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Claves de un Estado criminal: Dios, patria y capital

 Por: Ángeles Diez Rodríguez

rebelion.org / 09-08-2020

9 de agosto día internacional de los crímenes estadounidenses contra la humanidad.

“Los fundadores de la Nueva Inglaterra eran a la vez ardientes sectarios y renovadores exaltados. Unidos por los lazos más estrechos de ciertas creencias religiosas, se sintieron libres de todo prejuicio político” (A. Tocqueville)

Empecemos por Obama. Porque ni Donald Trump es un desquiciado ignorante ni Obama fue un inteligente progresista. En contra de la imagen hábilmente construida por su maquinaria de relaciones públicas, Obama (con su fiel escudera Hillary Clinton), sembró el planeta de guerra y reemplazó la captura de presuntos terroristas de la Administración Bush por el asesinato –así lo describe el periodista de investigación Jeremy Scahill.

No fue Trump quien autorizó el bombardeo de Yemen (2009), ni quien invadió el espacio aéreo de Paquistán para ajusticiar a Bin Laden (2011), ni fue él quien asesinó a ciudadanos estadounidenses en Yemen (2011). Tampoco fue Trump quien declaró a Venezuela una “amenaza inusual y extraordinaria” en dos ocasiones (2015 y 2017), ni quien incrementó las operaciones encubiertas en todo el mundo. Tampoco fue él sino Obama quien nombró director de la CIA a John Brennan -defensor de las “técnicas mejoradas de interrogatorios” (tortura) y artífice de los ataques con drones- (2013).

Cuando analizamos la política internacional imperialista de EE.UU. y reducimos nuestro análisis a factores de orden geopolítico, estratégico o económico no conseguimos explicarnos actuaciones aparentemente irracionales que van incluso en contra de sus intereses nacionales a medio o largo plazo. Acabamos asignando a sus presidentes un marchamo de maldad y crueldad irracional que nos sitúa mal a la hora de desarrollar estrategias de resistencia y confrontación con el imperialismo. Más allá de las diferencias evidentes entre Obama y Trump, o entre Clinton y Bush, o entre Carter y Reagan, existe un hilo conductor que une las distintas administraciones, ya sean demócratas o republicanas, una lógica común que se sitúa en un espacio ideológico o, más bien, teológico-político.

De modo que, no hablemos de un presidente, ni de una determinada administración. Hablemos de un Estado, hablemos de la génesis de un Estado que desde el mismo momento en que se constituyó como tal emprendió una cruzada expansionista hacia el Oeste con la biblia en una mano y el fusil en la otra.

Saqueadores de tierra y exterminadores de indígenas. Porque la expansión del nuevo Estado no fue simplemente una guerra por la supervivencia contra Inglaterra, decía Howard Zinn, sino una guerra para el desarrollo de la economía capitalista en donde la tierra era fundamental para los especuladores ricos (incluido George Washington). Una república fuerte y grande, argumentaban los padres fundadores, necesaria para proteger mejor los intereses de la comunidad frente a las “fracciones” internas y los enemigos externos. Una patria, en fin, con un sistema y una organización política diseñada contra las mayorías, por y para las élites económicas. Los principios de liberalismo –libertades civiles, imperio de la ley y libre mercado- al servicio de La riqueza de las naciones (Adam Smith, 1776) formaron parte del ADN del nuevo Estado y se mantienen hasta hoy en que la hegemonía estadounidense declina irremediablemente.

Estados Unidos vino al mundo como un Estado capitalista, sin el lastre feudal de la vieja Europa, dispuesto a materializar un proyecto bíblico no sujeto a más principio moral que la acumulación de riqueza. Así, la guerra de Estados Unidos contra el mundo es una guerra sin fronteras y sin límites, como tampoco puede tenerlos el capital.

No es que los Estados europeos del XIX, en plena expansión territorial repartiéndose África y Oriente, fueran menos crueles, piénsese en el Congo –que antes de ser belga fue del sanguinario Leopoldo II-, o en la India británica. Pero ocurre que cuando EE.UU. toma el relevo de la hegemonía mundial después de la Segunda Guerra Mundial la profecía del Destino manifiesto, sobre la que se construyó el nuevo Estado, ya iba de la mano de un desarrollo técnico sin precedentes. Por eso, la advertencia de Eisenhower sobre el peligro que supondría la influencia del complejo industrial militar caería en saco roto, y por eso, las distintas formas de guerra con las que siembran el mundo son una consecuencia lógica de un sistema y una ideología imparables desde el ámbito de la razón o desde los principios morales.

Estados Unidos emprendió el dominio del mundo inspirado en una religión civil de base puritana y calvinista que fue el fundamento de su visión de pueblo elegido cuya misión sería guiar al resto de las naciones. Con esta base ideológica se han convertido en el Estado criminal más mortífero de la historia. ¿Por qué el más cruel de los Estados? Porque hablamos de un Estado moderno, guiado por una racionalidad técnica capitalista y una religiosidad fundamentalista de corte racista, ambos factores se han retroalimentado a lo largo de los años y han marcado el rumbo tanto de su política exterior como de su política doméstica.

Si hiciéramos una genealogía del poder estadounidense siguiendo las enseñanzas de Foucault hallaríamos un Estado cuya expansión y dominio imperialista forma parte de su naturaleza y su identidad. Encontraríamos unos principios y un desarrollo técnico capaces de aniquilar el planeta, circunstancia ésta que no se había dado anteriormente en la historia. El lanzamiento de las dos bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto de 1945) cuando ya se había ganado la guerra son el ejemplo paradigmático. De ahí que conmemorar el 9 de agosto como Día internacional de los crímenes estadounidenses contra la humanidad, tiene todo el sentido.

El patriotismo, el racismo, el fundamentalismo religioso y el culto al dinero, son las claves que necesitamos explorar para desarrollar estrategias eficaces de lucha antiimperialista porque, desde mi punto de vista, son las claves que explican la estructura del Estado norteamericano y permiten anticipar sus movimientos más allá de las coyunturas. Ya José Martí en su artículo sobre La verdad de Estados Unidos en 1894 anunciaba la necesidad de publicar, no el crimen o la falta accidental que pueden ocurrir en todos los pueblos sino “aquellas calidades de constitución que, por su constancia y autoridad, demuestran las dos verdades útiles a nuestra América: –el carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos– y la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos”.

Dentro de estas cualidades de constitución de las que hablaba el prócer cubano encontramos, desde mediados del siglo XIX, la doctrina del Destino Manifiesto. Ésta será la bandera que enarbolará EEUU para justificar su derecho a la expansión territorial como parte de un designio providencial. A su vez, la imposición de una forma particular de ver la “democracia” (coincidente con sus intereses económicos) se convertiría en su práctica habitual para establecer relaciones con otros Estados.

Marcos Reguera, en su tesis de doctorado sobre el Imperio de la democracia en América, nos dirá que el término Destino manifiesto se convirtió en una pieza clave de la identidad estadounidense durante el siglo XIX y nos ayuda a entender “cómo el sistema democrático americano fue adoptando un carácter imperialista que será central tanto para su proceso de construcción nacional como en su propia autopercepción”. La concepción de la patria a modo de destino divino vinculada al desarrollo material capitalista es un tándem identitario que será difícil limitar desde principios morales universales, ni desde el Derecho internacional, ni siquiera desde una racionalidad económica liberal.

Porque la patria para el monstruo norteño, en cuyas entrañas vivió Martí, no es equivalente al nacionalismo en el sentido europeo ni latinoamericano. Más bien se inscribe dentro de un imaginario mítico que conjuga el aislacionismo (no existe nada distinto a Estados unidos que merezca la pena) y la providencia (pueblo elegido y guiado por Dios). Así vemos que, para la mayor parte del pueblo norteamericano, Dios gobierna a través de sus presidentes y todos ellos juran sobre la biblia; la suya particular, la de los que les precedieron o aquella que incorpora un particular capital simbólico. El expresidente Obama es miembro de la Iglesia Unida de Cristo y realizó su juramento de toma de posesión utilizando dos biblias, la tradicional de Abraham Lincoln y la de Martin Luther King. También Trump utilizó dos biblias, la de Lincoln y la que le regaló su madre; lo simbólico universal y lo particular individual se amalgaman uniendo la suma de individualidades en un universo simbólico común: La nación predestinada.

Casi todos los discursos de los presidentes americanos terminan con una frase que es el final de un ritual que se repite: «Dios bendiga América», y en todos los dólares nos encontramos con otra frase: «In God We Trust» (Confiamos en Dios). Jim Dotson nos dice que la frase “En Dios confiamos” refleja lo que significa ser estadounidense. Dios es el equivalente simbólico del dinero y se inscribe en la tradición blanca protestante fundadora de las 13 colonias de las que surgiría el nuevo país. Cuando vemos en las películas estadounidenses esas escenas en la que en cada hotel de carretera hay una biblia en la mesilla de noche, o en las que asesinos en serie siguen patrones del texto sagrado, sin duda estamos viendo algo que va más allá de un recurso dramático.

Según datos recientes, 73% de los estadounidenses se declaran cristianos y solo el 20% no se identifica con ninguna religión (2019). Tampoco resulta casual el fenómeno, tan norteamericano, de los telepredicadores; ni que las iglesias evangélicas se hayan convertido es uno de los instrumentos de injerencia, incluidos golpes de Estado y financiación del terrorismo (muy al estilo yihadista) en toda América latina. El reciente golpe de Estado en Bolivia muestra la clara influencia de estas iglesias y del despliegue de telepredicadores por toda la región con vínculos estrechos con sus matrices estadounidenses.

La guerra-mundo de EE.UU. se plantea a menudo como una cruzada evangélica: “llevar la democracia”, “defender el mundo libre”, “acabar con el mal”… Tradicionalmente las corporaciones mediáticas han servido a este propósito religioso elaborando imágenes que se han adaptado a los discursos proféticos, por ejemplo, presentando las invasiones, los asesinatos, las extorsiones, los saqueos, etc. como cruzadas salvadoras contra enemigos terroríficos y demoníacos, generalmente personificados en los gobernantes de los países a los que atacar (Milosevich, Sadam, Gadafi, Chávez, Maduro,….).

Sorprendentemente, el melting pot de culturas que han arribado a EE.UU. durante siglos no han conseguido dotar a ese Estado de una impronta identitaria distinta de esa idea de Patria omnipresente y todopoderosa con un destino providencial. Por el contrario, para muchos de los grupos de emigrantes la imagen de tierra prometida, de continente vacío, o de tierra desierta a la espera de ser cultivada, que los padres “fundadores” llevaron al continente ha sido su carta de integración. Tal vez eso cambie en poco tiempo como resultado de la crisis mundial de la Covid-19, o tal vez el conservadurismo político consiga asignar a la providencia divina, como muchas otras veces, el castigo por no ser fieles seguidores de su destino.

La expansión territorial de EE.UU. no sólo se fundamentará en “la excepcionalidad de sus instituciones políticas” –nos dice Marcos-, sino en el particularismo racial de la población. El concepto político de Destino manifiesto, con su impronta maltusiana que justificaba la expansión racial anglosajona, dejará de usarse tras la Segunda Guerra Mundial y dará paso a otros conceptos como la excepcionalidad americana (American Exceptionalism), El mundo libre (Free World) o El siglo americano (American Century) que conformarán una filosofía racista que, “desde el darwinismo social, propugnaba el predominio de Estados Unidos sobre otras naciones como parte de la ley de la supervivencia de la nación más apta”.

Dentro de la tradición puritana y calvinista, el sociólogo Max Weber, encontró una conexión estrecha entre esa ética protestante y el enriquecimiento personal. La riqueza se convertía en un pasaporte al reino de los cielos. La forma de enriquecerse en el capitalismo pasa inevitablemente por el imperialismo y por tanto por la guerra. El general del cuerpo de marines, Smedley Butler (1881-1940), siendo uno de los militares más condecorados de la historia de EEUU, tras retirarse en 1934 escribió “La guerra es una estafa” en donde describe cómo su país hacía la guerra con el único objetivo real de incrementar sus ganancias. Llegó a decir: “Fui premiado con honores, medallas y ascensos. Pero cuando miro hacia atrás, considero que podría haber dado algunas sugerencias a Al Capone. Él, como gánster, operó en tres distritos de una ciudad. Yo, como marine, actué en tres continentes. El problema es que cuando el dólar estadounidense gana apenas el seis por ciento, aquí se ponen impacientes y van al extranjero para ganarse el ciento por ciento. La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera”.

Un elemento no menos importante que permea el Estado junto con el conservadurismo político de corte religioso es el anti intelectualismo. Se trata de una corriente ideológica que, desde mi punto de vista, ha permitido la continuidad y reproducción de esa teología política dotándola de un soporte popular que ha legitimado las actuaciones criminales del Estado norteamericano y lo continúa haciendo. Presidentes como Trump, Bush o Reagan, que desprecian a los “expertos” y se vanaglorian de su ignorancia entran dentro de una tradición antielitista y autoritaria fuertemente arraigada en el pueblo norteamericano. En un artículo para la revista Newsweek, Isaac Asimov describía lo que él llamaba el culto a la ignorancia en Estados Unidos, de la siguiente forma: “En Estados Unidos hay un culto a la ignorancia, y siempre lo ha habido. El anti intelectualismo ha sido esa constante que ha ido permeando nuestra vida política y cultural, amparado por la falsa premisa de que democracia quiere decir que «mi ignorancia vale tanto como tu saber».

La combinación del desprecio de cultura, el culto al dinero y la exaltación de las emociones encontrará su máxima expresión en el desarrollo del consumo a partir de los años 50. A diferencia de lo que ocurre en otros países y también muy alejado del ascetismo fundacional, EEUU se convertirá tras la II Guerra Mundial, con el desarrollo de la producción en masa en el lugar de la desmesura, del exceso, en el comer y, por qué no, en el matar.

Estas claves ideológicas ayudan a explicar, que no a justificar en absoluto, la expansión imperialista estadounidense, incluida esas cualidades constitutivas de las que hablara Martí, pero no son suficientes para entender magnitud de las atrocidades cometidas a lo largo de los últimos decenios. Los crímenes contra la humanidad se sitúan en una escala superior que sólo se puede sostener en el tiempo gracias a la impunidad.

En los últimos años, a medida que el poder hegemónico de Estados Unidos retrocedía, las distintas administraciones han blindado a sus presidentes, sus secretarios de Estado, sus soldados… Ciertamente el poder y la impunidad suelen ir de la mano (muchos en nuestro país conocen de esa alianza en relación a los crímenes del franquismo). Se da la impunidad cuando se controlan las instituciones, cuando se maneja el Derecho internacional a discreción y cuando el silencio convierte en cómplices a sociedades enteras. En el caso de Estados Unidos, no es sólo una forma de actuación internacional. Una mentalidad guiada por la providencia y ebria de desmesura, sólo parece tener freno ante un poder equivalente, en general, otros Estados con bombas atómicas o con una determinación tal que desequilibre la cuenta de resultados.

Durante años, mantener la hegemonía norteamericana ha significado controlar las organizaciones internacionales, bien mediante el chantaje de su financiación, bien colocando en su dirección a personajes afines. Pero en los últimos años, a medida que han ido extendiendo la guerra por todo el planeta, esto ha sido insuficiente. Por tanto, el siguiente paso ha sido tergiversar las resoluciones, desconocer a las propias instituciones, rechazar la firma de tratados etc. En esa dirección es que el secretario de Estado norteamericano, Michael Pompeo, en marzo del año pasado prohibió los visados al personal de la Corte Penal Internacional (CPI) que participara en investigaciones de ciudadanos estadounidenses en cualesquiera de los territorios en los que se extiende la jurisdicción de la CPI. “Pero nada de esto es novedoso, recordemos que Estados Unidos ha sido el único país condenado por la Corte Internacional de Justicia de la Haya por cometer terrorismo internacional —técnicamente, por el uso ilegal de la fuerza— contra Nicaragua, y que, cuando se le ordenó pagar reparaciones no sólo rechazó el fallo de la Corte, sino que rechazó su jurisdicción.

Pero la impunidad de un Estado criminal también se da al interior de EEUU ya que, como decíamos al principio, no es una cuestión de una u otra administración. En este país los policías no gozan de legitimidad sino del poder de saberse impunes. Policías blancos que asesinan a afroamericanos, empresas que contaminan el agua, el aire…. El movimiento “Blacks Lives Matter” (las vidas negras importan) surgió a consecuencia de la absolución del policía que asesinó al adolescente afroamericano Trayvon Martin (2013).

Así pues, conmemorar el 9 de agosto como el día internacional de los crímenes estadounidenses contra la humanidad, no sólo implica evidenciar la naturaleza de un Estado criminal –sus cualidades de constitución- sino apostar por romper la impunidad que tiende a perpetuar su dominio. Porque en el fondo, no es posible convencer a un fundamentalista religioso de que está equivocado. Solo tiene sentido hacer justicia: impedir que el crimen quede sin castigo.

Ángeles Diez: Dra. en CC Políticas y Sociología, miembro de la Red de intelectuales artistas y movimientos sociales en defensa de la Humanidad y del Frente Antiimperialista Internacionalista.

Una tragedia que persistirá...

 Por: Robert Fisk

Rebelion.org / 06-08-2020


Hay momentos en la historia de una nación que quedan congelados para siempre. Tal vez no sean las peores catástrofes que han abrumado a su gente, ni las más políticas. Sin embargo, capturan la interminable tragedia de una sociedad.

Viene a la mente Pompeya, cuando la confianza y corrupción imperial de Roma fueron abatidas por un acto de Dios, tan calamitoso que a partir de allí podemos contemplar la ruina de los ciudadanos, incluso sus cuerpos. Se necesita una imagen, algo que pueda enfocar nuestra atención por un breve segundo en la locura que yace detrás de una calamidad humana. Líbano acaba de proporcionarnos un momento así.

No son los números lo que importa en este contexto. El sufrimiento de Beirut esta semana no se acerca siquiera a un baño de sangre casual de la guerra civil en el país, ni al salvajismo casi cotidiano de la muerte en Siria, para el caso. Aun si se cuentan sus víctimas totales –de 10 a 60 y a 78 horas después de la tragedia–, apenas si alcanzarían registro en la escala de Richter de la guerra. No fue, al parecer, consecuencia de la guerra, en el sentido directo que ha sugerido uno de los líderes más dementes del mundo.

Lo que se recordará es la iconografía, y lo que todos sabemos que representa. En una tierra que apenas puede lidiar con una pandemia, que existe bajo la sombra del conflicto, que se enfrenta a la hambruna y espera la extinción. Las nubes gemelas sobre Beirut, una de las cuales dio obsceno nacimiento a la otra, monstruosa, jamás serán borradas. Las imágenes del fuego, el estallido y el apocalipsis que los equipos de video recogieron en Beirut se unen a las pinturas medievales que intentan capturar, a través de la imaginación, más que de la tecnología, los terrores de la peste, la guerra, el hambre y la muerte.

Todos sabemos el contexto, claro, el tan importante “trasfondo” sin el cual ningún sufrimiento está completo: un país en bancarrota que ha estado durante generaciones en manos de viejas familias venales, aplastado por sus vecinos, en el que los ricos esclavizan a los pobres y su sociedad es mantenida por el mismo sectarismo que la está destruyendo.

¿Podría haber un reflejo más simbólico de sus pecados que los venenosos explosivos almacenados de manera tan promiscua en el centro mismo de una de sus mayores metrópolis, cuyo primer ministro dice después que los “responsables” –no él, no el gobierno, ténganlo por seguro­– “pagarán el precio”? Y ni aun así han aprendido, ¿o sí?

Y, por supuesto, todos sabemos cómo esta “historia” se desenvolverá en las horas y días siguientes. La incipiente revolución libanesa de los ciudadanos jóvenes y cultivados debe sin duda adquirir nueva fuerza para derrocar a los gobernantes de Líbano, llamarlos a cuentas, construir un Estado moderno, no confesional, a partir de las ruinas de la “república” creada por los franceses en la que se les condenó sin piedad a nacer.

Pues bien, la tragedia en cualquier escala es un mal sustituto del cambio político. La promesa inmediata de Emanuel Macron después de los incendios del martes –que Francia “siempre” estará al lado de la nación baldada que con arrogancia imperial creó hace cien años– fue una de las ironías más punzantes de la tragedia, y no sólo porque el ministro francés del exterior apenas pocos días antes se había lavado las manos de la economía libanesa. Allá por la década de 1990, cuando planeábamos crear un Medio Oriente más después de la anexión de Kuwait por Saddam Hussein, militares estadunidenses (tres en mi caso, en el norte de Irak) empezaron a hablarnos de la “fatiga de la compasión”.

Aunque parezca escandaloso, lo que esto quería decir era que Occidente estaba en peligro de huir del sufrimiento humano. Ya era demasiado: todas esas guerras regionales, año tras año, y vendría un momento en que tendríamos que cerrar las puertas de la generosidad. Tal vez el momento llegó cuando los refugiados de la región comenzaron a marchar por cientos de miles a Europa, prefiriendo nuestra sociedad a la versión ofrecida por el Isis.

Pero regresemos a Líbano, donde la compasión en el terreno podría ser muy escasa. Siempre se puede evocar la perspectiva histórica para escondernos de la onda expansiva de las explosiones, de la nube hongo que se eleva y de la ciudad destrozada. Pompeya, dicen, costó solo 2 mil vidas. ¿Y qué hay del terrible lugar de la propia Beirut en la antigüedad? En el año 551, un terremoto sacudió Beritus, hogar de la flota imperial romana en el Mediterráneo, y destruyó la ciudad entera; según las estadísticas de ese tiempo, murieron 30 mil almas.

Todavía se pueden ver las columnas romanas en el lugar donde cayeron, postradas a escasos 800 metros de la explosión del martes. Incluso podríamos tomar nota de la locura de los antepasados de Líbano. Cuando la marejada se retiró, caminaron en el lecho marino para saquear navíos que habían naufragado tiempo antes… solo para ser engullidos por el tsunami que sobrevino.

Pero, ¿puede cualquier nación moderna –y uso conscientemente la palabra “moderno” en el caso de Líbano– restaurarse en medio de una combinación tan fétida de aflicciones? Aunque ha librado hasta ahora los fallecimientos en masa por Covid-19, el país enfrenta una peste con deplorables medios de auxilio.

Sus bancos se han robado los ahorros de la gente, su gobierno demuestra ser indigno de ese nombre, ya no digamos de sus ciudadanos. Gibrán Jalil, el más cáustico de sus poetas, nos llamó a tener piedad de “la nación cuyo estadista es un zorro, cuyo filósofo es un malabarista y cuyo arte es el arte de parchar e imitar”.

¿A quién pueden imitar los libaneses de hoy día? ¿Quién elegirá a los próximos zorros? Los ejércitos tienen la fama de meterse en los zapatos hechos a la medida de los potentados árabes; Líbano ya intentó eso antes en su historia, con dudosos resultados.

Este martes se nos llama a considerar esta monstruosa explosión como una tragedia nacional –digna, por tanto, de “un día de duelo”, sea cual fuere su significado–, aunque no dejé de advertir, entre aquellos a quienes llamé a Líbano después de lo ocurrido, que algunos señalaban que el sitio de la explosión, y del mayor daño, parecía estar en el sector cristiano de Beirut. Este martes murieron hombres y mujeres de todas las creencias, pero será un horror especial para una de las minorías más grandes del país.

En el pasado, después de numerosas guerras, el mundo –estadunidenses, franceses, la OTAN, la Unión Europea, incluso Irán– ha acordado volver a poner a Líbano de pie. A los estadunidenses y franceses los echaron a fuerza de bombazos suicidas. Pero, ¿pueden los extranjeros restaurar una nación que parece irrecuperable?

Hay una opacidad en el lugar, una falta de responsabilidad política que es lo bastante endémica para convertirse en moda. Jamás en la historia de Líbano un atentado político –de presidentes, primeros o ex primeros ministros, parlamentarios o miembros de partidos políticos– ha sido resuelto.

Así pues, he aquí una de las naciones más cultas de la región, con el más talentoso y valiente de los pueblos –y de los más generosos y amables–, bendecida por nieves, montañas, ruinas romanas, excelsa comida, un gran intelecto y una historia milenaria. Y, sin embargo, incapaz de manejar su moneda, suministrar energía eléctrica, curar a sus enfermos o proteger a su pueblo.

¿Cómo es posible que se hayan almacenado durante tantos años 2 mil 700 toneladas de nitrato de amonio en un endeble edificio, después de retirarlas de un navío moldavo de camino a Mozambique en 2014, sin que quienes decidieron dejar este vil material en el centro mismo de su ciudad capital hayan tomado ninguna medida de seguridad?

Y, sin embargo, todos nos quedamos con este infierno colosal y su cancerosa onda blanca de choque, y luego la segunda nube en forma de hongo (no mencionemos ninguna otra). Este es el sustituto de Gibrán Jalil, la inscripción final de todas las guerras. Contiene el vacío del terror que aflige a todos cuantos viven en Medio Oriente. Y, por un instante, del modo más aterrador, el mundo entero lo vio.

"La ONU prevé que la Covid-19 puede incrementar entre 83 y 132 millones el número total de individuos subnutridos"

 Por: Frey Betto

religiondigital.org / 08-08-2020

Un informe de la ONU divulgado el 13 de julio señala que en 2019 más de 10 millones de personas del mundo ingresaron en el infierno del hambre, que hoy alberga a 690 millones, el 8,9% de la población mundial. Y a ese número se le pueden sumar 270 millones más hasta el final del año. En cinco años, el aumento es de casi 60 millones. La desnutrición creció por cuarto año consecutivo en todo el mundo. Casi uno de cada 10 habitantes del planeta sobrevive en situación de inseguridad alimentaria.

La ONU prevé que la Covid-19 puede incrementar entre 83 y 132 millones el número total de individuos subnutridos solo en este año, a consecuencia de los impactos sociales y económicos del nuevo coronavirus. Según Oxfam, 12 mil personas pueden morir de hambre cada día hasta fines de 2020.

Dos mil millones de personas sufren de inseguridad alimentaria, o sea, no tienen un acceso regular a alimentos nutritivos en calidad y cantidad suficientes. Cerca de tres mil millones carecen de medios para mantener una dieta que se pueda considerar equilibrada, con una ingestión suficiente de frutas y legumbres. Como promedio, una dieta saludable cuesta cinco veces más que una dieta que solo satisface las necesidades de energía, con alimentos ricos en almidón. De ahí que esté aumentando la obesidad, tanto en adultos como en niños.

"Los pobres no pueden esperar"

El informe de este año destaca el tema de la calidad de la comida que se ingiere. Actualmente, una dieta saludable, variada y con los nutrientes necesarios, resulta inalcanzable para un 38% de la población mundial, aproximadamente tres mil millones de personas. Cerca de 104,2 millones de esas personas viven en la América Latina y el Caribe.

Los niños son los más afectados por la ausencia de alimentación y por su mala calidad. En 2019, 144 millones de niños menores de cinco años sufrían de atrofia del crecimiento y otros 38,3 millones tenían exceso de peso.

El aumento del hambre y de la inseguridad alimentaria este año se debe a la desaceleración de la economía global debido a la pandemia, agravada por las restricciones impuestas a la circulación de mercancías y personas, que incrementó el índice de desempleo. Los gobiernos deberían haber adoptado políticas de protección social con más eficacia. En Brasil, por ejemplo, hasta inicios de julio solo se había distribuido el 47,9% del monto destinado al auxilio de emergencia.

Las principales víctimas de esa coyuntura son las mujeres y los niños. En Brasil, los trabajadores informales representan el 40% de la población económicamente activa. Y la mayoría son mujeres, que reciben un salario inferior al de los hombres por igual trabajo, y asumen el peso mayor del cuidado de los hijos y la casa.

Una de las metas de los Objetivos de Desarrollo Sustentable es erradicar el hambre en el mundo antes de 2030. Teniendo en cuenta las tendencias actuales, la perspectiva de alcanzar el Hambre Cero es negativa. Si se mantienen esas tendencias, el número de personas aquejadas de hambre sobrepasaría los 840 millones en 2030.

Del lado positivo, el atraso del crecimiento entre los niños de cinco años cayó en un tercio entre 2000 y 2019. Más del 90% de ellos vive en Asia o África.

En la América Latina y el Caribe, más de 47 millones de personas fueron afectadas por el hambre en 2019. Y en esa región crece más la inseguridad alimentaria. Se incrementó de un 21,9% en 2014 a un 31,7% en 2019.

El informe fue preparado por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO); el Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola; el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), el Programa Mundial de Alimentos; y la Organización Mundial de la Salud (OMS).

La evasión y las carencias sociales

Por: Juan Jované                                                    

panamaprofundo.wordpress.com / 20-08-2020

Antes de la pandemia, la llamada esfera de la reproducción social, que se refiere a las posibilidades que tiene la población, principalmente los más vulnerables, de lograr una vida digna, mostraba graves problemas. Algunos ejemplos ilustran la situación: 400,000 panameños y panameñas sufrían de subalimentación; 19.0% del total de la población total y el 32.8% de los niños, niñas y adolescentes se encontraban en condiciones de pobreza multidimensional; el 23.0% de las mujeres en edad reproductiva padecían de anemia; el 46.0% de nuestros jóvenes no alcanzaban a completar la educación media.

La pandemia, como era de esperarse, no ha hecho más que radicalizar esta situación generando no solo que el ya agotado modelo de atención esté al borde del colapso, también ha significado que la actitud indolente del gobierno de turno esté generando un crecimiento más que significativo de la pobreza crítica, que está relacionada con la incapacidad de tener suficientes ingresos como para asegurar la alimentación de las familias.

En estas circunstancias resulta fundamental establecer los mecanismos que han hecho que Panamá, un país considerado por el Banco Mundial como de altos ingresos, sea incapaz de satisfacer las necesidades básicas de la población. Entre esos mecanismos está el sistema fiscal del país diseñado y administrado en beneficio de los sectores dominantes.

Se trata de un sistema que, para comenzar, mantiene una baja tasa impositiva para los sectores económicos de altos ingresos, haciendo que el peso de la carga tributaria recaiga sobre los sectores medios de la sociedad y sobre los trabajadores. Esto ha llevado a que, de acuerdo con el BID, Panamá sea el país con la segunda más baja relación ingresos –tributarios– PIB. Una evidente consecuencia de esto ha llevado a que en nuestro país la relación entre gasto social del gobierno y el PIB se ha quedado prácticamente estancado entre el 8.5% y el 9.0%, mientras que en la región se incrementó en 2.2 puntos porcentuales del PIB y en Uruguay lo hizo en 4.0 puntos porcentuales.

A este problema, grave de por sí, se suma otro que profundiza la capacidad de los gobiernos de atender las necesidades fundamentales de la población: la evasión fiscal. Se trata de una forma de corrupción, de la que poco se habla, pero que es practicada sin mayor pudor por los sectores económicamente dominantes del país.

La última edición del Boletín Estadístico Tributario (2018), publicado por la Dirección General de Ingresos del MEF, contiene importantes estadísticas para el decenio 2007–2016 que permiten establecer la dimensión de la problemática. Muestran que la causa principal de esta se encuentra en las acciones del sector corporativo del país.

En términos de la evasión del impuesto sobre la renta por parte de las personas jurídicas, medida por el llamado incumplimiento fiscal, alcanza para el período bajo análisis un promedio anual equivalente al 5.7% del PIB. Se trata de una enorme cantidad de recursos que suman B/. 21,695.7 millones.

Si nos enfocamos en el ITBMS, donde es el sector empresarial el que por la Ley tiene la responsabilidad de recaudarlo y entregarlo al Estado, la situación de la evasión también resulta sorprendente. En este caso para el período estudiado la evasión alcanza a un promedio anual igual al 2.2% del PIB. En términos absolutos esto representó una pérdida de recursos para el Estado equivalente a B/. 7,361.4 millones.

Si se agregan las dos causas de evasión de impuestos antes señalados se estaría hablando de B/. 29,066.1 millones, es decir el 7.7% del PIB correspondiente al decenio 2007–2016. Esta enorme pérdida de bienestar social potencial debe ser revertido frenando la voracidad de los sectores dominantes. Esto es clave para lograr una mayor equidad.

De país imperialista, Irán pasa a ser ‎antimperialista‎...

 Thierry Meyssan

voltairenet.org / 04-08-2020

La historia del Irán de los siglos XX y XXI no corresponde a la imagen que se tiene de ‎ese país en el mundo occidental. Pero tampoco corresponde a la imagen que transmiten ‎los discursos oficiales de los dirigentes iraníes. Históricamente vinculado a China, pero ‎fascinado por Estados Unidos desde hace dos siglos, Irán se debate hoy entre el ‎recuerdo de su pasado imperial y el sueño liberador del imam Khomeini. Khomeini veía ‎en el chiismo algo más que una religión. Lo consideraba también un arma política y ‎militar y vaciló entre proclamarse protector de los chiitas o libertador de los oprimidos. ‎Hoy comenzamos la publicación de un estudio, en dos partes, sobre el Irán moderno. ‎

En 1925, Londres se las arregla para derrocar la dinastía Qayar, que ejercía el poder en Persia, ‎y poner un oficial del ejército británico a la cabeza del país con el título de shah. Durante la ‎Segunda Guerra Mundial, ya bajo el nombre de Reza Pahlevi, aquel elegido de los británicos ‎resulta ser un ferviente germanófilo y Londres lo sustituye por su hijo, Mohammad Reza ‎Pahlevi. En 1971, tratando de alcanzar la estatura de personalidad internacional, el nuevo shah ‎convoca un encuentro de reyes, jefes de Estado y jefes de gobierno de todo el planeta para ‎celebrar los 2,500 años del imperio persa. Inquietos ante aquella muestra de megalomanía, ‎Estados Unidos y el Reino Unido sacan del poder al shah Mohammad Reza Pahlevi para ‎poner en su lugar al ayatola Roullah Khomeini.

Los persas conformaron vastos imperios, pero no lo hicieron conquistando los territorios de ‎los pueblos vecinos sino federándolos. Comerciantes más que guerreros, los persas impusieron ‎su lengua a toda Asia durante todo un milenio, a todo lo largo de las rutas chinas de la seda. ‎El farsi, lengua que hoy se habla únicamente en Irán, ocupaba entonces un lugar sólo ‎comparable al inglés actual. En el siglo XVI, el soberano persa decidió convertir su pueblo al ‎chiismo para unificarlo y aportarle una identidad particular en el seno del mundo musulmán. Ese ‎particularismo religioso sirvió de basamento al imperio safávida. ‎


En 1951, el primer ministro iraní, Mohammad Mossadegh (sentado a la ‎derecha) hace uso de la palabra ante el Consejo de Seguridad de la ONU.‎

A principios del siglo XX, Persia se ve enfrentada a las ambiciones de los imperios británico, ‎otomano y ruso. Como consecuencia de una terrible hambruna deliberadamente provocada por ‎los británicos –que deja 6 millones de muertos–, Teherán pierde su imperio y, en 1925, Londres ‎impone a Persia una dinastía de opereta –la dinastía Pahlevi– para acaparar la explotación de los ‎yacimientos petroleros únicamente en beneficio del imperio británico. ‎

Pero en 1951 un nuevo primer ministro iraní, Mohammad Mossadegh, nacionaliza la Anglo-Persian ‎Oil Company. Furiosos, el Reino Unido y Estados Unidos derrocan a Mossadegh y mantienen en ‎el poder al shah Mohammad Reza Pahlevi. Para contrarrestar la influencia de los nacionalistas ‎iraníes, Washington y Londres convierten el régimen del shah en una feroz dictadura, liberando al ‎ex general nazi Fazlollah Zahedi e imponiéndolo como primer ministro. Este individuo crea una ‎policía política, la Savak, cuyos cuadros son ex oficiales de la Gestapo nazi, reciclados por ‎Washington y Londres y reagrupados en las redes denominadas stay behind.‎

El derrocamiento del primer ministro Mossadegg llama la atención del Tercer Mundo hacia la ‎explotación económica de la que está siendo objeto. El colonialismo francés era un colonialismo ‎tendiente a instalar pobladores franceses en las naciones que colonizaba mientras que el ‎colonialismo británico es sólo una forma de saqueo organizado. Antes del gobierno de ‎Mossadegh, las compañías petroleras británicas no revertían más de un 10% a los pueblos cuyos ‎recursos explotaban. Inicialmente, Estados Unidos se pone del lado de Mossadegh y propone que ‎se revierta la mitad. Impulsado por Irán, la tendencia a ese reequilibrio se mantendrá en todo ‎el mundo durante todo el siglo XX. ‎

Amigo de los intelectuales franceses Frantz Fanon y Jean-Paul Sartre, ‎el iraní Alí Shariati reinterpreta el islam como una herramienta de liberación. Según sus ‎palabras: “Si no estás en el campo de batalla, da igual que estés‎ en la mezquita o en un bar.”‎

Poco a poco van surgiendo dos principales movimientos de oposición en el seno de la burguesía ‎iraní: en primer lugar, los comunistas, respaldados por la Unión Soviética, y después los ‎tercermundistas, reunidos alrededor del filósofo Alí Shariati. Pero será un clérigo, el ayatola ‎Roullah Khomeni quien logrará finalmente despertar la conciencia de los más desfavorecidos. ‎Khomeini estima que más que llorar por el martirio del profeta Hussein lo más importante sería ‎seguir su ejemplo luchando contra la injusticia. Debido a esa posición, Khomeini será ‎estigmatizado como hereje por el resto del clero chiita. Al cabo de 14 años de exilio en Irak, ‎Khomeini se instala en Francia, donde sus ideas impresionan a numerosos intelectuales de ‎izquierda, como Jean-Paul Sartre y Michel Foucault.‎

Mientras tanto, Occidente convierte al shah Mohammad Reza Pahlevi en el «gendarme del Medio ‎Oriente». El shah se ocupa personalmente de aplastar los movimientos nacionalistas y sueña ‎con recuperar el esplendor de otros tiempos, tanto que llega incluso a celebrar con fastuosidad ‎hollywoodense el aniversario 2,500 del imperio persa, montando toda una ciudad tradicional en ‎Persépolis. ‎

Durante el “shock” petrolero de 1973, el shah Mohammad Reza Pahlevi se da cuenta ‎bruscamente del poderío que tiene en sus manos, se plantea la posibilidad de restaurar un ‎verdadero imperio y solicita la cooperación de la dinastía real de Arabia Saudita. Esta última ‎informa de inmediato a su amo estadounidense, quien decide entonces deshacerse de un aliado ‎al que ahora considera demasiado ambicioso, sustituyéndolo por el ya anciano ayatola Khomeini ‎‎–de 77 años en aquel momento– a quien, por supuesto, rodeará con sus agentes. Pero, primero ‎que todo, el MI6 británico procede a “limpiar el terreno”: los comunistas iraníes son ‎encarcelados; el «imam de los pobres», Moussa Sadr, de nacionalidad libanesa, desaparece para ‎siempre durante una visita en Libia; y el filósofo iraní Alí Shariati es asesinado en Londres. Sólo ‎entonces, las potencias occidentales invitan al shah Mohammad Reza Pahlevi a salir de Irán por ‎varias semanas para recibir “tratamiento médico”. ‎

El 1º de febrero de 1979, el ayatola Khomeini regresa de su largo exilio. ‎Desde el aeropuerto de Teherán, va directamente al cementerio de Behesht-e Zahra (ver foto), donde pronuncia una alocución llamando el ejército a unirse a la tarea de liberar Irán ‎de los anglosajones. La CIA descubre entonces que el hombre al que había tomado por un ‎predicador senil es un verdadero tribuno capaz de movilizar multitudes y de comunicar a cada ‎iraní la convicción de que puede ayudar a cambiar el mundo.

El ayatola Khomeini regresa triunfalmente de su exilio el 1º de febrero de 1979. Desde de la pista ‎de aterrizaje del aeropuerto internacional de Teherán, un helicóptero lo traslada de inmediato ‎hasta el cementerio de la ciudad, donde acaban de ser sepultados 600 manifestantes abatidos ‎cuando participaban en una protesta contra el régimen del shah. Khomeini pronuncia entonces un ‎encendido discurso donde, para sorpresa de todos, no arremete contra la monarquía sino contra ‎el imperialismo. El ayatola se dirige directamente al ejército, exhortándolo a ponerse del lado ‎del pueblo iraní, en vez de seguir al servicio de Occidente. El «cambio de régimen» organizado ‎por las potencias occidentales se convierte instantáneamente en una verdadera revolución. ‎

Khomeini instaura un régimen político no vinculado al islam, denominado Velayat-e faqih e ‎inspirado en la República de Platón, cuyas obras el ayatola conoce a fondo: el gobierno ‎se hallará bajo la autoridad de un sabio, en aquel momento el propio Khomeini. El ayatola ‎aparta uno a uno a todos los políticos prooccidentales. Washington reacciona organizando ‎primero varios intentos de golpes de Estado militares y después una campaña de terrorismo ‎a través de elementos ex comunistas, los denominados “Muyahidines del Pueblo”. ‎

Estados Unidos acabará pagando –a través de Kuwait– al gobierno iraquí del presidente Saddam ‎Hussein para utilizarlo como fuerza contrarrevolucionaria frente a Irán. Washington orquesta así ‎una sangrienta guerra entre Irak e Irán, conflicto que se extenderá desde septiembre de 1980 ‎hasta agosto de 1988 y a lo largo del cual las potencias occidentales apoyarán cínicamente a los ‎dos bandos. Irán no vacila entonces en comprar armamento estadounidense a través de Israel, ‎lo cual dará lugar al escándalo conocido como «Irángate» o «Irán-Contras». Mientras tanto, ‎el imam Khomeni transforma la sociedad iraní, desarrolla entre su pueblo el homenaje a los ‎mártires y un verdadero sentido del sacrificio. Cuando Irak agrede indiscriminadamente a los ‎civiles iraníes lanzando misiles a diestra y siniestra sobre las ciudades, Khomeini prohíbe al ejército ‎iraní responder haciendo lo mismo y anuncia que las armas de destrucción masiva contradicen su ‎visión del islam, lo cual prolongará un poco más el conflicto. ‎

Cuando las víctimas de la guerra se elevan a un millón de muertos, el presidente iraquí Saddam ‎Hussein y el imam Khomeini se dan cuenta de que están siendo manipulados por las potencias ‎occidentales y la guerra se detiene como había comenzado, sin razón alguna. Khomeini fallecerá ‎poco después dejando como sucesor al ayatola Alí Khamenei. Los 16 años siguientes estarán ‎dedicados a la reconstrucción del país. Pero Irán se ha desangrado y la revolución ya no es más ‎que un eslogan vacío. Durante las plegarias de los viernes, los creyentes siguen clamando ‎‎«¡Abajo Estados Unidos!», pero el «Gran Satán» yanqui y el «régimen sionista» se han ‎convertido en socios privilegiados. Los sucesivos presidentes iraníes Hachemi Rafsanyani y ‎Mohammad Khatami organizan la economía del país alrededor de la renta petrolera. La sociedad ‎iraní se relaja y las grandes desigualdades sociales comienzan a reaparecer. ‎


Hachemi Rafsanyani (a la izquierda) se convierte en el hombre más rico de Irán. Pero ‎no será vendiendo pistachos sino gracias al tráfico de armamento ‎a través de Israel. Cuando finalmente llega a ocupar la presidencia de la República Islámica, ‎Rafsanyani envía los Guardianes de la Revolución a luchar en Bosnia-Herzegovina… bajo las ‎órdenes de generales estadounidenses.

Rafsanyani, quien se ha enriquecido gracias al tráfico de armas revelado en el escándalo Irán-‎Contras, convence al ayatola Alí Khameini para enviar los Guardianes de la Revolución a luchar en ‎Bosnia-Herzegovina, junto a los sauditas y bajo las órdenes de la OTAN. Por su parte, ‎Mohammad Khatami establece relaciones personales con el especulador estadounidense George ‎Soros.‎