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Europa y el negocio infame que alimenta en Libia


El sufrimiento que los migrantes y refugiados están viviendo en Libia debería agitar las conciencias de los líderes electos y de los ciudadanos de Europa.

Cegados por su obtuso objetivo de mantener a estas personas al otro lado de sus fronteras, los gobiernos europeos están ayudando, con su financiación, a detener la salida de embarcaciones desde Libia. Pero esta política también alimenta un sistema abusivo y criminal.

El sistema de detención de migrantes y refugiados en Libia está podrido hasta la médula: no es más que una próspera empresa de secuestro, tortura y extorsión. Y los gobiernos europeos han optado por dejar a estas personas en manos de tal sistema.

Los refugiados y migrantes no pueden ser devueltos a Libia, ni permanecer retenidos en ese país. Médicos Sin Fronteras (MSF), organización de la que soy presidenta internacional, lleva más de un año asistiendo a estas personas en los centros de detención de Trípoli y ha sido testigo directo del régimen de arresto arbitrario, extorsión, abuso físico y privación de servicios básicos que hombres, mujeres y niños sufren en estas instalaciones.

La semana antepasada visité varios centros oficiales de detención y puedo decir que estos son sólo la punta del iceberg. Los migrantes y refugiados son tratados como mera mercancía para ser explotada. Los encierran en habitaciones oscuras, sucias y sin ventilación. Los hacinan unos encima de otros. Algunos hombres nos contaron que los obligan a correr en grupo en el patio, desnudos, hasta caer exhaustos. A las mujeres las violan y después las obligan a llamar a sus familias para que paguen por su liberación. Todas las personas con las que pudimos hablar pedían entre llantos que las sacaran de allí. La desesperación es abrumadora.

El número de personas que parten de las costas libias rumbo a Europa se ha reducido y esto se ha presentado como un éxito en la prevención de la pérdida de vidas en el Mediterráneo y como un duro golpe a las redes de traficantes.

Pero sabiendo lo que ocurre en Libia, hablar de éxito es, en el mejor de los casos, pura hipocresía y, en el peor, una cínica complicidad con los traficantes que tratan a estos seres humanos como mercancía.
Las personas atrapadas en esta bien documentada pesadilla necesitan una salida. Necesitan que se les facilite protección, asilo y procedimientos mejorados de repatriación voluntaria desde Libia. Necesitan huir del peligro mediante vías seguras y legales, pero hasta la fecha sólo unos pocos han podido hacerlo.

Esta terrible violencia debe cesar. Es necesario que se respeten sus derechos humanos, incluido el derecho a recibir comida, agua y atención médica.

A pesar de las declaraciones de los gobiernos sobre la inmediata necesidad de mejorar las condiciones en que se encuentran estas personas, hoy por hoy esto no está sucediendo.

En lugar de afrontar el círculo vicioso que están creando sus decisiones, los políticos se esconden tras infundadas acusaciones contra las organizaciones no gubernamentales (ONG) y contra las personas que intentan ayudar a quienes sufren esta situación desesperada. Durante sus operaciones de búsqueda y rescate en el mar, MSF ha sido blanco de disparos de una Guardia Costera libia que Europa financia; también hemos sido acusados reiteradamente de complicidad con los traficantes. ¿Pero quién está aquí en connivencia con los criminales, aquellos que tratan de rescatar a estas personas o quienes permiten que sean almacenadas y vendidas como una mercancía?

Libia es sólo el ejemplo más reciente y extremo de unas políticas migratorias europeas que se remontan a años atrás y cuyo objetivo primordial es expulsar a migrantes y refugiados allí donde no se les vea.

Tanto el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía de 2016, como lo que hemos visto en Grecia, Francia, los Balcanes y más allá, marcan una tendencia al alza de cierres fronterizos y expulsiones.

La consecuencia es que a las personas que buscan formas legales y seguras de ir a Europa se les acaban las opciones y esto las empuja más y más hacia las mismas redes de tráfico que los líderes europeos dicen querer desmantelar. Se necesitan vías legales y seguras para cumplir los objetivos de control fronterizo y al mismo tiempo acabar con los incentivos perversos que permiten prosperar a los traficantes.

No podemos decir que no sabíamos lo que estaba sucediendo. La depredación que se alimenta de la miseria y del horrible sufrimiento de quienes están atrapados en Libia debe terminar ya.

En sus esfuerzos por frenar el flujo de migrantes y refugiados, los líderes europeos están aceptando que la gente sea arrojada a la extorsión, la violación, la tortura y la esclavitud. Nos preguntamos si es este el precio que Europa está dispuesta a asumir.


* Presidenta Internacional de la organización Médicos Sin Fronteras

Harvey no salió de la nada

Naomi Klein

Ahora es el momento de hablar sobre el cambio climático y todas las demás injusticias sistémicas –desde realizar detenciones e interrogatorios basados en el perfil racial hasta la austeridad económica– que transforman desastres como Harvey en catástrofes humanas.

Busquen la cobertura mediática sobre el huracán Harvey y las inundaciones en Houston, y oirán acerca de cómo este tipo de lluvia no tiene precedente. Escucharán acerca de cómo nadie lo vio venir, así que nadie se podía preparar adecuadamente.

De lo que oirán muy poco es acerca de por qué estos eventos climáticos sin precedentes, históricos, ocurren con tanta regularidad, que decir histórico ya se volvió un cliché meteorológico. En otras palabras, no escucharás hablar mucho, si es que algo, sobre el cambio climático.

Esto, nos dicen, es porque se busca no politizar una tragedia humana que todavía está en desarrollo, lo cual es comprensible, pero aquí está el detalle: cada vez que hacemos como que un suceso meteorológico nos llega de la nada, como alguna acción de Dios que nadie pudo predecir, los reporteros toman una decisión extremadamente política. Es la determinación de no herir sentimientos y evitar la controversia, a costa de la verdad, por más difícil que sea. Porque la verdad es que estos eventos fueron predichos desde hace mucho tiempo por los científicos climáticos. Los cada vez más cálidos océanos crean tormentas más poderosas. Los cada vez más altos niveles de los océanos implican que esas tormentas entran a sitios que antes no alcanzaban. Las temperaturas cada vez más calientes ocasionan precipitaciones pluviales cada vez más extremosas: largos periodos de sequía interrumpidos por masivas tormentas de nieve o lluvia, en vez de los estables y predecibles patrones con que la mayoría de nosotros crecimos.

Los récords que se rompen año con año –ya sea de sequía, de tormentas, fuegos incontrolados o simplemente calor– ocurren porque el planeta está notablemente más caliente, más que nunca desde que comenzaron a llevarse registros. Cubrir sucesos como Harvey mientras se ignoran esos hechos, no ofrecer una plataforma para que los científicos climáticos puedan explicarlo con sencillez, mientras no se menciona la decisión del presidente Donald Trump de retirarse de los acuerdos climáticos de París, implica fracasar en el más básico deber del periodismo: ofrecer hechos importantes y contexto relevante. Deja al público con la falsa impresión de que estos desastres no tienen un origen, lo cual también implica que no se pudo haber hecho algo para prevenirlos (y que no se puede hacer algo para evitar que en el futuro sea peor).

También vale la pena señalar que la cobertura mediática de Harvey ha estado altamente politizada desde mucho antes de que la tormenta tocara tierra. Ha habido eternas conversaciones acerca de si Trump tomaba suficientemente en serio la tormenta, largas especulaciones acerca de si este huracán será su “momento Katrina” y se han ganado puntos políticos (con justificada razón) con el hecho de que muchos republicanos votaron contra el apoyo a Sandy pero ahora sí atienden a Texas.

Eso se llama hacer política de un desastre –es el tipo de política partisana que está en la zona de confort de los medios convencionales, una política que, de forma oportunista, no toma en cuenta el hecho de que anteponer los intereses de las empresas de combustibles fósiles a la necesidad de un decisivo control de la contaminación es un asunto profundamente bipartisano.

En un mundo ideal, todos deberíamos de poder poner en pausa lo político hasta que la emergencia haya pasado. Luego, cuando todo mundo estuviera a salvo, tendríamos un largo, meditativo e informado debate público acerca de las implicaciones para las políticas de la crisis que acabábamos de presenciar. ¿Qué debería implicar para el tipo de infraestructura que construimos? ¿Qué debería implicar para el tipo de energía de la que dependemos? (Una pregunta con tremendas consecuencias para la industria dominante en la región, a la que le está pegando más duro el huracán: la petrolera y la del gas).

La hipervulnerabilidad a la tormenta por parte de los enfermos, los pobres y los de la tercera edad, ¿qué nos dice acerca del tipo de redes de seguridad que tejemos, dado el escabroso futuro que ya aseguramos?

Dado que hay miles de desplazados, podríamos incluso discutir los innegables vínculos entre la alteración climática y la migración –desde el Sahel a México– y aprovechar la oportunidad para debatir la necesidad de una política de migración que comience con la premisa de que Estados Unidos tiene una buena parte de la responsabilidad de las principales fuerzas que sacan a millones de sus hogares.

Pero no vivimos en un mundo que permite ese tipo de debate serio y mesurado. Vivimos en un mundo en el cual los poderes gobernantes se han mostrado demasiado dispuestos a explotar el desvío de atención de una crisis de gran escala; y muchos están dispuestos a usar las emergencias de vida o muerte para imponer sus políticas más regresivas, políticas que nos llevan más por el camino correctamente descrito como una forma de apartheid climático.
Lo vimos después del huracán Katrina, cuando los republicanos no perdieron el tiempo y promovieron un sistema de educación completamente privatizado, debilitaron la legislación laboral y fiscal, incrementaron las perforaciones petroleras y de gas y la industria de la refinación, y abrieron las puertas a compañías mercenarias como Blackwater. Mike Pence fue un artífice clave de ese proyecto inmensamente cínico y no deberíamos esperar menos después de Harvey, ahora que él y Trump están al mando.

Ya vimos a Trump usar como tapadera al huracán Harvey para lograr el muy controversial indulto de Joe Arpaio y una mayor militarización de las fuerzas policiales estadunidenses. Se trata de movimientos especialmente ominosos, en el contexto de que los puestos de control migratorios siguen operando aún con las carreteras inundadas (un serio desincentivo para que los migrantes evacuen), así como en el contexto de los funcionarios municipales hablando acerca de aplicar las penas máximas a los saqueadores (vale la pena recordar que después de Katrina, varios residentes afroestadunidenses fueron baleados por la policía en medio de este tipo de retórica).

En pocas palabras, la derecha no desperdiciará el tiempo para explotar a Harvey y ningún otro desastre como ese para diseminar ruinosas y falsas soluciones, como la policía militarizada, más infraestructura petrolera y de gas y sistemas privatizados. Lo cual significa que la gente informada y a la que le importa, tiene el imperativo moral de nombrar las verdaderas raíces de esta crisis –conectar los puntos entre la contaminación climática, el racismo sistémico, los reducidos fondos de los servicios sociales y los excesivos fondos para la policía.

También necesitamos aprovechar el momento para proponer soluciones intersectoriales, que dramáticamente reduzcan las emisiones mientras batallamos contra toda forma de desigualdad e injusticia (algo que hemos intentado plantear en The Leap (https://theleap.org/), y que grupos como la Alianza por la Justicia Climática (www.ourpowercampaign.org/cja) han impulsado durante mucho tiempo).

Y tiene que ocurrir ahora mismo –justo cuando los enormes costos humanos y económicos de la inacción están en plena luz pública. Si fracasamos, si dudamos debido a una errónea idea de lo que es apropiado durante una crisis, dejamos la puerta abierta a que despiadados actores exploten este desastre para obtener predecibles y perversos fines.

También es una dura verdad que la ventana para tener estos debates es cada vez más estrecha. No tendremos ningún tipo de debate de política pública después de que pase esta emergencia; los medios regresarán a cubrir obsesivamente los tuits de Trump y otras intrigas palaciegas. Así que, si bien parecería ser indecente estar hablando acerca de las causas primordiales mientras la gente aún está atrapada en sus hogares, este es, siendo realistas, el único momento en que tenemos la atención de los medios como para tratar el tema del cambio climático. Vale la pena recordar que la decisión de Trump de retirarse del acuerdo climático de París –acción que va a repercutir a escala global durante décadas– recibió más o menos dos días de cobertura decente. Luego regresaron a hablar de Rusia las 24 horas.

Hace poco más de un año Fort McMurray, pueblo en el corazón del auge de petróleo de arenas bituminosas en Alberta, casi quedó reducido a cenizas. Durante un tiempo el mundo estuvo pasmado por las imágenes de los vehículos que iban en fila, sobre una carretera, con las llamas acercándose por ambos lados. En aquel momento nos dijeron que era insensible y sólo se buscaban chivos expiatorios si se hablaba acerca de cómo el cambio climático exacerbaba fuegos incontrolables como este. Era todavía más tabú hacer cualquier conexión entre nuestro mundo, cada vez más caliente, y la industria que da energía a Fort McMurray y que daba empleo a la mayoría de los desalojados, que produce una forma de petróleo particularmente alta en carbono. El momento no era el adecuado; era el de mostrar compasión, brindar apoyo y no hacer preguntas difíciles.

Pero, claro, ya para cuando era apropiado plantear esos asuntos los reflectores de los medios hace mucho que se habían ido. Y hoy, mientras Alberta intenta conseguir al menos tres nuevos oleoductos para cubrir sus planes de incrementar la producción a partir de bituminosas, ese terrible incendio y las lecciones que podría haber aportado casi no se mencionan.

En ello hay una lección para Houston. La ventana para proveer un contexto significativo y sacar conclusiones importantes es reducida. No podemos arriesgarnos a echarla a perder.

Hablar con honestidad acerca de qué fomenta esta época de desastres seriales –incluso mientras ocurren– no falta al respeto a la gente que está en el sitio en cuestión. De hecho, es la única manera de en verdad rendir tributo a sus pérdidas, y nuestra última esperanza para prevenir un futuro con incontables más víctimas.


* Naomi Klein es autora de Esto cambia todo: el capitalismo contra el clima. Su nuevo libro es No, no es suficiente: Resistir las políticas del shock de Trump y obtener el mundo que necesitamos. 

Wilfrid, Archbishop of York, 12 October 709

Wilfred was born around 634 in Northumbria, and was educated for a while at the island monastery of Lindisfarne, after which he went south to London, where he became an enthusiastic supporter of Roman liturgical customs, as contrasted with the traditional Celtic customs that were prevalent in the North and in other areas that had been evangelised by Celtic rather than Roman missionaries. The two questions that were nominally in dispute were (1) the method of calculating the date of Easter, and (2) the method of tonsuring a monk (i.e. which areas of the head ought to be shaved). As often happens, these were probably stand-ins for other questions less easily articulated. In about 654, Wilfred left England for Rome (stopping for a year in Lyons, France) and then returned (stopping for three years in Lyons), arriving in England in about 660. He was made abbot of Ripon in Northumbria, and imposed the Roman rules there. In 664 a conference was held (the Synod of Whitby) to settle the usages controversy, and the Roman party triumphed, thanks in large part to the leadership of Wilfrid. 


He was appointed Bishop of York by Alcfrid, sub-king of Deira (a division of Northumbria), but was unwilling to be consecrated by bishops of the Celtic tradition, and so went over to France to be consecrated, and was gone for two years. On his return, he found that King Oswy of Northumbria had appointed Chad (see 2 March 672) as bishop of York. Wilfrid returned quietly to Ripon. But in 669 the new Archbishop of Canterbury, Theodore (see 19 September 690), declared that Wilfrid was rightful bishop of York. Chad quietly withrew, and Wilfrid was installed at York. For the next few years, Wilfrid enjoyed peace and prosperity, stood high in the favor of King Efrith of Northumbria, and was undisputed bishop of a diocese that included the entire kingdom of Northumbria, with his cathedral at York. But there was trouble ahead. The queen wanted to leave her husband and become a nun, and Wilfrid encouraged her in this. After she had left (in 672), the king was not as cordial to Wilfrid as he had been, and in 678, Archbishop Theodore, acting in close concert with the king, divided the Diocese of York into four smaller dioceses, and appointed new bishops for three of them, leaving Wilfrid with the fourth, which did not include the city of York. Wilfrid decided to appeal to the pope. On his way to Rome, he spent a year preaching in Frisia, and so was the beginning of the movement by Christian Anglo-Saxons in Britain to convert their relatives on the Continent. 

The pope eventually sided with Wilfrid, but the ruling was not accepted in England, and Wilfrid was banished from Northumbria. He went to Sussex, the last center of Anglo-Saxon paganism in England, and preached there. When he arrived, there had been no rain for many months, the crops were ruined, and the people were starving. Wilfrid showed them how to construct fishnets for ocean fishing, and so saved the lives of many. They listened to his preaching with favorable presuppositions, and soon a large number of them were ready for baptism. 

On the day that he baptized them, it rained. He remained in Sussex for five years, preaching with great success.

Eventually he was reconciled with Archbishop Theodore, and returned to Northumbria, where he was again given a bishopric. He served there a bishop for five peaceful years, but then a royal council found him unfit; he was deposed again, appealed to Rome again, and ended up bishop of the small diocese of Hexham, with jurisdiction over the various monasteries that he had founded. In his will, he bequeathed his money to four causes: (1) to various Roman congregations; (2) to the poor; (3) to the clergy who had followed him into exile; and (4) to the abbots of the various monasteries under his jurisdiction, "so that they could purchase the friendship of kings and bishops." He died 12 October 709.