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El papado está cambiando


José M. Castillo S.

Sin darnos cuenta los cristianos, estamos asistiendo a lo que muchos no se imaginan: el papa Francisco, sin tocarle al “dogma”, está cambiando el papado. Me explico. Contra quienes atacan la ortodoxia y la rectitud del papa Francisco, mi conciencia me dice que no debo callar. Se trata de algo muy fundamental para el papado y, por tanto, para la Iglesia también. Por eso quiero y debo afirmar lo que explico a continuación.

Este papa no le ha tocado a ningún “dogma de fe divina y católica”, tal como este asunto capital quedó dicho y definido en el concilio Vaticano primero (Constit. Dogmát. “Dei Filius”, cap. 3. Denz.-Hünerm., nº 3011). Por eso insisto en que el papa Francisco está cambiando el papado, no por lo que dice, sino por su forma de vivir.

¿Qué significa esto? El Evangelio no es, ante todo, una “doctrina religiosa”, sino que sobre todo es un “proyecto de vida”. Y destaco que, para todo cristiano, es capital tener muy claro que el centro del Evangelio no es la “fe” en Jesús, sino el “seguimiento” de Jesús.

Pero ha ocurrido que, lo mismo la teología que el gobierno de la Iglesia, han puesto el centro del cristianismo en la “ortodoxia de la fe” y han desplazado el “seguimiento de Jesús” al ámbito de la espiritualidad. Ahora bien, así las cosas, se comprende lo que está sucediendo en la Iglesia. El Magisterio de la Iglesia puede controlar (y controla) la “doctrina de la fe”. Lo que no puede, ni tiene por qué controlar es la “generosidad del seguimiento” de Jesús.
Pues bien, en una Iglesia que funciona así, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. La ortodoxia religiosa se ha cuidado hasta el exceso de ver como doctrinas de fe no pocas cosas que no pertenecen a la fe. Mientras que el seguimiento de Jesús se ve como un tema de generosidad de los más fervientes.

Hay un vacío enorme en la Iglesia. Un vacío que no se le explica a la gente. Si leemos los evangelios con atención, lo que en ellos se destaca es que, cuando Jesús se refiere a la fe de los discípulos y apóstoles, lo hace para reprenderles por su cobardía, su miedo, sus dudas y su increencia (Mt 8, 26; 14, 31; 16, 8; 17, 20; Mc 4, 40; 16, 11. 13. 14; Lc 8, 25; 24, 11. 41; Jn 20, 25-31).

No obstante, Jesús fue siempre respetuoso y tolerante con aquellos hombres que tenían tan poca fe, que era más pequeña que un grano de mostaza (Mc 11, 23 par; Mt 21, 21; 17, 20; Lc 17, 6). Otra cosa muy distinta fue el problema del “seguimiento”. En este asunto, Jesús fue exigente e intolerante hasta límites que impresionan y no son fáciles de entender. Jesús exige dejarlo todo, ante una sola palabra: “Sígueme”. Sin explicaciones, ni razones, ni motivos. Familia, casa, dinero, oficio…, lo que sea. Todo se subordina a la llamada de Jesús. No para tener unas creencias o unas observancias religiosas. Sino para vivir el “proyecto de vida” que vivió Jesús. En cuanto cada cual puede hacer eso.

Y esto es lo que el papa Francisco está haciendo. Que es la última palabra que Jesús le dijo a san Pedro: “tú, sígueme” (Jn 21, 22). Efectivamente: el papado está cambiando. De los papas, que lo centraban todo en mandar en la fe de los demás, al papa que lo centra todo en seguir a Jesús, haciendo lo que hizo Jesús: aliviar a los que sufren, estar con los que nadie quiere estar, reproduciendo cada día (en cuanto eso es posible) el “proyecto de vida” que vivió Jesús.
El papado está cambiando. No porque el papa Francisco esté modificando lo que hay que creer. Ni porque esté reformando la Curia Vaticana. Todo eso, ni cambia al papado, ni cambia la Iglesia. El cambio se producirá cuando las cosas se pongan en su sitio. La fe como tiene que ser y donde tiene que estar. Y en el centro de todo, el seguimiento de Jesús. Como el mismo Jesús dejó dicho en el Evangelio. Y esto es lo que está haciendo (sin decirlo) el papa Francisco.

Con la ortodoxia de la fe, todo sigue y seguirá como está. El seguimiento de Jesús y su Evangelio nos da tanto miedo, que lo normal es dejar la propuesta de Jesús y seguir con nuestra (grande o pequeña) riqueza. Como hizo el joven aquel, que cuentan los evangelios.


Lenguas indígenas y aldea global


Javier Aranda Luna

Somos un país multicultural con 69 lenguas y nos expresamos en una. ¿Tiene sentido rescatar las otras 68?

Si existen 7 millones de hablantes de lenguas indígenas que representan 6.5 por ciento de la población, ¿conviene fomentar su uso? ¿La recuperación de las lenguas indígenas no excluye a sus hablantes de un mundo global? ¿No los aísla, no limita sus oportunidades?

He sido jurado en varios premios literarios y sobre el trabajo editorial. En una ocasión propuse premiar tres libros traducidos a lenguas indígenas que contenían poemas y textos en prosa de Octavio Paz y un funcionario público dedicado al idioma, una ex funcionaria que fue responsable del área de literatura por varios años, un par de escritores y tres editores privados dieron marcha atrás a mi propuesta con el argumento de que el idioma mayoritario del país era el español.

Con esa lógica ninguna minoría merecería ser tomada en cuenta, ni la de los escritores, por ejemplo...

Las lenguas son herramientas para comunicarnos, pero también son sistemas de conocimiento. Son una especie de disco duro que actualiza cada hablante al usarlo. Si el bit coin es un software en constante desarrollo que es también un soporte económico, las lenguas vivas también son un soporte que fija conocimientos y su uso resulta indispensable para generar riqueza.
No me extraña que los mixtecos, que trabajan como campesinos en California, lleven a los maestros de sus comunidades de origen para que les enseñen a sus hijos su lengua: ella es la memoria viva de sus costumbres, de sus ritos funerarios, de su cosmovisión, gastronomía, de sus formas de cortejo.

Pero, ¿no se fija mejor el conocimiento en la escritura que en el lenguaje oral? No es garantía de que eso ocurra, me dice el lingüista Fernando Nava López: si un pueblo ha respaldado en la escritura su lengua es el romano y, salvo especialistas, nadie habla latín; sobreviven términos en la medicina y el derecho, pero ni los curas lo hablan y quienes lo hacen, no lo hacen bien.

‘‘El fomento a la lectura en lenguas indígenas sólo puede tener resultados siempre y cuando se fomente también la tradición oral en las comunidades nativas. Este balance resulta indispensable para hacer que estos dialectos o lenguas pervivan a sistemas y formas monolingües hacia donde nos ha orillado la cultura global.”

Para él la cultura escrita y la oral deben mantenerse en un balance porque no hacerlo puede atentar de manera dramática a las comunidades.

‘‘Debemos ver a las lenguas indígenas como un derecho vital de las comunidades, que pueden representar vida o muerte en casos de salud; justicia a culpables o injusticia a inocentes en faltas mayores.’’
El primer congreso internacional para fomentar la lectura en lenguas indígenas llevado a cabo hace unos días en Oaxaca nos hizo comprender que sólo fortaleciendo lo propio podremos aprovechar mejor los beneficios de la aldea global y sortear sus inevitables miserias.

“Este régimen no es ni progresista ni de izquierda”


Entrevista a Mónica Baltodano, ex comandante sandinista
Pedro Brieger, director de NODAL / 030618

Las recientes protestas en Nicaragua dividen aguas dentro y fuera del sandinismo, una fuerza política que derrocó al dictador Anastasio Somoza en 1979 y que tuvo a Daniel Ortega como presidente entre 1986 y 1990 de la llamada “revolución sandinista”. Ese año Ortega entregó el poder después de perder las elecciones generales frente a Violeta Chamorro y retornó a la presidencia en el año 2007. Mónica Baltodano fue parte de la lucha contra la dictadura en la clandestinidad y ocupó diferentes cargos durante la revolución. Después de la derrota de 1990 el movimiento sandinista se dividió en varias agrupaciones y Baltodano se convirtió en dirigente del “Movimiento Rescate del Sandinismo.

-¿Por qué estallaron las protestas?

-Desde antes del año 2007, en que subió a la presidencia Daniel Ortega, el Frente Sandinista empezó a ser sustituido en sus mecanismos democráticos internos por un aparato controlado directamente por la señora Rosario Murillo, esposa de Daniel Ortega. En el nivel interno en el Frente se fueron achicando los espacios y estableciéndose una lógica vertical, autoritaria, unipersonal; eso se hizo también en el resto de la sociedad. Desde el año 2007 fue evidente el atropello a las libertades públicas. Todos los procesos electorales posteriores han estado plagados de ilegalidades.

En 2008 municipales fraudulentas. En 2011, Ortega se presentó nuevamente a la presidencia a pesar de que la Constitución se lo prohibía de manera clarísima porque estaba prohibida la reelección continua, y además practicó un flagrante fraude a fin de controlar la Asamblea Nacional. En 2016 ya con la Constitución reformada por una mayoría parlamentaria proveniente del fraude se volvió a reelegir, llevando a su esposa de vice y usando su control del Consejo Supremo Electoral para eliminar administrativamente a partidos de oposición. En consecuencia, hubo una enorme abstención, que fue la manera de la gente de expresar su rechazo al proceso.

Desde el 2007 el gobierno y su fuerza política de facto establecieron que las calles eran de ellos y que ninguna otra fuerza se podían expresar. Y después de varias manifestaciones reprimidas violentamente consiguieron inmovilizar a quienes les adversaban y a cualquier movimiento emergente. La represión, además del uso de los anti-motines, se hizo con el uso de sus simpatizantes y entre ellos iban elementos de fuerzas parapoliciales, fuerza de civil entrenada como fuerza de choque, que se mete dentro de la población, un procedimiento por demás, perverso.

-¿Cómo es la realidad social de Nicaragua?

-Cuando luchábamos en la década del setenta del siglo pasado contra la dictadura de Somoza sabíamos que éramos el país más pobre de América Latina después de Haití. Esa condición no ha variado hasta la fecha, ni antes ni después de la llegada de Ortega. Es un país evidentemente agrario con muy poca inversión industrial. Ese fue el papel que siempre tuvimos, de exportadores de materias primas: algodón, carne, café, oro, y esa sigue siendo la dinámica predominante en el país. Es una nación donde el índice de concentración de la riqueza que teníamos durante el somocismo era brutal. La revolución hizo cambios, como la Reforma Agraria, y se logró el acceso de los campesinos a la tierra. Cuando salimos del gobierno (1990) había una disminución de la concentración de la tierra, y había un poco más de equidad; mejor distribución de la riqueza. No hay que olvidar que fue una revolución muy presionada y afectada por la agresión norteamericana que financiaba la “contra” y que destruyeron puertos, instalaciones de servicios, plantas de energía; es decir parte fundamental de la economía. Al terminar los diez años de la revolución en 1990 el país estaba en serias dificultades económicas

Ahora, con el gobierno de Daniel Ortega, hemos tenido mejorías de los índices macroeconómicos. Hay crecimiento en la economía en virtud de tres factores fundamentales: las mejoras de los precios de los productos de exportación (sobre todo café, oro) y también por el aumento de la inversión extranjera directa, y las remesas de los migrantes. El gobierno de Daniel Ortega le dio una apertura total a la inversión de capital externo, y a las zonas francas, y eso aparece como si hubiera una mejoría del país. Pero si uno se mete a analizar la composición y la distribución de la riqueza se ve que ha crecido enormemente la concentración en los banqueros y en cierto sector de los capitalistas, vinculados a los mercados mundiales y a las transnacionales.

Este tipo de inversiones, y la gran apertura generan grandes ganancias a las transnacionales, pero no dejan nada para el país. De manera que esos índices de crecimiento macroeconómico no tienen grandes efectos sociales. Es cierto que según sus estadísticas aparecen disminuyendo la pobreza en un país donde la distancia entre ser pobre o extremadamente pobre es la de tener un dólar más de ingreso diario. Eso lo han logrado mediante programas de carácter asistencial, fundamentalmente la entrega de bolsas, o un paquete agrícola que incluye dos cerdos, diez gallinas y un gallo. 

Eso se pudo hacer porque cuando ganó Ortega se insertó en el campo del ALBA (Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra América) y obtuvo una ayuda muy importante del gobierno de Venezuela, de manera que en un país que andamos por los dos mil millones de dólares por exportaciones, entraban cerca de 500 millones por la ayuda de la cooperación venezolana. Pero entraron directamente a manos del presidente sin pasar por el presupuesto de la República. Con parte de esos fondos se financió una serie de programas de combate a la pobreza que, a mi manera de ver y de la mayoría de los economistas, no hicieron cambios estructurales, pero aliviaron la situación inmediata del pueblo. Los fondos venezolanos a la vez sirvieron para incrementar los capitales de la cúpula orteguista, convertida en parte innegable de los capitalistas de Nicaragua.

-¿Qué pasó desde 1990 hasta el 2007 que Daniel Ortega regresó a la presidencia? ¿Ese Daniel Ortega que vuelve al gobierno es el mismo que el que se va en los 90´ después de diez años de revolución? ¿Es una continuidad de la revolución sandinista?

-Eso es indispensable comprenderlo para analizar lo que pasa hoy. En los años 90 del siglo pasado hubo un período de resistencias a las políticas neoliberales y la destrucción de las transformaciones que había hecho la revolución como la reforma agraria. Es decir, resistencias a la reprivatización de todo. Hubo un proceso de resistencia que empujaron los sindicatos, las organizaciones campesinas, las mujeres. Y parte de ese proceso compareció Daniel Ortega. Pero llegó un momento en que, Ortega, que había sido candidato a las elecciones de 1996, las pierde de nuevo, y partir de eso hizo un viraje.

Para mí es un viraje en el que realmente se pierde la revolución. Él argumenta que las masas ya estaban cansadas, que la resistencia no podía continuarse e hizo un pacto con el presidente de entonces -Arnoldo Alemán-, uno de los presidentes más corruptos de la historia de Nicaragua, que era antisandinista y provenía de las filas del antiguo somocismo, pero no era un oligarca de las élites más adineradas. Y ese pacto tuvo como esencia el reparto de las instituciones: la Corte Suprema de Justicia, el poder electoral, la Contraloría; y tuvo un componente económico que fue de afianzar dos nuevos estamentos económicos.
Por un lado, fortalecer la burguesía con un sector emergente de Arnoldo Alemán. Por el otro, el sector emergente del orteguismo; antiguos sandinistas que se hicieron burgueses. Se trata en buena medida de lo que se llamó “la piñata” que fue la apropiación privada de muchos bienes que eran de carácter colectivo o social después de las elecciones de 1990 cuando dijeron algunos: “¿Nos vamos a ir con las manos vacías?”.

La Piñata, que fue muy repudiada por los intelectuales o por figuras de la talla de Ernesto Cardenal, se constituyó en el capital originario o la forma originaria con la que se creó este nuevo sector de la burguesía, que es la burguesía orteguista. De esa manera no solamente hubo una transformación en la lógica política con el reparto de las instituciones, sino una transformación de fondo: los intereses de este sector de la burguesía orteguista convergen obviamente con la burguesía tradicional, el capital, los banqueros y ellos empiezan a explorar esos campos. De manera que, en 2007 cuando llegamos a las elecciones, Daniel Ortega ya no es el revolucionario que se había conocido. Es más, toda su campaña, y su discurso giró alrededor de la paz y la reconciliación; la conciliación con los intereses de clase, sin abandonar un cierto discurso izquierdoso. Él gritaba que seguía siendo antiimperialista, sandinista. Eso, a mi manera de ver, es lo que ha confundido a nivel internacional a mucha gente de izquierda, y que también ha confundido a una parte de la base sandinista histórica que lo respalda.

También se hizo una alianza con la parte más reaccionaria de la iglesia católica y se abolió el aborto terapéutico que existía en Nicaragua desde el siglo XIX como parte de la revolución liberal. En fin, hemos visto una serie de retrocesos desde el punto de vista de las concepciones originales que nos impulsaron a luchar contra la dictadura somocista. Porque no solo queríamos quitar al dictador, sino que éramos portadores de una propuesta de transformación radical de la sociedad nicaragüense.

-¿Cómo se puede dar en este contexto una respuesta desde la izquierda?

-Es complicado porque la realidad es confusa y llena de interrogantes. En realidad, yo siempre dije que el caso de Nicaragua no debe ser introducido igual al régimen de Lula, Chávez o Correa porque cada uno tiene sus propias particularidades. Cuando uno los mete a todos en un mismo saco se suelen cometer equivocaciones.

En el caso particular de Nicaragua el modelo que implementó Daniel Ortega desde el 2007 es el de la alianza público-privada. El llegó a decir que el consejo popular más importante era el que tenía con el Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP). Efectivamente, ha logrado que la mayor cantidad de leyes del país se aprueben en consenso con el COSEP de tal manera que partidos de la derecha prácticamente desaparecieron. No solo por las presiones (quitar personería jurídica, por ejemplo) sino porque realmente los intereses del capital aquí están representados por Daniel Ortega; en todo sentido, en términos del capital extranjero.

El discurso sigue siendo un discurso radical, pero por ejemplo, la relación con Estados Unidos nunca ha sido mejor, Ortega respalda completamente la política de seguridad de los Estados Unidos. Aquí, la política migratoria que se aplica en Nicaragua es de carácter brutal. Incluso, el muro está construido realmente en la frontera de Costa Rica. Aquí la policía ha asesinado migrantes, porque el gobierno tiene una política migratoria exactamente como la de Donald Trump. Usando el tema de la lucha contra las drogas tiene un ejército en disposición de los grandes planes de los Estados Unidos. Pero el discurso, la retórica, es antiimperialista. Como una vez dijo una embajadora norteamericana aquí, después de unas furibundas declaraciones de Ortega contra el imperio “a nosotros no nos importa lo que diga el señor Ortega sino lo que hace el señor Ortega.”

Y lo que hace no le crea mayores problemas a los Estados Unidos. De manera que las protestas de hoy son resultado de la indignación de la ciudadanía cansada del modo con el que ellos han dirigido, no solo el país, sino a su propia fuerza votante. Esta insurrección cívica, es contra el modelo, eso es lo que estalló aquí. Y advierto, no es ningún modelo como él dice “socialista” o “solidario”. Para nada. Tampoco es una conspiración de la derecha. No hay fuerzas de derecha que estén detrás de esta protesta.

Ahora bien, no niego que todas las fuerzas, como corresponde en política, quieren aprovecharse, conducir y quieran llevar agua para su molino. Eso va a ser así siempre. Uno de los problemas de la izquierda latinoamericana es creer que la derecha, o que los adversarios no están trabajando. Claro que ellos van a tratar de usufrutuar el movimiento. Pero… ¿qué culpa tiene la gente de los errores y las arbitrariedades que cometen estos gobiernos de izquierda?

En el caso de Nicaragua es clarísimo, pues estamos frente a un régimen, desconectado de la sociedad, que no habla con la gente. Imagínate que desde 2007 solo Ortega y su esposa pueden hablar, y solo lo hacen con los medios que controlan. Ni siquiera pueden hablar los ministros o el presidente de la asamblea nacional; este es un régimen que constriñe de forma brutal las libertades más esenciales.

En todos los lugares los medios de comunicación y las grandes cadenas están en manos de la derecha. Aquí en Nicaragua eso no existe. La familia de Ortega, usando los fondos que donó el gobierno de Venezuela, compró por lo menos cuatro canales de televisión. Y los otros pertenecen a un gran empresario mexicano cuyos acuerdos con todos los gobiernos hace que toda su programación sea basura, que no contribuye en nada a la formación, ni al desarrollo de valores. Eso sí, no tiene ni un solo noticiero, porque los noticieros están prácticamente prohibidos en Nicaragua. Entonces son cosas y detalles que te permiten entender que este régimen no es un régimen para nada ni progresista ni de izquierda y es un régimen que está, realmente, no solo reproduciendo y ampliando el régimen capitalista, sino también constriñendo de manera brutal las libertades esenciales por las que tenemos que luchar.

Ahora ya es más claro para una buena parte del mundo que estamos oprimidos por un régimen dictatorial, absolutista y despótico… y ahora criminal. Las organizaciones de derechos humanos de Nicaragua, y ahora la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIIDH) han establecido que un mes después de iniciadas las protestas se contabilizaban más de 76 muertos en las protestas. La mayoría jóvenes estudiantes que fueron asesinados por disparos certeros a la cabeza, ojos, corazón, garganta. Es decir, Daniel Ortega y Rosario Murillo mandaron a reprimir las protestas que se desarrollaron a partir del 18 de abril, no solo con bombas lacrimógenas y balas de goma, sino con balas de plomo. Más de 800 heridos y 600 capturados, los cuales fueron víctimas de torturas y tratos infamantes. Se ha establecido que había órdenes de la ministra de Salud para que los heridos no fuesen atendidos en hospitales públicos. Así pereció un adolescente herido en la garganta que no fue atendido en dos centros hospitalarios por esa criminal orden.

De ahí que la apertura de un Diálogo Nacional, mediado por la Conferencia Episcopal de Nicaragua, sea visto con escepticismo por las mayorías que participan en la protesta, pues realmente lo que la gente está pidiendo es que la pareja presidencial salga del gobierno, y que el diálogo sea realmente una negociación para encontrar cauces democráticos para este cambio, con el afán de evitar más derramamiento de sangre.


Las venas abiertas de Nicaragua



Pertenezco a la generación de los que en los años 1980 vibraron con la Revolución sandinista y la apoyaron activamente. El impulso progresista reanimado por la Revolución cubana de 1959 se había estancado en gran medida por la intervención imperialista de Estados Unidos. La imposición de la dictadura militar en Brasil en 1964 y en Argentina en 1976, la muerte del Che Guevara en 1967 en Bolivia y el golpe de Augusto Pinochet en Chile contra Salvador Allende en 1973 fueron los signos más sobresalientes de que el subcontinente americano estaba condenado a ser el patio trasero de Estados Unidos, sometido a la dominación de las grandes empresas multinacionales y de las élites nacionales conniventes con ellas. Estaba, en síntesis, impedido de pensarse como conjunto de sociedades inclusivas centradas en los intereses de las grandes mayorías empobrecidas.

La Revolución sandinista significaba el surgimiento de una contracorriente auspiciosa. Su significado resultaba no solo de las transformaciones concretas que protagonizaba (participación popular sin precedentes, reforma agraria, campaña de alfabetización que mereció el premio de la UNESCO, revolución cultural, creación de servicio público de salud, etc.), sino también del hecho de que todo esto se realizó en condiciones difíciles debido al cerco extremadamente agresivo de los Estados Unidos de Ronald Reagan, que supuso el embargo económico y la infame financiación de los “contras” nicaragüenses (la guerrilla contrarrevolucionaria) y el fomento de la guerra civil. Igualmente significativo fue el hecho de que el gobierno sandinista mantuviera el régimen democrático, lo que en 1990 dictó el fin de la revolución con la victoria del bloque opositor, del que, además, formaba parte el Partido Comunista de Nicaragua.

En los años siguientes, el Frente Sandinista, siempre liderado por Daniel Ortega, perdió tres elecciones, hasta que en 2006 reconquistó el poder, manteniéndolo hasta hoy. Sin embargo, Nicaragua, como por lo demás toda Centroamérica, estuvo fuera del radar de la opinión pública internacional y de la propia izquierda latinoamericana. Hasta que el pasado abril las protestas sociales y la violenta represión llamaron la atención del mundo.

Pueden contarse ya muchas decenas de muertes causadas por las fuerzas policiales y por milicias adeptas al partido del Gobierno. Las protestas, protagonizadas inicialmente por estudiantes universitarios, apuntaban a la displicencia del Gobierno ante la catástrofe ecológica en la Reserva Biológica Indio-Maíz causada por el incendio y por la deforestación e invasión ilegales. Se sucedieron después las protestas contra la reforma del sistema de seguridad social, que imponía recortes drásticos en las pensiones y gravámenes adicionales impuestos a los trabajadores y los patrones. A los estudiantes se unieron los sindicatos y demás organizaciones de la sociedad civil.

Ante las protestas, el Gobierno retiró la propuesta, pero el país estaba ya incendiado por la indignación contra la violencia y la represión y por la repulsa causada por muchas otras facetas sombrías del gobierno sandinista, que entretanto empezaron a ser más conocidas y abiertamente criticadas.

La Iglesia católica, que desde 2003 se “reconcilió” con el sandinismo, volvió a tomar sus distancias y aceptó mediar en el conflicto social y político bajo condiciones. El mismo distanciamiento ocurrió con la burguesía empresarial nicaragüense, a quien Ortega ofreció sustanciosos negocios y condiciones privilegiadas de actuación a cambio de lealtad política.

El futuro es incierto y no puede excluirse la posibilidad de que este país, tan masacrado por la violencia, vuelva a sufrir un baño de sangre.

La oposición al orteguismo cubre todo el espectro político y, tal como ha ocurrido en otros países (Venezuela y Brasil), solo muestra unidad para derribar el régimen, pero no para crear una alternativa democrática. Todo lleva a creer que no habrá solución pacífica sin la renuncia de la pareja presidencial Ortega-Murillo y la convocatoria de elecciones anticipadas libres y transparentes.

Los demócratas en general, y las fuerzas políticas de izquierda en particular, tienen razones para estar perplejos. Pero tienen sobre todo el deber de reexaminar las opciones recientes de gobiernos considerados de izquierda en muchos países del continente y de cuestionar su silencio ante tanto atropello de ideales políticos durante tanto tiempo. Por esta razón, este texto no deja de ser, en parte, una autocrítica.

¿Qué lecciones se pueden extraer de lo que pasa en Nicaragua? Ponderar las duras lecciones que a continuación enumero será la mejor forma de solidarizarse con el pueblo nicaragüense y de manifestarle respeto por su dignidad.

Primera lección: espontaneidad y organización. Durante mucho tiempo las protestas sociales y la represión violenta ocurrieron en las zonas rurales sin que la opinión pública nacional e internacional se manifestara. Cuando las protestas irrumpieron en Managua, la sorpresa fue general. El movimiento era espontáneo y recurría a las redes sociales que el Gobierno había promovido con el acceso gratuito a internet en los parques del país. Los jóvenes universitarios, nietos de la Revolución sandinista, que hasta hace poco parecían alienados y políticamente apáticos, se movilizaron para reclamar justicia y democracia. La alianza entre el campo y la ciudad, hasta entonces impensable, surgió casi naturalmente y la revolución cívica salió a la calle asentada en marchas pacíficas y barricadas que llegaron a alcanzar el 70% de las carreteras del país.

¿Cómo es que las tensiones sociales se acumulan sin que se noten y su explosión repentina toma a todos por sorpresa? Ciertamente, no por las mismas razones por las que los volcanes no avisan. ¿Puede esperarse que las fuerzas conservadoras nacionales e internacionales no se aprovechen de los errores cometidos por los gobiernos de izquierda? ¿Cuál será el punto de explosión de las tensiones sociales en otros países del continente causadas por gobiernos de derecha, por ejemplo, en Brasil y Argentina?

Segunda lección: los límites del pragmatismo político y de las alianzas con la derecha. El Frente Sandinista perdió tres elecciones después de haber sido derrotado en 1990. Una facción del Frente, liderada por Ortega, entendió que la única manera de retornar al poder era haciendo alianzas con sus adversarios, incluso con aquellos que más visceralmente habían hostilizado al sandinismo, como la Iglesia católica y los grandes empresarios. Respecto a la Iglesia católica, la aproximación comenzó a principios de la década de 2000. El cardenal Obando y Bravo fue durante buena parte del período revolucionario un opositor agresivo al Gobierno sandinista y activo aliado de los contras, apodando a Ortega como “víbora moribunda” durante toda la década del noventa. Pese a ello, Ortega no tuvo pudor en aproximarse al cardenal al punto de pedirle en 2005 que oficiase el matrimonio con su compañera de muchos años, Rosario Murillo, actual vicepresidenta del país.
Entre muchas otras concesiones a la Iglesia, una de las primeras leyes del nuevo Gobierno sandinista, todavía en 2006, fue aprobar la ley de prohibición total del aborto, incluso en casos de violación o de peligro para la vida de la mujer. Esto, en un país con alta incidencia de violencia contra mujeres y niños.

Por otra parte, la aproximación a las elites económicas se produjo por la sumisión del programa sandinista al neoliberalismo, con la desregulación de la economía, la suscripción de tratados de libre comercio y la creación de sociedades público-privadas que garantizaban jugosos negocios al sector privado capitalista a costa del erario público. Se produjo también un acuerdo con el expresidente Arnoldo Alemán, considerado uno de los jefes de Estado más corruptos del mundo.

Estas alianzas garantizaron cierta paz social. Y debe destacarse también que en 2006 el país estaba al borde de la quiebra y las políticas adoptadas por Ortega permitieron el crecimiento económico. Se trató, sin embargo, del crecimiento típico de la receta neoliberal: gran concentración de riqueza, total dependencia de los precios internacionales de los productos de exportación (en particular café y carne), autoritarismo creciente ante el conflicto social causado por la extensión de la frontera agrícola y por los megaproyectos (por ejemplo, el gran canal interoceánico, con financiamiento chino), aumento desordenado de la corrupción, empezando por la elite política en el Gobierno.

La crisis social solo fue atenuada debido a la generosa ayuda de Venezuela (donaciones e inversiones) que llegó a ser una parte importante del presupuesto del Estado y permitió algunas políticas sociales compensatorias. La situación tendría que estallar cuando los precios internacionales bajasen, hubiese cambio de política económica en el principal destino de las exportaciones (Estados Unidos) o se evaporase el apoyo de Venezuela. Todo eso ocurrió en los últimos dos años. Mientras tanto, terminada la orgía de favores, las élites económicas tomaron sus distancias y Ortega quedó cada vez más aislado.

¿Puede un Gobierno continuar denominándose de izquierda (y hasta revolucionario) a pesar de seguir todo el ideario del capitalismo neoliberal con las condiciones que este impone y las consecuencias que genera? ¿Hasta qué punto las alianzas tácticas con el “enemigo” se transforman en la segunda naturaleza de quien las protagoniza? ¿Por qué las alianzas con las diferentes fuerzas de izquierda parecen siempre más difíciles que las alianzas entre la izquierda hegemónica y las fuerzas de derecha?

Tercera lección: autoritarismo político, corrupción y "desdemocratización". Las políticas adoptadas por Daniel Ortega y su facción crearon divisiones importantes en el seno del Frente Sandinista, y oposición en otras fuerzas políticas y en las organizaciones de la sociedad civil que habían encontrado en el sandinismo de los años 1980 su matriz ideológica y social y su voluntad de resistencia. Las organizaciones de mujeres tuvieron un protagonismo especial.

Es sabido que el neoliberalismo, al agravar las desigualdades sociales y generar privilegios injustos, solo se puede mantener por la vía autoritaria y represiva. Fue eso lo que hizo Ortega. Por todos los medios, incluyendo cooptación, supresión de la oposición interna y externa, monopolización de los medios masivos, reformas constitucionales que garantizan la reelección indefinida, instrumentalización del sistema judicial y creación de fuerzas represivas paramilitares. Las elecciones de 2016 fueron el claro retrato de todo esto, y la victoria del eslogan “una Nicaragua cristiana, socialista y solidaria” encubría mal las profundas fracturas en la sociedad.

De un modo casi patético, pero quizás previsible, el autoritarismo político fue acompañado por la creciente patrimonialización del Estado. La familia Ortega acumuló riqueza y mostró su deseo de perpetuarse en el poder.

¿La tentación autoritaria y la corrupción son una desviación o son constitutivas de los gobiernos de matriz económica neoliberal? ¿Qué intereses imperiales explican la ambigüedad de la OEA frente al orteguismo, en contraste con su radical oposición al chavismo? ¿Por qué buena parte de la izquierda latinoamericana y mundial mantuvo (y continúa haciéndolo) el mismo silencio cómplice? ¿Por cuánto tiempo la memoria de las conquistas revolucionarias opaca la capacidad de denunciar las perversiones que les siguen al punto de que la denuncia llega casi siempre demasiado tarde?



Desafiando al pueblo mapuche

Manuel Cabieses D.
www.rebelion.org / 290618

“Los mapuches no se integraron al Estado chileno voluntariamente, fueron incorporados por la fuerza”. (Francisco Huenchumilla Jaramillo, “Cómo los mapuches fueron despojados por el Estado y los huincas”, 15 de mayo de, 2002).  

Las políticas del Estado chileno hacia el pueblo mapuche han sido históricamente hipócritas y tramposas. Aún mayor lo fueron durante la dictadura militar-empresarial. Pero continúan siéndolo hasta hoy. Bajo toneladas de retórica paternalista y demagógica, esas políticas ocultan el puño de hierro de la opresión que ha condenado a los mapuches a la miseria y a la discriminación racial. 

El gobierno del presidente Piñera continúa –y profundiza- la política de “la zanahoria y el garrote” que aplicaron la presidenta Bachelet, y los antecesores de ambos en los siglos XIX y XX, salvo el breve período presidencial de Salvador Allende. 

Para el 20 de agosto se anuncia un programa destinado a impulsar el desarrollo de La Araucanía, la región más pobre del país. En esencia son recomendaciones que surgieron de una comisión -encabezada por la Iglesia Católica- que funcionó durante el anterior gobierno. Tal como en el pasado, ese programa estará empedrado de buenas intenciones que, sin embargo, conducen al infierno de la represión. No es el desarrollo de La Araucanía -a la que se prometen 24 mil millones de dólares de inversiones públicas y privadas hasta el 2026 - lo que preocupa a los escuderos del capitalismo. El corazón de la estrategia invariable del Estado chileno es la acción policial y militar para contener las demandas de tierra y autonomía del pueblo mapuche. De las buenas palabras se pasa sin tropiezos al lenguaje de las balas. Desde 1990, bajo gobiernos “democráticos”, catorce activistas mapuches han sido asesinados por carabineros. 

Existe una continuidad estratégica entre la guerra que el Estado libró contra el pueblo mapuche, entre 1860 y 1883, y la conducta contemporánea de las autoridades políticas, judiciales y armadas del país. 

En el siglo XIX la resistencia mapuche era acusada de “rebeldía” y hoy se les acusa de “terrorismo”. Los apelativos cambian, pero el estigma es el mismo. Este fue el eje rector del discurso del presidente Piñera ante los empresarios de La Araucanía el 28 de junio. 

Bajo el pretexto de combatir el “terrorismo”, el gobierno de Bachelet incrementó la militarización de La Araucanía. Incluso llegó al extremo -vergonzoso para un gobierno que se decía “socialista”- de implementar la Operación Huracán, un montaje de la inteligencia de carabineros para acusar de “terroristas” a ocho dirigentes de la Coordinadora Arauco-Malleco. 

En esa línea de calificar como “terroristas” a los liderazgos de la resistencia mapuche, se inscribe la iniciativa del actual gobierno de conformar un “Comando Jungla” que se está entrenando en… ¡Colombia!, uno de los estados más criminales de América Latina, responsable de miles de asesinatos de dirigentes sociales. 

El Comando Jungla son ochenta carabineros del Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPE) destinados a combatir al “terrorismo” en La Araucanía, Biobío y Los Lagos. Cuarenta de esos efectivos reciben entrenamiento de la Policía Nacional de Colombia, que exhibe un largo prontuario de torturas y ejecuciones extra judiciales en las zonas campesinas. 

La Dirección de Carabineros y Seguridad Rural de Colombia, junto con el ejército, son autores de los “falsos positivos”: la ejecución de campesinos inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros caídos en el combate al “terrorismo” de las FARC y el ELN. 

La Policía Nacional y el ejército de Colombia tienen antiguos nexos con el narcotráfico. Constituyen el nudo de complicidades que han convertido a Colombia en uno de los estados más corruptos y violentos del mundo. En Colombia se registran 209 mil hectáreas de tierra sembradas con la hoja de coca que el año pasado produjeron 921 toneladas métricas de cocaína. Es imposible que estos enormes cultivos y tráfico masivo de cocaína hacia EE.UU., su principal consumidor, existan sin la complicidad del Estado colombiano, en particular la Policía Nacional, el ejército y los magistrados de las instituciones civiles. 

Es evidente que la estrategia del Estado chileno para encarar las demandas del pueblo mapuche encubre con un guante de seda la mano de hierro de la represión. 

A mediano o largo plazo esa estrategia provocará un conflicto armado –para el cual se preparan las FF.AA. y Carabineros-. El Estado ha elegido la defensa de las forestales y otras empresas que se adueñaron del territorio mapuche. Hacia 1880 alcanzaba a diez millones de hectáreas, pero quedó reducido -a sangre y fuego- a quinientas mil. 

Las fuerzas democráticas tenemos el deber de impulsar con urgencia un cambio radical en la doctrina y estrategia del Estado hacia el pueblo mapuche. Chile debe reconocer -en una nueva Constitución- los derechos políticos, sociales y culturales mapuches. Solo así se podrá evitar un enfrentamiento similar a los ocurridos en Europa, África y el Medio Oriente, donde el racismo, la religión, la discriminación y las miserables condiciones de vida de una minoría étnica, violentada y humillada, hicieron estallar salvajes guerras civiles, despedazando países completos. 

Casi el 10 por ciento de la población de Chile es mapuche, un millón setecientas mil personas. Se trata del más importante de los once pueblos originarios. No solo por su número tiene derecho a una vida regulada de manera autónoma por su cultura y costumbres ancestrales. También su vigorosa y heroica lucha de siglos ha conquistado ese derecho. Enfrentó al ejército español y más tarde al chileno, derrotándolos en numerosas batallas. De sus entrañas surgieron toquis como Lautaro, Michimalongo, Pelantaro, Lientur, etc., cuya genialidad estratégica y táctica provocan admiración en las academias militares. 

Hay que asimilar las enseñanzas de la historia al plantear políticas democráticas para encauzar una nueva relación Estado-pueblo mapuche basada en la moderna concepción de los derechos humanos y sociales. Chile no puede actuar como un ejército de ocupación en La Araucanía. Hay que eliminar la hipótesis de guerra que contemplan el Estado y sus órganos coercitivos. La estrategia de una nueva relación debe descartar la alternativa de eliminación física del pueblo mapuche. Tiene que establecer una convivencia respetuosa y una colaboración armoniosa entre pueblos diferentes en su origen, pero destinados a afrontar unidos, junto a otros pueblos de nuestra América, un futuro de hermanos.