas esferas del poder, por lo que la misma, al igual que la corrupción -parafraseando al presidente- también es “normal”.

Lucha contra la corrupción

En el 2015, curiosamente, comenzó a darse una explosión anticorrupción. Puede decirse que “curiosamente”, pues de buenas a primeras la población pareció indignarse ante hechos que eran de suyo conocidos, históricos, incorporados a la “normalidad” social. Pero fue una indignación llamativa. A partir de misteriosas convocatorias hechas en las redes sociales (después se supo que desde perfiles que resultaron ser todos falsos), población capitalina -clasemediera en lo fundamental- comenzó a asistir a la plaza en algo que luego fue ritualizándose: llegar los sábados por la tarde a sonar vuvuzelas y a cantar el himno nacional. Terminado que fuera ese ritual, todos a su casa, sin consigna política transformadora más allá de una indignación ante los hechos de corrupción que se iban conociendo a partir del trabajo del Ministerio Público y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala -CICIG-.

De esa cuenta, con esa “presión” popular, se vieron forzados a renunciar los por entonces presidente y vicepresidenta: Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti. La sensación que pudo haber quedado es que la movilización popular los depuso. Ahora, fríamente analizados los hechos a la distancia, puede verse que se trató fundamentalmente de un bien pergeñado plan de psicología militar. Una vez más Guatemala fue utilizada por el gobierno de Estados Unidos como laboratorio de pruebas para un ensayo de manejo social: disparar la vena anticorrupción para lograr una protesta cívica (pacífica, sin la más mínima intención de modificar algo sustancial; lo que en otros contextos comenzó a llamarse “revolución de colores”).

En otros términos: una muy planificada operación gatopardista, cambiando algo superficial (supuesta “lucha contra la corrupción” botando al binomio presidencial y llevando a la cárcel a una mafia enquistada en el gobierno) para que no cambie nada. De ese modo, la corrupción pasó a ser la nueva plaga bíblica contra la que había que levantar la voz, encontrando ahí la causa de los males. Y ello sirvió, incesante bombardeo de fake news mediante, para neutralizar y revertir (roll back en la jerga de esos manuales de operación mediática estadounidenses) los gobiernos progresistas -molestos para la geoestrategia de Washington- de Argentina (con los esposos Kirchner y Fernández) y Brasil (con el Partido de los Trabajadores: Lula primero, Dilma Roussef posteriormente).

Así las cosas, en Guatemala la CICIG pasó a tener un papel relevante, al igual que la figura de la entonces Fiscal General, Thelma Aldana, a punto de convertirla en candidata presidencial para las próximas elecciones de junio del 2019. La falacia montada terminó haciendo girar la dinámica política del país en torno al organismo internacional como garantía de esa cruzada anticorrupción que se había lanzado. Por lo pronto, su accionar logró desarticular varias estructuras mafiosas enquistadas en el Estado, en contubernio con ex militares y algunos empresarios. Varias personas, por tanto, fueron a parar a la cárcel (nunca empresarios, curiosamente).

El espejismo montado pretendió hacer creer que combatiendo la corrupción se podrían terminar los grandes males nacionales. El otrora embajador de Estados Unidos, Todd Robinson, fue uno de los principales actores en la puesta en marcha de esa cruzada, lo que demuestra el especial interés de Washington en impulsar la iniciativa. En el fragor de esa lucha y habiendo desarticulado varias bandas delincuenciales, se llegó a decir que Guatemala “estaba dando un ejemplo al mundo” en orden a la transparencia.

Sin embargo, ahí viene lo curioso y lo que debe abrirnos los ojos: el país, al igual que sus vecinos del área, se caracteriza por una histórica corrupción e impunidad. De hecho, su oligarquía -unas pocas familias de linaje pretendidamente aristocrático, herederas de la colonia española- forjaron sus fortunas en base a la más inmisericorde explotación de la población originaria, los pueblos mayas, con una impunidad total, manteniéndolos en una situación de semi-esclavitud. Hasta la revolución de 1944, los indígenas eran considerados prácticamente “animales de trabajo”, pues se vendían las fincas con todo lo clavado y plantado, “indios incluidos” (sic).

La violencia y la impunidad son los cimientos sobre los que se edificó el país, que nunca alcanzó una verdadera unidad nacional, por cuanto la mayoría indígena siempre se sintió ajena a la “guatemaltequidad” impuesta. El Estado, desde la misma creación de la república hace dos siglos, ha sido absolutamente corrupto, siempre de espalda a los pueblos, favoreciendo a los grupos oligárquicos vinculados a la agroexportación -y posteriormente a una tímida industrialización modernizante-. Y también favoreciendo a las burocracias que se encargaron de su manejo (la llamada “clase política”). Por lo pronto, es un Estado raquítico, teniendo la segunda recaudación fiscal más baja del continente, después de Haití (10% del PBI, en tanto la media latinoamericana ronda el 20%, y en algunos países con el mayor índice de desarrollo humano supera el 50%). Estado que solo sirve para mantener el orden oligárquico, por tanto: una gran finca con población hambreada y muy poco instruida, que tiene siempre la migración irregular hacia Estados Unidos como una posibilidad para “salvarse”, y que cada vez que protesta obtiene represión como respuesta.

A partir de esa lucha impulsada por la CICIG, las mafias enquistadas históricamente en el Estado, aumentadas exponencialmente a partir de la guerra contrainsurgente de las décadas pasadas donde el ejército cobró un peso desproporcionado, se sintieron en peligro. El llamado “Pacto de corrupción e impunidad”, que une a empresarios (financistas de los partidos políticos corruptos), ex militares y clase política mafiosa, reaccionó airado ante esta afrenta.

Si bien la cruzada anticorrupción era una medida de Washington surgida en la presidencia anterior (Barack Obama, demócrata), concebida como una forma de modernizar a los “países bananeros” del llamado Triángulo Norte de Centroamérica, la nueva administración republicana de Donald Trump parece haber dado al traste con esa iniciativa. El favor guatemalteco de haber secundado a la Casa Blanca en su traslado de la embajada en Israel a Jerusalén, más el lobby realizado en el Senado (haciendo pasar a la CICIG como un emisario del “comunismo” injerencista), han cambiado el curso de los acontecimientos. La corrupción dejó de ser el “gran mal” nacional; de hecho, parece que ya no importa tanto. El actual embajador de Washington, Luis Arreaga, contrario a su antecesor, tiene un perfil muy bajo y “deja hacer” a las mafias. Desde la Casa Blanca, última tomadora de decisiones en muchos aspectos políticos de los países latinoamericanos, con la actual administración parece haberse cambiado la estrategia y el Plan para la Prosperidad para el Triángulo Norte de Centroamérica está en el olvido. La lucha contra la corrupción dejó de ser importante.

Nada cambia

La actualidad nos muestra a estos grupos (el llamado Pacto de corruptos) enseñoreados, deshaciendo todo lo avanzado por la CICIG y el anterior Ministerio Público, alzando propuestas de derecha conservadora que indican claramente un retroceso en los procesos político-sociales en curso.

Al haberse sentido amenazados, los grupos de poder aunaron filas. Si bien hay diferencias entre la oligarquía tradicional (familias de linaje que provienen de la colonia) y los nuevos sectores emergentes ligados al Estado contrainsurgente vinculados a negocios non sanctos (que, según datos oficiosos de Naciones Unidas llegan a un 10% del PBI, dados por la narcoactividad, contrabando, crimen organizado en sentido amplio), las investigaciones de Ministerio Público y CICIG los acercaron. En esa compleja trama de corrupción e impunidad pueden encontrarse diversos grupos (empresarios, ex militares, políticos de la vieja guardia, contratistas del Estado), todos unidos por la imperiosa necesidad de mantener las cosas como están, de hacer que nada cambie.

Investigar en profundidad las entrañas del funcionamiento empresarial y estatal, las vinculaciones que se dan entre esos sectores y los pactos oscuros tejidos siempre a espaldas de la población, puede permitir evidenciar una podredumbre que los grupos dominantes no tienen ningún interés en hacer público. De ser consecuentes con esas investigaciones, y amparados en las leyes vigentes, muchos, si no todos, los pactos oscuros son lisa y llanamente transgresiones legales. Por tanto, si realmente se fuera consecuente con la transparencia, esos sectores podrían terminar en la cárcel.

Contratos dudosos, evasión fiscal, sobornos, violaciones a las leyes laborales, robos al erario público, no pago de la cuota patronal al Seguro Social, sobrefacturaciones, contrabando, tráfico de personas y de armas, narcoactividad, además de una inmisericorde explotación de la clase trabajadora (recuérdese que muy poca gente cobra el salario mínimo, y que éste, de por sí, no alcanza para vivir dignamente), son todos ilícitos que podrían ser investigados, y consecuentemente, deberían castigarse. ¿Quién se salva? Parece que nadie.

Sin dudas, en la oligarquía hay fisuras, hay distintas posturas, las cuales pueden llegar a enfrentar posiciones. Por la misma cuestión de racismo y veleidad aristocrática que atraviesa la sociedad, no son lo mismo en términos sociales un terrateniente “de apellido” que un narcotraficante advenedizo; pero como clase que cuida sus intereses, tanto las “familias tradicionales” como los “los nuevos ricos” tienen puntos en común: cuidar a muerte sus privilegios. En la base de toda fortuna hay un hecho delictivo, de hecho (corrupción que permite robar descaradamente, por ejemplo desde un puesto público, o negocios ilegales como la narcoeconomía) o de derecho (la explotación de la clase trabajadora, que constituye un robo legal -“La ley es lo que conviene al más fuerte”, dirá Trasímaco de Calcedonia-). Para decirlo apelando a citas de inteligentes: “La propiedad privada es el primer robo de la historia”, aseveró Marx. O: “Es delito robar un banco, pero más delito aún es fundarlo”, según lo expresado por Bertolt Brecht.

Como clase poderosa defendiendo sus privilegios, no importa el origen de las fortunas. La prueba está que, para evitar ser investigados, cierran filas tanto empresarios como clase política tradicional, tanto ex militares enriquecidos como personajes del crimen organizado. En última instancia: ¿hay diferencias sustanciales entre todos ellos? Pagar salarios de hambre o evadir impuestos es tan pernicioso como lavar narcodólares o traficar con personas.

Ese Pacto tiene su representación en los operadores políticos que ocupan importantes cargos en el Estado: Congreso, Poder Judicial, Alcaldías, Ministerios. Esos engranajes, trabajando aceitadamente, están logrando importantes avances en su proyecto político restaurador de los viejos esquemas basados en la más absoluta impunidad y corrupción, anteriores a la Firma de la Paz, e incluso anterior al retorno de las elecciones democráticas de más de 30 años atrás. Ese pacto, nostálgico del Estado-finca, del “país bananero” que marca la historia, está haciendo retroceder mínimas conquistas logradas en estos años de democracia y luego del final de la guerra en 1996.

De esa cuenta, se boicotean todos los esfuerzos progresistas y medianamente democráticos (se desarticuló la CICIG, se va abiertamente contra el Procurador de Derechos Humanos, contra la Corte de Constitucionalidad en su intento de mantener el orden constitucional, contra los jueces no corrompidos, se da marcha atrás en la Policía Nacional Civil echando por la borda todo un trabajo de profesionalización previo, se inmoviliza al Ministerio Público, a la Superintendencia de Administración Tributaria -SAT-) y se avanza en la legislatura con leyes retrógradas (ley de amnistía para los genocidas del conflicto armado, ley contra el aborto, leyes mordaza para quien proteste).

En otros términos: todo vuelve a la “normalidad” que caracterizó al país durante toda su historia. A tal punto que reaparecieron grupos clandestinos contrainsurgentes (escuadrones de la muerte), que se cobraron la vida de cerca de 30 dirigentes comunitarios en estos últimos meses, e impunemente ahora vuelven a la carga.

Las próximas elecciones, con una profusión de pequeños partidos políticos sin par, no auguran ningún cambio real. Tal como están las cosas, no se puede esperar sino más de lo mismo. La vieja guardia de la política conservadora y tramposa está a la orden del día, aunque se cambien caras y aparezcan nuevos personajes. La cultura de impunidad y corrupción persiste.

Por lo pronto, prácticamente todos los aspirantes presidenciales avalan el retiro de la CICIG y el fin de las investigaciones por parte del Ministerio Público. La izquierda está totalmente fragmentada y no parece tener ninguna oportunidad real de incidir en la estructura dominante. Los escasos lugares que tiene y que, eventualmente, podrá seguir manteniendo (algunas alcaldías, unas muy escasas diputaciones) no constituyen un poder real que pueda torcer el curso de los acontecimientos.

Ante este avance bastante arrollador de posiciones de derecha conservadora, se impone defender férreamente los mínimos avances logrados en estas décadas de proceso democrático. ¡Ello es imperativo para mantener alguna esperanza de cambio y para que la primavera no se termine marchitando!

* Material aparecido originalmente en la Revista de la Universidad de San Carlos de Guatemala Nº 39, noviembre/diciembre de 2018


Impacto de los determinantes sociales en la salud: desde el Informe Lalonde hasta la Conferencia Mundial sobre los Determinantes Sociales de la Salud


Jorge L. Prosperi R.

Mucha tinta ha corrido desde que el Dr. Marc Lalonde, Ministro de Salud de Canadá en 1974, nos ofreciera de manera sistemática y ordenada un modelo explicativo de la forma cómo se produce la salud en una población y anotara que los factores que determinan la salud (los determinantes sociales de la salud) pueden ser agrupados en cuatro categorías: biología humana, medio ambiente, estilo de vida y organización de la atención de la salud.

No ahondaré sobre este magnífico informe porque ya lo abordé en mi primera entrega sobre la “Producción Social de la Salud”. No obstante, sí reitero lo señalado antes: “…soy de la opinión que la propuesta de Lalonde para Canadá de 1974, es válida y debe ser un referente obligado para proponer el sistema de salud que queremos para Panamá de 2019…”

No fue sino hasta 2005 cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) puso en marcha la Comisión sobre determinantes sociales de la salud, CDSS, con el fin de recabar datos científicos sobre posibles medidas e intervenciones en favor de la equidad sanitaria y promover un movimiento internacional para alcanzar ese objetivo. Y fue así cuando en 2008, esta Comisión nos ofrece su magnífico informe: Subsanar las desigualdades en una generación: Alcanzar la equidad sanitaria actuando sobre los determinantes sociales de la salud.

La Comisión hace un llamamiento a la OMS y a todos los gobiernos para que tomen la iniciativa en la acción mundial sobre los determinantes sociales de la salud, con el fin de alcanzar la equidad sanitaria y formula tres recomendaciones principales: (1) Mejorar las condiciones de vida; (2) Luchar contra la distribución desigual del poder, el dinero y los recursos; (3) Medir la magnitud del problema, analizarlo y evaluar los efectos de las intervenciones.
Como consecuencia de toda esta efervescencia mundial, se lleva a cabo en octubre de 2011 en Río de Janeiro, la Conferencia Mundial sobre los Determinantes Sociales de la Salud, y al término de la misma se produce la Declaración política de Río sobre determinantes sociales de la salud, la cual fue aceptada por los Estados Miembros de las Naciones Unidas, cuyos líderes se comprometieron a “lograr una equidad social y sanitaria mediante la actuación sobre los determinantes sociales de la salud y del bienestar, aplicando un enfoque intersectorial integral…”
Lo insuficiente, en mi opinión, es que “solo tomaron nota” de las tres recomendaciones generales de la Comisión sobre Determinantes Sociales de la Salud, a saber: mejorar las condiciones de vida; luchar contra la distribución no equitativa del poder, el dinero y los recursos, y medir la magnitud del problema, analizarlo y evaluar los efectos de las intervenciones.

Panorama mundial relativo al impacto de los determinantes sociales en la salud

+ Las enfermedades no transmisibles (ENT) matan a 40 millones de personas cada año, lo que equivale al 70% de las muertes que se producen en el mundo.
+ Cada año mueren por ENT 15 millones de personas de entre 30 y 69 años de edad; más del 80% de estas muertes “prematuras” ocurren en países de ingresos bajos y medianos.
+ Las enfermedades cardiovasculares constituyen la mayoría de las muertes por ENT (17,7 millones cada año), seguidas del cáncer (8,8 millones), las enfermedades respiratorias (3,9 millones) y la diabetes (1,6 millones).
+ Estos cuatro grupos de enfermedades son responsables de más del 80% de todas las muertes prematuras por ENT.
+ El consumo de tabaco, la inactividad física, el uso nocivo del alcohol y las dietas malsanas aumentan el riesgo de morir a causa de una de las ENT.
+ La detección, el cribado y el tratamiento, igual que los cuidados paliativos, son componentes fundamentales de la respuesta a las ENT.

*Sobre los factores de riesgo comportamentales modificables, nos dice la misma OMS que:

+ Los comportamientos modificables como el consumo de tabaco, la inactividad física, las dietas malsanas y el uso nocivo del alcohol aumentan el riesgo de ENT.
+ El tabaco se cobra 7,2 millones de vidas al año (si se incluyen los efectos de la exposición al humo ajeno), y se prevé que esa cifra aumente considerablemente en los próximos años.
+ Unos 4,1 millones de muertes anuales se atribuyen a una ingesta excesiva de sal/sodio.1
+ Más de la mitad de los 3,3 millones de muertes anuales atribuibles al consumo de alcohol se deben a ENT, entre ellas el cáncer.
+ Unos 1,6 millones de muertes anuales pueden atribuirse a una actividad física insuficiente.


Impacto de los determinantes sociales en la salud de los panameños

De acuerdo a la Contraloría General de la República de Panamá, del 2013 al 2017, más de 60,000 ciudadanos perdieron la vida prematuramente por enfermedades directamente relacionadas en forma directa o indirecta con estilos de vida asociados a factores de riesgo para la salud y la vida, y con la insuficiente capacidad de nuestro sistema público de salud. Muchas de estas muertes pudieron evitarse o postergarse, evitando los factores de peligro asociadas a ellas. Y lo más preocupante es la tendencia al aumento del número de enfermos y fallecidos por estas causas. Y no perdamos de vista el impacto socioeconómico de las ENT, pues son responsables de gastos de bolsillo significativos en los servicios de salud, y contribuyen al empobrecimiento de las familias.


En mi opinión, a la comida chatarra, el consumo de alcohol y el tabaco, hay que sumarle el estrés urbano al que estamos sometidos los ciudadanos que habitamos las ciudades del país, el desbarajuste existente en las calles capitalinas, propiciado por el exceso de vehículos, los conductores irresponsables y la ausencia de autoridad, la demostrada inseguridad, la acumulación de basura de todo tipo, nuestro insuficiente sistema de transporte público, los inaccesibles parques y zonas verdes, que algunos sueñan con convertir centros comerciales. Y no practicamos suficiente actividad física para controlar este estrés. Todo ello favorece el impacto de los determinantes sociales en la salud de las personas.



No menos importante, es la necesidad de abordar los determinantes sociales subyacentes a la mortalidad por la enfermedad del VIH. Esta se ha mantenido en ascenso durante los últimos 14 años, totalizando 6,860 fallecidos, de los cuales el 75% fueron hombres y el 25% restante mujeres.

Además, de acuerdo con ONUSIDA, basada en cifras oficiales del país, 21,000 personas vivían con el VIH en el 2016, de los cuales el 54% tenían acceso a la terapia antirretroviral. Agrega la información de ONUSIDA que desde 2010, las nuevas infecciones por el VIH han aumentado en un 20% y las muertes relacionadas con el SIDA han aumentado en un 9%. Estamos claramente ante un grave problema de salud pública que obliga a redoblar los esfuerzos en los elementos claves de la respuesta.

Los accidentes de tránsito también son un efecto de los determinantes sociales. El mismo Instituto Nacional de Estadística y Censo, nos informa que los accidentes de transporte causaron 2,500 defunciones en el mismo período y muestran una tendencia al ascenso.

La mayoría de los accidentes y las muertes fueron durante los fines de semana y días feriados. Siguen siendo las principales causas de estos fallecimientos: el exceso de velocidad, las distracciones como chatear frente al volante, el estrés cotidiano, manejar bajo los efectos del alcohol, la impericia y el incumplimiento de los reglamentos de tránsito, como el no usar el cinturón de seguridad o, en el caso de los motociclistas, no usar casco.

Sobre los homicidios, claramente relacionados con diferentes determinantes sociales, el INEC nos informa que en los últimos diez años han fallecido por esta causa 6,500 personas, la mayoría hombres jóvenes.



No obstante esta aparente tendencia a la disminución, resulta que, siempre de acuerdo con las Estadísticas vitales del INEC, durante el año 2017 ocurrieron 732 muertes entre los jóvenes (3.8% del total). 75% correspondieron a hombres, 25% a mujeres. Las tres principales causas de muerte en ese grupo de edad fueron los homicidios (34.7% del total de homicidios en el país), los accidentes de transporte terrestre (17.7% del total de fallecidos en accidentes de tránsito) y los suicidios (26.6% del total de suicidios ocurridos en al país). Estas “muertes por causas externas”, también tienen una fuerte y evidente relación con los determinantes sociales.

Para complementar este análisis, recomiendo la lectura reflexiva de la Quinta Encuesta de Victimización y Percepción de la Seguridad Ciudadana en Panamá, correspondiente al año 2017. Subrayo que, “con relación a la percepción de inseguridad, de acuerdo con el informe, el 82% de los encuestados dice que el país es inseguro, en el 2016, logró 70%. Además, el 45% considera que, en el futuro, la delincuencia aumentará un poco”.



La desigualdad y pobreza como un fuerte determinante social de la salud.

Finalmente aprovecho la siguiente gráfica para subrayar el impacto de los determinantes sociales en la salud, en este caso la desigualdad socioeconómica, expresada en términos de Índice de Pobreza multidimensional, afecta directamente la esperanza de vida, la mortalidad materna y la mortalidad infantil entre grupos de población dentro de nuestro país.



Mientras que la esperanza de vida de un panameño de la ciudad es de 80.6 años, en nuestras comarcas indígenas apenas llega a 71 años. De hecho, los habitantes de nuestras provincias más ricas, viven casi diez años más y en mejores condiciones que los panameños de nuestras tres comarcas. Solo este indicador demuestra en Panamá no hay equidad en salud.

Peor ocurre para la mortalidad infantil, la cual es dos o tres veces mayor es en las Comarcas que en las provincias más ricas; y con la mortalidad materna que es cuatro veces mayor en las Comarcas que en las provincias con menor IPM.

La persistencia de condiciones adversas de salud principalmente entre la población más pobre del país, hace suponer que la búsqueda de la equidad en salud no ha sido una prioridad real en la agenda política de nuestros gobernantes, que han estado más preocupados en construir e inaugurar edificaciones, muchas veces innecesarias y, en no pocos casos, sin equipamiento ni recursos humanos adecuados. No se han ocupado de manera efectiva en fortalecer la capacidad de resolución del sistema de salud y mucho menos para promover lo suficiente las condiciones sociales que permitan actuar sobre los factores determinantes de éstas.

La Declaración de Adelaida sobre la Salud en Todas las Políticas

La Declaración de Adelaida sobre la Salud en Todas las Políticas, hace hincapié en que la mejor forma de alcanzar los objetivos de gobierno consiste en que todos los sectores incluyan la salud y el bienestar como componente esencial de la formulación de políticas. Esto es así porque las causas de la salud y el bienestar están fuera del ámbito del sector de la salud y tienen una génesis económica y social. Aunque muchos sectores ya contribuyen a mejorar la salud, todavía hay lagunas importantes. Es clara la alusión al impacto de los determinantes sociales en la salud.

Subraya la necesidad de un gobierno conjunto, pues la interdependencia de las políticas públicas requiere otro planteamiento de la gobernanza. Los gobiernos pueden coordinar la formulación de políticas elaborando planes estratégicos que establezcan objetivos comunes, respuestas integradas y una mayor rendición de cuentas en todos los departamentos gubernamentales. Esto requiere una alianza con la sociedad civil y el sector privado.

Dado que la buena salud facilita la superación de los retos políticos, y la mala salud la obstaculiza, el sector de la salud tiene que colaborar sistemáticamente con todos los niveles de gobierno y con otros sectores para abordar aquellas dimensiones de sus actividades que están relacionadas con la salud y el bienestar. El sector de la salud puede apoyar a otros sectores del gobierno prestándoles asistencia activa en sus tareas de formulación de políticas y consecución de objetivos. Para aprovechar la salud y el bienestar, los gobiernos tienen que institucionalizar procesos que valoren la solución intersectorial de los problemas y resuelvan los desequilibrios de poder.

Para ello hay que disponer de liderazgo, mandatos, incentivos, compromiso presupuestario y mecanismos sostenibles que respalden la cooperación de los organismos gubernamentales en la búsqueda de soluciones integradas.

Entre las nuevas responsabilidades de los ministerios de salud para apoyar una estrategia de integración de la Salud en Todas las Políticas, mitigando el impacto de los determinantes sociales en la salud, habrá que incluir:

+la comprensión de las agendas políticas y de los imperativos administrativos de otros sectores;
+la generación de conocimientos y de una base de datos probatorios acerca de las opciones de política y las estrategias;
+la evaluación comparativa de las consecuencias sanitarias de diferentes opciones dentro del proceso de formulación de políticas;
+la creación de plataformas regulares de diálogo y resolución de problemas con otros sectores;
+la evaluación de la eficacia de la labor intersectorial y de la formulación integrada de políticas;
+la creación de capacidad con mejores mecanismos, recursos, apoyo de los organismos y un personal dedicado y capacitado;
+la colaboración del gobierno para alcanzar los objetivos de estos y de ese modo hacer avanzar la salud y el bienestar.