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Panamá: el calor de la implosión

 Por: Guillermo Castro H.

 

“La colonia continuó viviendo en la república;

y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros

– de la soberbia de las ciudades capitales,

del triunfo ciego de los campesinos desdeñados,

de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas,

del desdén inicuo e impolítica de la raza aborigen –

por la virtud superior, abonada con sangre necesaria,

de la república que lucha contra la colonia.”

José Martí, 1891[1]

 

Estos son tiempos en que todos esperan explosiones sociales. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando el orden social y político no estalla, sino que se va desmigajando bajo el peso acumulado de las contradicciones que lo corroen? Ocurre una implosión – que como todo proceso de descomposición genera su propio calor -, de consecuencias más imprevisibles que las del gran desorden contra el que nos advierten cada día los heraldos del Estado, sus partidos políticos y aquellos que antaño se llamaban a sí mismos “las fuerzas vivas” del país.

Tal, el caso en curso en Panamá. Aquí, la restauración conservadora impuesta por el golpe de Estado de diciembre de 1989 ha venido a desembocar 33 años después en una situación de crecimiento económico incierto; inequidad social persistente; degradación ambiental; disfuncionalidad institucional creciente, y una desesperanza cada vez más amplia en la capacidad del orden vigente para encarar los problemas que ese orden ha creado.

La más cómoda y versátil de las explicaciones a estos males por parte de los grandes beneficiarios de lo que entonces fue promesa y hoy va siendo desengaño es de una simpleza ejemplar. Todo se debe, dicen, a la corrupción, que a su vez se debe a la pérdida de valores cívicos que resulta del deterioro moral de la familia y la educación, y se consolida con el despilfarro de recursos públicos en el subsidio a la pobreza y al clientelismo político.

Desde otra perspectiva, aún en formación, sectores políticos emergentes perciben, y van ganando en capacidad para expresarlo, que esos cinco problemas mayores constituyen en realidad expresiones distintas e interactuantes de un mismo problema mayor: el del agotamiento del modelo de desarrollo transitista imperante en el país desde el siglo XVI. Ese modelo combina hoy, para decirlo desde Marx, los problemas que genera el desarrollo del capitalismo con los que se derivan del carácter desigual y combinado de ese desarrollo. Así,

 

Además de las miserias modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas, resultantes de que siguen vegetando modos de producción vetustos, meras supervivencias, con su cohorte de relaciones sociales y políticas anacrónicas. No sólo padecemos a causa de los vivos, sino de los muertos. Le mort saisit le vif! [¡El muerto atrapa al vivo!][2]

 

Los muertos que atrapan a los vivos aquí se nutren de las raíces de una temprana inserción en el desarrollo del mercado mundial como centro de servicios a la circulación de personas, mercancías y capitales. En su versión inicial, aún de carácter precapitalista, esa función fue organizada a partir del interés de la Corona española en garantizar el control comercial y político sobre el Istmo que la vinculaba a sus posesiones del Pacífico sudamericano. Ya en el siglo XX ese control ingresó a la modernidad mediante en el protectorado militar impuesto a Panamá por los Estados Unidos con el tratado Hay-Bunau Varilla, de 1903.

Aquel tratado, como sabemos, avaló la separación de Panamá de Colombia; le otorgó a los Estados Unidos el monopolio del tránsito marítimo por el Istmo mediante la construcción de un canal interoceánico al amparo de un enclave conocido como la Zona del Canal, y concedió le otorgó el derecho a intervenir manu militari para preservar el orden en las ciudades de Panamá y Colón. La Constitución de 1904, a su vez, amplió a todo el país el alcance de ese derecho a la injerencia, por iniciativa de los políticos que la redactaron.

Aun cuando ese régimen de protectorado, tras dar su zarpazo mayor en diciembre de 1989, se vio formalmente cancelado en diciembre de 1999, al culminar la ejecución del Tratado Torrijos-Carter, dejó un legado cultural y político que se renueva con la crisis en curso. Esto tiene su importancia cuando el enclave de servicios transnacionales creado de entonces acá en torno al Canal parece haber dado todo de sí, y el modelo transitista sólo puede garantizar el crecimiento sostenido de la economía panameña a cuenta del sacrificio de la población trabajadora, de los ecosistemas del Istmo, de una democracia eternamente frágil, y del desencuentro constante entre la soberanía popular y la nacional.

Ante ese deterioro, la solución invocada por los administradores de la cosa pública en lo económico consiste en agregar a los ingresos que genera el Canal los que genere la explotación de una gran mina de cobre y oro a cielo abierto, ubicada en la vertiente Atlántica del Istmo, que ha devastado ya miles de hectáreas de bosque tropical. Y eso además es promovido como el despegue del proyecto de hacer de Panamá una “nación minera”.

 Para los sectores aquí dominantes, esa combinación de enclaves de servicios transnacionales y extractivismo resulta sumamente atractiva en su capacidad para generar ingresos sin correr los riesgos de una transformación social. Así la transferencia del Canal al Estado panameño, tras generar entre 2000 y 2020 ingresos al Tesoro Nacional por 18,700 millones de dólares, permitió a la Autoridad del Canal de Panamá invertir 5 mil millones en la ampliación de la vía interocéanica entre el 2009 y el 2016, además de los ingresos generados por esa inversión. La gran minería, por su parte, invirtió cerca de 6 mil millones de dólares entre 2012 y 2019, que para el 2021 generarían réditos por unos 2 mil millones. [3]

Con todo, la otra cara de esta economía es mucho menos halagüeña. En el lindero entre lo económico y lo social, la mitad de la fuerza de trabajo del país está en la informalidad, y los índices de pobreza permanecen contenidos por cuantiosos subsidios financiados con deuda externa, mientras los servicios públicos de educación, salud, gestión de desechos y seguridad social atraviesan por un deterioro sostenido. En estas circunstancias el sentido mismo de ciudadanía se ve erosionado por el ciclo de incompetencia y corrupción generado por el régimen política instalado en 1989, que ha sumido al país país a una situación de incertidumbre y deterioro, que por momentos recuerda a la que padeció a fines de la década de 1960.

Esta situación se ve agravada por el bajo nivel de organización de los sectores populares y de capas medias, por el prolongado empantamiento de nuestro pensamiento político en el dogmatismo neoliberal, y por el peso del legado cultural y político del protectorado. Aun así – y quizás en reacción a ese empantamiento -, el ciclo que se cierra inaugura una creciente convergencia de agrupamientos de políticos e intelectuales contestatarios, que incluye el ingreso a la vida política y cutural de un relevo generacional, que anuncia una innovación como la señalada por José Martí al saludar en su ensayo Nuestra América, de 1891 que

 

Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.[4]

 

            Esa capacidad de creación se expresa, hoy, en la construcción de una visión de país que trasciende la cultura del transitismo y alienta la formación de una política nueva, que rechaza aquella “importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas” para encarar desde nuestra realidad el conjunto de los problemas del país. Se promueve ahora el ejercicio de nuestras capacidades para pasar de la denuncia de nuestros males al estudio de las manifestaciones de nuestros problemas económicos, sociales, ambientales, culturales y políticas más relevantes, para encararlos en su conjunto – no por partes, ni mediante iniciativas dispersas y ejercicios de postergación de decisiones que puedan afectar al modelo transitista.

Ese paso de la denuncia al análisis facilita el que va de la propuesta al programa de lucha política necesaria para encarar la crisis en sus causas. Con ello, empieza a hacerse posible el ejercicio de las capacidades de nuestra gente para iniciar, al calor generado por la implosión en curso de la sociedad que hemos sido, la forja en nuestra tierra de una sociedad en la que la soberanía popular y la nacional coincidan, y cuyo desarrollo sea sostenible por lo humano que llegue a ser.

 

Alto Boquete, Panamá, 3 de mayo de 2023



[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. VI, 19.

 

[2] El Capital. (1867) Prólogo a la primera edición. Marx, Karl (2019: 268)): Antología. Selección e Introducción de Horacio Tarcus. Siglo XXI editores, Buenos Aires.

 

[3] Chapman Jr., Guillermo: Hacia una nuevas visión económica y social de Panamá. Una propuesta para la reflexión. Panamá, 2021.

https://www.indesa.com.pa/wp-content/uploads/2021/04/HACIA-UNA-NUEVA-VISION-ECONOMICA-Y-SOCIAL-EN-PANAMA-GUILLERMO-CHAPMAN-JR..pdf   

 

[4] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 20.

 

 

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La encrucijada de la economía formal

Al hablar del desarrollo de la economía formal y su integración al sistema-mundo es preciso señalar que está guarda estrecha relación a los fenómenos naturales coyunturales a la relación del hombre con el capital y su medio geográfico que lo rodea. Se refiere al intercambio con el medio ambiente natural y social, en la medida que este intercambio tiene como resultado proporcionarle medios para su necesaria satisfacción material con respecto al uso de la fuerza de trabajo y el valor del uso del bien común.

 

En efecto, el análisis histórico de “la gran transformación” se inicia con la compresión de las reacciones sociales, que se dieron en el contexto de la Inglaterra de finales del siglo XVIII, a la mercantilización de las esferas de la vida social que hasta ese momento habían quedado al margen del comercio, como la tierra o la fuerza de trabajo (Rendueles, 2004).

 

Por otro lado, en la economía formal la voluntad de la sociedad es ajena a los procesos económicos en la que no existen modelos como intención previos al proceso económico. El valor fundamental en la economía formal es la eficiencia y la ética deriva de conductas coherentes vinculadas con la producción y la óptima asignación de los recursos (Polanyi, 1976).

 

En este sentido, la economía formal, tampoco explicaría un análisis de la elección racional-individual y menos la diferencia entre estas pautas de consumo que se va adentrando más y más en la periferia de la ciudad penetrando incluso en la sociedad de consumo donde la relación de mercado se vuelve más intolerante a la balanza de ganancias. Para la cultura moderna y posmoderna, existe la idea que desarrollo implica progreso, y que el progreso es un valor.

 

El objeto de la economía formal como lo define la economía keynesiana es concebir el desarrollo como un proceso histórico de transformaciones sociales y productivas operadas en el sistema capitalista, tanto en su infraestructura física, en sus relaciones sociales, y en su cultura, con el fin último de contribuir a la expansión de la riqueza (PBI) y al mejoramiento del bienestar de la población; todo ello como pilares básicos que sustentan la continuidad del capitalismo (Keynes, 1936).

 

En efecto, fuera del sistema de precios formados por el mercado, el análisis económico pierde la mayor parte de su relevancia como método de cambio del sistema económico. Hoy en día, el sistema de planificación económica ideado en el seno de las luchas de clases es producto de la informalidad, en la mayoría de los países de América Latina durante la pandemia del Covid-19, y constituye un ejemplo de crisis de la economía formal.

 

Datos generales:

Autor: Dumas Myrie S.

Profesor de historia, Universidad Cristiana de Panamá

Twitter: @dumas997