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Beethoven's Symphony No. 9 / Klaus Mäkelä / Oslo Philharmonic



Watch the Oslo Philharmonic with conductor Klaus Mäkelä perform Ludwig van Beethoven's Symphony No. 9 in Oslo Concert Hall on 4th January 2019.

Soloists:
Lauren Fagan, soprano
Hanna Hipp, mezzo soprano
Tuomas Katajala, tenor
Shenyang, bass-baritone

Oslo Philharmonic Choir (conductor: Øystein Fevang)

Klaus Mäkelä will be Oslo Philharmonic's chief conductor from August 2020.

¡Quedó al desnudo nuestro Sistema Educativo¡





Autora: Dra. Nixa Gnaegi de Ríos
Rectora de la Universidad Tecnológica Oteima

La guerra mundial que se está librando tendrá consecuencias aún insospechadas en todos los ámbitos de la existencia.También es el caso de la educación.¡ Esta ha sido forzada a migrar hacia escenarios de enseñanza basada en tecnologías de comunicación, para muchos no explorados.  En el caso de nuestro país han surgido 2 situaciones que desnudan los gravísimos problemas estructurales de nuestro sistema educativo y del menosprecio histórico nacional por la profesión docente.

Por un lado, la cuarentena nos ha evidenciado la excesiva frondosidad curricular de los programas vigentes en la educación en general. Los comentarios que inundaron y siguen colmando los distintos medios de comunicación apuntan a las toneladas de tareas, que ya eran excesivas en condiciones normales, y ahora se multiplicaron como los casos del contagio viral.¿Es necesario aprender todo? ¿es posible aprender todo? Antes de la pandemia, una pareja de padres profesionales ya se veía en la obligación de ayudar con las tareas diarias de su hijo único, ¡hasta la media noche! ¿Es esto normal? ¿Y si tienen 3 hijos en edad escolar? ¿Cómo se las arreglan las madres solteras o abandonadas? Viviendo en la era del conocimiento y en presencia de la esta revolución industrial-tecnológica, sabemos que las fronteras del conocimiento son ilimitadas y que seguirán creciendo.  ¿Cuánto más contenido cabe en un libro, programa o plan de estudios? ¿Seguiremos memorizando y recitando conceptos o comenzaremos a formar a los chicos desde los niveles iniciales a desarrollar habilidades para buscar y manejar información, para analizar y reflexionar sobre el conocimiento existente y su aplicación a su vida cotidiana y para sembrar en ellos la necesidad de buscar más y mejores ideas? 

Todos reconocemos que los actores principales del hecho educativo son los estudiantes que aprenden y los docentes que enseñan. La emergencia nacional literalmente obligó al pilar fundamental de la enseñanza, el docente, a lanzarse hacia la educación virtual y esto lamentablemente nos ha mostrado la escasa preparación pedagógica y tecnológica de nuestras comunidades educativas. La virtualidad representa las grandes ligas de la educación,  asi como  en el argot beisbolero se entiende que no se llega a los Yankees ,sin pasar años en las granjas, las ligas infantiles, juveniles, amateurs, doble A y triple A. Los fundamentos y la preparación formal son indispensables para el éxito en cualquier desempeño profesional.  ¿cómo puede un maestro enseñar virtualmente y con calidad si apenas sabía pararse ante los chicos a exponer un tema, pedirles tareas y verlos exponer? Cada vez es más doloroso entender que muy pocos de quienes hoy ejercen la docencia realmente son ‘docentes de profesión’ y que la gran mayoría son graduados o estudiantes de otras disciplinas, prestados a la docencia, que no fueron profundamente formados para entender e internalizar la didáctica y la pedagogía como una legítima carrera universitaria.

 ¡Por muchas capacitaciones en atención primaria que reciba un  bioanalista, un asistente dental o un socorrista( oficios muy nobles ) no los convierten en médicos especialistas.¡

La pedagogía express que ahora se ofrece mediante webinars y otras herramientas aceleradas, son solo paños tibios, la solución es estructural. La educación panameña no soporta más capacitaciones reactivas y mágicas, que apenas logran maquillar los problemas del sistema educativo sin atacarlos de raíz y aunque el efecto sea a mediano y largo plazo, es impostergable comenzar a formar un educador vanguardista, con verdadera vocación y preparación pedagógica que nos ayude a salir del subdesarrollo.


            

El orden mundial previo al virus era letal

Para el filósofo Markus Gabriel, la cadena infecciosa del capitalismo destruye la naturaleza y atonta a los ciudadanos para convertirlos en meros consumidores y turistas. El pensador llama a impulsar "una nueva Ilustración global" que deje atrás un modelo "suicida"

www.elpais.com / 25-03-2020


Una pintada en el barrio berlinés de Prenzlauer Berg, con el Gollum diciendo 'Mi tesoro'. MARKUS SCHREIBER/AP

El orden mundial está trastocado. Por la escala del universo, invisible para el ojo humano, se propaga un virus cuya verdadera magnitud desconocemos. Nadie sabe cuántas personas están enfermas de coronavirus, cuántas morirán aún, cuándo se habrá desarrollado una vacuna, entre otras incertidumbres. Tampoco sabe nadie qué efectos tendrán para la economía y la democracia las actuales medidas radicales de un estado de excepción que afecta a toda Europa.
El coronavirus no es una enfermedad infecciosa cualquiera. Es una pandemia vírica. La palabra pandemia viene del griego antiguo, y significa "todo el pueblo". En efecto, todo el pueblo, todos los seres humanos, estamos afectados por igual. Pero precisamente eso es lo que no hemos entendido si creemos que tiene algún sentido encerrar a la gente dentro de unas fronteras. ¿Por qué debería causar impresión al virus que la frontera entre Alemania y Francia esté cerrada? ¿Qué hace pensar que España sea una unidad que hay que separar de otros países para contener el patógeno? La respuesta a estas preguntas será que los sistemas de salud son nacionales y el Estado debe ocuparse de los enfermos dentro de sus fronteras.

Cierto, pero precisamente ahí reside el problema. Y es que la pandemia nos afecta a todos; es la demostración de que todos estamos unidos por un cordón invisible, nuestra condición de seres humanos. Ante el virus todos somos, efectivamente, iguales; ante el virus los seres humanos no somos más que eso, seres humanos, es decir, animales de una determinada especie que ofrece un huésped a una reproducción mortal para muchos.

Los virus en general plantean un problema metafísico no resuelto. Nadie sabe si son seres vivos. La razón es que no hay una definición única de vida. En realidad, nadie sabe dónde comienza. ¿Para tener vida basta con el ADN o el ARN, o se requiere la existencia de células que se multipliquen por sí mismas? No lo sabemos, igual que tampoco sabemos si las plantas, los insectos o incluso nuestro hígado tienen consciencia. ¿Es posible que el ecosistema de la Tierra sea un gigantesco ser vivo? ¿Es el coronavirus una respuesta inmune del planeta a la insolencia del ser humano, que destruye infinitos seres vivos por codicia?

El coronavirus pone de manifiesto las debilidades sistémicas de la ideología dominante del siglo XXI. Una de ellas es la creencia errónea de que el progreso científico y tecnológico por sí solo puede impulsar el progreso humano y moral. Esta creencia nos incita a confiar en que los expertos científicos pueden solucionar los problemas sociales comunes. El coronavirus debería ser una demostración de ello a la vista de todos. Sin embargo, lo que quedará de manifiesto es que semejante idea es un peligroso error. Es verdad que tenemos que consultar a los virólogos; solo ellos pueden ayudarnos a entender el virus y a contenerlo a fin de salvar vidas humanas. Pero ¿quién los escucha cuando nos dicen que cada año más de 200.000 niños mueren de diarrea viral porque no tienen agua potable? ¿Por qué nadie se interesa por esos niños?

Por desgracia, la respuesta es clara: porque no están en Alemania, España, Francia o Italia. Sin embargo, esto tampoco es verdad, ya que se encuentran en campamentos para refugiados situados en territorio europeo, a los que han llegado huyendo de la situación injusta provocada por nosotros con nuestro sistema consumista.

Sin progreso moral no hay verdadero progreso. La pandemia nos lo enseña con los prejuicios racistas que se expresan por doquier. Trump intenta por todos los medios clasificar el virus como un problema chino; Boris Johnson piensa que los británicos pueden solucionar la situación por la vía del darwinismo social y provocar una inmunidad colectiva eugenésica. Muchos alemanes creen que nuestro sistema sanitario es superior al italiano y que, por lo tanto, podremos dar mejor respuesta. Estereotipos peligrosos, prejuicios estúpidos.

Todos vamos en el mismo barco. Esto, no obstante, no es nada nuevo. El mismo siglo XXI es una pandemia, el resultado de la globalización. Lo único que hace el virus es poner de manifiesto algo que viene de lejos: necesitamos concebir una Ilustración global totalmente nueva. Aquí cabe emplear una expresión de Peter Sloterdijk dándole una nueva interpretación, y afirmar que no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo. Para ello tenemos que vacunarnos contra el veneno mental que nos divide en culturas nacionales, razas, grupos de edad y clases sociales en mutua competencia. En un acto de solidaridad antes insospechado en Europa, estamos protegiendo a nuestros enfermos y nuestros mayores. Por eso metemos a los niños en casa, cerramos los centros de enseñanza y declaramos el estado de excepción sanitaria. Por eso se invierten miles de millones de euros para volver a reactivar la economía.

Pero si, una vez superado el virus, seguimos actuando como antes, vendrán crisis mucho más graves: virus peores, cuya aparición no podremos impedir; la continuación de la guerra económica con Estados Unidos en la que ya está inmersa la Unión Europea; la proliferación del racismo y el nacionalismo contra los emigrantes que huyen hacia nuestros países porque nosotros hemos proporcionado a sus verdugos el armamento y los conocimientos para fabricar armas químicas. Y, no lo olvidemos, la crisis climática, mucho más dañina que cualquier virus porque es el producto del lento autoexterminio del ser humano. El coronavirus no hará más que frenarla brevemente.

El orden mundial previo a la pandemia no era normal, sino letal. ¿Por qué no podemos invertir miles de millones en mejorar nuestra movilidad? ¿Por qué no utilizar la digitalización para celebrar vía internet las reuniones absurdas a las que los jefes de la economía se desplazan en aviones privados? ¿Cuándo entenderemos por fin que, comparado con nuestra superstición de que los problemas contemporáneos se pueden resolver con la ciencia y la tecnología, el peligrosísimo coronavirus es inofensivo? Necesitamos una nueva Ilustración, todo el mundo debe recibir una educación ética para que reconozcamos el enorme peligro que supone seguir a ciegas a la ciencia y a la técnica.
Por supuesto que estamos haciendo lo correcto al combatir el virus con todos los medios. De repente hay solidaridad y una oleada de moralidad. Está bien que sea así, pero al mismo tiempo no debemos olvidar que en pocas semanas hemos pasado del desdén populista hacia los expertos científicos a un estado de excepción que un amigo de Nueva York ha calificado con acierto de "Corea del Norte cientifista".

Tenemos que reconocer que la cadena infecciosa del capitalismo global destruye nuestra naturaleza y atonta a los ciudadanos de los Estados nacionales para que nos convirtamos en turistas profesionales y en consumidores de bienes cuya producción causará a la larga más muertes que todos los virus juntos. ¿Por qué la solidaridad se despierta con el conocimiento médico y virológico, pero no con la conciencia filosófica de que la única salida de la globalización suicida es un orden mundial que supere la acumulación de estados nacionales enfrentados entre sí obedeciendo a una estúpida lógica económica cuantitativa?

Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos. Vivimos y seguiremos viviendo en la tierra; somos y seguiremos siendo mortales y frágiles. Convirtámonos, por tanto, en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica. Cualquier otra actitud nos exterminará y ningún virólogo nos podrá salvar.

Markus Gabriel es filósofo alemán y autor de los ensayos Neoexistencialismo, Por qué no existe el mundo y El sentido del pensamiento.


¿Se está muriendo la democracia?...


Andrés Malamud
www.envio.org.ni / marzo 2020

Hasta la década de los años 80 las democracias morían de golpe. Hoy lo hacen lentamente, de a poco. Se desangran entre la indignación del electorado y la acción corrosiva de los demagogos. La incertidumbre y la turbulencia parece serán constantes en la democracia que viene. El fascismo y el comunismo fueron “alternativas” a la democracia liberal en el siglo 20. ¿Qué nos deparará el siglo 21?

¿Se está muriendo la democracia? La respuesta corta a esta pregunta es NO. La larga, para quien esté ávido de detalles, es “claro que no”. Y, sin embargo, proliferan conceptos como “recesión democrática”, “erosión democrática”, “reversión democrática” o “muerte lenta de la democracia”.

Irónicamente, esto sucede 30 años después de que los seguidores de Francis Fukuyama declararan la victoria eterna de la democracia. Es evidente que no era para tanto. Pero ni la democracia era eterna entonces ni se está terminando ahora.

En ausencia de blancos y negros, la actualidad combina gotas de color entre matices de gris. Después de todo, la democracia es el menos épico de los regímenes políticos. Quizás por eso, agregaría Winston Churchill, es “el menos malo”.

LOS GOLPES DE ESTADO “CON ADJETIVOS”

Recientemente, los politólogos europeos Anna Lührmann y Staffan Lindberg publicaron un artículo sobre la “tercera ola de autocratización”. Su argumento es que a cada ola de democratización -ya hubo tres- la sucede una contra-ola en la que la democracia retrocede.

Sin embargo, a partir de una enorme base de datos, concluyen que no debe cundir el pánico: la actual declinación democrática es más suave que la contra-ola anterior, y el total de países democráticos sigue cercano a su máximo histórico. No obstante, los fatalistas abundan.

Algunos ven golpes de Estado en todos los rincones. Otros sostienen que los golpes pasaron de moda, pero las democracias se siguen desmoronando, ahora por la acción erosiva de quienes las atacan desde adentro. Ambos argumentos merecen consideración.

La imagen típica de la quiebra democrática es un general deponiendo, y sustituyendo, a un presidente elegido democráticamente. Esa sustitución implicaba un cambio de gobierno, pero, sobre todo, un cambio de régimen. El adjetivo habitual era “militar”: un golpe militar daba lugar a un régimen militar. Pero habitualmente era un sobreentendido que no hacía falta reforzar: ¿de qué otro tipo podía ser un golpe? Esto cambió.

Hoy abundan todo tipo de calificativos: golpe blando, suave, parlamentario, judicial, electoral, de mercado, en cámara lenta, de la sociedad civil... Esta profusión no debe ser naturalizada. Corresponde preguntarse por qué llegamos del concepto clásico de golpe a esta panoplia de subtipos disminuidos.

Con el politólogo noruego Leiv Marsteintredet realizamos un estudio que titulamos, parafraseando un texto clásico de David Collier y Steven Levitsky, “Golpes con adjetivos”. En él observamos que, aunque los golpes de Estado son cada vez más infrecuentes, el concepto es cada vez más utilizado. ¿A qué se debe este desfase entre lo que observamos y lo que nombramos?
¿MÁS GOLPES DE ESTADO O DEMOCRACIAS MÁS INESTABLES?

Logramos identificar tres causas. La primera causa es que, aunque los golpes son cada vez más inusuales, la inestabilidad política no lo es: en los países de América Latina, varios presidentes vieron su mandato interrumpido en los últimos 30 años.

Autores como Aníbal Pérez Liñán demostraron que las causas son distintas, y las consecuencias también y ahora, aunque los presidentes caigan, la democracia se mantiene. Sin embargo, la inercia lleva a usar la misma palabra que utilizábamos antes, como si Augusto Pinochet y Michel Temer encarnaran el mismo fenómeno.

La segunda causa es lo que en psicología se llama “cambio conceptual inducido por la prevalencia”, un fenómeno que consiste en expandir la cobertura de un concepto cuando su ocurrencia se torna menos frecuente. Una forma más intuitiva de denominar este fenómeno es inercia.

La tercera causa es la instrumentación política: a los mandatarios que sufren la inestabilidad les sirve presentarse como víctimas de un golpe y no de su propia incompetencia o de un procedimiento constitucional como el juicio político. El contraste entre los “golpes” actuales y los golpes clásicos es tan evidente que hacen falta adjetivos para disimularlo.

EL GOLPE DE ESTADO “CLÁSICO” Y OTROS GOLPES

Un golpe clásico significaba la interrupción inconstitucional de un gobierno por parte de otro agente del Estado. Los tres elementos constitutivos eran el blanco (el jefe de Estado o gobierno), el perpetrador (otro agente estatal, generalmente las Fuerzas Armadas) y el procedimiento (secreto, rápido y, sobre todo, ilegal).
En la actualidad, aunque las interrupciones de mandato siguen ocurriendo, es cada vez más infrecuente que contengan los tres elementos. En ausencia de uno de ellos, se multiplicaron los calificativos que, buscando justificar el uso de la palabra “golpe”, dejan en evidencia que no lo es tanto.

La proliferación de adjetivos confunde cuatro fenómenos diferentes. De la combinación de los tres elementos constitutivos en el golpe clásico emergen cuatro posibilidades.

Si el perpetrador es un agente estatal, el blanco es el jefe de Estado y su destitución es ilegal, estamos frente a un golpe de Estado clásico. Ejemplos típicos, entre otros, incluyen la sustitución de Salvador Allende por Augusto Pinochet en Chile en 1973 y la de Isabel Martínez de Perón por Jorge Rafael Videla en Argentina en 1976.

Si el jefe de Estado es destituido ilegalmente, pero el perpetrador no es un agente estatal, el acto sería una revolución. Sin embargo, los que prefieren estirar el concepto usan “golpe de la sociedad civil”, “golpe electoral” o el más ubicuo “golpe de mercado”, citado, por ejemplo, como causa de la renuncia de Raúl Alfonsín en 1989, en Argentina, mientras que Nicolás Maduro denunció un “golpe electoral” cuando perdió las elecciones legislativas en 2015.

AUTOGOLPES, GOLPES BLANDOS, GOLPES EN CÁMARA LENTA...

Si el perpetrador es un agente estatal y la destitución es ilegal, pero el blanco no es el jefe de Estado, presenciamos lo que se llama autogolpe. Esta palabra es engañosa, porque se refiere a un golpe que no es dirigido contra uno mismo, sino contra otro órgano de gobierno, como cuando el Presidente cierra el Congreso. Estos casos incluyen los llamados “golpes judiciales” y el “golpe en cámara lenta”.
Autogolpe arquetípico fue el de Alberto Fujimori en 1992, en Perú. Golpe judicial se aplica a casos como el de Venezuela cuando, en 2017, el Poder Judicial resolvió retirarle las atribuciones legislativas a la Asamblea Nacional.

Si el perpetrador es un agente estatal y el blanco es el jefe de Estado, pero el procedimiento de destitución es legal, se trata de un juicio político o, como le dicen en Estados Unidos y Brasil, impeachment. La controversia emerge porque, aunque el Poder Judicial ratifique el procedimiento, la víctima puede alegar parcialidad y cuestionar su legitimidad. Aquí surgen el llamado “golpe blando”, el “golpe parlamentario” y el aún más paradójico “golpe constitucional”. Las destituciones de Fernando Collor de Mello en 1992 y de Dilma Rousseff en 2016 en Brasil han sido denunciadas por sus víctimas como golpes blandos o golpes parlamentarios, dado que no hubo utilización de fuerza militar y ambos procesos se canalizaron por el Congreso con la anuencia del Poder Judicial.

Los golpes con adjetivos se distinguen por la ausencia de uno de los tres componentes clásicos del golpe de Estado. El debate sobre si tal destitución fue golpe o no sigue encendiendo pasiones y, sin embargo, es cada vez menos relevante. Porque, últimamente, las democracias no quiebran cuando cae un gobierno elegido, sino cuando se mantiene.

EL PROBLEMA ACTUAL: LA MUERTE LENTA DE LA DEMOCRACIA

Hasta la década de 1980 las democracias morían de golpe. Literalmente. Hoy no: ahora lo hacen de a poco, lentamente. Se desangran entre la indignación del electorado y la acción corrosiva de los demagogos.

Mirando más atrás en la historia, los politólogos estadounidenses Steven Levitsky y Gabriel Ziblatt advierten que lo que vemos en nuestros días no es la primera vez que ocurre: antes de morir de pronto, las democracias también morían desde adentro, de a poquito. Los espectros de Benito Mussolini y Adolf Hitler recorren el libro que escribieron en 2018, Cómo mueren las democracias, como ejemplo de que la democracia está siempre en construcción y las elecciones que la edifican también pueden demolerla. Esta obra es un llamado a la vigilancia para mantener la libertad.

Aunque la comparación de Hitler y Mussolini con Hugo Chávez es manifiestamente exagerada, los autores subrayan la similitud de las rutas que los llevaron al poder: siendo tres personajes poco conocidos que fueron capaces de captar la atención pública, la clave de su ascenso reside en que los políticos establecidos pasaron por alto las señales de advertencia y les entregaron el poder (Hitler y Mussolini) o les abrieron las puertas para alcanzarlo (Chávez). La abdicación de la responsabilidad política por parte de los moderados es el umbral de la victoria de los extremistas.

DE QUÉ DEPENDE EL ÉXITO DE LAS DEMOCRACIAS

Un problema de la democracia es que, a diferencia de las dictaduras, se concibe como permanente y, sin embargo, al igual que las dictaduras, su supervivencia nunca está garantizada. A la democracia hay que cultivarla cotidianamente. Como eso exige negociación, compromiso y concesiones, los reveses son inevitables y las victorias, siempre parciales. Pero esto, que cualquier demócrata sabe por experiencia y acepta por formación, es frustrante para los recién llegados. Y la impaciencia alimenta la intolerancia.

Ante los obstáculos, algunos demagogos relegan la negociación y optan por capturar a los árbitros (jueces y organismos de control), por comprar a los opositores y por cambiar las reglas del juego. Mientras puedan hacerlo de manera paulatina y bajo una aparente legalidad, la deriva autoritaria no hace saltar las alarmas. Como la rana a baño maría (?), la ciudadanía puede tardar demasiado en darse cuenta de que la democracia está siendo desmantelada.

Levitski y Ziblatt dejan tres lecciones y a cada una de ellas se asocia un desafío. La primera es que no son las instituciones, sino ciertas prácticas políticas, las que sostienen la democracia. La distinción entre presidencialismo y parlamentarismo, o entre sistemas electorales mayoritarios y minoritarios, hace las delicias de los politólogos, pero no determina la estabilidad ni la calidad del gobierno. El éxito de la democracia depende de otras dos cosas: de la tolerancia hacia el otro y de la contención institucional, es decir, de la decisión de hacer menos de lo que la ley me permite.

Las Constituciones no obligan a tratar a los rivales como contrincantes legítimos por el poder ni a moderarse en el uso de las prerrogativas institucionales para garantizar un juego limpio. Sin embargo, sin normas informales que vayan en ese sentido, el sistema constitucional de controles y equilibrios no funciona como previeron Montesquieu y los padres fundadores de Estados Unidos, ni como esperaríamos los que adaptamos ese modelo en otras latitudes. El primer desafío, entonces, es comportarnos más civilmente de lo que la ley exige.

LA ACTITUD ANTE LOS “OTROS” Y UNA BUENA DOSIS DE POLARIZACIÓN

La segunda lección es que las prácticas de la tolerancia y la autocontención fructifican mejor -paradójicamente- en sociedades homogéneas y excluyentes. El éxito de la democracia estadounidense se debió tanto a su Constitución y a sus partidos como a la esclavitud primero y a la segregación después. El desafío del presente consiste en practicar la tolerancia y la autocontención en una sociedad plural, multirracial e incluso multicultural, donde “el otro” es a la vez muy distinto de nosotros y también parte del nosotros. Este reto interpela a todas las democracias.

La tercera lección es que el problema de la polarización está en la dosis. Un poco de polarización es bueno, porque la existencia de alternativas diferenciadas mejora la representación. Pero un exceso es perjudicial, porque dificulta los acuerdos y, en consecuencia, empeora las políticas. El desafío de los demócratas no consiste en eliminar la grieta sino en dosificarla. Levitsky y Ziblatt lo dicen así: “La polarización puede despedazar las normas democráticas. Cuando las diferencias socioeconómicas, raciales o religiosas dan lugar a un partidismo extremo, en el que las sociedades se clasifican por bandos políticos cuyas concepciones del mundo no sólo son diferentes, sino, además, mutuamente excluyentes, la tolerancia resulta más difícil de sostener. Que exista cierta polarización es sano, incluso necesario, para la democracia. Y, de hecho, la experiencia histórica de las democracias en la Europa occidental nos demuestra que las normas pueden mantenerse incluso aunque existan diferencias ideológicas considerables entre partidos.

Sin embargo, cuando la división social es tan honda que los partidos se asimilan a concepciones del mundo incompatibles, y sobre todo cuando sus componentes están tan segregados socialmente que rara vez interactúan, las rivalidades partidistas estables acaban por ceder paso a percepciones de amenaza mutua. Y conforme la tolerancia mutua desaparece, los políticos se sienten más tentados a abandonar la contención y a intentar ganar a toda costa. Eso puede alentar el auge de grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas de plano. Y cuando esto sucede, la democracia está en juego”.

¿PESAN MÁS LAS INSTITUCIONES O LAS PRÁCTICAS COMPARTIDAS?

Levitsky y Ziblatt concluyen su análisis con una herejía: afirman que los padres fundadores de Estados Unidos estaban equivocados. Sin innovaciones como los partidos políticos y las normas informales de convivencia -afirman-, la Constitución que con tanto esmero redactaron en Filadelfia no habría sobrevivido.

Las instituciones resultaron ser más que meros reglamentos formales: están envueltas por una capa superior de entendimiento común de lo que se considera un comportamiento aceptable. La genialidad de la primera generación de dirigentes políticos estadounidenses “no radicó en crear instituciones infalibles, sino en que, además de diseñar instituciones bien pensadas, poco a poco y con dificultad implantaron un conjunto de creencias y prácticas compartidas que contribuyeron al buen funcionamiento de dichas instituciones”. Para muchos, la llegada al poder de Donald Trump señala el fin de esas creencias y prácticas compartidas. La pregunta que aflora es si pueden las instituciones sobrevivir sin ellas y por cuánto tiempo.

LAS CRISIS: ESTÁN SIEMPRE PRESENTES EN LAS “DEMOCRACIAS REALES”

Los seres humanos estamos viviendo la mejor etapa de nuestra historia. Nunca antes fuimos tantos ni tan saludables ni tan democráticos. Sin embargo, en Occidente creemos otra cosa: presentimos que, por primera vez en décadas, la próxima generación vivirá peor que la actual.

Ambas cosas son ciertas: aunque Occidente lideró el progreso global en los últimos dos siglos, hoy son las sociedades no occidentales las que más crecen. Al mismo tiempo, en Occidente aumenta la desigualdad. Ante la acumulación de frustraciones y la depresión relativa -la percepción de que a los demás les va mejor que a nosotros-, la ciudadanía se rebela en las urnas y en las calles.

Las democracias enfrentan tiempos turbulentos que, sin embargo, no serán homogéneos. El impacto será diferente entre la vieja Europa y los siempre renovados Estados Unidos, también entre Estados Unidos y América Latina, denominada por Alain Rouquié “extremo Occidente”.

Junto con el argentino Guillermo O’Donnell, el politólogo estadounidense Philippe Schmitter es uno de los padres de la transitología -el estudio de las transiciones democráticas-. Su objeto de estudio es lo que él llama, parafraseando al “socialismo realmente existente”, con que se justificaban las limitaciones del sistema soviético, las “democracias realmente existentes”. Según Schmitter, no hay nada nuevo en el hecho de que las democracias estén en crisis. La distancia entre el ideal democrático y los regímenes efectivos siempre exigió ajustes constantes, así que la capacidad adaptativa, tanto como las crisis, es un elemento constitutivo de las democracias reales.

Para Schmitter, la gravedad de la crisis actual se debe a que involucra un conjunto de desafíos simultáneos en vez de consecutivos, los que podían enfrentarse mediante reformas graduales. La crisis económica coexiste con la de legitimidad, y los cambios en la estructura económica se superponen con las transformaciones de la comunicación de masas. Por si fuera poco, existen amenazas, pero no alternativas a la democracia, como las que podía presentar la Unión Soviética. La reputación del régimen depende de su desempeño.

¿QUÉ NOS DICE EL SÍNTOMA DE LOS POPULISMOS?

El emperador democrático está desnudo y sus súbditos lo han notado. La incertidumbre y la turbulencia quizás ya no sean trazos de época sino una constante de la democracia que viene. El populismo es uno de sus síntomas más ubicuos.

Aclaro: el populismo es un fenómeno que se manifiesta en democracia. Pero regímenes como el de Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua ya no son populistas, sino autoritarios. Una vez dicho esto, la exacerbación del populismo, entendido como la concepción maniquea de un pueblo victimizado por una oligarquía, puede corroer y, en casos extremos, terminar con la democracia.

En un artículo de 2018 titulado “¿Los pobres votan por la redistribución, contra la inmigración o contra el establishment?”, Paul Marx y Gijs Schumacher publicaron los resultados de un experimento realizado en Dinamarca, pero no es difícil percibir lo bien que viaja a otras regiones. En él muestran que los electores de clase baja votan por razones diferentes a los de clase media y alta. Sorprendentemente, la causa no es la inmigración: sobre esa cuestión no hay discrepancias.

Lo que distingue a los pobres es su propensión a votar en contra de los partidos establecidos y de los políticos de carrera aun en perjuicio de sus propios intereses, por ejemplo, avalando propuestas de retracción de las políticas sociales. Cuando se enojan, los pobres cometen una herejía teórica y dejan de votar con el bolsillo. Los partidos democráticos están en peligro si no entienden que la rabia puede más que el interés.

¿QUÉ NOS DICEN LOS NUEVOS NACIONALISMOS EUROPEOS?

El sociólogo italoargentino Gino Germani describía la fuente del populismo como “incongruencia de estatus”. En el caso del peronismo, o del populismo latinoamericano en general, esto significaba que sectores que habían ascendido económicamente no encontraban reconocimiento político y social, y lo procuraban a través de un liderazgo que les prometía romper el orden oligárquico.

El populismo de los países desarrollados invierte esa lógica: en ellos la incongruencia se debe a que sectores previamente dominantes se sienten amenazados por grupos sociales ascendentes, sean minorías étnicas como en Estados Unidos o inmigrantes como en Europa. La declinación de estatus relativo anuda los fenómenos de Trump, del Brexit, de Matteo Salvini y de Viktor Orbán.

Los nuevos nacionalismos europeos ponen en cuestión no sólo la democracia, también su mayor subproducto internacional: la integración regional. Entendida como un proceso por el cual Estados vecinos fusionan parcelas de soberanía para decidir en conjunto sobre problemas comunes, la integración encontró en la Unión Europea a su pionera y su caso más avanzado. El Brexit es solo una de las tres crisis que enfrenta actualmente, siendo la de la inmigración y la del euro aún más amenazadoras para su integridad.

AMÉRICA LATINA: CORRUPCIÓN, CONTRABANDO Y NARCOTRÁFICO

En otras regiones, la amenaza a la integración es menos grave: después de todo, no puede desintegrarse lo que no se ha integrado. En América Latina, por ejemplo, la integración regional es un discurso que no echó raíces.

A pesar de algunos avances en la coordinación de políticas y la circulación de personas, las fronteras latinoamericanas siguen siendo caras y duras... pero sólo las fronteras formales. Porque donde la región ha avanzado mucho es en la integración informal, aquella que no establecen los tratados sino los bandidos. Las tres áreas en las cuales las sociedades latinoamericanas más se han integrado son la corrupción, el contrabando y el narcotráfico. En las tres, pero sobre todo en la corrupción, hay una activa intervención estatal. En el contrabando y el narcotráfico el Estado es responsable, pero sobre todo, víctima.

Es esperable que una cuarta dimensión de la integración también sea informal, involucre mucho dinero y tenga alto impacto político: se trata de la transnacionalización de las religiones organizadas. Las religiones evangélicas, en particular, consolidarán sus redes regionales beneficiadas por el acceso al poder en dos países claves, Brasil y México.

Si los Estados nacionales no fortalecen la vigencia de la ley y la capacidad de implementarla en todo su territorio, la integración latinoamericana será, cada vez más, un asunto de predicadores y de delincuentes… como sus democracias, como diría un mal pensado.

La realidad es menos escabrosa, aunque no tranquilizadora. Hoy la democracia latinoamericana corre menos riesgo de ruptura o captura mafiosa que de irrelevancia.

¿CÓMO INFLUYE LA ECONOMÍA EN LOS RESULTADOS ELECTORALES?

El sentido común y la investigación académica coinciden en una cosa: la economía es el principal determinante de los resultados electorales. Así como la recesión favorece a la oposición, el crecimiento económico favorece al gobierno porque los electores lo responsabilizan por el desempeño.

Esto es cierto en los países centrales, donde el buen resultado de las políticas públicas depende sobre todo de factores internos. Pero, ¿qué ocurre en los países periféricos, donde la economía depende de factores externos?

Los politólogos brasileños Daniela Campello y Cesar Zucco demostraron que, en América del Sur -atención: no en toda América Latina-, la popularidad de un presidente y sus chances de reelección dependen de dos variables que le son ajenas: el precio de los recursos naturales y la tasa de interés internacional.

El precio de los recursos naturales determina el valor de las principales exportaciones de estos países y es fijado sobre todo por el crecimiento de China. La tasa de interés determina la disponibilidad de capitales para la inversión extranjera y es fijada sobre todo por el Banco Central de Estados Unidos, la famosa FED.
Así, cuando los recursos naturales están caros y las tasas de interés bajas, se reelige a los presidentes, y cuando se invierte la relación, la oposición triunfa.

Esta dinámica tiene efectos negativos sobre la democracia, porque buenos gobiernos pueden ser expulsados por culpa de los malos tiempos, mientras que malos gobiernos se mantienen en el poder gracias a vientos que no generaron. Probablemente, la salida para este dilema de la democracia no sea mejor información política, sino más desarrollo económico.

EL CASO EXTREMO DE LA RUPTURA DEMOCRÁTICA EN VENEZUELA

Esta discusión nos conduce a un caso extremo, que combina colapso económico con ruptura democrática: Venezuela.

Los politólogos tradicionales asumimos erróneamente al Estado como algo dado y estudiamos el poder en términos de régimen político. Así que, cuando vemos un régimen autoritario, esperamos que en algún momento se derrumbe y dé inicio a una transición democrática. Y creyendo hicimos creer.

Ahora la mayoría de los venezolanos espera que el gobierno de Maduro se termine, sea por un golpe interno o por una intervención externa, y que la democracia reconstruya el país. Pero la democracia es un mecanismo para elegir al chófer que maneja el auto del Estado, y en Venezuela ese auto no tiene motor.

La economía venezolana no produce el 80% de lo que consume, incluyendo alimentos básicos y medicamentos de primera necesidad. Sólo produce petróleo, y cada vez menos. Y dado que Estados Unidos, su principal socio comercial, se tornó autosuficiente en gas de esquisto y reduce a ojos vista su dependencia del petróleo extranjero, su interés en la reconstrucción venezolana es muy inferior a los costos que podría acarrear.

Así, de los dos países que tienen recursos suficientes para reconstruir un país del tamaño de Venezuela, sólo China tendría interés en hacerlo, y no gratuitamente. En este contexto de ruina económica, autoritarismo político y descontento y levantamientos populares, los escenarios que se abren para la República Bolivariana de Venezuela son cinco. La comparación con casos semejantes ayuda a graficarlos y a entenderlos.

TRES ESCENARIOS PARA UNA “SALIDA” EN VENEZUELA...

El primer escenario es una transición democrática exitosa como la que atravesó Túnez, la cuna de la “primavera árabe”. En ese país lograron meter en un avión al presidente autocrático Ben Alí, mandarlo al exilio en Arabia Saudita y establecer un régimen democrático y pluralista. Los venezolanos optimistas se ilusionan con seguir el mismo camino y jubilar a Maduro en Cuba o España.
Probabilidad: baja.

El segundo escenario es menos alentador y consiste en la vía egipcia, en la que la marea pro-democrática consiguió derribar al dictador Hosni Mubarak. Pero, después de un breve experimento democrático, el régimen autoritario consiguió reequilibrarse bajo otro liderazgo.
Un bolivarianismo sin Maduro aparece como una alternativa viable, que reduciría la presión sobre el régimen, pero sin cambiarlo.

El tercer escenario es Zimbabue, un país devastado, donde autoritarismo e inflación convivieron durante años sin poner en causa al régimen. La destitución final de Robert Mugabe, después de 37 años en el poder, no abrió las puertas de la democracia ni resolvió los problemas económicos. Ésta es la situación venezolana por default.

...Y OTROS DOS ESCENARIOS TRÁGICOS: EL MODELO DE LIBIA Y EL DE SIRIA

El cuarto escenario es Libia, un país extenso y poco poblado, en el que una intervención extranjera mal planeada y mal implementada quebró el monopolio de la violencia ejercido por Muamar Gadafi y falló en construir otro.

La consecuencia fue la desaparición efectiva del Estado, cuya supervivencia nominal camuflaba una miríada de grupos tribales y mafiosos que se repartían el control territorial y los recursos naturales. Visto el descontrol de las fronteras venezolanas y la presencia de organizaciones criminales colombianas en su territorio, un desarrollo así es cada vez más verosímil.

El quinto escenario es Siria, un país en guerra civil donde los bandos no coexisten fragmentariamente, como en Libia, sino que se disputan militarmente el territorio. La probabilidad de esta evolución es baja porque las armas, en Venezuela, están todas del mismo lado.

La posibilidad de que China invierta sumas astronómicas para extraer recursos naturales de Venezuela decrece del primero al cuarto escenario y desaparece en el quinto. Esto presenta una paradoja: cuanto mejor le vaya a la democracia venezolana, mayor probabilidad tendrá de convertirse en un protectorado económico.

¿QUÉ ALTERNATIVA A LAS DEMOCRACIAS EN EL SIGLO 21?

Como alternativas a la democracia liberal, el fascismo y el comunismo quedaron fuera de combate en el siglo 20. La tragedia venezolana y su posible deriva china exhibe las dos alternativas que se alzan ante la democracia liberal en el siglo 21. De un lado, la ineficiencia utópica del liderazgo carismático. Del otro, la eficiencia distópica de la autocracia digital.*

La democracia será menos utópica o menos eficiente que sus rivales, pero seguirá siendo el único régimen político que nos permita librarnos de nuestros gobernantes sin derramamiento de sangre.

POLITÓLOGO. INVESTIGADOR PRINCIPAL DEL INSTITUTO DE CIENCIAS SOCIALES DE LA UNIVERSIDAD DE LISBOA.
TEXTO APARECIDO EN “NUEVA SOCIEDAD” DE JULIO-AGOSTO DE 2019.

*China sigue dando pasos para convertirse en la primera autocracia digital distópica del planeta. El año próximo se espera que haya 600 millones de cámaras de vigilancia en todo el país -casi una para cada dos habitantes- y las autoridades tendrán disponible en breve una base de datos de reconocimiento facial que almacenará información sobre los 1,300 millones de ciudadanos del país.

La intención final es poner en funcionamiento un sistema de crédito social que conecte todas las calificaciones crediticias, financieras, sociales, políticas y legales de cada ciudadano, y en caso de que sean considerados “bajas” pueden perder el acceso a la seguridad social, no ser elegidos para un cargo público o tener problemas en la aduana o para salir del país. Todo esto, con la ayuda de las grandes tecnológicas del país -como Alibaba y Tencent- y sin que nadie levante la voz. Los expertos creen que estos sistemas de control sólo son efectivos donde la obediencia forma parte del contexto cultural.

El mundo después del coronavirus


Yuval Noah Harari
www.cpalsocial.org / 24-03-2020

Esta tormenta pasará. Pero las decisiones que hoy tomemos cambiarán nuestra vida en los años venideros.

La humanidad hoy enfrenta una crisis global. Quizás la mayor crisis de nuestra generación. Las decisiones que las personas y los gobiernos tomen en las próximas semanas probablemente moldeen el mundo en los años venideros. No solo moldearán nuestros sistemas de salud, sino también nuestra economía, nuestra política y nuestra cultura. Debemos actuar rápida y decididamente. También debemos tener en cuenta las consecuencias de largo plazo de nuestras acciones. Cuando elegimos entre alternativas, no solo debemos preguntarnos cómo superar la amenaza inmediata, sino también qué tipo de mundo habitaremos una vez pase la tormenta. Sí, la tormenta pasará, la humanidad sobrevivirá, la mayoría de nosotros seguiremos vivos, pero habitaremos un mundo diferente.

Muchas medidas de emergencia de corto plazo se convertirán en hábitos de vida. Esa es la naturaleza de las emergencias. Los procesos históricos avanzan rápidamente. Decisiones que en tiempos normales toman años de deliberación se aprueban en cuestión de horas. Entran en servicio tecnologías inmaduras e incluso peligrosas, porque los riesgos de no hacer nada son mayores. Países enteros sirven como conejillos de indias en experimentos sociales de gran escala. ¿Qué sucede cuando todos trabajan en casa y solo se comunican a distancia? ¿Qué sucede cuando escuelas y universidades operan en línea? En tiempos normales, gobiernos, empresas y juntas educativas nunca aceptarían realizar tales experimentos. Pero estos no son tiempos normales.
En este momento de crisis, enfrentamos dos opciones muy importantes. La primera, entre la vigilancia totalitaria y el empoderamiento ciudadano. La segunda, entre el aislamiento nacionalista y la solidaridad global.

Vigilancia bajo la piel

Para detener la epidemia, poblaciones enteras deben cumplir ciertas directrices. Hay dos principales maneras de lograrlo. Un método es que el gobierno vigile a las personas y castigue a quienes infringen las reglas. Hoy, por primera vez en la historia humana, la tecnología hace posible vigilar a todos todo el tiempo. Hace cincuenta años, la KGB no podía seguir a 240 millones de ciudadanos soviéticos las 24 horas del día, ni podía procesar efectivamente toda la información que recogía. La KGB dependía de agentes y analistas humanos, y no podía poner un agente humano para seguir a todos los ciudadanos. Pero ahora los gobiernos pueden confiar en sensores ubicuos y algoritmos poderosos en vez de espías de carne y hueso.

En la batalla contra la epidemia de coronavirus, algunos gobiernos ya han usado los nuevos instrumentos de vigilancia. El caso más notable es China. Vigilando atentamente los teléfonos inteligentes de las personas, usando centenares de millones de cámaras[JS1]  de reconocimiento facial y obligando a las personas a comprobar e informar sobre su temperatura corporal y su condición médica, las autoridades chinas no solo pueden identificar rápidamente portadores sospechosos de coronavirus, sino rastrear sus movimientos e identificar a todos con los que han estado en contacto. Una variedad de aplicaciones móviles advierte a los ciudadanos su proximidad a pacientes infectados.

Este tipo de tecnología no se limita al este asiático. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, hace poco autorizó a la Agencia de Seguridad de Israel a usar tecnología de vigilancia normalmente reservada para combatir terroristas para rastrear pacientes con coronavirus. Cuando el subcomité parlamentario pertinente se negó a autorizar la medida, Netanyahu la impuso con un “decreto de emergencia”.

Se puede argumentar que no hay nada nuevo en todo esto. En los últimos años, tanto los gobiernos como las corporaciones han utilizado tecnologías cada vez más sofisticadas para rastrear, vigilar y manipular a las personas. Sin embargo, si no somos cuidadosos, la epidemia podría marcar un hito importante en la historia de la vigilancia. No solo porque podría normalizar el uso de instrumentos de vigilancia masiva en países que hasta hoy los han rechazado, sino aún más porque significa una transición dramática de la vigilancia “sobre la piel” a la vigilancia “bajo la piel”.

Hasta ahora, cuando se tocaba con el dedo la pantalla de un teléfono inteligente y se hacía clic en un enlace, el gobierno quería saber exactamente dónde se había hecho clic. Pero con el coronavirus, el centro de interés cambia. Hoy el gobierno quiere saber la temperatura del dedo y la presión arterial debajo de la piel.

El pudín de emergencia

Uno de los problemas que enfrentamos al determinar en qué estamos en materia de vigilancia es que ninguno de nosotros sabe exactamente cómo nos están vigilando y qué ocurrirá en los próximos años. La tecnología de vigilancia se desarrolla a gran velocidad, y lo que parecía ciencia ficción hace diez años son hoy viejas noticias. Como experimento mental, considera un gobierno hipotético que exige que cada ciudadano use un brazalete biométrico que monitorea la temperatura corporal y la frecuencia cardíaca las 24 horas del día. Los datos resultantes son atesorados y analizados por algoritmos del gobierno. Los algoritmos sabrán que estás enfermo incluso antes de que tú lo sepas, y también sabrán dónde has estado y con quién te has encontrado. Las cadenas de infección también se pueden acortar drásticamente e incluso romper del todo. Tal sistema podría detener la epidemia en cuestión de días. Suena maravilloso, ¿verdad?

El aspecto negativo es, supuesto, que legitimaría un nuevo y terrorífico sistema de vigilancia. Si sabe, por ejemplo, qué hice clic en un enlace de Fox News y no en un enlace de CNN, eso le puede decir algo sobre mis puntos de vista políticos y quizá incluso sobre mi personalidad. Pero si puede controlar lo que sucede con la temperatura de mi cuerpo, la presión arterial y la frecuencia cardíaca mientras veo el video clip, puedo saber qué me hace reír, qué me hace llorar y qué me enfurece.

Es esencial recordar que la ira, la alegría, el aburrimiento y el amor son fenómenos biológicos, igual que la fiebre y la tos. La misma tecnología que identifica la tos podría identificar las risas. Si las corporaciones y los gobiernos empiezan a recolectar en masa nuestros datos biométricos, pueden llegar a conocernos mucho mejor que nosotros mismos, y no solo predecir nuestros sentimientos sino también manipularlos y vendernos lo que quieran, bien sea un producto o un político El monitoreo biométrico haría que las tácticas de hackeo de datos de Cambridge Analytica parezcan de la Edad de Piedra. Imagina una Corea del Norte en 2030, cuando cada ciudadano tenga que usar un brazalete biométrico las 24 horas del día. Si alguien escucha un discurso del Gran Líder y el brazalete recoge los signos reveladores de ira, estará acabado.

Se puede, por supuesto, estar a favor del monitoreo biométrico como una medida temporal durante un estado de emergencia. Que desaparecería una vez termine la emergencia. Pero las medidas temporales tienen el feo hábito de sobrevivir a las emergencias, en especial porque siempre hay una nueva emergencia acechando en el horizonte. Mi país de origen, Israel, por ejemplo, declaró un estado de emergencia durante su Guerra de Independencia de 1948, lo que justificó una serie de medidas temporales, desde la censura de prensa y la confiscación de tierras hasta regulaciones especiales para hacer tortas (no es broma). La guerra de la independencia se ganó hace mucho tiempo, pero Israel nunca declaró que la emergencia había terminado y no ha abolido muchas de las medidas “temporales” (el decreto de emergencia sobre las tortas se abolió misericordiosamente en 2011).

Incluso cuando las infecciones por coronavirus se reduzcan a cero, algunos gobiernos hambrientos de datos podrían argumentar que necesitan mantener los sistemas de monitoreo biométrico porque hay una nueva ola de coronavirus, o porque hay una nueva cepa de ébola en África central, o porque... ¡ya entiendes la idea! Se ha librado una gran batalla en los últimos años por nuestra privacidad. La crisis del coronavirus podría ser el punto de inflexión de la batalla. Cuando a las personas se les da la posibilidad de elegir entre privacidad y salud, normalmente eligen la salud.

La policía de jabón

Pedirle a la gente que elija entre privacidad y salud es, de hecho, la causa del problema. Porque esta es una elección falsa. Podemos y debemos disfrutar de la privacidad y de la salud. Podemos elegir proteger nuestra salud y detener la epidemia de coronavirus, no estableciendo regímenes de vigilancia totalitaria, sino empoderando a los ciudadanos. En las últimas semanas, Corea del Sur, Taiwán y Singapur organizaron algunos de los esfuerzos más exitosos para contener la epidemia de coronavirus. Aunque estos países han utilizado algunas aplicaciones de rastreo, se han basado mucho más en pruebas generalizadas, en informes honestos y en la cooperación voluntaria de un público bien informado.

La vigilancia centralizada y las sanciones severas no son la única manera de hacer que las personas cumplan directrices beneficiosas. Cuando a las personas se les informan los hechos científicos, y cuando las personas confían en autoridades públicas que les informan estos hechos, los ciudadanos pueden hacer lo correcto incluso sin un Gran Hermano que los vigile atentamente. Una población motivada y bien informada suele ser mucho más poderosa y efectiva que una población ignorante y vigilada.

Considera, por ejemplo, el lavado de las manos con jabón. Este ha sido uno de los mayores avances en la higiene humana. Esta simple acción salva millones de vidas cada año. Si bien la damos por sentado, solo en el siglo XIX los científicos descubrieron la importancia de lavarse las manos con jabón. Anteriormente, incluso los médicos y enfermeras pasaban de una operación quirúrgica a la siguiente sin lavarse las manos. Hoy, miles de millones de personas se las lavan todos los días, no porque tengan miedo de la policía de jabón, sino porque entienden los hechos. Me lavo las manos con jabón porque he oído hablar de virus y bacterias, entiendo que estos pequeños organismos causan enfermedades y sé que el jabón puede eliminarlos.

Pero para lograr ese nivel de cumplimiento y cooperación, se necesita confianza. La gente necesita confiar en la ciencia, confiar en las autoridades públicas y confiar en los medios de comunicación. En los últimos años, políticos irresponsables han socavado deliberadamente la confianza en la ciencia, en las autoridades públicas y en los medios de comunicación. Hoy, esos mismos políticos irresponsables pueden verse tentados a tomar el camino al autoritarismo, argumentando que no se puede confiar en que el público haga lo correcto.

Normalmente, la confianza que se ha erosionado durante años no se puede reconstruir de la noche a la mañana. Pero estos no son tiempos normales. En un momento de crisis, la manera de pensar también puede cambiar rápidamente. Puedes tener amargas disputas contra tus hermanos durante años, pero cuando ocurre una emergencia, de repente descubres una reserva oculta de confianza y amistad, y te aprestas a la ayuda mutua.

En vez de construir un régimen de vigilancia, no es demasiado tarde para reconstruir la confianza de la gente en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación. Definitivamente, también deberíamos usar nuevas tecnologías, pero estas tecnologías deberían empoderar a los ciudadanos. Estoy a favor de controlar la temperatura de mi cuerpo y mi presión arterial, pero esos datos no se deben usar para crear un gobierno todopoderoso. En cambio, esos datos deben permitirme tomar decisiones personales más informadas, y también para que el gobierno sea responsable de sus acciones.

Si pudiese rastrear mi propia condición médica las 24 horas del día, no solo sabría si me he convertido en un peligro para la salud de otras personas, sino también qué hábitos contribuyen a mi salud. Y si pudiese acceder y analizar estadísticas confiables sobre la propagación del coronavirus, podría juzgar si el gobierno me está diciendo la verdad y si está adoptando las políticas adecuadas para combatir la epidemia. Siempre que la gente hable de vigilancia, recuerda que la misma tecnología de vigilancia puede ser utilizada no solo por los gobiernos para vigilar a las personas, sino también por las personas para supervisar a los gobiernos.

La epidemia de coronavirus es, por tanto, una gran prueba de ciudadanía. En los próximos días, cada uno de nosotros tendrá que elegir entre confiar en datos científicos y expertos en atención médica, o en teorías conspirativas infundadas y políticos interesados. Si no tomamos la decisión correcta, podríamos estar renunciando a nuestras libertades más preciadas, pensando que esta es la única manera de salvaguardar nuestra salud.

Necesitamos un plan global

La segunda opción importante que enfrentamos es entre aislamiento nacionalista y solidaridad global. La epidemia y la crisis económica resultante son problemas globales. Solo se pueden resolver de manera efectiva mediante la cooperación global.

Primero y, ante todo, para vencer al virus necesitamos compartir información global. Esa es la gran ventaja de los humanos sobre los virus. Un coronavirus en China y un coronavirus en Estados Unidos no pueden intercambiar consejos sobre cómo infectar a los humanos. Pero China puede enseñar a Estados Unidos muchas lecciones valiosas sobre el coronavirus y cómo tratarlo. Lo que un médico italiano descubre en Milán a primera hora de la mañana bien podría salvar vidas en Teherán al anochecer. Cuando el gobierno del Reino Unido duda entre varias políticas, puede recibir consejos de los coreanos que ya enfrentaron un dilema similar hace un mes. Pero para que esto suceda, necesitamos un espíritu de cooperación y confianza global.

Los países deberían estar dispuestos a compartir información abiertamente y a buscar consejo humildemente, y deberían ser capaces de confiar en los datos y las percepciones que reciban. También necesitamos un esfuerzo global para producir y distribuir equipos médicos, especialmente kits de prueba y máquinas respiratorias. En vez de que cada país intente hacerlo localmente y atesore cualquier equipo que pueda conseguir, un esfuerzo global coordinado podría acelerar enormemente la producción y asegurar que el equipo que salva vidas se distribuya de manera más justa. Así como los países nacionalizan industrias clave durante una guerra, la guerra humana contra el coronavirus puede requerir que “humanicemos” las líneas de producción esenciales. Un país rico con pocos casos de coronavirus debería estar dispuesto a enviar equipo necesario a un país pobre con muchos casos, confiando en que si después necesita ayuda otros países le darán ayuda.

Podríamos considerar un esfuerzo global similar para agrupar al personal médico. Los países menos afectados actualmente pueden enviar personal médico a las regiones más afectadas del mundo, para ayudarlas en su hora de necesidad y adquirir experiencia valiosa. Más tarde, si el centro de la epidemia cambia, la ayuda podría empezar a fluir en dirección contraria.

La cooperación global también es vitalmente necesaria en el frente económico. Dado el carácter global de la economía y de las cadenas de suministro, si cada gobierno hace lo suyo sin tener en cuenta a los demás, el resultado será el caos y una crisis cada vez más profunda. Necesitamos un plan de acción global, y lo necesitamos rápidamente.

Otra necesidad es llegar a un acuerdo global sobre los viajes. Suspender todos los viajes internacionales durante meses causará grandes dificultades y obstaculizará la guerra contra el coronavirus. Los países deben cooperar para permitir que al menos un pequeño número de viajeros esenciales siga cruzando las fronteras: científicos, médicos, periodistas, políticos y empresarios. Esto se puede lograr llegando a un acuerdo global sobre la preselección de viajeros por su país de origen. Si se sabe que solo a viajeros seleccionados cuidadosamente se les permite viajar en avión, se estará más dispuesto a aceptarlos en cada país.

Desafortunadamente, hoy los países difícilmente hacen estas cosas. Una parálisis colectiva se ha apoderado de la comunidad internacional. Parece que no hay adultos en la sala de mando. Desde hace semanas se esperaba que hubiese una reunión de emergencia de líderes mundiales para elaborar un plan de acción común. Los líderes del G7 lograron organizar una videoconferencia apenas esta semana, y no se llegó a ningún plan.

En crisis mundiales anteriores, como la crisis financiera de 2008 y la epidemia del ébola de 2014, Estados Unidos asumió el papel de líder mundial. Pero la administración estadounidense actual ha abdicado la tarea de líder. Ha dejado muy claro que le importa mucho más la grandeza de Estados Unidos que el futuro de la humanidad.

Esta administración ha abandonado incluso a sus aliados más cercanos. Cuando prohibió todos los viajes desde la Unión Europea, no se molestó ni siquiera en darle un aviso previo, y mucho menos consultar a la Unión Europea esa drástica medida. Escandalizó a Alemania cuando supuestamente ofreció mil millones de dólares a una compañía farmacéutica alemana para comprarle los derechos de monopolio de una nueva vacuna contra el Covid-19. Incluso si la administración actual eventualmente cambia de rumbo y propone un plan de acción global, pocos seguirían a un líder que nunca asume su responsabilidad, que nunca admite sus errores y que usualmente se atribuye todo el crédito a sí misma mientras echa toda la culpa a los demás.

Si otros países no llenan el vacío que ha dejado Estados Unidos, no solo será mucho más difícil detener la epidemia actual, sino que su legado seguirá envenenando las relaciones internacionales en los años venideros. Sin embargo, toda crisis es también una oportunidad. Esperamos que la epidemia actual ayude a que la humanidad entienda el grave peligro que representa la desunión global.

La humanidad necesita tomar una decisión. ¿Recorreremos el camino de la desunión o seguiremos el camino de la solidaridad global? Si elegimos la desunión, no solo se prolongará la crisis, sino que probablemente ocasione catástrofes aún peores en el futuro. Si elegimos la solidaridad global, será una victoria, no solo contra el coronavirus sino contra todas las epidemias y crisis futuras que afronte la humanidad en el siglo XXI.

Fuente
Publicado originalmente como lectura libre en el diario Financial Times, marzo 20 de 2020. Traducción de AS, Bogotá, marzo 23 de 2020.


 [JS1]“centenares de millones”????

El coronavirus es el desastre perfecto para el ‘capitalismo de desastre’

Marie Solis
www.cronicon.net /15-03-2020

La activista e investigadora social canadiense Naomi Klein explica cómo los gobiernos y la élite mundial intentarán explotarán la pandemia.

El coronavirus es oficialmente una pandemia mundial que hasta ahora ha infectado 10 veces más personas que el Síndrome respiratorio agudo grave (SARS). Las escuelas, los sistemas universitarios, los museos y los teatros de los Estados Unidos están cerrando, y pronto, ciudades enteras también lo harán. Los expertos advierten que algunas personas que sospechan que pueden estar enfermas con el virus en Estados Unidos, siguen con sus rutinas diarias, ya sea porque sus trabajos no proporcionan tiempo libre remunerado debido a fallas sistémicas en el sistema de salud americano privatizado.

La mayoría de los ciudadanos norteamericanos no están exactamente seguros de qué hacer o a quién escuchar. El presidente Donald Trump ha contradicho las recomendaciones de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, y estos mensajes contradictorios han reducido nuestra ventana de tiempo para mitigar el daño del virus altamente contagioso.

Estas son las condiciones perfectas para que los gobiernos y la élite global implementen agendas políticas que de otra manera se encontrarían con gran oposición si no estuviéramos todos tan desorientados. Esta cadena de acontecimientos no es exclusiva de la crisis desencadenada por el coronavirus; es el proyecto que los políticos y los gobiernos han estado siguiendo durante décadas conocido como la “doctrina del shock”, un término acuñado por la activista y autora Naomi Klein en un libro de 2007 con el mismo nombre.

La historia es una crónica de las “conmociones” -las conmociones de las guerras, los desastres naturales y las crisis económicas- y sus consecuencias. Esas secuelas se caracterizan por un “capitalismo de desastre”, es decir, “soluciones” calculadas y de libre mercado a las crisis que explotan y agravan las desigualdades existentes.

Klein dice que ya estamos viendo el capitalismo de desastre en el escenario nacional: en respuesta al coronavirus, Trump ha propuesto un paquete de estímulo de 700.000 millones de dólares que incluiría recortes en los impuestos sobre las nóminas (que devastarían la Seguridad Social) y proporcionaría asistencia a las industrias que perderán negocios como resultado de la pandemia.

“No lo hacen porque creen que es la manera más eficaz de aliviar el sufrimiento durante una pandemia; tienen estas ideas por ahí que ahora ven una oportunidad para ponerlas en práctica”, dijo Klein.

Vice habló con Klein sobre cómo el “shock” del coronavirus está dando paso a la cadena de eventos que describió hace más de una década en La Doctrina del Shock.

Aunque comparto mucho con Naomi Klein... no soy fan de sus análisis sobre la realidad social, económica y política. Me resultan demasiado en blanco y negro, demasiado simplistas y casi conspirativos. Agrego una serie de comentarios en rojo a su entrevista.

Empecemos con lo básico. ¿Qué es el capitalismo del desastre? ¿Cuál es su relación con la “doctrina del shock”?

La forma en que defino el “capitalismo de desastre” es muy sencilla: Describe la forma en que las industrias privadas surgen para beneficiarse directamente de las crisis a gran escala.

No, las industrias privadas no “surgen para eso”, surgen por muchas razones distintas y claro que quieren maximizar sus ganancias y, por supuesto, intentarán aprovechar cualquier crisis – o cualquier situación – para maximizar su rentabilidad. Una cosa es entender la lógica del capitalismo y cómo intenta sacar provecho a las situaciones existentes – sean o no crisis – y otra es exagerar esa lógica hacia un enfoque conspirativo: “surgen para beneficiarse de las crisis”

La especulación de los desastres y de la guerra no es un concepto nuevo, pero realmente se profundizó bajo la administración Bush después del 11 de septiembre, cuando la administración declaró este tipo de crisis de seguridad interminable, y simultáneamente la privatizó y la externalizó – esto incluyó el estado de seguridad nacional y privatizado, así como la invasión y ocupación [privatizada] de Irak y Afganistán.

La “doctrina del shock” es la estrategia política de utilizar las crisis a gran escala para impulsar políticas que sistemáticamente profundizan la desigualdad, enriquecen a las elites y debilitan a todos los demás. En momentos de crisis, la gente tiende a centrarse en las emergencias diarias de sobrevivir a esa crisis, sea cual sea, y tiende a confiar demasiado en los que están en el poder. Quitamos un poco los ojos de la pelota en momentos de crisis. Esto es mucho más antiguo y no solo es propio del capitalismo, las guerras o las crisis suelen ser aprovechadas por algún grupo o sector, que las utiliza para consolidar sus intereses. Lógicamente, si vivimos en sociedades capitalistas, habrá una forma propia del capital de intentar aprovechar tales crisis. No hace falta ponerle un nombre nuevo: “doctrina del shock”.

¿De dónde viene esa estrategia política? ¿Cómo rastrea su historia en la política norteamericana?

La estrategia de la doctrina del shock fue una respuesta al programa del New Deal por parte de Milton Friedman. Este economista neoliberal pensaba que todo había salido mal en USA bajo el New Deal: Como respuesta a la Gran Depresión y al Dust Bowl, un gobierno mucho más activo surgió en el país, que hizo su misión resolver directamente la crisis económica de la época creando empleo en el gobierno y ofreciendo ayuda directa. A mí Friedman me parece un tipo detestable, pero no es el creador de la doctrina del shock. Efectivamente, los economistas conservadores y, sobre todo, los más cercanos al partido Republicano, tenían largo tiempo de querer ofrecer una alternativa no solo al New Deal de Roosevelt, ya muy lejano, sino a las políticas de la Great Society consolidadas por Kennedy y Lyndon Johnson. Esto empieza a tomar forma desde el triunfo de Nixon, frenado por su renuncia por Watergate, y finalmente logra convertirse en la visión dominante de la política en USA con el triunfo de Ronald Reagan, el mejor propagandista de esta visión neo-liberal y que trabajaba con un nuevo sector, conocido como los neo-cons, varios think-tanks financiados por billonarios como los hermanos Koch y dedicados a construir una narrativa que recuperara y volviera popular la visión conservadora-gringa, con el apoyo, claro, de economistas como Friedman, Laffer y otros.  Imposible no mencionar a Margaret Thatcher al otro lado del Atlántico, mucho más sólida que Reagan y que frenó el proyecto laborista socialdemócrata en el Reino Unido para imponer una agenda neoliberal y anti-trabajadora, anti-estatal.

Si usted es un economista de libre mercado, entiende que cuando los mercados fallan, se presta a un cambio progresivo mucho más orgánico que el tipo de políticas desreguladoras que favorecen a las grandes corporaciones. Así que la doctrina del shock fue desarrollada como una forma de prevenir que las crisis den paso a momentos orgánicos en los que las políticas progresistas emergen. La crisis de los años 70 fue el terreno fértil para liquidar el proyecto socialdemócrata y keynesiano, de fuerte intervención estatal y solidario, sustituyéndolo por el modelo neoliberal. Se inició con Nixon y la devaluación del dólar en 1971. Pero no fue una crisis “planeada para provocar estos cambios”... sino que esa crisis fue bien aprovechada para deslegitimar el balance político previo y las políticas progresistas. Las elites políticas y económicas entienden que los momentos de crisis son su oportunidad para impulsar su lista de deseos de políticas impopulares que polarizan aún más la riqueza en este país y en todo el mundo.

En este momento tenemos múltiples crisis en curso: una pandemia, la falta de infraestructura para manejarla y el colapso del mercado de valores. ¿Puede esbozar cómo encaja cada uno de estos componentes en el esquema que esboza en La Doctrina del Shock?

El shock es realmente el propio virus. Y ha sido manejado de una manera que maximiza la confusión y minimiza la protección. No creo que eso sea una conspiración, en efecto, no lo es, es sólo la forma en que el gobierno de los EE.UU. y Trump han manejado -completamente mal- esta crisis. Pero no nos podemos quedar en Trump. La crisis se manejó muy mal en sus primeros días en China, aunque luego reaccionaron rápido y bien. Se está manejando vergonzosamente mal en países como México, Brasil o Nicaragua, que prácticamente niegan la crisis e invitan a la gente a abrazarse y marchar juntos ¿dirá Naomi Klein que esto es parte de la respuesta neoliberal? No, no lo es. La crisis se manejó muy mal en países como Italia o España – y no mucho mejor en Alemania y Francia – en las primeras fases, aunque luego reaccionaron, pero ya con mucho contagio. Tampoco aquí se trata de una conspiración neoliberal o capitalista. Esa idea podría ajustarse mejor a lo ocurrido en el Reino Unido donde, con argumentos muy cuestionables, parecidos a los de Trump, se confiaron en que superarían la crisis “normalmente” mediante la inmunidad de los contagiados y dando prioridad a no dañar el buen funcionamiento de la economía. Ya el Reino Unido está dando marcha atrás, cuando vieron lo absurdo de su posición, incluso desde una óptica capitalista.  Trump hasta ahora ha tratado esto no como una crisis de salud pública sino como una crisis de percepción, y un problema potencial para su reelección. En el caso de Trump, yo tampoco vería la conspiración capitalista... sino más bien la coyuntura particular de Trump, que enfrenta unas elecciones en noviembre, eso, mucho más que el interés estructural de los capitalistas, explica la reacción de Trump.

Dicho todo eso, por supuesto que habrá muchos intentos por parte de “el capital” en sus distintas formas para lucrar con la crisis y para utilizarla – como sugiere Klein – para impulsar reformas que consoliden su poder económico, como sería el debilitamiento de la seguridad social.

Sin embargo, a mí me parece que esta crisis más bien podría tener un impacto contrario: la mayoría de los países, aún con gobiernos conservadores como Italia, Alemania y Francia, están revalorizando el papel del Welfare State, del Estado social como pieza clave para enfrentar este tipo de crisis en las que el libre mercado se queda tan corto.

Así que Klein tiene en parte razón, aunque no me atrae su “doctrina del shock” como si fuera algo nuevo, pues más bien se trata de un ejemplo típico del funcionamiento de la economía política: cada sector trata de aprovechar las crisis no solo para obtener ganancias de corto plazo, sino para mover el balance de poder a favor de sus intereses. Eso siempre ha sido así, y fue así en la crisis financiera del 2008 (o en la de principios de los 80), y en ambas se fortaleció la agenda del capital financiero global. Uno de los resultados ha sido el enorme aumento de la desigualdad en esos países.

Pero Klein no tiene razón en creer que “siempre es así”. En el caso de la pandemia actual, claro que el capital tratará de aprovecharla... pero esto ocurre precisamente cuando se han acumulado muchas tensiones y descontento en todo el mundo por la creciente desigualdad. No quiero decir con esto que la crisis será positiva, sino que habrá un enfrentamiento de posiciones mucho menos unilateral que en los 80 o en el 2008, donde la visión neoliberal fue tan hegemónica. Hoy, los intereses del capital y las propuestas “privatizadoras” chocarán con sociedades que, ante el contagio y la debilidad de las salidas “de mercado”, más bien revalorizarán la solidaridad y la importancia de instituciones públicas sólidas y solidarias.

No sabemos cómo se resolverá esto. Podría salir todo mal y fortalecerse los liderazgos fascistoides y populistas (de derecha o de izquierda), como sería en el caso de Trump, de Bolsonaro, de AMLO, de Duterte, de Bukele... y no sé si le queda mucha cuerda a otros como Maduro y Ortega. Pero también podemos ver en algunos países europeos o en otros como Chile, el agotamiento del discurso neoliberal y la urgente necesidad de fortalecer las políticas públicas de seguridad social, la educación pública, la salud pública... y de retomar las políticas de redistribución del ingreso.

No tengo idea de cuál va a ser el resultado o la forma en que se supere esta crisis, pero la visión pesimista-determinista de Klein se me queda corta (y luego su optimismo final, más adelante, me parece ingenuo). Tampoco quiero pecar yo de optimista, porque el poder del capital es hoy por hoy más grande que en ningún otro momento y va desde el capital financiero hasta el digital... pasando por las industrias de la enfermedad.

Es el peor de los casos, especialmente combinado con el hecho de que los EE.UU. no tienen un programa nacional de salud y sus protecciones para los trabajadores son muy malas (N.T: por ej. la ley no instituye el pago por enfermedad). Esta combinación de fuerzas ha provocado un shock máximo. Va a ser explotado para rescatar a las industrias que están en el corazón de las crisis más extremas que enfrentamos, como la crisis climática: la industria de las aerolíneas, la industria del gas y el petróleo, la industria de los cruceros, quieren apuntalar todo esto.

Ese “peor de los casos” que respresenta USA, tiene otra posibilidad: que el coronavirus sea la piedra que derrumba la presidencia de Trump y abra un espacio para que los demócratas retomen una visión más centro-izquierda en USA, lo que se ha reflejado en la gran cantidad de candidatos progresistas y el movimiento de Sanders ha tenido muchísimo apoyo que, aunque no gane, será una fuerza política indispensable para los demócratas.


¿Cómo hemos visto esto antes?

En La Doctrina del Shock hablo de cómo sucedió esto después del huracán Katrina. Grupos de expertos de Washington como la Fundación Heritage se reunieron y crearon una lista de soluciones “pro mercado libre” para el Katrina. Podemos estar seguros de que exactamente el mismo tipo de reuniones ocurrirán ahora, de hecho, la persona que presidió el grupo de Katrina fue Mike Pence (N.T: el que ahora preside el tema del Coronavirus). En 2008, se vio esta jugada en el rescate de los bancos, donde los países les dieron cheques en blanco, que finalmente sumaron muchos billones de dólares. Pero el costo real de eso vino finalmente en la forma de programas extensivos de austeridad económica [más tarde recortes a los servicios sociales]. Así que no se trata sólo de lo que está sucediendo ahora, sino de cómo lo van a pagar en el futuro cuando se venza la factura de todo esto.

¿Hay algo que la gente pueda hacer para mitigar el daño del capitalismo de desastre que ya estamos viendo en la respuesta al coronavirus? ¿Estamos en mejor o peor posición que durante el huracán Katrina o la última recesión mundial?

Cuando somos probados por la crisis, o retrocedemos y nos desmoronamos, o crecemos, y encontramos reservas de fuerzas y compasión que no sabíamos que éramos capaces de tener. Esta será una de esas pruebas. La razón por la que tengo cierta esperanza de que podamos elegir evolucionar es que -a diferencia de lo que ocurría en 2008- tenemos una alternativa política tan real que propone un tipo de respuesta diferente a la crisis que llega a las causas fundamentales de nuestra vulnerabilidad, y un movimiento político más amplio que la apoya (N.T: Naomi Klein apoya a Bernie Sanders en las internas americanas). De acuerdo, aunque no creo que ocurra lo que ella cree, no creo que gane Sanders ni que haya una “revolución socialista” en USA... me suena ingenuo; pero sí es factible un giro hacia un capitalismo más inclusivo, como en tiempos de Roosevelt y de Johnson. Y hay que tener cuidado con los símiles, porque hoy el mundo es mucho más global y ni siquiera un país como USA puede verse indepenientemente de lo que pase en el resto del mundo, habrá que ver.

De esto se ha tratado todo el trabajo en torno al Green New Deal: prepararse para un momento como este. No podemos perder el coraje; tenemos que luchar más que nunca por la atención sanitaria universal, la atención infantil universal, la baja por enfermedad remunerada, todo está íntimamente relacionado. De acuerdo, propuestas como el Green New Deal son vitales para mover el balance de poder y la visión de futuro de los ciudadanos y los sectores sociales y políticos, aunque el resultado final no sea exactamente el Green New Deal.

Si nuestros gobiernos y la élite mundial van a explotar esta crisis para sus propios fines, ¿qué puede hacer la gente para cuidarse unos a otros?

“Yo me ocuparé de mí y de los míos, podemos conseguir el mejor seguro privado de salud que haya, y si no lo tienes es probablemente tu culpa, no es mi problema”: Esto es lo que este tipo de economía de ganadores pone en nuestros cerebros. Lo que un momento de crisis como este revela es nuestra interrelación entre nosotros. Estamos viendo en tiempo real que estamos mucho más interconectados unos con otros de lo que nuestro brutal sistema económico nos hace creer.

Podríamos pensar que estaremos seguros si tenemos una buena atención médica, pero si la persona que hace nuestra comida, o entrega nuestra comida, o empaca nuestras cajas no tiene atención médica y no puede permitirse el lujo de ser examinada, y mucho menos quedarse en casa porque no tiene licencia por enfermedad pagada, no estaremos seguros. Si no nos cuidamos los unos a los otros, ninguno de nosotros estará seguro. Estamos atrapados.

Hay una gran diferencia entre el capitalismo anglo-sajón, que es bastante como lo describe Klein, y los capitalismos europeos (con sus variantes) que han entendido mejor eso que ella menciona: aún cuando predominen los intereses del capital, hay un pacto social mucho más interesante y balanceado que en los países anglosajones: son sociedades menos desiguales, con mucho más impuestos y más peso del Estado en la sociedad, con una visión de la seguridad social mucho más inclusiva y con una visión de la política mucho menos maniquea. Hasta las derechas europeas parecen de izquierda en Estados Unidos.

Más bien el dilema que enfrenta un mundo globalizado es, precisamente, cuál será el modelo de capitalismo que predomine. Por un lado, está el capitalismo salvaje tipo Friedman, muy típico del modelo neoliberal anglosajón que surge con Reagan y Thatcher y que llega a su peor caricatura con Trump y Boris Johnson (y que en el “tercer mundo” tiene también sus ejemplares, en los ochentas eran los Pinochets, hoy son los Bolsonaros).

Por otro lado... ¿por otro lado? ¡Ésa es la gran pregunta! ¿Qué habrá “por otro lado”? Es el reto enorme del centro izquierda en el mundo: de las socialdemocracias, del socialcristianismo progresista, de los movimientos socialistas que necesitan recuperar el socialismo de lo que ha sido el brutal “socialismo real” (desde la URSS y China hasta Cuba o Venezuela).

Y todo esto dependerá de cómo se arme el rompecabezas de los grandes temas: temas de justicia social, temas cada vez más críticos de sostenibilidad ambiental, temas de derechos humanos... pero también temas de libertad humana y de democracia. Yo no creo que se puedan resolver bien unos... y mal otros. ¿Cómo resolverán estos dilemas las nuevas generaciones?

Vemos en tiempo real que estamos mucho más interconectados unos con otros de lo que nuestro brutal sistema económico nos hace creer
Diferentes formas de organizar la sociedad promueven o refuerzan diferentes partes de nosotros mismos. Si estás en un sistema que sabes que no cuida de la gente y no distribuye los recursos de forma equitativa, entonces la parte que acapara de ti se reforzará. Así que ten en cuenta eso y piensa en cómo, en lugar de acaparar y pensar en cómo puedes cuidarte a ti mismo y a tu familia, puedes hacer un cambio y pensar en cómo compartir con tus vecinos y ayudar a las personas que son más vulnerables.

Finalmente, y en línea con el cierre de Klein, sí creo que esta pandemia obligará a los gobiernos a replantearse sus sistemas de salud porque si no somos mas solidarios, si no contamos con sistemas de salud pública más sólidos e inclusivos, sobre todo en sociedades desiguales como las nuestras, al final las pandemias resultarán en muchos más muertos... sin importar su capital o sus ingresos. A juzgar por los famosos y los gobernantes infectados, estos virus resultan particularmente democráticos, y tal vez ese temor sirva para que tomemos medidas, también, más democráticas. No quiero ser ingenuo, pero tampoco terminar en una nota demasiado pesimista... porque el escenario está bien feo.