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Del colapso y la esperanza

 Por: Dr. Guillermo Castro H.


El catastrofismo, hijo natural de la desesperanza, se va haciendo cada vez más común en nuestra cultura. Así, para el escritor Tyler Durden si bien no somos la primera civilización en colapsar, “probablemente seremos los últimos.” Todas las civilizaciones, dice, mueren de manera similar: 

Agotan los recursos naturales. Engendran élites parasitarias que saquean las instituciones y los sistemas que hacen posible una sociedad compleja. Se involucran en guerras fútiles y contraproducentes. Y luego se asienta la podredumbre. Los grandes centros urbanos mueren primero, cayendo en una decadencia irreversible. La autoridad central se desmorona. La expresión artística y la investigación intelectual son reemplazadas por una nueva era oscura, el triunfo del espectáculo de mal gusto y la celebración de la imbecilidad que complace a la multitud. [1]

Para Durden, el problema radica en que las civilizaciones no logran adaptarse a las crisis que genera su desarrollo, con lo cual aseguran “su propia destrucción”. El colapso de la nuestra dice, “será único en tamaño, magnificado por la fuerza destructiva de nuestra sociedad industrial impulsada por los combustibles fósiles.” Sin embargo, más allá de replicar “procesos similares del pasado”, en el caso de la nuestra la diferencia será de escala, porque “esta vez no habrá salida.” 

Esa conclusión es aventurada. Existen múltiples experiencias de civilizaciones que se han sobrevivido a sí mismas a través del legado material y cultural que han hecho a sus sucesoras. Egipto y Grecia son ejemplos importantes, en sí mismos y en su incidencia en la formación de la cultura romana, de tan prolongado y rico aporte la civilización Occidental.[2] En nuestra América, de Martí acá, las culturas y civilizaciones anteriores a la conquista europea desempeñan un papel cada vez más importante en el desarrollo de nuestra identidad, y en la búsqueda de soluciones a nuestros problemas socioambientales.

            Al propio tiempo, la geocultura del sistema mundial ha desarrollado capacidades sin precedentes para conocerse a sí misma y a su entorno. De ellas ha derivado además un mejor entendimiento de sus contradicciones, y de capacidad para movilizarse ante los desafíos que ese conocimiento le va planteando. 

            Una personalidad característica del tiempo de transición que nos trae a las preocupaciones de hoy, por ejemplo, fue la bióloga marina Rachel Carson (1907-1964). En 1962, ella publicó el libro La Primavera Silenciosa, en el que denunció el impacto ambiental del uso abusivo de agroquímicos, y que fue como el acta de nacimiento del ambientalismo contemporáneo. Un año después, ya en camino a su muerte, ofreció una conferencia en la que se preguntaba si el ser humano “podría estar trabajando contra sí mismo”, ante la “sospecha creciente -de hecho, tal vez una certeza inquietante- de que a veces hemos sido quizás demasiado ingeniosos para nuestro propio bien.”[3] 

Aun con la maravillosa inventiva del cerebro humano, dijo Carson, “comenzamos a preguntarnos si nuestro poder para cambiar la faz de la naturaleza no debería haber sido templado con sabiduría para nuestro propio bien, y con un mayor sentido de responsabilidad por el bienestar de las generaciones.”  A ese respecto resaltó el aporte de la ciencia para revelar que el ser humano “no vive apartado del mundo, sino en medio de una interacción compleja y dinámica de fuerzas físicas, químicas y biológicas, y entre él y este entorno existen interacciones continuas e interminables.” 

            Para Carson, esa interdependencia universal se remitía al ambiente “extraño y aparentemente hostil” en que tuvo lugar el origen de la vida hace unos 4,400 millones de años.[4] Previamente, dijo, la atmósfera de la Tierra “probablemente no contenía oxígeno,” y por ello no contaba con una capa protectora de ozono en su nivel superior. Así, “toda la energía de los rayos ultravioleta del sol debe haber caído sobre el mar”, donde había en abundancia “compuestos químicos simples” - dióxido de carbono, metano, y amoníaco -, dispuestos para la compleja serie de combinaciones y síntesis que esa energía debió generar. 

            A partir de allí, ocurrieron dos hechos de gran alcance. Por un lado, “en ningún otro lugar del sistema solar se han producido condiciones igualmente favorables para la vida”; por el otro, esas condiciones constituyeron un entorno en cuya evolución la propia vida tuvo y tiene un papel de primer orden. 

            La vida así creada, en efecto, actuó sobre el sobre el entorno en que había ocurrido su creación. Y esto incluyó que el desarrollo de la fotosíntesis en las plantas generara un proceso de “liberación de oxígeno a la atmósfera”, de modo que “el aire que respiramos hoy, con su rica proporción de oxígeno, es una creación de vida.”

            Aquellas condiciones de origen permitieron un “único acto extraordinario de generación espontánea”, que ya no podrá repetirse. Y al propio tiempo, la acción y la interacción constantes entre la vida y su entorno han modelado y modelan desde entonces el ambiente de la Tierra hasta el presente.

Para Carson, “la rama de la ciencia que se ocupa de estas interrelaciones es la Ecología”, y es desde ella como mejor cabe abordar los problemas ambientales que enfrentamos. Para resolver estos problemas, decía, “necesitamos verlos como un todo; mirar más allá del evento único e inmediato de la introducción de un contaminante en el medio ambiente, y rastrear la cadena de eventos así puestos en marcha”, sin olvidar nunca “la totalidad de esa relación.” 

Sin embargo, advertía que estos conceptos, “que suenan tan fundamentales”, son olvidados “cuando nos enfrentamos al problema de eliminar la miríada de desechos de nuestra forma de vida moderna.” Ante ese problema, no nos comportamos 

 

como personas guiadas por el conocimiento científico, sino más bien como la proverbial mala ama de llaves que barre la suciedad debajo de la alfombra con la esperanza de quitarla de la vista. Vertimos desechos de toda clase en nuestros arroyos, con objeto de que se los lleven de nuestras costas. Descargamos el humo y los vapores de un millón de chimeneas y montones de basura en llamas a la atmósfera con la esperanza de que el océano de aire sea lo suficientemente grande como para contenerlos. Ahora, incluso el mar se ha convertido en un vertedero […]. 

“Y esto se hace,” añadía, “sin reconocer que la introducción de sustancias nocivas en el ambiente [está] cambiando la naturaleza del complejo sistema ecológico […] de maneras que normalmente no prevemos hasta que es demasiado tarde.”

            Hasta ahora, decía Carson hace ya 60 años, “hemos sido demasiado reacios a conceder la posibilidad de peligro o la existencia real de peligro”. Para entonces, eso ya planteaba el problema de la responsabilidad moral, “no solo para nuestra propia generación, sino para las del futuro”, que no tienen voz en las decisiones de hoy.

Esto, añadía, implicaba “una especie de rechazo de nuestro pasado, una renuencia o falta de disposición para aceptar el hecho de que el hombre, como todas las demás criaturas vivientes, es parte de los vastos ecosistemas de la tierra, sujeto a las fuerzas del medio ambiente.” Para Carson, convenía reflexionar “sobre qué miedos ocultos en el hombre, qué experiencias olvidadas hace mucho tiempo, lo han hecho tan reacio a reconocer primero sus orígenes y luego su relación con ese entorno en el que todos los seres vivos evolucionaron y coexistieron.” Y concluía diciendo que esperaba con ansias “el día en que nosotros también podamos aceptar los hechos de nuestra verdadera relación con nuestro entorno”, convencida de que “sólo en ese ambiente de libertad intelectual podremos resolver los problemas que tenemos ahora ante nosotros.”

Nunca quizás ha sido tan importante esa conclusión. Vivimos el crepúsculo de una civilización que se agota, y que multiplica sus sombras. A 60 años de entonces, el llamado de Rachel Carson a preservar la libertad intelectual se convierte, hoy, en un llamado a construir las condiciones políticas que nos permitan ejercer esa libertad para imaginar y construir sociedades cuyas relaciones con el mundo natural sean tan armónicas como las que mantengan entre sí sus integrantes. 

 Alto Boquete, Panamá, 20 de julio de 2023

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[1] Durden, Tyler: “No somos la primera civilización en colapsar, pero probablemente seremos los últimos.” 16 agosto 2022.https://chrishedges.substack.com/p/we-are-not-the-first-civilization?utm_source=twitter&sd=pf

[2] Al respecto, por ejemplo, Wickham, Chris (2016): El Legado de Roma. Una historia de Europa de 400 a 1000. Pasado y Presente, Barcelona.

[3] “The Pollution of Our Environment.” Lost Woods: The Discovered Writing of Rachel Carson - Rachel Carson, Linda Lear (1999). Part IV, Chapter 30. https://publicism.info/environment/woods/31.html

[4] https://es.wikipedia.org/wiki/Historia_de_la_vida

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INDEPENDENCIA HISPANOAMERICANA Y LUCHA DE CLASES

 Por Olmedo Beluche 

(Como julio es el mes de las independencias, para celebrarlo reeditamos este fragmento del libro Independencia hispanoamericana y lucha de clases) 


La Independencia hispanoamericana fue una revolución en el pleno significado de la palabra, tanto como la francesa de 1789 o la norteamericana de 1776 o la Rusa de 1917. Todas las revoluciones clásicas, esto ha sido señalado por muchos, parecen desarrollarse en un ciclo que va trasladando el poder a través de las diversas clases sociales y sus fracciones, desde las más moderadas hasta las más radicales, para luego volver a asentarse sobre las moderadas, pero expresando una nueva realidad social y política surgida de entre el polvo y los escombros de años de luchas.  

La Revolución Hispanoamericana por la Independencia no fue la excepción a esta regla. Como todas las revoluciones, ésta empezó como quien no quiere la cosa, con modestos y moderados objetivos, digamos que reformistas, pero sin darse cuenta, se fue complicando, profundizando, se conformaron sus partidos, se confrontaron, parió nuevos hijos y se los tragó (como diría Dantón). Al final, luego de 20 años de guerras civiles, sus resultados no fueron exactamente los previstos por ninguno de sus actores principales. 

Nuestra independencia, al igual que el modelo clásico de la revolución Francesa, tuvo sus partidos: los realistas (virreyes y oidores, como Abascal, Liniers o Amar, con sus generales terribles como Sámano y Morillo); los girondinos o moderados (Rivadavia en el Sur, Camilo Torres en Nueva Granada y  Miranda en Venezuela); sus jacobinos (como el propio Bolívar, Mariano Moreno, Castelli, San Martín, Nariño); y su partido más radical y plebeyo, a la manera de los Sans-Culottes  (representado por Carbonell en Bogotá, Beruti y French en Buenos Aires, Artigas en Uruguay, José Leonardo Chirino o Piar en Venezuela). 

A su vez, cada partido expresaba los intereses de una clase o fracción de ella: los comerciantes importadores, los exportadores, los productores del mercado interior, las capas medias de profesionales (generalmente abogados), los pequeños campesinos, los jornaleros, los artesanos, etc. El modelo de estado que propugnaban también variaba, de acuerdo a los intereses de clase: monárquicos, monárquicos constitucionales, republicanos (unos a favor del sufragio restringido, otros proponiendo el sufragio universal, masculino, claro), centralistas y federalistas. 

En realidad, nunca se procedió siguiendo un proyecto predeterminado, como algunos han llegado a creer. Por el contrario, los propios estados nacionales surgidos de la independencia, tanto en cuanto a sus fronteras, como en su organización económica y política, no quedaron claramente trazados hasta después de la segunda mitad del siglo XIX, luego que triunfaran los esquemas que ahora conocemos, tras décadas de guerras civiles. Lo cual demuestra que la historia social es un libro abierto, no escrito en ninguna parte, resultado de múltiples factores que nadie puede controlar. 

Pero la Independencia, aunque siguió el modelo clásico de la Revolución francesa y estuviera inspirada en buena medida en la Ilustración gala y en el liberalismo inglés, no fue un calco de aquella y aquí los partidos y las ideas tuvieron sus propios significados, atendiendo a su específica realidad social y cultural. Los conceptos y los simbolismos no siempre tenían los mismos contenidos. Quien haga una lectura superficial de los hechos corre el riesgo de equivocarse completamente. 

Basten dos ejemplos: el papel de un sector de la Iglesia, el “bajo clero”, contrario al jugado en la Francia de fines del XVIII, acá tuvo caracteres revolucionarios. Si no, ¿cómo explicarnos la acción revolucionaria de las masas indígenas movilizadas por el cura Hidalgo tras la imagen de la Virgen de Guadalupe? En el sentido contrario, ideólogos ilustrados de la élite criolla, como Camilo Torres, que apelaban al ideario modernizador para justificar su igualdad de derechos con los españoles, tenían pavor de que el sentimiento igualitarista calara en la masa de indios, negros y mestizos.   

Al igual que en la Independencia norteamericana y la francesa, el factor de la política internacional debe ser tomado en cuenta en el análisis, ya que éste jugó una veces a favor y otras en contra del proceso general, pero en todo momento fue una influencia decisiva sobre los acontecimientos. 

El telón de fondo, lucha entre Francia e Inglaterra: 

El factor internacional condicionó todo el proceso y en gran medida fue la chispa que prendió la mecha. Por supuesto, la perspectiva histórica requiere usar una razón dialéctica para la cabal comprensión de los sucesos. Dialéctica, porque es evidente que hay un factor interno de crisis económica, social y política incubándose en el imperio español a lo largo del siglo XVIII, que lo debilita tremendamente. Crisis interna que explica la facilidad con que la disputa por la influencia mundial y europea, entre Francia e Inglaterra, convierten en monigote a la monarquía borbónica, precipitando su colapso. 

Los Borbones españoles siguieron actuando como peones de Francia incluso después que guillotinaron a Luis XVI. Y como aliado de ésta, entra en guerra con Inglaterra, que hace evidente su predominio naval destruyendo la armada española en la batalla de Trafalgar en 1805. Lo cual derivó en consecuencias concretas para sus colonias americanas.  

Además de no poder controlar el contrabando de mercancías, en 1806, Inglaterra avanza su política expansionista invadiendo el Río de la Plata, y la monarquía española se encuentra en tal estado catatónico que se ve imposibilitada de hacer nada al respecto. Es el pueblo bonaerense el que, ante la propia ineptitud del virrey Sobremonte, espontáneamente se organiza para rechazar la invasión inglesa, con Liniers al mando de un ejército local. A partir de allí, la pérdida de control sobre Buenos Aires sólo podía ir en aumento. 

Al año siguiente, 1807, Napoleón Bonaparte decide invadir Portugal para someterlo a su política de cerco contra Inglaterra. El emperador francés realiza esta primera invasión a la península Ibérica a través de España, ante la total pasividad e incapacidad de sus ejércitos. Los efectos de esta primera invasión son decisivos:  

Primero, implica el traslado masivo de la corte de los Braganza, de Lisboa a Brasil, convirtiendo a éste último país puntal decisivo de su influencia en América; segundo, la invasión napoleónica a Portugal demuestra la necesidad para Francia de controlar también a España y demuestra que este plan es viable, de modo que prepara la segunda invasión al año siguiente; tercero, una vez en Brasil, y ante la crisis de la monarquía española, se despiertan las ambiciones de la mujer del rey portugués, Carlota Joaquina de Borbón, sobre las posesiones americanas del imperio, formándose partidarios de este proyecto en Sudamérica, como el propio Manuel Belgrano en Buenos Aires. 

Entre 1808 y 1810, la monarquía lusitano brasileña impulsó el proyecto de un reino hispanoamericano regido por Carlota como legítima heredera de los Borbones. Sin embargo, según el historiador Félix Luna, Inglaterra jugó con el proyecto pero no permitió que cuajara, pues hacía equilibrio tratando de mantener en la formalidad de aliados a la Junta de Sevilla y al Consejo de Regencia posteriormente.  

La propia crisis entre Carlos IV y Fernando VII, que va desde un golpe de estado, del hijo contra el padre, hasta las Capitulaciones de Bayona y el apresamiento de ambos por Napoleón, constituye el síntoma más claro de la crisis española. En 1808, Napoleón invade España y nombra a su hermano José rey de este país, lo cual destapa el proceso que culminará con la Independencia hispanoamericana, con posterioridad a 1821-25. 

El pueblo español se insurrecciona contra José Bonaparte y resiste la ocupación francesa. Surgen guerrillas que se enfrentan al poderoso ejército galo. En ausencia de un poder político claro, surgen en todas las ciudades Juntas de Gobierno que luchan por la independencia española y el retorno de Fernando VII como legítimo monarca. En la ciudad de Sevilla se crea una Junta que centraliza la resistencia, controlada por elementos de la nobleza.  

En Hispanoamérica, como secuela de los sucesos españoles, se dan movimientos para integrar Juntas locales, pero los Virreyes y demás autoridades coloniales se oponen en principio a los intentos de integrar estas juntas y a dar participación en ellas a los elementos encumbrados del estamento criollo. Se amparan, para esta negativa, en la autoridad de la Junta de Sevilla, que pretende que ellos suplen la ausencia de Fernando VII  y que acá todo debe seguir igual, como si no hubiera pasado nada. 

La incapacidad de los sectores más liberales e ilustrados de la nobleza española para ponerse a tono con las circunstancias, la cual va a conducir a los brazos del independentismo hasta los sectores más moderados de los criollos, queda graficada en la figura de Jovellanos, cerebro de la Junta de Sevilla, que dice: “Haciendo…mi profesión de de fe política, diré que, según el derecho público de España, la plenitud de la soberanía reside en el monarca… y, como ésta sea por su naturaleza indivisible, se sigue también que el soberano mismo no puede despojarse ni puede ser privado de ninguna parte de ella a favor de otro ni de la nación misma”. 

Peor aún, la Junta de Sevilla sólo reconoció iguales derechos a los americanos después que José Bonaparte promulgara su Constitución que en el título X equiparaba las esos derechos de sus pretendidos nuevos súbditos hispanoamericanos. Según Liévano Aguirre, la junta sevillana no era sincera, ya que al reglamentar la representación en ella sólo otorga nueve puestos a los americanos contra treinta y dos españoles. 

Finalmente, los criollos ven la oportunidad de lograr su reconocimiento cuando, en enero de 1810, las tropas de Napoleón derrotan a la Junta de Sevilla y controlan toda la península Ibérica, quedando un pequeño grupo de nobles a merced de la protección inglesa en Cádiz, conformando lo que se llamó el Consejo de Regencia.  

En este punto la crisis era de tal grado que, para darse un barniz de legitimidad, el Consejo invita a los criollos americanos a tomar su lugar como españoles en igualdad de derechos que los peninsulares. Pero en esto también actuaron presionados por Napoleón que, en diciembre de 1809, se manifestó dispuesto a reconocer la independencia de las colonias españolas. Y, aunque los virreyes y demás autoridades coloniales intentaron ocultar la nueva realidad, no pudieron evitarlo, abriéndose el proceso de establecer Juntas compuestas por criollos, en algunos lugares mezclados con las viejas autoridades. 

Irónicamente, el proceso que desata los nudos del imperio colonial español, se inicia con la proclama del 24 de febrero de 1810 del Consejo de Regencia que dice: “Desde este momento, españoles americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos de antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro, mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o escribir el nombre del que ha venir a representaros en el Congreso Nacional, vuestros destinos no dependen ya de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: están en vuestras manos”. 

1810: ¿Independencia o sólo autonomía? 

Empecemos por despejar un equívoco: se dice que estamos conmemorando el Bicentenario de la Independencia, en base a los sucesos de 1810; sin embargo, en la mayoría de las Juntas que se impusieron en las ciudades y capitales virreinales de América, no se declaró tal independencia, por el contrario, asumieron el poder político en nombre de Fernando VII y a la espera de su retorno. 

Lo que tuvieron de revolucionario aquellos sucesos fue que las Juntas en muchos lugares se impusieron gracias a la movilización popular, que arrancó el poder de las autoridades virreinales. Pero el poder quedó en manos de quienes controlaban los Cabildos, es decir, la oligarquía criolla con ínfulas nobiliarias principal beneficiaria del modelo económico colonial, aunque desprovista, hasta ese momento, del poder político. 

Por supuesto, las alas más radicales de las sublevaciones populares, en muchos casos sí levantaban ya la propuesta de Independencia total de la metrópoli y el establecimiento de un gobierno republicano. Pero éste primer envión popular, no puso el poder político en manos de los partidos radicales, sino que lo arrancó a los virreyes y lo entregó a la élite criolla moderada.  

Los independentistas y republicanos consecuentes tomarían el poder posteriormente, luego de cruentas guerras civiles y nuevos alzamientos populares, por un breve tiempo, para luego ser derrotados entre 1814-20, con la restauración de Fernando VII, y volver a la ofensiva hasta vencer definitivamente a partir de 1820-25, y ver el péndulo político retornar a la derecha en manos del criollismo reaccionario, entre 1826-30, con el fracaso del proyecto bolivariano. Parodiando la Revolución Rusa, en América, 1810, representó el equivalente de la Revolución de Febrero, todavía faltaba para llegar a su Octubre. 

El historiador José Luis Romero, especialista en este tema, afirma: “No es fácil establecer cuál era el grado de decisión que poseían los diversos sectores de las colonias hispanoamericanas para adoptar una política independentista. Desde el estallido de la Revolución francesa aparecieron signos de que se empezó a pensar en ella… Pero era un sentimiento tenue…”. 

Por el contrario, hacia 1810, la actitud de los próceres criollos fue una reacción contra el posible influjo subversivo que podrían tener en la sociedad hispanoamericana las ideas revolucionarias francesas, a través de José Bonaparte. Parodiando esta actitud, el historiador Liévano Aguirre dice: “Fue la amenaza de la Francia revolucionaria la que aceleró la crisis, puso término a las indecisiones, y dos consignas célebres resumieron, en América, las tendencias de los distintos intereses en juego. Los funcionarios españoles dijeron: “Los franceses antes que la emancipación” y los criollos respondieron: “La emancipación antes que los franceses””. 

Basten dos ejemplos, uno citado por Romero y el otro por Liévano, sobre dos importantes figuras de este momento y cómo en realidad pensaban: Francisco de Miranda y Camilo Torres. 

Francisco de Miranda, que vivió muchos años en Europa, el precursor de la idea de la independencia, expresaba al sector mercantil hispanoamericano vinculado a los intereses británicos, cuyo modelo político apreciaba. Respecto a él, dice Romero: “Una cosa quedaba clara a sus ojos: la urgente necesidad de impedir que penetraran en Latinoamérica las ideas francesas… Una y otra vez expresó que era imprescindible que la política de los girondinos o de los jacobinos no llegara a “contaminar el continente americano, ni bajo el pretexto de llevarle libertad”, porque temía más “la anarquía y la confusión” que la dependencia misma”. 

Camilo Torres, autor del Memorial de Agravios, por el cual exige la igualdad de los americanos (pero sólo de los criollos) con los españoles, opina: “… La constitución napoleónica será un contagio funesto, que apestará nuestros pueblos. Perseguidla y quemad vivo al que quiera introducirla entre nuestros hermanos…”. 

Porque ambos próceres expresaban con claridad los intereses de la clase a la que pertenecían y cuando hablaban de libertad e igualdad, se referían a la oligarquía criolla, y no a la masa de explotados indios, mestizos y negros. Por ejemplo, Miranda, en su “Bosquejo de Gobierno Provisorio” (1801) propone el paso del gobierno a los Cabildos en los que se aceptarán representantes de “la gente de color”, pero sólo en un tercio, y si son “propietarios de no menos de diez arpentes de tierra”. Torres, por su parte, en el Memorial alega que: “Los naturales (los indios), conquistados y sujetos hoy al dominio español, son muy pocos o son nada en comparación de los hijos de europeos...”, para justificar que no tienen derecho a la representación en la Cortes. 

Respecto a los objetivos de los criollos, en el caso de la Junta de Santa Fe (Bogotá), queda claro en la nota que ellos mismos dirigieron a las provincias invitándoles a sumarse que: “Nuestros votos, nuestro juramento son “la defensa y la conservación de nuestra santa religión católica: la obediencia a nuestro legítimo soberano el señor Fernando VII, y el sostenimiento de nuestros derechos hasta derramar la última gota de sangre por tan sagrados objetivos. Tan justos principios no dejarán de reunirnos las ilustres provincias del reino. Ellas no tienen otros sentimientos, según lo han manifestado, ni conviene a la común utilidad que militemos bajo otras banderas, o sea otra nuestra divisa que “religión, patria, rey”” (29 de julio de 1810). 

Estas actitudes inconsecuentes no valieron de nada a los criollos, y al propio Camilo Torres, cuando el general Morillo, luego de restaurado Fernando VII, decidiera pasarlo por las armas en 1816. Actitud represiva y vengativa de la monarquía que hizo mucho más por convencer a los criollos de volcarse a la Independencia que todos los discursos de Simón Bolívar. 

En el caso de la Junta que se instaló en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, dice el historiador Félix Luna que: “Es posible que algunos de los dirigentes revolucionarios intuyeran que esos tiempos llevaban ineluctablemente a la independencia. Otros acaso deseaban una reformulación de los vínculos con España”. Pero todavía un año después la Junta de Buenos Aires firma un Tratado de Pacificación con el virrey Elía, que dice: “… protestan solemnemente a la faz del universo que no reconocen ni reconocerán jamás otro soberano que al señor D. Fernando VII, y sus legítimos sucesores y descendientes”. 

El 18 de septiembre de 1810, la Junta creada en Santiago de Chile, juraba “defender este reino hasta con la última gota de sangre, conservarlo al señor don Fernando VII, y reconocer el Supremo Consejo de Regencia…”. Igual sucedió en Caracas, en la que el Acta de Independencia sólo se va a proclamar el 5 de julio de 1811, luego de una fuerte lucha política. 

Nace el partido radical y popular de la revolución 

Sería un error creer que el único sector social que actuó sobre los acontecimientos fue la oligarquía criolla. Por el contrario, en los mismos hechos que llevaron al establecimiento de estas juntas conformadas por el criollismo, actuaron decisivamente las masas populares dirigidas por adalides salidos de los sectores medios de la sociedad quienes expresaron un proyecto más radical y revolucionario que el de las élites.  

Inclusive, en los momentos decisivos, ante la pusilanimidad criolla, fueron estos líderes y las masas la que impusieron el cambio. Dos ejemplos, Bogotá y Buenos Aires.  

Según Liévano, el mismo 20 de julio de 1810, los criollos montaron una provocación para que el pueblo saliera a la calle y legitimara la instalación de la Junta forzando al virrey Amar a reconocerla. Pero ante la magnitud de la protesta popular, y los saqueos de los comercios de los gachupines, la oligarquía cachaca se asustó y corrió a esconderse en los “retretes más recónditos de sus casas”.  De manera que, al caer la noche, y retirarse el pueblo a la sabana, sólo el criollo Acevedo y Gómez intentaba vanamente mantener una ficción frente al Ayuntamiento, para beneplácito del virrey que creía desvanecido el movimiento. 

Es un joven de 25 años, modesto funcionario de la Expedición Botánica, al que ya ni recuerdan entre los próceres, José María Carbonell, quien con un grupo de seguidores se dirigió a los arrabales de la ciudad, tocó las campanas y congregó al pueblo de Bogotá, salvando al movimiento, e intimidando al virrey que se vio obligado a reconocer la Junta. Es Carbonell, al frente de las huestes populares quien fuerza, en las siguientes semanas, a la destitución y prisión definitiva del virrey. La Junta se constituyó sólo con miembros de la oligarquía, ante la protesta de Carbonell y el pueblo, y le pagó a éste con la cárcel, posteriormente. 

En Buenos Aires, la oligarquía también pretendía un acuerdo con el virrey Cisneros, incluso que la Junta funcionara bajo su presidencia. Y es el pueblo movilizado por French y Beruti, dos líderes salidos de las capas medias la que fuerza los hechos, siendo destituido el virrey e instalándose una junta de coalición de diversos partidos. 

En ambos casos, Buenos Aires y Bogotá, es la acción de los Carbonell, Beruti y French al movilizar al pueblo, la que ata las manos del ejército que, en caso contrario, habría inclinado la balanza a favor de las autoridades coloniales. Estos líderes, al igual que Bolívar en Caracas se organizarían como partidos independientes en las llamadas sociedades patrióticas, y jugarían papeles notables en los meses siguientes. 

En fin, de todas las proclamas de 1810 la única que contenía un claro grito de Independencia es la que salió de los sectores más explotados de la sociedad colonial, los indígenas, y su vocero fue Miguel Hidalgo, quien, desde Guadalajara, decía en diciembre de 1810: “Rompamos, americanos, esos lazos de ignominia con que nos han tenido ligados tanto tiempo: para conseguirlo no necesitamos sino de unirnos…”, y seguidamente decretaba la entrega de las tierras de arriendo a los indígenas y el fin de la esclavitud (“Que todos los dueños de esclavos deberán darles libertad dentro del término de diez días, so pena de muerte…”). 

Bibliografía 

  1. Pensamiento político de la emancipación (1790-1825). Biblioteca Ayacucho. Volúmenes XXIII y XXIV. Caracas, 1977. 
  2. Liévano Aguirre, Indalecio. Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. Círculo de Lectores, S.A. Bogotá, 2002. 
  3. Luna, Félix. La independencia argentina y americana (1808-1824). La nación. Buenos Aires, 2003.


La historia ambiental y las tareas de la historia en nuestra América

Por: Dr. Guillermo Castro H.


“Estamos en tiempos de ebullición, no de condensación;  

de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos.

Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género.”

José Martí, 1881[1]

En el año 2003, una veintena de historiadores y humanistas de nuestra América creó en Santiago de Chile la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental. El ambiente, por entonces, apenas empezaba a abrirse paso hacia las Humanidades, al calor entre otras cosas de la buena nueva del desarrollo sostenible como herramienta para la renovar los consensos de un sistema internacional que transitaba hacia aquella nada incierta que por entonces se dio en llamar la posmodernidad.


En el campo de las Humanidades, la gran historia cedía su lugar a otras narrativas, mientras el neoliberalismo iba imponiendo su propia dogmática al frío de la desintegración de las del marxismo soviético, el desarrollismo latinoamericano y la teoría de la dependencia. En aquellas circunstancias, cuando el liberalismo á la Huntington se proclamaba una vez más como adalid de la civilización en su lucha contra la barbarie, volvía ser indispensable el pensar de José Martí, que ya a comienzos de la década de 1880, nos advertía que al estudiar “un acto histórico, o un acto individual”, resultaba que “la intervención humana en la Naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta, y que toda la Historia es solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana”, haciendo parecer pueriles “esas generalizaciones pretenciosas, derivadas de leyes absolutas naturales, cuya aplicación soporta constantemente la influencia de agentes inesperados y relativos.”[2]

De entonces acá, nuestra historia ambiental ha ido ampliando cada vez más su diálogo con los clásicos y los contemporáneos de sus campos afines, desde geógrafos como Jean Brunhes; biogeoquímicos como Vladimir Vernadsky; sociólogos como Immanuel Wallerstein, y colegas como Donald Worster. Pero, y sobre todo, su labor en nuestra América ha hecho parte de un proceso más amplio, al que también concurren la economía ecológica y la ecología política. 

Así, nuestra historia ambiental contribuye a trascender el conocer generado por la geocultura del crecimiento sostenido, y a dar a otra, nueva y distinta, organizada en torno a los problemas de la sostenibilidad del desarrollo de nuestra propia especie. Esto tiene un importante significado en la ebullición de nuestro tiempo, en la cual desempeña un papel de primer orden la crisis socioambiental que encaran nuestras sociedades como resultado de la subordinación de nuestras relaciones con el mundo natural a la lógica de aquella economía de rapiña descrita a principios del siglo XX por Jean Brunhes, que destruye en un mismo proceso el entorno natural y social de regiones completas.  

Hoy sabemos que, si bien en el siglo XVI en el siglo XVI Europa encontró en nuestra América una situación de abundancia relativa de recursos naturales que ya eran escasos en otras regiones del mundo, el saqueo de esos recursos se vio restringido inicialmente en su alcance e intensidad por factores que iban desde el carácter selectivo de la demanda europea de productos americanos, la crónica escasez de mano de obra y las limitaciones tecnológicas de la época. A partir del último cuarto del siglo XIX, sin embargo, ese saqueo se intensificó con rapidez con el ingreso masivo a la región de capitales y tecnología provenientes del mundo Noratlántico.  

En esto incidió el hecho de que, a diferencia de lo ocurrido en África y Asia, los Estados nacionales latinoamericanos fueron organizados en la primera mitad del siglo XIX, lo cual permitió al capitalismo Noratlántico encontrar aquí oligarquías dispuestas a ofrecer acceso a recursos naturales y mano de obra baratos a cambio de préstamos, inversiones y oportunidades de acceso al comercio exterior. En ese proceso, aquellas élites hicieron suya la visión imperial del conflicto entre civilización y barbarie. Con ello, la coexistencia conflictiva de modos de relación con la naturaleza distintos y finalmente hostiles en nuestras sociedades llevó a una exclusión vehemente y a menudo violenta, como expresión de barbarie, de toda visión y toda conducta alternativa a la imperial. 

Por contraste, Martí, vocero de un liberalismo democrático y de base popular, forjó su visión de la naturaleza a lo largo de un diálogo con la cultura Noratlántica que conoció, ejercido en Estados Unidos desde el conflicto con el liberalismo oligárquico de su tiempo. Eso le permitió fracturar los muros de la cultura oligárquica, para afirmar 1891, en su ensayo Nuestra América, que no existía entre nosotros una batalla entre la civilización y la barbarie, sino “entre la falsa erudición y la naturaleza”. 

Estamos así en presencia de dos continuidades. Por un lado, la obra de Martí se prolonga en la relación que permite establecer entre la lucha por la sostenibilidad del desarrollo humano en nuestra América y los problemas del ejercicio de la autodeterminación y la soberanía popular en nuestras sociedades. Por otro, el culto al progreso de la cultura oligárquica sigue alentando en el empeño de los Estados de la región para legitimar el crecimiento económico sostenido como medio para alcanzar aquello que sea el desarrollo sostenible en sus opciones neoliberal y progresista.   

De ese legado da cuenta lo advertido por Fidel Castro en la Cumbre de la Tierra realizada en Rio de Janeiro en 1992, al señalar que 

 Una importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre. Ahora tomamos conciencia de este problema cuando casi es tarde para impedirlo.

 Y a eso añadió que el mañana de aquel entonces podría resultar ya “demasiado tarde para hacer lo que debimos haber hecho hace mucho tiempo.”

En nuestra América, este proceso nos ha traído a una situación en la que nuestro movimiento ambientalista se encuentra escindido entre las capas medias educadas urbanas, por un lado, y por el otro, los sectores populares del campo y la ciudad que desde hace decenios vienen luchando por preservar para su propia existencia recursos naturales amenazados por la expansión incesante del extractivismo. Con todo, si algo puede enseñarnos la historia ambiental es que cada sociedad produce su propio ambiente y que, por tanto, si deseamos un ambiente distinto tendremos que contribuir a la creación de sociedades diferentes. Es allí donde cabe situar las tareas mayores de la historia ante la crisis ambiental en nuestra América.

Hoy, en efecto, resulta cada vez más evidente que la “normalidad” del trabajo contra la naturaleza, característica del moderno sistema mundial, ha dejado de ser “sustentable”. Con ello, la especie humana se acerca a un momento en el que deberá optar entre preservar las formas de organización social que demanda el crecimiento sostenido, o encontrar otras que permitan ir hacia una relación de trabajo con la naturaleza, para revertir el proceso en cuestión. Ante esa disyuntiva, la primera tarea de nuestra historia ambiental consiste en demostrar la naturalidad aparente de una relación con la biosfera que se reduce a la identificación y explotación, tan intensa y rápidamente como sea posible, de los recursos que demanda el crecimiento sostenido de la economía realmente existente. 

Esto define, como una segunda tarea, la de revelar hasta dónde afectan a todos sus integrantes los problemas que encaran nuestras sociedades, y hasta dónde tendrán que ser para el bien de todos las soluciones que sometan a control esos problemas. Y la tercera ha de ser la de facilitar la comprensión de la historicidad de nuestro lugar en el sistema mundial, para trabajar con el mundo en las transformaciones que permitan a la Humanidad encarar esta crisis en la perspectiva del mejoramiento humano, mediante el ejercicio de la utilidad de la virtud en la lucha por el equilibrio del mundo.  

Necesitamos, en breve, historizar a la naturaleza para naturalizar la historia, pues la historia ambiental es a fin de cuentas la historia de nuestra propia especie. En la medida en que lo hagamos desde nuestro compromiso con la sobrevivencia y el bienestar de nuestra gente, podremos confirmar lo que en 1892 nos dijera José Martí:

            La epopeya está en el mundo, y no saldrá jamás de él: la epopeya renace con cada alma libre: quien ve en si es la epopeya. Unos son segundones, y meras criaturas, de empacho de libros, y si les quitan de acá el Spencer y de allá el Ribot, y por aquí el Gibbons y por allí el Tucídides, se quedarían como el maniquí, sin piernas ni brazos. 

Otros leen por saber, pero traen la marca propia donde el maestro, como sobre la luz, no osa poner la mano. 

Y artesanos o príncipes, ésos son los creadores.[3]

           La Sociedad que hemos creado hace hoy su parte en la batalla entre la falsa erudición y la naturaleza en la que se decide el destino de la vida en la Tierra. Esa es nuestra epopeya, y es en ella y para ella que constituimos una comunidad de creadores.

Morelia, Michoacán, 19 de junio de 2023

* Síntesis de la conferencia inaugural ofrecida en el XI Simposio de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental, realizado en Morelia, Michoacán, México, del 19 al 23 de junio de 2023.

 

[1] Cuadernos de Apuntes, 5 (1881). Ídem. XXI, 163 - 164.

[2] Artículos varios: “Serie de artículos para La América”. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XXIII, 44.

[3] “Para un libro”. Patria, 26 de marzo de 1892. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. IV, 379-381. http://www.josemarti.cu/publicacion/rafael-serra/}

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