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Cuidar de los ricos

Emir Sader

En Estados Unidos y en Argentina, de manera formal, con nuevas leyes. En Brasil y en otros países, con medidas concretas que equivalen a lo mismo, se disminuyen los impuestos a los ricos.

Leonardo Boff dice que hay que cuidar a las personas. Lula dice que gobernar, cualquiera gobierna. Pero de lo que se trata es de cuidar a la gente más pobre, más frágil.

Los gobiernos de derecha, hoy todos neoliberales, se dedican a cuidar a los ricos. Ya no les basta ser ricos. Tienen que ser cuidados. Si no, no se deciden a invertir su platita, ganada con el sudor del rostro ajeno. Hay que tentarlos a que hagan inversiones, convencerlos, darles argumentos para que se arriesguen a hacer inversiones. A lo mejor a crear algunos bienes, quién sabe si algunos empleos informales.

Esa es la lógica de los ministros y de los cronistas de derecha, tanto en las reformas laborales como en las tributarias. Asumen el llanto de los grandes empresarios, de que invertir sale muy caro. Hay mucho riesgo, además.

Que los costos de contratar trabajadores son demasiado elevados. Que así no es posible. Que no vale la pena. Mejor poner la plata en la bolsa de valores, donde no se contrata a nadie, no se paga prácticamente ningún impuesto, se saca y se lleva la plata para la bolsa de algún otro país, si vale más la pena.

Que hay que abaratar los costos de la contratación de trabajadores –a expensas de los derechos de éstos, claro– para que se contrate a más gente. Que éstos se adapten al ritmo, a las necesidades, a la temporalidad del capital, que es el motor de la sociedad, desde luego. Dos horas hoy, ninguna mañana, pasado, a lo mejor otro día 14 horas, si las máquinas así lo demandan.

Total, el sistema vigente se llama capitalista. Su centro es el capital. Todos tienen que adecuarse al movimiento del capital. Si les interesa viajar a alguna isla lejana, hay que generar las condiciones para que hagan ese viaje. Si quieren volver, que se creen las condiciones de bienvenida a los que retornen.

Sin capital no hay capitalismo, no hay capitalistas, no hay siquiera empleo para mucha gente. Los gobiernos que se importan con el desarrollo del país tienen entonces que cuidar del capital, que a su vez cuidará del país y de sí mismo.

Basta que se mencione reforma tributaria para que los empresarios se froten las manos: ¡Excelente! Menos impuestos y nunca tributación justa. El que gana más, paga más. No. Es el que gana más quien mueve al país. Tiene que pagar menos impuestos para que se anime a hacer inversiones y a lo mejor contrate algunos trabajadores por algún tiempo.

Es el regalo de Navidad de los gobiernos de los ricos para los ricos, por buen comportamiento, buen financiamiento, préstamo de sus cuadros al gobierno para ayudar a cuidar de ellos. Si no les agrada, pueden dejarnos e ir a asumir riesgos en otros pagos.

Menos impuestos, perdón de deudas, financiamientos a intereses bajos –esas son las condiciones de tener el apoyo de los empresarios. Cuidar a los ricos para que no nos abandonen por algún paraíso cualquiera.

Si no nos quedaríamos prisioneros de los pobres, de esos que viven del sudor de su rostro, de los que no explotan a nadie, de los producen todas las riquezas del país, de esos que se asocian, se organizan, se movilizan.

Para evitar esto, reforma laboral, reforma de las jubilaciones, reforma tributaria. A los que no tienen nada les quitaremos todo. Cuidar a los ricos para que seamos países de ricos, para que los otros sepan que no hay para todos, que en el capitalismo gana el que tiene capital.


Y si un gobierno de ricos no cuida a los ricos, ¿quién lo hará?

El Barco: la librería que se hunde

www.elfaro.net / 251217

Brenda López es capitana de El Barco, una librería en el centro de San Salvador de la que es dueña desde 2011 y que está a punto de hundirse. Tiene un mes para pagar los dos meses de renta que debe o irse. El negocio nunca ha sido próspero, pero ha llegado al punto límite. Su propietaria -30 años, estudiante de psicología, madre de soltera de dos hijos- cree que vender libros "es como el agua a las flores" y lanza un grito desesperado: “Hey, Librería El Barco, aquí estamos ¡cultívense!”  

El libro favorito de Brenda López se llama El camino al éxito, de un autor estadounidense cuyo nombre no puede recordar porque ahorita mismo está perturbada: debe dos meses de renta -500 dólares- del local de El Barco, una venta de libros usados de la que es dueña desde 2011 y que tiene enero de 2018 como fecha de vencimiento. “La señora que es dueña del local me dio hasta enero para pagar o para salirme. Así estamos ahorita”, dice Brenda, parada en la esquina frente a su librería. Para Brenda, el camino al éxito ha sido sinuoso y cuesta arriba. Pero está determinada. “No es que voy a salir de esta, voy a salir”, me dice, aunque tal vez se lo dice a sí misma.

El Barco es un pequeño local de cuatro por ocho metros, en pleno centro de San Salvador, a un par de calles de Catedral Metropolitana. Hay un ventilador en el piso, una computadora que no funciona en un escritorio polvoso, estanterías -las grandes a la izquierda y una más pequeña a la derecha-, réplicas de cuadros de Picasso encima de las estanterías y una pequeña colchoneta al fondo donde duerme uno de los dos hijos de Brenda, mientras ella atiende sus negocios. Este día, la librería la atiende una de sus sobrinas porque frente a la calle Brenda ha instalado una mesa de plástico y una báscula para vender uvas y manzanas, frutas de gran demanda en diciembre en El Salvador. Brenda ha invertido $170 en las frutas, y espera sacar una ganancia del 30 %. “Aunque sea para no trabajar 25 de diciembre y primero de enero”, dice.

En el centro de San Salvador es posible conseguir casi cualquier cosa: hierbas medicinales, lencería, camisetas por tres dólares, abarrotes… El catálogo de El Barco es igualmente ecléctico. A la derecha: El Capital, de Karl Marx; Aplausos del cielo, de Max Lucado; Magia Crística Azteca, de Samael Aun Weor o revistas Buen Provecho que imprime El Diario de Hoy. El grueso de todos los libros está a la izquierda. La trilogía de la novela erótica 50 sombras de Grey cerca de Una vida con propósito, del pastor Rick Warren. Hay una colección preciosa de tapa dura de cuatro ediciones limitadas de la editorial DeBolsillo, con libros de Isabel Allende, Juan Marsé, Bárbara Wood y Alberto Vásquez. Bodas de Sangre, de Federico Garcìa Lorca; El arte de la guerra de Sun Tzu; No me agarran viva, de Claribel Alegría. Diccionarios, enciclopedias, biblias... Libros a la deriva que, como Brenda, buscan algún puerto. 

Interior de la tienda de libros "El Barco", en el centro de San Salvador. Al fondo, uno de los dos hijos de Brenda duerme mientras su madre coloca la venta de uvas y manzanas, sobre la 3° Calle Oriente. Foto de El Faro, por Víctor Peña.

“Aquí no entra ni una mosca”, dice, pero al mediodía del 22 de diciembre entran dos personas. Buscan biblias.


Una medición de 2007 de LPG Datos encontró que el 30 % de los salvadoreños dice que ese es su libro favorito. Brenda vende biblias a diez dólares, y le quedan dos dólares por cada una que vende. Una señora pide una biblia de letra grande y Brenda se la alcanza y reconoce a su cliente: "¿Usted vino la otra vez, vea?", le pregunta. La señora responde que sí mientras examina la biblia que tiene en sus manos. No le gusta y le pregunta si tiene himnarios con canciones evangélicas. Brenda no tiene. El otro cliente que entró pide una biblia de “las que tienen como papel de periódico”. No hay. Los dos se van sin comprar nada.

A veces, hay personas que no llegan a El Barco a comprar, sino a vender, y Brenda, pese a todas sus carencias, se planta como rescatista de esos otros náufragos: “He metido libros nuevos que no se les gana nada, solo para que la gente no se vaya con las manos vacías”, dice.
— ¿Pero entonces por qué vendes libros y no otra cosa?
— Yo siento que vender libros es como el agua para las flores. A mí nada me costara poner un chupadero (un bar). Esto es por cultivar a las personas. No es bueno para mí ja,ja.

***
Vender libros es complicado en El Salvador porque no hay suficiente demanda. El 44 % de los salvadoreños no lee nunca o casi nunca por motivos profesionales o de estudios, y el 55 % no lee nunca o casi nunca por ocio, según la Encuesta latinoamericana de hábitos y prácticas culturales 2013 . “Es que la gente solo busca libros cuando se los piden en el colegio o la universidad”, dice Brenda.

La escritora salvadoreña Jacinta Escudos piensa que el sistema educativo salvadoreño “lejos de crear lectores, presenta la lectura/literatura como algo tedioso” porque obliga al estudiante a leer “un canon literario no actualizado” que “termina más bien causando que muchos estudiantes odien leer”.

Hace 46 años, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, Ciencia y Cultura (UNESCO) decía que los libros desempeñaban “un papel indispensable para la vida social y su desarrollo”. Pero en El Salvador no hay políticas públicas que favorezcan el acceso a los libros. “El libro suele ser caro y frente a las necesidades básicas de una familia, termina relegado como una adquisición no vital”, opina Escudos. Y en eso subraya la importancia de las librerías de segunda mano, como El Barco. “Que se cierre una librería de libros usados es grave, porque para muchos, ése es su mejor recurso para hacerse de buenos libros”, dice la escritora. 

El viaje de Brenda en El Barco arrancó en 2011. Ese año fue trascendental en su vida: se convirtió en bachiller, madre soltera y emprendedora... Vamos por partes.

Brenda se graduó de bachiller hasta que tenía 24 años y ya era mamá. Se había ido a los 18 de su casa, en Apopa, para trabajar en el centro de San Salvador y poder estudiar. El marido de su mamá no la dejó ir al colegio: decía que las mujeres solo sirven para estar en la casa. Brenda no le creyó. Entró a trabajar en un comedor, repartiendo comida y se perdió en el intrincado centro capitalino durante su primer día. “En el comedor entraba a las cinco de la mañana y salía a las ocho de la noche. La primera vez que me dio un calambre en los pies -porque no me sentaba todo el día- pensaba que me estaba muriendo. ¡Era tan ignorante, no sabía ni que era un calambre!”, recuerda ahora Brenda. Tiempo después, pidió permiso en su trabajo para salir dos horas antes, a las seis de la noche, y poder estudiar.

Convertida en madre (tiene dos hijos, de 11 y cuatro años) y bachiller, Brenda vivió con el papá de su hijo mayor hasta que decidió izar las velas. Duró con él dos años. “Yo me acuerdo cuando mi madre dejaba que el marido la golpeara. Y yo a él se lo dije, que nunca iba a permitir que me tocara”, dice Brenda. Su pareja intentó golpearla una vez. “Esa vez que intentó hacer eso yo le dije que nos íbamos a separar aunque no lo quisiera”, dice Brenda antes de interrumpir su relato con un “¿Qué le doy, caballero?”. Un cliente ha llegado a comprarle un poco de mercancía y se ha ido satisfecho con dos... libras de uvas. 

Para cuando se separó, Brenda ya había dejado de trabajar en el comedor y vendía libros en un kiosko de la sexta calle oriente, cerca del centro de San Salvador. Su pareja trabajaba vendiendo libros y su cambio de trabajo vino precedido de una enseñanza machista: “me habían enseñado que mi obligación era seguirlo”. Por aquel entonces, ella no podía leer bien. Pero trabajó duro. “Como pude ahorre mil dólares, y una tía me prestó 1,500”. Compró El Barco -los libros, no el local- por 2,500 dólares.

“Los primeros meses de la venta de libros no tenía ni para comer”, dice Brenda. “Una maruchan (sopa instantánea) le daba al niño”. Brenda no lo ha tenido fácil, pero tampoco ha buscado el camino sencillo. Su diploma de bachiller no le fue suficiente. Cuando se graduó, retó a su mamá: “y esto no es nada”, le dijo. Y apuntó a la universidad. Brenda ahora está en séptimo ciclo de la carrera de Psicología, en la Universidad Tecnológica. Lleva un promedio de 7.50 y le falta un año y medio para terminar.

“He llorado mes tras mes para pagar la universidad. ¿Sabes cuánto llevo a la U? Cinco dólares. Hay que sacar copias, trabajos”, cuenta Brenda. Y se enoja cuando se compara con otras estudiantes: “mis compañeras ni llegan ni van a clases. Y yo cuánto me estoy verguiando”.

A dos casas de El Barco, Huberto Lemus, de 61 años, es dueño de otra librería de usados. En su local, paga $200 al mes y ya debe dos meses. También está pensando en cerrar el próximo año. Lemus, un veterano en estas aguas, recuerda con añoranza otras mareas, allá a finales de la década de los noventa, cuando hacía expediciones con pickups llenos de libros para venderlos en Guatemala. Ahora Lemus resiente la falta de apoyo estatal. “No les conviene ayudarnos, les conviene que la gente sea ignorante para que voten por ellos”, dice de los políticos. Pero también culpa a otro enemigo de su crisis: “El Internet se comió todo esto”, dice Lemus. “Hoy la gente no anda con libros, sino con el celular”.
La venta de libros "El Barco" está contiguo a un bar, sobre la 3° Calle Oriente, entre la Sexta y la Cuarta Avenida Norte, en el centro de San Salvador. El bar no tiene planes de cerrar su negocio, la venta de libros, sí. Foto de El Faro, por Víctor Peña.


Brenda, la capitana de El Barco, coincide con Huberto. “Imaginate cuánta gente mira televisión, novelas, o pasa en el Facebook. Y les preguntas si quieren leer y ¿qué te dicen? No, es que me da sueño, es aburrido. Y yo: ¡cómo! Si leer es como cepillarse los dientes, un hábito”, alega Brenda. “No sé qué hacer”.


En la misma cuadra donde Brenda López y Huberto Lemus están pensando en hundir sus navíos, hay tres bares. El 22 de diciembre, dos de ellos tenían letreros que anunciaban que el día siguiente abrirían desde las seis de la mañana, porque a esa hora jugaban el Real Madrid contra el Barcelona. 

El Estado hace oficial el número de víctimas en El Mozote: 978 ejecutados, 553 niños

Nelson Rauda Zablah | Infografía: Andrea Burgos
www.elfaro.net / 041217

Un grupo de voces discute en la YSKL, una de las frecuencias radiales más tradicionales y de mayor alcance del país, si existió o no una masacre en El Mozote. No estamos en la década de los 80, ni siquiera en los 90 de inmediata postguerra, es 21 de octubre de 2017. Han pasado 36 años desde la masacre y en El Salvador aún es común oír a quien no cree que haya ocurrido el crimen o a quienes, si bien lo admiten, lo justifican por la noción de que los masacrados eran de uno de los bandos en guerra: los guerrilleros.

Los tertulianos quizá no sepan, y el resto del país tampoco, que ya existe una cifra oficial de personas masacradas por el ejército aquel diciembre de 1981 en El Mozote. El gobierno, obligado a levantar el censo por una sentencia de 2012 de la Corte Interamericana de derechos Humanos, no se ha tomado el tiempo para difundirlo. Quizá por eso los tertulianos desconocen que ya es oficial una cifra preliminar de 978 personas asesinadas, y que la mayoría de ellas, de los supuestos guerrilleros, eran niños: 553 menores de edad. De los cuales 477 tenían menos de 12 años. Entre ellos, 248 menores de seis.

En la radio, Marvin Aguilar, un tertuliano habitual de radio y televisión que se presenta como 'culturólogo', discute con Ulises del Dios Guzmán, un exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia  investigado por corrupción:

—¿Estamos todos de acuerdo en que hubo una masacre? —pregunta Aguilar.
—No, yo no estoy de acuerdo en que hubo masacre —responde el exmagistrado.
—¿Y de qué murió esa gente? ¿De paludismo?
—Hubo un montón de muertos, que es otra cosa —insiste Ulises del Dios Guzmán.
—¿Se resbalaron todos al mismo tiempo y se rompieron la cabeza?
—No, yo no sé, pero masacre es cosa diferente. Dicen, dicen que hay 800 muertos...

Desde la masacre han pasado casi cuatro décadas, una sentencia de la Corte Interamericana y hay un juicio penal abierto contra 18 altos mandos militares, pero expresiones de incredulidad y negación como las del exmagistrado son comunes en El Salvador. Por eso los números oficiales son importantes, porque el Estado se comprometió, en los Acuerdos de Paz, a contabilizar las víctimas y respetar su memoria, señalando hechos atroces como los de El Mozote e investigándolos. Pero prefirió olvidarlo. 

Tras negar la masacre entre 1981 y 2012, el Estado salvadoreño reconoce ahora una cifra oficial de muertes que confirma todas las versiones de quienes sufrieron aquel embate del Ejército. Tras un proceso de verificación de los antiguos registros el Gobierno acepta que hubo al menos 978 ejecutados en la masacre de El Mozote, la mayoría menores de edad, 93 mayores de 56 años, 478 de ellas mujeres y 488 hombres.

El Faro obtuvo estas cifras del “Registro único de víctimas y familiares de víctimas de graves violaciones a los derechos humanos durante la masacre de El Mozote”, que administra directamente la presidencia de la República. En el documento, fechado en septiembre de 2017, la presidencia asegura que el conteo estaba en proceso desde mayo de 2012. Sin embargo, fue la sentencia de la Corte Interamericana, de diciembre de 2012, la que obligó al Estado a consolidar el registro y para finales de 2013, según aseguran representantes de las víctimas, no había avances en su construcción.
Pese a tratarse de un registro público, el Ejecutivo solo lo divulgó a través de la página web Transparencia Activa, dirigida por la Secretaría de Transparencia de la Presidencia, un día después de que este periódico recibiera una copia como respuesta oficial a una petición formal de información, amparada por la Ley de Acceso a Información Pública. 

El registro de víctimas incluye, además de las 978 personas ejecutadas, a 604 de sus familiares, a 47 sobrevivientes y a 29 personas que fueron desplazadas por los operativos militares que ocurrieron el 10, 11 y 12 de diciembre de 1981 en El Mozote y lugares aledaños. En total, El Salvador reconoce en este momento, según este registro, a 1,658 víctimas de la masacre.

30 años para encarar la verdad

Desde la denuncia de la masacre el 27 de enero de 1982 en dos periódicos estadounidenses, se ha hablado de que las víctimas en El Mozote fueron en torno de mil. El New York Times dio en su reportaje de enero del 82 dos posibles cifras: 733 y 926, mientras que el Washington Post solo dijo que eran varios cientos de civiles asesinados. Cuando la Corte IDH emitió su sentencia en 2012, certificó 440 víctimas.

Ya en 1982 el New York Times reportaba que entre el 30 y el 40% de los ejecutados eran niños. Ahora la cifra oficial confirma que más de la mitad eran menores de edad: 553. El 56% del total de muertos. Doce de ellos eran bebés no nacidos.

Las últimas han sido décadas de negación. Tras ignorar los primeros reportes en 1981, tanto el gobierno salvadoreño como el estadounidense no solo negaron sino atacaron las versiones de los periódicos estadounidenses en el 82. Un día después de la publicación simultánea de esos reportajes, el presidente Ronald Reagan envió al Congreso estadounidense una garantía de que el gobierno de El Salvador “estaba haciendo un esfuerzo coordinado significativo para respetar los derechos humanos internacionalmente reconocidos”, como recogió el periodista Mark Danner en su libro Masacre: la guerra sucia en El Salvador (Malpaso, 2016).

Entre 1982 y 2012, sucesivos gobiernos de El Salvador negaron la masacre: primero una Junta Revolucionaria de Gobierno; luego el presidente Álvaro Magaña, el gobierno Demócrata Cristiano de Duarte y cuatro gobiernos de la derechista Arena.

Tan tarde como en 2010, ya con el FMLN en el poder y 29 años después de la masacre, el gobierno de El Salvador todavía le aseguró a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que la población civil "en ningún momento del conflicto armado salvadoreño fue considerada un blanco militar”. Para ese entonces, ya había abundante evidencia de la responsabilidad estatal en la masacre, tanto por los reportes periodísticos, como en el informe de la Comisión de la Verdad y en estudios de organizaciones no gubernamentales. Pero el primer gobierno de izquierda, heredero de la guerrilla, mantuvo el silencio y la negación.

Hubo que esperar hasta 2012 para que el presidente Mauricio Funes reconociera oficialmente la masacre en un acto en el que llegó a las lágrimas, y cinco años más para tener un dato oficial.

Los negacionistas han alegado por años que es imposible que hubiera mil víctimas en un cantón en el que no vivía tanta gente, pero lo cierto es que a la masacre se la conoce como El Mozote por el caserío en el que hubo la mayor cantidad de víctimas. El operativo del Batallón Atlacatl también abarcó otras seis ubicaciones: los caseríos de Ranchería, Los Toriles y Jocote Amarillo; los cantones La Joya y Cerro Pando; y la cueva del Cerro Ortiz. La suma de todas las víctimas asesinadas en esos poblados, calculada durante décadas a partir del relato de los sobrevivientes, daba una cifra cercana a mil, hoy corroborada por el registro oficial.

Un argumento incontestable para quienes trataron de negar lo sucedido en El Mozote fueron siempre los cadáveres. Entre 1992 y 2015, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) recuperó más de 400 osamentas de algunos de los sitios de la masacre. La sentencia de la CIDH reconoció un número similar de víctimas ejecutadas: 440. La Fiscalía General de la República, en 2013, también condujo exhumaciones cuyos resultados se han sumado al dato final pese a lo accidentado del proceso, que incluyó reclamos de las víctimas por la falta de asistencia psicológica a los familiares durante las exhumaciones. Cada uno de los cadáveres, posteriormente identificados y cuya fecha de muerte se ha comprobado que no es posterior a 1981, constituye una prueba incuestionable del crimen.

Este nuevo registro oficial cierra en todo caso ese debate, y abre la posibilidad de que el Estado cumpla con las medidas de reparación a las víctimas que le exige la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en 2012 condenó a El Salvador por violar en El Mozote derechos a la vida, a la libertad, integridad personal, propiedad privada, protección judicial y convenios contra la tortura a los que El Salvador está suscrito.

Los pasos para llegar a un número final

Han existido tres registros de víctimas, dice Wilfredo Medrano, miembro del consejo directivo de este nuevo registro oficial de víctomas de El Mozote y abogado en la Oficina de Tutela Legal María Julia Hernández, organización heredera del Socorro Jurídico, la oficina del Arzobispado de San Salvador que monseñor Óscar Arnulfo Romero creó para brindar asistencia judicial en El Salvador de la guerra civil. 

Esa oficina creada por Romero levantó en 1989 el primer registro in situ con sobrevivientes y víctimas de El Mozote. La información se recopiló en fichas que incluían nombre, edad, ocupación, padres, donde vivían cuando fue la masacre, y dónde los mataron.

20 años más tarde, la Asociación Promotora de Derechos Humanos de El Mozote trabajó para digitalizar ese archivo. A cargo de ese trabajo estuvieron dos personas: la británica Anne Griffin, religiosa católica, y el irlandés Daniel Ferguson, un voluntario. Esa base de datos fue ampliada con el objeto de reactivar el caso de El Mozote ante la CIDH, donde había estado detenido. La sentencia de la Corte interamericana se basó en aquel listado de víctimas: 440 ejecutados, 48 sobrevivientes, 124 familiares de víctimas ejecutadas, 29 personas desplazadas y otras 54 personas que se decían víctimas pero aún no estaban acreditadas como tales. En total: 695 personas.

El tercer registro, el oficial, supera esa cantidad en casi mil personas. Según la Presidencia, el trabajo para este conteo empezó por un compromiso verbal que adquirió Mauricio Funes en su discurso ante los actuales habitantes de El Mozote del 16 de enero de 2012. Ese día, Funes pidió perdón en nombre del Estado por los hechos de diciembre de 1981 y ordenó a la Fuerza Armada que revisara su historia para no honrar a criminales de guerra. Prometió además un censo para identificar víctimas.

Ese censo tuvo como punto de partida la lista que se presentó ante la Corte Interamericana y ha estado sometido a constantes revisiones y depuraciones. Su elaboración está a cargo de la Dirección General de Estadísticas y Censos -Digestyc- y es supervisada por un consejo directivo que reúne a representantes del Estado, de las víctimas y de organizaciones de defensa de los Derechos Humanos.

Para que una persona sea admitida en el registro deben cumplirse tres condiciones. Uno, que esté razonablemente identificada con documentos. Dos, que sea residente de alguno de los cuatro caseríos y dos cantones identificados como los lugares de la masacre, o haberse refugiado temporalmente en la cueva del Cerro Ortiz. Y tres, no haber pertenecido, durante la guerra, a la guerrilla o al ejército.

Comprobar que cada caso cumple estos requisitos ha requerido investigación documental y testimonial. Durante la guerra, muchos registros como partidas de nacimiento se perdieron por los ataques de la guerrilla a las alcaldías. "Para establecer la existencia de una persona se requería una fe de bautismo, un documento, una constancia de una alcaldía... cualquier cosa, pero mínima", explica Wilfredo Medrano, quien es además uno de los acusadores particulares del caso penal por El Mozote.

Para suplir esas carencias, el consejo de registro ha admitido declaraciones juradas, otros documentos de identidad, testimonios judiciales, esquelas de exhumación, registros administrativos -en los casos en que existen-,o  discusiones en asambleas de víctimas. Al ser una base de datos oficial, también se ha tenido acceso a informes del Registro Nacional de las Personas Naturales, para solventar casos de homónimos.

"Se estima que hay un número alto de víctimas que no tienen los documentos que les estaban pidiendo para poder acreditar la condición de víctima”, dice Esteban Madrigal, un abogado costarricense del Centro por la justicia y el derecho internacional (CEJIL), que sigue los temas de El Salvador para esta organización. Madrigal cree que también esto es responsabilidad del Estado: “No tienen esos documentos precisamente porque se habían incendiado las alcaldías. El Estado tiene que proponer y resolver de la mejor forma esa situación”, asegura.

Cuando la búsqueda de documentos ha sido insuficiente, los encargados del registro han optado por técnicas cualitativas. "La Digestyc hace ciertas entrevistas familiares. También se han establecido otras figuras de referentes comunitarios", explica Medrano. Los referentes sirven para resolver casos en que hay posiciones encontradas. Por ejemplo, un caso en que se pedía incluir a una persona como víctima de la masacre, pero un referente comunitario aclaró que la persona había muerto en otra circunstancia: "No, él murió ahorcado, eso es falso".

 Las deudas que persisten

Esta lista consolidada de víctimas de El Mozote no se considera aún cerrada y podría incorporar todavía nuevos nombres, pero Medrano asegura que se trata de un registro muy avanzado. El Estado cumple así cuatro años tarde con una obligación impuesta en 2012: "La Corte (CIDH) le otorgó al Estado un plazo de un año para consolidar y tener listo el registro de víctimas", dice Madrigal.

La existencia del registro es un prerrequisito para las reparaciones ordenadas por la Corte Interamericana, que son independientes de cualquier resolución en que termine el juicio penal que se sigue actualmente en El Salvador para determinar la posible responsabilidad de 18 altos mandos militares por la masacre. Algunas de las reparaciones que ordenó la CIDH son económicas. Otras tienen que ver con el desarrollo en las comunidades que fueron afectadas por la masacre.

El Faro pidió a la Presidencia un informe de las reparaciones que han recibido las personas que aparecen en el registro de víctimas de la masacre. El Ejecutivo, en su respuesta detalla 25 acciones de infraestructura entre las que incluye mejoramiento de carreteras, proyectos de energía eléctrica y agua, o reparaciones a escuelas y unidades de salud.

“Muchas de las reparaciones que el Estado llama como tal son obligaciones generales que tiene, en términos de derechos económicos, sociales y demás”, reclama el abogado Madrigal. La misma opinión tiene Wilfredo Medrano: “Hay una confusión con que las políticas del gobierno ordinarias son medidas (de reparación), que es un deber del Estado”, dice. “Cuando vos me decís eso, yo no veo que haya mejorado la calidad de vida de la gente a raíz de la sentencia”.

Krissia Moya, representante de las víctimas en el consejo del registro, explica que por mucho tiempo le han dicho al Estado que la salud y la educación son derechos de todo salvadoreño. Pero la respuesta estatal ha sido que algunos de esos programas se implementan específicamente en El Mozote a raíz de la sentencia de la CIDH. “Nos dijeron que la unidad de salud (del programa) Ecos en El Mozote se construyó obviando requisitos del número de población”, ejemplifica. La misma respuesta obtienen en el área de educación: “Ellos dicen que escuelitas super pequeñas con 20 o 30 niños, se han mejorado como si fueran una escuela urbana. Políticamente, siempre van a tener una justificación a todo”.

Para Moya, que trabaja con la Asociación de Derechos Humanos de El Mozote, es fácil identificar áreas de la sentencia que faltan por cumplirse. Por ejemplo, en oportunidades de educación. Los más jóvenes sobrevivientes de la masacre rondan los 40 años y por eso han pedido becas de estudio para sus hijos, no para ellos, aunque el vínculo de los beneficiarios con las víctimas sea más lejano. Esto no ha ocurrido.

La asociación también pidió que se incluya el relato de los hechos de El Mozote como un tema de estudio para todos los estudiantes del país, algo que tampoco ha sucedido. El Salvador no se pone de acuerdo para contar su historia.


La única reparación que todos coinciden que ha avanzado es la económica. “Lo más fácil fue cumplir con la indemnización”, dice Moya. Hasta mayo de 2017, el Estado había entregado 1.8 millones de dólares en indemnizaciones a 172 sobrevivientes y familiares de víctimas ejecutadas. Aunque podría ser lo más sencillo, esos beneficiarios corresponden solo al 27% del total de personas que deben recibir una indemnización, según la sentencia de la CIDH.

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