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Ludwig van Beethoven - Sinfonie Nr. 9 | Gewandhaus zu Leipzig (31.12.2013)





Sinfonie Nr. 9 - Gewandhaus zu Leipzig

3,83 mil suscriptores

Live aus dem Gewandhaus zu Leipzig (am 31. Dezember 2013)



Ludwig van Beethoven (1770-1827) - Sinfonie Nr. 9 d-Moll op. 125

mit dem Schlusschor über Schillers Ode "An die Freude"



Gewandhausorchester



Dirigent: Riccardo Chailly



GewandhausKinderchor (Einstudierung: Frank-Steffen Elster)

GewandhausChor (Einstudierung: Gregor Meyer)

Chor der Oper Leipzig (Einstudierung: Alessandro Zuppardo)



Solisten: Camilla Tilling (Sopran), Gerhild Romberger (Alt), Simon O'Neill (Tenor), Ain Anger (Bass)

El Buen Vivir, la utopía de la Teología India


Margot Bremer rscj

Estamos en pleno cambio de época lo que nos desafía buscar alternativas para nuestros tiempos de pleno pluralismo e interculturalidad y para eso primero hay que descolonizarse del modelo “standard” impuesto por otros. Queremos ser nosotros mismos y para eso falta volver a las propias raíces y rescatar lo que se había pensado, reflexionado y vivido por generaciones en esos lugares que habitamos hoy.

Son aquellos modelos de los pueblos originarios que nos pueden ayudar a reconstruir una identidad latinoamericana desde la cosmovisión que han adquirido a partir de la convivencia en un territorio concreto con su particularidad de clima, vegetación, topografía, fauna y flora, ríos y mares, bosques y sabanas que les rodeaban y con los querían entrar en sintonía y pertenecer a ellos. Por tanto, la utopía del Buen Vivir no es homogénea, sino sumamente plural. Xavier Albó propone hablar de “buenos víveres” o “buenos convívires”.

El Buen Vivir surge de otra Cosmovisión

¿Conocemos las utopías antiguas que ya fueron iniciadas y puestas en práctica en estos territorios que habitamos? Ellas, aunque nunca acabadas, siempre están disponibles a ser retomadas y caminar con ellas.1 Se trata de las milenarias utopías del “Buen Vivir”, testimonio de la Teología India en la vida cotidiana en las comunidades autóctonas. Tendrá características y nombres diferentes, pero todas tienen en común ser incluyentes, armónicas y equitativas, soberanas y sobrias, dialogantes y dinámicas. Es el camino de un futuro propio, no copiado ni impuesto, que da vida e identidad a cada cultura, interrelacionado en redes con los sueños y diseños de de otros.

El nombre “Buen Vivir”, Sumak Kawsay, proviene de los pueblos andinos, pero en realidad es un sueño que todos los humanos llevamos dentro. El ecuatoriano Alberto Acosta2 lo describe el Buen Vivir como:
“una cosmovisión que emerge con fuerza desde los pueblos del sur, los mismos que han sido marginados de la historia. No implica una propuesta académica-política, sino la posibilidad de aprender de realidades, experiencias, prácticas y valores presentes en muchas partes, aun ahora en medio de la civilización capitalista. Propone la búsqueda de la vida en armonía del ser humano consigo mismo, con sus congéneres y con la naturaleza, entendiendo que todos somos naturaleza y que somos interdependientes unos con otros, que existimos a partir del otro. Buscar esas armonías no implica desconocer los conflictos sociales y las diferencias sociales y económicas, ni tampoco negar que estamos en un orden, el capitalista, que es ante todo depredador3.

Podemos decir que el Buen Vivir tiene una raigambre espiritual y mística; además de hacer una historia de constantes discernimientos de los signos de los tiempos (en asambleas), abierta a todo lo nuevo que refuerza su utopía, en permanente diálogo con otras culturas, religiones, cosmovisiones que le mantiene en un proceso dinámico de permanente profundización y renovación. Con gran sabiduría estos pueblos originarios cultivan su “capacidad de pensar, sentir y saber de todo lo que existe: cosmo-sentir, cosmo-saber, cosmo-vivir” como cosmo-cimiento integral” (Juan José Tamayo) lo que la colonización quiso sustituir por un conocimiento de poder como dominio sobre la naturaleza.

Para entender el Buen Vivir, necesitamos adentrarnos en otra cosmovisión. Entre los pueblos originarios, el ser humano es considerado como una parte del cosmos junto con muchas otras especies existentes, pero con el distintivo de tener consciencia sin ser por eso el centro ni el dueño de todo. En esa cosmovisión, la tierra es un ser vivo al que hay que respetar y cuidar como a la Madre, (Pacha Mama), ya que ella alimenta, cobija, protege y hace crecer a toda la diversidad de vida; de ella los pueblos indígenas aprendieron a vivir con sabiduría, investigando sus principios de vida que adaptaron como ejes a su convivencia humana.

De los pueblos andinos quechua se origina el nombre sumak kawsay que hoy se utiliza para hablar de las utopías de convivencia de los pueblos originarios en Abya Yala8

No se trata de un vivir mejor económicamente aclara Evo Morales, cuando dice: “decimos Vivir Bien, porque no aspiramos vivir mejor que otros. Tenemos que complementarnos y no competir”.

El Buen Vivir, desde su cosmovisión diferente, ofrece también una convivencia diferente. Dentro de la gran diversidad de vivir el Sumak Kawsay, existen algunas características comunes: se trata siempre de un proyecto que posibilita una convivencia que asume la diversidad como algo constitutivo de la Madre Tierra la que ella presenta en una inmensa biodiversidad, así como en la existencia de una inmensa pluralidad de culturas.

Lugar teológico del Buen Vivir: la periferia

El Buen Vivir surge hoy desde la periferia. Se trata de una historia de construcción, deconstrucción y reconstrucción de los pueblos indígenas, marginados a lo largo de los gobiernos colonizadores. Muchos de sus valores que se habían forjado y purificado en la larga resistencia contra cualquier imposición colonizadora, aún son vividos hoy en las comunidades indígenas. Siguen siendo cultivados por los aprendizajes de los ancianos, de sus experiencias, conocimientos y formas de producir nuevos conocimientos. Es evidente que el Buen Vivir surge desde la resistencia en lugares periféricos, nunca desde el centro.

Alberto Acosta describe esta propuesta de la siguiente manera: “La idea del Sumak Kawsay o Suma Qamaña (en aymara) nace en la periferia social de la periferia mundial y no contiene los elementos engañosos del desarrollo convencional.  La idea viene del vocabulario de pueblos otrora totalmente marginados, excluidos de la respetabilidad cuya lengua era considerada inferior, inculta, incapaz de pensamiento abstracto, primitiva”.

El Buen Vivir es convivir en diversidad

Como ya dijimos, en la cosmovisión indígena la diversidad es un valor teológico porque refleja el diseño auténtico de la creación.

Teniendo el Buen Vivir como alternativa, se nos abre un horizonte y nos invita a salir de los sistemas alienantes y reconstruir nuestra identidad. Es imposible vivir y convivir la diversidad de modo centralizado. La centralización del poder lleva automáticamente a una mono-cultura. La diversidad no separa ni corta el sentido comunitario sino busca el equilibrio entre convergencia y diversidad.  

Para los pueblos originarios la vida en toda su diversidad, solamente existe porque todo está interrelacionado, aunque con una realidad de sorpresas, conflictos, encuentros y desencuentros. Se puede realizar solamente en pequeños grupos y comunidades viviendo en interdependencia. Y a nivel político como naciones pluriculturales. Pluriculturalidad y biodiversidad forman la realidad de nuestro planeta. Nuestra tarea humana es, transformar la coexistencia de las diferentes culturas dentro de una misma nación en una convivencia de interculturalidad, que incluye siempre al ecosistema.

Con el Buen Vivir se vive una “feliz austeridad”

El Buen Vivir se fundamenta en la ética de lo suficiente, tanto para el individuo como para toda la comunidad. Es un proyecto económico alternativo no-consumista, no-desarrollista, no acumulativo. Es simplemente holístico. El Buen Vivir tiene otro sistema económico que se basa principalmente en una red de redes, activada permanentemente por la reciprocidad (jopoi). En su vida cotidiana, los pueblos originarios procuran practicar un estilo de vida en sobriedad. La generosidad y solidaridad entre ellos consolida día tras día más su sentido comunitario y su pertenencia. El intercambio y la reciprocidad entre diferentes regiones es posible gracias a la diversidad de bio-sistemas y de talentos humanos.

La inequidad social, inherente al capitalismo, en cuanto a una convivencia socio-ecológica en armonía, manifiesta cada día más grietas y rupturas, que provocan procesos dolorosos como las migraciones, entre otras. El Buen Vivir siempre quiere evitar la desintegración comunitaria. Por tanto, la creación y el restablecimiento del equilibrio es una tarea sumamente dinámica, en permanente movimiento, con despliegues y pliegues.

El Buen Vivir comienza desde lo local

La puesta en práctica del Buen Vivir comenzar en espacios locales y ayudar a que los grupos de allí que han tenido una relación más comunitaria con su entorno, puedan hacerse cada vez más fuertes. Pero paralelamente hay que construir respuestas globales, pues solamente de una visión global, surge una acción local estable y eficaz. Hay que activar una organización plural, es decir entrar en la diversidad e interdisciplinariedad, tanto a nivel local como regional, nacional e internacional. Desde allí sería más fácil plantear con mayor claridad y profundidad soluciones locales y globales.

¿Qué tipo de sociedad pretende construir el Buen Vivir?

El Buen Vivir propone sociedades sustentadas en una vida armónica del ser humano consigo mismo, con Dios, con sus congéneres y con la naturaleza.

A diferencia del mundo del consumismo y de la competencia extrema, la utopía del Buen Vivir pretende construir sociedades en las que lo individual y lo colectivo estén interrelacionadas en equilibrio, en complementariedad y en armonía con la naturaleza. En este relacionamiento, la racionalidad económica debe armonizar con la ética y con sentido de pertenencia a un grupo en igualdad de condiciones.

Hace falta que la economía se reencuentre de nuevo con la naturaleza. Uno de los principios básicos de la sociedad del Buen Vivir es el planteamiento de un nuevo relacionamiento entre la humanidad y la naturaleza. La construcción de una sociedad del Buen Vivir implica cambios mentales y civilizatorios.

El Buen Vivir, una utopía retrospectiva

Josef Estermann utiliza el término “utopía retrospectiva” para explicar el Buen Vivir como un “ideal que hay que recuperar de un pasado inconcluso, pero con aspiración de ofrecer alternativas realmente sostenibles y sustentables” 16.

La propuesta del Buen Vivir de los pueblos originarios nos invita a reconstruir una nueva identidad latinoamericana que brote de raíces propias de estas tierras. La utopía retrospectiva del Buen Vivir nos da criterios para cuestionar el “pensamiento único”, el “único modelo de democracia”, el “mercado único”, el “sistema financiero único” que tiene las “únicas soluciones”. Frente a la riqueza de la diversidad de culturas comenzamos a cuestionar el monopolio, la supuesta universalidad y superioridad de la cultura occidental en nuestro Continente. Hay que trabajar con la diversidad como un principio de la misma creación y como valiosa fuente de vida y de complementación.

El Buen Vivir es una utopía retrospectiva, porque los pueblos indígenas tienen el pasado por delante, y el futuro, desconocido, está por detrás.

El Buen Vivir y el Reino de Dios

Para los indígenas el Buen Vivir es el proyecto de Dios Creador. Lo expresan en sus mitos de creación que suelen recitar siempre iniciando sus asambleas. Es el eje retrospectivo desde donde quieren enfocar su encuentro. El mismo Jesús proclama el reino de Dios que es para todos, pero comienza con los pobres y aconseja con insistencia dar preferencia a “su justicia” ya que la verdadera justicia del reino crea sentido comunitario, parentesco espiritual y solidaridad. La Biblia no da recetas sino ejes y orientaciones para la constante búsqueda y construcción del reino. Jesús, dijo que había venido para traer la “Vida en abundancia” (Jn 10,10); refiriéndose en esa calidad de relaciones en justicia y fraternidad.

¿Qué dice la Iglesia católica hoy del Buen Vivir?

La Iglesia apoya plenamente el proyecto autóctono del Buen Vivir en Abya Yala, al afirmar en Instrumentum laboris que la búsqueda de los pueblos indígenas amazónicos de la vida en abundancia, se concreta en lo que ellos llaman el “buen vivir”… hay una inter-comunicación entre todo el cosmos, en donde no hay excluyentes ni excluidos, y que entre todos podamos forjar un proyecto de vida plena”(5). Tal comprensión de la vida se caracteriza por la conectividad y armonía de relaciones entre el agua, el territorio y la naturaleza, la vida comunitaria y la cultura, Dios y las diversas fuerzas espirituales. Para ellos, “buen vivir” es comprender la centralidad del carácter relacional-trascendente de los seres humanos y de la creación, y supone un “buen hacer”. No se pueden desconectar las dimensiones materiales y espirituales. Este modo integral se expresa en su propia manera de organizarse, que parte de la familia y comunidad, y abraza un uso responsable de todos los bienes de la creación. Algunos de ellos hablan del caminar hacia la “tierra sin males”, imágenes que reflejan el movimiento y la noción comunitaria de la existencia”.

¿Quién no sueña con un Buen Vivir?

El primer paso en el camino hacia el Buen Vivir sería construir una consciencia crítica para iniciar un proceso de descolonización a nivel colectivo (des-aprender para re-aprender) y rescatar los valores de las propias culturas.

En ellas no se da prioridad a la cantidad de tenencias de cosas, sino a la calidad de relaciones que buscan permanentemente recuperar el equilibrio, restableciendo y regenerando los desequilibrios que se dan constantemente. Se trata de una propuesta sagrada, originada y vivida en nuestro Continente Abya Yala, que nació a partir de una cosmovisión centrada en la vida como una red de relaciones en interdependencia, entre todos los niveles: cósmico, telúrico, ecológico y humano religioso.

Esta convivencia entre humanos, tierra y cosmos con Dios es, para los pueblos indígenas, teología de la “sagrada trama de la Vida”. Vemos que el Buen Vivir es eminentemente subversivo, es decir que surge de los sueños periféricos que buscan alternativas desde su marginación las que podrían peligrar al centro. El proyecto del Buen Vivir propone con valentía salidas des- y de-colonizadoras. Ya Mario Quintana dijo: “Soñar es despertarse hacia adentro” (2005).

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1 LINARES, José Gregorio, Nuestra América: Pasado comunitario – Porvenir  Socialista, República bolivariana de Venezuela, Caracas, 2012
2 ACOSTA, Alberto es uno de los principales teóricos e impulsores del tema Buen Vivir, ex-ministro de Energía y Minas de Ecuador, y además fue presidente de su Asamblea Constituyente.
3 Alberto Acosta, en una entrevista entre amigos.
8 Abya Yala es el termino kuna, que quiere decir  “tierra fértil”, utilizado como denominar para nuestro Continente latinoamericano al que los conquistadores dieron el nombre de América Latina, haciendo alusión  al navegante italiano  Amérigo Vespucio, el que, según el geógrafo alemán Waldsemüller, había previsto su descubrimiento. Los pueblos originarios no aceptan este nombre porque parece que antes de 1492 este Continente no existía.
16 Josef Estermann, Caminar al Futuro, mirando al  Pasado, en la revista CAMINAR, 2010,  p.13

El cristianismo evangélico dominante en AL


Carlos Martínez García

Hace 90 años una generación de liderazgos protestantes/evangélicos soñó cuál sería el futuro del protestantismo en América Latina. Del 20 al 30 de junio de 1929 tuvo lugar en Cuba el Congreso Evangélico Hispanoamericano de La Habana. Correspondió al mexicano Gonzalo Báez-Camargo ser el presidente del encuentro y escribir una exposición e interpretación de los trabajos de la magna asamblea.

El documento mencionado defiende la legitimidad del cristianismo evangélico en Latinoamérica. Hace una descripción del contexto socio espiritual del continente y el rol a desarrollar por los creyentes protestantes en territorio adverso y dominado por el catolicismo romano. Ante la considerada enfermedad espiritual latinoamericana, el diagnóstico concluía que las condiciones eran oportunas para transformar la religiosidad popular en algo distinto y más cercano a las enseñanzas del Evangelio: “No existe ya la Inquisición, pero su espíritu de intolerancia no ha muerto, y la renovación religiosa que esperamos y que ansiamos, no puede venir, no ha de venir, del seno de la Iglesia católica […] ¿Quiénes, pues, encabezarán y dirigirán la renovación religiosa de Hispanoamérica? Para ser verdaderamente efectiva, tiene que ser original y espontánea, y no puede ser otra que la proveniente del Cristo Divino de los Evangelios. Los renovadores deberán ser, ineludiblemente, cristianos. Quedan, por consiguiente, como única esperanza en el momento actual, los núcleos evangélicos latinoamericanos. ¿Está nuestro protestantismo capacitado para iniciar, organizar y dirigir esta renovación?”

Para cuando tuvo lugar el congreso de La Habana la población mexicana que se identificaba como protestante era menos de un punto porcentual (0.75 por ciento), mientras se reconocieron católicos romanos 98 por ciento y 1.4 manifestó tener otra adscripción religiosa o ninguna. Con altibajos existían similares porcentajes en los países de América Latina.

Hoy las cifras de identidad confesional son muy distintas a las de hace nueve décadas. La media de población católica latinoamericana es de 69 por ciento, con variaciones hacia arriba y abajo en los 19 países incluidos en el estudio de 2014 efectuado por el Centro de Investigación Pew. El cuadro anexo da cuenta de la descatolización o protestantización, según se le quiera ver, en América Latina.



El crecimiento porcentual protestante/evangélico ¿ha implicado, también, transformación ética en sus filas e irradiado benéficamente a la sociedad?

Es fehaciente que sigue creciendo el protestantismo/cristianismo evangélico en toda Latinoamérica, y el rostro predominante en la familia es pentecostal y/o neopentecostal de la tendencia conocida como Evangelio de la prosperidad. En algunas regiones la transformación del campo religioso, antes con gran hegemonía del catolicismo, ha sido vertiginosa, lo que ha llevado a cuentas y proyecciones muy optimistas dentro de cierto evangelicalismo triunfalista. Ello me hace preguntar si lo que ha acontecido es más un cambio de adscripción religiosa y una adopción de nuevos rituales religiosos, pero ha quedado más o menos sin tocar el núcleo de ciertas prenociones y prácticas que no se transforman al ingresar al nuevo círculo confesional. Y unas de esas áreas intocadas puede ser el de la integridad personal y comunitaria, así como la del involucramiento para cambiar el injusto orden socioeconómico, también está presente la tentación de usar las instancias del Estado para imponer una agenda ética excluyente de la diversidad valorativa de la sociedad que es crecientemente diversa.

Al gran auge cuantitativo protestante no le ha seguido, en términos generales, la construcción de personalidades democráticas que son agentes de cambios mentales y culturales. En este sentido cabe la distinción sociológica que afirma puede estudiarse el fenómeno religioso como creencia y/o como conducta. ¿En qué son contrastantes las conductas de los protestantes/evangélicos latinoamericanos con las de quienes no lo son? ¿Son sus comunidades más democráticas, horizontales, preocupadas por el otro, con menos casos de abusos de todo tipo y corrupción? ¿O todo, o la mayor parte, consiste solamente en cambios de algunas creencias y nuevos ritualismos que no alteran/transforman rasgos subsistentes de la cultura patrimonialista latinoamericana, y la libertad de conciencia que defendieron siendo minoría ahora la reivindican para otros?


Frontera Sur. Cap. 4 - El muro del sur


Carlos Martínez
www.elpais.com / 021119

“El presidente de EE.UU. es más presidente de mi país
 que el presidente de mi país”, Roque Dalton (1969).

Antes de llegar a la estación migratoria de Bethel, la policía guatemalteca ya nos había asaltado dos veces.

Habíamos recorrido 134 kilómetros en un autobús repleto de migrantes indocumentados y de coyotes. En aquel viaje, ninguno de los casi 40 pasajeros tenía documento alguno que le autorizara a caminar por Guatemala y, desde luego, ninguno que le permitiera entrar de forma legal a México. Todos, sin embargo, habían atravesado Guatemala entera durante dos días y todos entrarían a territorio mexicano esa misma tarde. Pero antes había que pagar y si algo quedó claro en aquel camino de tierra que bordea la Reserva Natural Sierra de Lacandón, en Petén, es que los policías están ahí para eso: para cobrar.

“Vayan preparando el dinero, porque estamos llegando a Migración”, anunció el ayudante del chofer. Y aquellos que debían hacerlo, comenzaron a sacar billetes de 100 quetzales (13 dólares / 11,7 euros), como quien saca sus documentos. Los que iban por su cuenta, con esa cara de desamparo y susto, se revisaron los bolsillos y los escondites tratando de adivinar a cuánto les iba a salir la gracia. Los coyotes, en cambio, prepararon el pago por sus clientes, que va incluido en la tarifa del viaje y bromeaban estirando los billetes: “Esta es la visa que se necesita aquí en Petén”. Y todo indica que esa es.



En esta ruta, los migrantes vienen de Honduras

Eso es un asunto de rutina y funciona así. Al llegar a la estación migratoria hay de dos sopas: o vas a sellar tu pasaporte —si es que tienes uno, claro— o le untas las manos a los policías fronterizos que suelen estar sentados bajo la sombra de un árbol esperando que llegue su sustento diario. De manera que, cuando los oficiales vieron asomar nuestro autobús, salieron de su letargo y se prepararon para ganarse el pan.

Salvo mi compañero de recorrido —con su pasaporte mexicano— y yo, el resto se formó en una cola, para comparecer ante los agentes, cada quien con sus documentos de viaje, entiéndase billetes, en la mano. Nosotros en cambio caminamos hacia la ventanilla migratoria, ante la estupefacción del chofer y su asistente, de los migrantes y de los policías. Ese es el último punto de control oficial antes de salir de territorio guatemalteco, ubicado a unos 40 minutos del río Usumacinta, que sirve de frontera natural entre Guatemala y México.

Aquella caseta migratoria era la imagen del olvido y tras la ventanilla no había nadie. Aunque esta ruta es transitada a diario por centenares, miles, quizá, aquel minitemplo de los formalismos burocráticos estaba desolado. Por no haber, no había ni agentes migratorios. Al fondo de la oficina, decorada con un único escritorio, había un viejillo, sentado de espaldas a la ventana, en una especie de patio trasero, que sudaba y se entregaba al placer de comer sin prisas. Hubo que llamarlo a voces. Entonces el hombre nos miró con cara de no tener idea de qué se nos podría ofrecer, dudó un rato y se levantó con toda la calma del mundo, caminó hacia la ventanilla y se sentó en su escritorio. Entonces encendió la computadora. Antes de mirar nuestros pasaportes, regresó a la mesa dos veces para espantar a un perro que le merodeaba el almuerzo. “¿Van a turistear a México?”, nos preguntó con una risita burlona. Para todo efecto práctico, él representa al Estado guatemalteco y sus leyes de migración. Ante sus ojos, había estacionado un autobús y un grupo de personas dando dinero a policías. Sobre ese hecho no tuvo mayores comentarios.

Cuando terminamos el trámite, la mayoría ya había pagado el soborno indispensable a los oficiales y ocupaban sus asientos en el autobús. Desde ese momento, nuestros compañeros de viaje nos miraron con recelo y yo les di la razón: ¿cómo confiar en alguien que sella su pasaporte en medio de esta selva? Pensé que lanzarían miradas todavía más fulminantes si supieran que yo no recorrí los 551 kilómetros que nos separan de Honduras, sino que había llegado al Petén subido en una avioneta dos días atrás.

Los migrantes que cruzaron el muro del sur

Nunca me ha dado buena espina subirme a esos vehículos con rótulos que encomiendan el viaje al Señor Todopoderoso, menos si el vehículo es aéreo. No sé, me parece una lavadura de manos de parte de los choferes, o de los pilotos en este caso. Tampoco me dio buena espina que antes de despegar solo encendiera uno de los dos motores. El caso es que el miércoles 24 de julio —quizá gracias al gran poder divino— despegué del aeropuerto de La Aurora, en Ciudad de Guatemala, a bordo de una avioneta minúscula y apretujada rumbo al departamento de Petén.

Desde el aire, es decir, desde la altura, las cosas cambian, o parece que cambian. Por ejemplo, el Petén y su selva Lacandona parecen un rompecabezas de piezas verdes brillantes y otras del color de la piel; el río Usumacinta, un gusano estrecho y gris que se retuerce; y todo aquello junto, hasta donde la vista alcanza, pareciera ser una sola tierra que no comienza ni termina, sin las cicatrices bobas de las fronteras. Pero uno sabe que lo que está abajo es una selva depredada y que ese gusano no es sino el río más caudaloso de todo México y Centroamérica y, sobre todo, que en ese verdor resplandeciente se imponen, profundas, una buena cantidad de cicatrices.

Bajo otros cielos, más fríos y más lejanos que el que surca este cacharro en el que vuelo, la selva ni siquiera alcanza a verse. Desde otras alturas —sin duda más elevadas— todos los escenarios que aparecen en esta historia, todos los lugares, son seguros; y todos los personajes mínimos que trajinan allá abajo son ciudadanos de países declaradamente seguros. Pero aquel miércoles de julio todavía no lo sabíamos.

Mientras volaba sobre el Petén, a muchos kilómetros de ahí, en el más oval de los despachos en Washington y en las solemnes oficinas de gobierno en Ciudad de Guatemala, se avecinaban corrientes poderosas y volaban papeles más pesados que mi avioneta.

En aquellos días, Guatemala atravesaba laberintos espesos como la selva Lacandona y se enredaba, intentando complacer a la diplomacia estadounidense y su modelo de “me lo das o te lo arranco”. Para sorpresa de la mayoría de guatemaltecos, el presidente Donald Trump había amenazado al país centroamericano con imponerle tarifas “prohibitivas” a sus exportaciones o gravar con impuestos las remesas que los guatemaltecos envían a su país desde Estados Unidos. No era poca cosa.

Trump alegaba, en la que parece ser su lengua materna en la política —sus tuits—, que Guatemala se había echado para atrás en un acuerdo que nadie conocía y que lleva por nombre un auténtico monumento al eufemismo político: “tercer país seguro”.

"Guatemala, que ha estado formando caravanas… ha decidido romper el acuerdo que tenía con nosotros para firmar un necesario tratado de tercer país seguro", tuiteó.

Dicho de forma simple, la idea era convertir a Guatemala en una sucursal —o en una cárcel, según se mire— de las personas que pidan refugio en Estados Unidos: si un migrante indocumentado ingresa a Estados Unidos y alega que necesita protección de los espantos que lo echaron de su país, los norteamericanos podrían enviarlo a Guatemala y obligarlo a solicitar refugio ahí, siempre y cuando el solicitante no sea guatemalteco. De forma que, de la noche a la mañana, el país centroamericano —donde seis de cada diez personas son pobres, según el Banco Mundial— se convertiría, por decreto, en la esperanza obligada de un desamparado que podría ser salvadoreño u hondureño, pero también africano, cubano, asiático (chino, hindú, laosiano, pakistaní, iraquí, vietnamita, …)

O sea, si alguien llega queriendo sentirse seguro a Estados Unidos, un país con una tasa de homicidios de cinco por cada 100.000 habitantes, ese país le puede responder enviándolo a Guatemala, con una tasa de 26.

Solo si Guatemala rechazara al solicitante, este podría volver a recorrer todo México, sorteando agentes migratorios, carteles, trenes caníbales, miles y miles de kilómetros, para, finalmente, pedir refugio en Estados Unidos, argumentando que se lo negaron en el “tercer país seguro”, y esperar a que un juez estadounidense se apiade de sus circunstancias.

En realidad, el presidente de Guatemala, Jimmy Morales, jamás tuvo el prurito de la resistencia o la insubordinación ante Trump. Todo indica que su idea era firmar el acuerdo sin contarlo a nadie y dejar esa bomba con la mecha encendida al próximo presidente, que lo sustituiría en unos meses.

El acuerdo se negoció en secreto durante días en los que ambos gobiernos informaban vagamente de que discutían “temas migratorios” y habían establecido una visita del presidente Morales a la Casa Blanca el 15 de julio. Aquella reunión fue anunciada con toda la alegría y la pompa con la que los presidentes centroamericanos festejan ser invitados a esa casa. Hasta que Jonathan Blitzer, periodista de la revista The New Yorker, les arruinó la intimidad tres días antes del encuentro.

Blitzer publicó que lo que se estaba cocinando en realidad era el acuerdo de tercer país seguro. Aunque otros medios, como Voice of America, habían alertado antes del tema, la publicación de The New Yorker apareció cuando el ambiente estaba ya cargado de pólvora.

Por otro lado, la Corte de Constitucionalidad guatemalteca resolvió dos amparos ciudadanos con inmediatez, emitiendo una advertencia al presidente: ese tipo de tratados no podían ser firmados por Jimmy Morales sin la aprobación del Congreso. Así que Morales se quedó con las ganas y Trump echaba chispas por tuiter. O me lo das o te lo arranco.

Morales negó más de una vez que su gobierno estuviera negociando semejante compromiso con Estados Unidos, hasta que el mismo Trump lo dejó al descubierto con su exabrupto tuitero del 23 de julio.
Cuando el mandatario estadounidense tiró al cielo esa cuidada ensarta de amenazas económicas contra Guatemala, Jimmy Morales dijo a la Corte de Constitucionalidad que todo era su culpa, que las familias humildes se quedarían sin remesas gracias a su decisión pérfida y que ello sería el detonante de que más personas decidieran migrar hacia Estados Unidos.

Según el Banco de Guatemala, durante 2018 ese país recibió más de un millón de dólares cada hora, en concepto de remesas: un total de 9.287 millones de dólares (8.344 millones de euros) en todo el año, un 10% del producto interior bruto y el equivalente a un 82% del presupuesto total del país.

Las principales cámaras empresariales también saltaron al cuello de la Corte de Constitucionalidad: los agroindustriales, los comerciantes, los dueños de la industria y los banqueros se indignaron, responsabilizando a sus magistrados de un inminente descalabro económico y de estar metiendo las narices en asuntos que solo competen al poder ejecutivo. Las exportaciones hacia Estados Unidos representan un 5% del producto interior bruto y los voceros de esas fortunas alegaron que negarse a los deseos de Trump atentaría contra el bienestar de un país tan pobre como Guatemala.

Tanto los magistrados de la Corte, como el presidente y los empresarios pasearon la Constitución en sus comunicados, en una dirección y en la otra, la esgrimieron, la jalonearon, le juraron lealtades inquebrantables, todos anunciaron tormentas y apocalipsis de distintos pelajes. Pero allá abajo, en el Petén, en la ruta encharcada de los migrantes sin papeles, todavía no alcanzaba a escucharse todo el ruido que se producía en las alturas.

El negro garífuna era el guía de un nutrido grupo conformado por sus primos y sobrinos que pretendían llegar a Estados Unidos. Él no es un coyote, simplemente conoce el camino mejor que los demás. Vivió seis años en Nueva York, pero un día, cuando iba al trabajo, recordó que había olvidado unas herramientas en su casa, así que volvió para recogerlas, solo para encontrar a su esposa retozando con un amante. Los molió a garrotazos a los dos. Después de pasar cuatro años preso fue deportado a Honduras. Pero no encontró forma de sobrevivir en su país, así que volvió a caminar hacia el norte hasta llegar a Monterrey, México, donde se estableció como vendedor ambulante de dulces típicos de su región. Aun así, se arriesgó a bajar de nuevo al Caribe hondureño para acompañar a sus familiares en el viaje y enseñarles el camino. A cambio, sus primos se encargaban de los costos de la ruta. Aquel jueves 25 de julio le habían comprado una salvaje sopa de res en el comedor de la gasolinera 243.

La 243 es una estación de camino, fundamental en la principal ruta migratoria de hondureños. Allí todo es diáfano y nadie intenta disimular nada. Todo el día, desde la madrugada, entran y salen autobuses llenos de migrantes. Los coyotes no buscan confundirse con el resto de la gente: se bajan del autobús, cuentan a sus pollos (migrantes acompañados por un coyote) a gritos y los obligan a permanecer juntos. Dependiendo del tipo de servicio que se ha contratado, algunos coyotes compran platos de almuerzo para toda su tribu; otros, solo para ellos y comen sin pesar, frente a ojos hambrientos y panzas vacías. Aquellos pobres diablos que viajan sin guía intentan arrimarse a los grupos de pollos, para ver si consiguen robarse alguna instrucción del coyote.

El grupo de garífunas que se había lanzado sobre sus sopas; el gordo estruendoso que se paseaba como rey de aquel lugar, conectando una demanda con una oferta; aquellos dos muchachitos sin dinero suficiente para comprar nada más que agua y que perseguían con los ojos las sopas y los emparedados; los niños, los muchos niños, minúsculos, aburridos, acalorados; los coyotes, siempre apurados, cuchicheando entre sí. Abundan vendedores de teléfonos y chips para teléfonos y cargadores de teléfonos y baterías portátiles para cargar teléfonos. Pululan los reclutadores, los choferes de autobús, hombres y mujeres jóvenes, algunos experimentados viajeros y otros primerizos. Aquella gasolinera vive esta escena en una repetición perpetua. Se llena y se vacía. Algunos llegarán a Estados Unidos, algunos quedarán atrapados en México, otros serán deportados, otros morirán en el intento.

La 243 es apenas el inicio del camino. Se encuentra en el municipio de Morales, en el departamento de Izabal, frontera con Honduras. Y para salir de ese lugar hay que estar en paz con el tiquetero.

Ese es el personaje más poderoso de todos los que circulan por este paisaje: aunque él se maneja con aires de gánster, en realidad vende tiquetes de autobús para seguir el camino. Parece poca cosa, pero si al tiquetero no le da la gana venderte un boleto, quedarás en el limbo absoluto de la 243, como un fantasma, hasta que él cambie de parecer. Allí el tiquetero es un semidiós y, como suele pasar con las deidades, para obtener sus favores, hay que hacer ofrendas. La que él prefiere es una ofrenda de 25 quetzales por persona.

Los tiquetes que te sacan de la 243 y te llevan a Flores, en Petén, cuestan 100 quetzales (13 dólares / 11,6 euros), pero a ese valor hay que agregar la ofrenda al semidiós.

Aunque sale un autobús cada hora, desde las siete de la mañana hasta las tres de la madrugada, hay suficiente demanda como para que el tiquetero se diera unos lujos: cada vez que llegaba un nuevo autobús, todos los coyotes se arremolinaban alrededor de él, gritando números y blandiendo billetes: “¡yo llevo siete!”; “¡yo llevo tres!”. Él apuntaba el nombre del coyote y un número al lado, hasta que uno se animó: “Ey, ¿por qué nos cobra 125 quetzales? ¿Ya no valen 100?”. Hubo un silencio. Semidiós levantó la vista con teatralidad y le arrojó el mazo de billetes que acababa de recibir: el dinero de 12 pollos, más el boleto del coyote. El otro comprendió su error y mendigaba sin resultados: “Nombre, calmate, calmate”, pero no hubo modo, a semidiós no le gustan esas preguntas. De todas formas, sus solidarios colegas de coyotaje se pelearon esos 13 asientos enseguida, mientras el desterrado explicaba a sus clientes que habría que esperar una hora más, a ver si la ira del tiquetero desaparecía.

Los afortunados, cuyos coyotes no hicieron preguntas tontas, consiguieron tomar un autobús que les llevaría cuatro horas hasta el municipio de Flores. El más conocido enclave del municipio está construido en una isla, alrededor del pacífico lago Petén Itzá. Ahí compartirán la geografía con otros viajeros, usualmente europeos y gringos, con mochilas de backpacker y gafas oscuras, con las blancas pieles enrojecidas por el sol, saturando las agencias de turismo que prometen mostrarte el corazón del mundo maya. Jamás se juntarán ni compartirán autobuses ni hoteles ni restaurantes ni se prestarán mucha atención mutua, como si habitaran el lugar desde universos paralelos.

Cuando llegamos a Flores los coyotes bajaron a sus rebaños y los condujeron a hospedajes de paso, diseñados para recibir migrantes, donde nadie es tan riguroso ni hace muchas preguntas. Los garífunas, los jovencitos inexpertos, los que saben a lo que van, el gordo fanfarrón, las mujeres con sus niños, los muchachos recelosos, todos se esfuman entre las ventas de comida callejera y la noche.

Tres días después de que Trump amenazara a Guatemala con sanciones económicas, el viernes 26 de julio, el ministro de Gobernación del país centroamericano, Enrique Degenhart, estaba en Washington. No es que la controversia por el acuerdo de tercer país seguro se hubiera esfumado, ni mucho menos. Tampoco había pasado por el Congreso ni la Corte de Constitucionalidad se había retractado de sus amparos. Sin embargo, Degenhart estaba en Washington.

Nuestra meta para ese día era entrar a México por una ruta migratoria con muy mala fama. Incluso mi compañero de viaje, Rubén Figueroa —defensor de derechos humanos, cuyo trabajo es acompañar a los migrantes en su travesía— la había hecho solo una vez. En Ciudad de Guatemala me presagiaron toda suerte de terrores, de catástrofes: dicen “narco”, dicen “secuestro”, dicen “desaparecidos”. Un equipo de colegas de EL PAÍS y El Faro intentaron, antes que yo, llegar a la frontera y una Hummer negra con gente armada —una Hummer negra en medio de la selva— les cerró el paso, señal bastante universal de “no son bienvenidos”.

Pero Rubén, que se las sabe todas, y que le gusta alardear de que se las sabe, consideró que, si nos íbamos en un autobús, junto con los migrantes, pasaríamos sin llamar la atención. Dicho y hecho. Por la mañana nos subimos al primer autobús que salía para nuestro destino: un poblado en la ribera del río Usumacinta, al final de un camino rural, a cuatro horas de distancia de Flores, habitado por poco más de mil personas, en cuya página de Facebook —tienen una página de Facebook— se describen así: “Después de estar involucrados en el conflicto armado pasamos a ser agricultores y hoy prestadores de servicios turísticos”, con un nombre laborioso y nada turístico: La Técnica Agropecuaria.

La Técnica Agropecuaria está en la frontera con México

En el autobús viajaba Byron —hondureño, 29 años— con su look de cantante de reguetón, recién deportado de Estados Unidos, guía de su hermano y de dos primos en el camino hacia el norte. Había rebotado en su país, donde comprendió muy rápido que sus tatuajes lo meterían en líos con las pandillas y emprendía el viaje de nuevo, con la esperanza de no ser atrapado en Estados Unidos y acusado con cargos penales.

Iba también un sonriente coyote, gordo y bigotón, veterano de esta ruta, con siete pollos a su cargo. Otro coyote con un solo cliente, pariente suyo, que aprovechó para subir a México a cobrar “unas deudas”. Varias mujeres, varios niños. En ese autobús nadie tenía la intención de entrar a México con papeles. Salvo el chofer, su asistente, Rubén y yo.

Cuando se acabó la calle pavimentada, entramos en un camino de tierra, que atravesaba paisajes soberbios, con el verde brutal que el invierno del trópico deja en los montes, y el lodo rojizo que tinta los charcos y las veredas. Conmovido iba yo, apuntando colores en mi libreta, cuando nos paró la policía por primera vez.

Era una patrulla de la División de Puertos, Aeropuertos y Puestos Fronterizos, que se abrevia DIPAFRONT, para hacerlo todavía menos amigable. Llevaba la identificación GUA-16114, de la comisaría 16.

Entraron dos policías muy serios y uno hizo una pregunta en voz alta: “¿Tienen algún documento que les autorice a estar en Guatemala?”, y todos en el bus se cagaron de risa. Yo estaba realmente perdido. Aquella era una situación seria. Un agente se quedó inmóvil al inicio del pasillo y el otro lo recorrió señalando gente: “Vos, ¿cuántos traés?”, “¿cuántos menores?”. Cuando llegó a mi asiento, me pidió mis documentos, vio mi pasaporte, me vio la cara, vio de nuevo el pasaporte, extrañamente con sello de entrada al país, y me lo devolvió con asco. A los que había señalado les ordenó bajar del autobús de inmediato. En el camino, esperaban otros dos agentes. De verdad pensé que estaban en problemas, pero al cabo de diez minutos volvieron todos. Uno de los oficiales se subió para hacer un gesto de cortesía: “Que les vaya bien, señores”, y nos fuimos.

Los agentes de DIPAFRONT no hacen distinciones, seguir el camino vale 100 quetzales por persona, seas adulto o niño. Solo con mi autobús se embolsaron al menos 400 dólares (360 euros) para repartir entre cuatro agentes. Nada mal para diez minutos de trabajo, sobre todo si se considera que estos autobuses salen de Flores cada media hora.

El coyote gordo de mostacho me adelantó que nos faltaban “dos puntos de cobro” y que, gracias a las lluvias, nos habíamos librado de al menos siete retenes de este tipo.

Pasando un paupérrimo caserío, llamado Las Cruces —al que le cuelga grande el título de cabecera municipal— nos paró otra patrulla con las placas PET-165. Estos tenían modales más, digamos, ásperos.

De nuevo, dos oficiales en el bus y dos abajo. Todos con armas largas. Uno llevaba una risita malévola en la cara, y la suspendía para señalar a alguien y decir a su compañero: “Bajame a este”. Cuando pasó a mi lado, le mostré mi pasaporte. Ni lo vio: “Bajate”, me dijo. Obedecí.

Los agentes sacaron a todos los hombres y a algún niño que les pareció lo suficientemente hombre y el jefe comenzó su breve charla motivacional: “Miren, no lo hagamos largo, ya saben cómo es esto”. Byron, el hondureño reguetonero, apresuró todavía más las cosas: “De una, jefe, ¿de a cuánto es?”. Esta vez la tarifa estaba en oferta: 50 quetzales por adulto y 100 por niño. “Oiga, yo tengo mis documentos en regla”, me atreví a decir. “¡Nada de regla, son 50 quetzales!”, me dijo, en medio de la selva, un tipo uniformado, con un chaleco antibalas lleno de cargadores de fusil… y un fusil, claro. Hasta me quedé con ganas de darle más.

Uno de sus compañeros adornó el asunto: “Nosotros somos buena onda y los ayudamos barato. Los mexicanos sí son cabrones y esos sí les piden…” y se frotó sus dedos gordos, mirándome a los ojos para asegurarse de que le estaba siguiendo el ritmo. “Es verdad”, le dije. Porque es verdad.

El jefe le dio unas palmadas en la espalda al asistente del chofer: “Ha estado bajo el negocio”, le dijo, a modo de charla casual.

Viéndome asustado, uno de los coyotes se sentó a mi lado. Dijo tener años dedicándose al negocio de transportar indocumentados a Estados Unidos, pero me contó que últimamente el trabajo se estaba poniendo extraño. Él, por ejemplo, acompaña a sus clientes solo hasta cierto punto en México, donde los entrega a operadores locales, asociados a una estructura criminal mayor, cuyo nombre dijo no conocer. Me explicó que los precios se han elevado hasta las nubes, porque cada vez hay que repartir más dinero: a los socios mexicanos, al narco, a la migra, a los conductores de autobuses, a los policías municipales, estatales y federales. Con un elemento extra: los miembros de la nueva Guardia Nacional mexicana, que han encarecido el viaje, sin aceptar dinero.

“Los de la Guardia Nacional no quieren negociar, no te agarran dinero y entonces hay que ir con “bandera” —un carro vigía que se adelanta en el camino para avisar si hay retenes— y eso eleva mucho el costo. La esperanza que tenemos es que, cuando ellos vean que todo mundo está agarrando dinero, también negocien”, dijo, aunque reconoció que se habían tardado más de lo que creía: llevaban entonces poco más de un mes en el terreno. Sin embargo, en su diagnóstico, no acaban limpios el año.

Agentes de la Guardia Nacional de México

El último caserío antes de llegar a La Técnica Agropecuaria se llama Bethel y lo pasamos de largo, en dirección a la caseta fronteriza, que, junto con los policías que nos robaron, constituye la única prueba tangible de que hay un Estado que gobierna estos montes. “Vayan preparando el dinero, porque estamos llegando a Migración”, anunció el ayudante del chofer…

Mientras rodábamos por aquel camino desangelado, en las alturas el ambiente estaba candente: ese mismo día se hizo del conocimiento público que el ministro guatemalteco de Gobernación, Enrique Degenhart, había firmado, en representación del Gobierno, el acuerdo de tercer país seguro.

Las fotografías que acompañaron el anuncio son de una elocuencia pasmosa: tienen por escenario el salón oval de la Casa Blanca. Sentados en una especie de pupitre —sin comparación con el majestuoso escritorio del presidente—, codo a codo, están Degenhart y su contraparte, el secretario de Seguridad estadounidense, Kevin McAleenan, firmando el acuerdo —McAleenan dimitirá el 12 de octubre por no estar de acuerdo con el tono y el enfoque de la política migratoria de Trump—. Detrás de ellos, señorial, está Trump, de pie, supervisando las firmas. Como fondo hay un retrato de Abraham Lincoln y tres banderas. Las tres son de Estados Unidos.

De nuevo se hizo la trifulca: la constitución jaloneada, los magistrados, los empresarios, los banqueros, el presidente Morales, el presidente Trump, el Congreso, el procurador guatemalteco de Derechos Humanos, protestantes con batucada, los cálculos electorales… En fin. Lo cierto es que, hasta julio de ese año, Guatemala solo tenía 390 personas refugiadas en su territorio y tiene una institucionalidad tan añeja y experimentada como lo permiten sus tres años de existencia: apenas en 2016 se creó el Instituto Nacional de Migración bajo una nueva legislación.
El acuerdo, de solo seis páginas, deja claro que Estados Unidos se hará cargo financieramente de los solicitantes de refugio, solo hasta que sean depositados en Guatemala. Entonces, el país centroamericano deberá rascarse con sus propias uñas, que son cortas. Si ya hemos dicho que seis de cada diez guatemaltecos son pobres, habrá que afinar el foco para desglosar esos números: por ejemplo, si se voltea a ver a los campesinos, diremos que la pobreza alcanza al 76% de su población rural; que cuatro de cada diez niños menores de cinco años están desnutridos, pero si se cierra la lente sobre la población indígena —que solo representa al 80% de su población— la cifra se dice así: ocho de cada diez niños indígenas menores de cinco años están desnutridos. Es el único país de América Latina en que la pobreza no se ha reducido en dos décadas. O sea, Guatemala es un país pobre.

Aunque su tasa de homicidios de 26 (por cada 100.000 habitantes) es considerablemente menor que la de sus sangrientos vecinos, El Salvador y Honduras, duplica lo que las Naciones Unidas considera epidemia. Según ese organismo, cuando una causa de muerte afecta a diez de cada 100.000, ese país padece una epidemia de lo que sea que haya causado esas muertes. Pues bien, los guatemaltecos viven una epidemia de asesinatos multiplicada por dos, tirando a tres. Según la ONU, ese país es el noveno más violento del mundo. O sea, Guatemala no es un país seguro.

Quizá por esas razones es que tantos guatemaltecos se quieren ir de Guatemala: solo en 2018, 33.100 pidieron refugio en Estados Unidos. En los tres años anteriores al acuerdo, Estados Unidos deportó a 120.772 guatemaltecos, aunque México lo superó, al deportar a 146.218. O sea que, en tres años, esos dos países deportaron a más de un cuarto de millón de personas a Guatemala.

Y quedan algunos detalles que afinar: ¿Cuántas personas podrá recibir Guatemala? ¿Con qué dinero se mantendrán? ¿Cómo y quién procesará esas solicitudes? ¿Esas personas estarán recluidas en algún recinto? ¿Qué pasa si uno de esos solicitantes forzados de refugio no quiere quedarse en Guatemala a esperar su proceso? Y otras tantas.

Antes de llegar a La Técnica Agropecuaria, el autobús de indocumentados en el que viajamos pasó a hacer una última escala para recoger a una chica deportada recientemente, con un niño que no tendría más de tres años. Con ella a bordo, el coyote gordo del mostacho hizo una llamada: “Tené listos los carros que ya estamos llegando”.

La Técnica Agropecuaria es un caserío que está a un no sé qué de ser un lugar bonito: recibe el aire fresco que viene del río, el tiempo pasa despacio y sus habitantes intentan vender alguna cosa a los migrantes que están a punto de abandonar Centroamérica. Byron, el hondureño, y sus primos compraron cervezas para tomar aliento y valor para lo que se les viene encima; el resto nos subimos a unas lanchitas pintadas de colores y atravesamos el imponente río Usumacinta a contracorriente, escuchando a los monos aullar desde las copas de los árboles. “Bueno, yo aquí los dejo, a partir de aquí van bajo la responsabilidad de otra gente”, dijo a su rebaño el coyote del mostacho. “¿O sea que los papelitos que nos dio ya no valen?”, preguntó una hondureña. “No, ya no”, respondió el coyote, se empinó una cerveza hasta el fondo y lanzó la lata al agua.

Al poner un pie en México, los migrantes comienzan a desaparecer, a alejarse de las carreteras transitadas. Los que han pagado un servicio caro, serán transportados en vehículos por rutas vigiladas. Los demás buscarán veredas y escondites.
Al cruzar la frontera de México, los migrantes empiezan a desaparecer. Algunos son detenidos

En la caseta migratoria mexicana de Frontera Corozal, puesta a unos pocos metros de la ribera del río, había —como en la estación guatemalteca de Bethel— un muy inexperto señor de jornada laboral relajada, solo que este, en lugar de comer, reposaba en una hamaca. Luego de que interrumpiéramos su paz, le tomó un tiempo monumental procesarnos el ingreso: tropezó una y otra vez con el programa informático con el que a todas luces no estaba muy familiarizado. “No, no es mucha la gente que sella aquí”, reconoció, y desde la altura de su árbol un mono lanzó su aullido ronco.

Pasados unos días, me reencontré con Byron y sus parientes en el municipio de Palenque, en Chiapas. Habían conseguido sortear a las autoridades y planeaban escapar del sur subidos en La Bestia, “el tren de la muerte”. Los vi partir después, entre los chillidos aterradores de aquella máquina herrumbrosa, armados de valor y de botellas de agua, junto a medio centenar de hombres y mujeres con miradas hoscas, alertas, como animalillos furtivos.

Otros más llegaron a Palenque con los zapatos rotos y los pies desollados. Un grupo de muchachos, muy proclives a cantar rancheras, fueron asaltados en Babilonia: un amasijo de casas muy pobres que sirven de atajo para sortear los controles migratorios. “Pensé que nos iban a matar a machetazos, que iba a ver cómo mataban a mi primo”, me dijo —todavía con el susto temblándole en la boca— uno de ellos.

Otros fueron detenidos por la Guardia Nacional, cuando viajaban ocultos en un camioncito. Los atrapó un pomposo operativo militar: al menos cuatro vehículos repletos de hombres en verde olivo y armas largas. Los migrantes fueron “rescatados” y metidos en “perreras”, como se conoce a los busitos-cárcel del Instituto Nacional de Migración. El conductor fue esposado y detenido.

Esta ruta —que comienza adentrándose en los Estados de Chiapas, Tabasco y Veracruz— es normalmente usada por migrantes hondureños. Los guatemaltecos suelen entrar por un recorrido temible, a unas seis horas de distancia de Palenque. Es uno de los trayectos menos vigilados por las autoridades y con mayor presencia del gran crimen organizado mexicano. Para avanzar hacia el norte, los centroamericanos deben ingresar por La Mesilla, una frontera casi inexistente, atravesar un poblado llamado Carmeshan y seguir por el municipio de Frontera Comalapa, señalado como un punto rojo en el camino.

Maya Casillas, una de las pocas, de las muy pocas, personas que se dedica a la defensa de los migrantes en esta ruta, habla de Frontera Comalapa con terror: de los tantos espantos posibles, ese lugar se especializa en esclavizar mujeres para explotarlas sexualmente. Maya relató el caso de dos hondureñas forzadas a prostituirse, que cuando quisieron escapar fueron interceptadas por un pandillero del Barrio 18 y amenazadas de muerte. Mientras Maya nos contaba su relato, esas chicas seguían siendo esclavizadas. Según ella, la Fiscalía lo sabe, las autoridades del municipio lo saben, la policía lo sabe, pero están coludidos. “Y ojo con el municipio de Maravilla Tenejapa, ese es todavía peor que Comalapa de la Frontera”, dijo, y me pregunté cómo puede ser eso posible.

A cuatro horas de distancia, en dirección al océano Pacífico, está la ruta que solía ser usada por los migrantes salvadoreños que atravesaban en balsas de neumático el río Suchiate para llegar a Ciudad Hidalgo y caminar hasta Tapachula. En realidad, no era un cruce rodeado de dramatismo: los migrantes centroamericanos pasaban a todas horas, en lanchitas que todo mundo puede ver desde el puesto fronterizo. Al llegar a México tenían un pequeño respiro de paz en la ribera del río, donde podían comer un taco para animarse a entrar en aquel país.

Pero desde que México blindó su frontera sur, el Suchiate parece territorio en guerra: humvees llenos de militares armados recorrían la ribera, de poco más de un kilómetro, sembrada de tiendas de campaña militares y de agentes migratorios que patrullan todos los puertos de llegada de barquitas, desde el elocuente paso del Coyote, pasando por Palenque, El Limón, Los Rojos, hasta Los Cascajos.

Los lancheros se quejaban, porque antes de la militarización de la frontera sur, hacían cinco viajes con sus barcas, y ahora solo dos; el señor que vendía tacos en su carretón Taquería Royer, solía vender de cinco a seis kilos de tortillas diarias y ahora dice que, con suerte, vende dos. Sobreviven apenas, ofreciendo viajes y tacos a las personas que transportan productos mexicanos de contrabando hacia Guatemala. Nadie tiene un solo gesto restrictivo para los contrabandistas; los migrantes, en cambio, deben jugarse el cuero río abajo, por pasos solitarios y acechados.

El paso del Coyote

Hoy Tapachula está llena de migrantes cubanos, haitianos y africanos que han quedado atrapados en los limbos legales inexpugnables y deambulan por la ciudad como piezas que no encajan.

En las oficinas del Servicio Jesuita para los Refugiados se agolpan todos los días decenas de migrantes extracontinentales buscando alguna luz y la asesoría de abogados que no dan abasto. Once niños muy niños jugaban a hacer el sonido de los animales en el patio de aquella institución. Un pequeñín de unos cinco años imitaba el sonido de un pavo, para el deleite de unas niñas de un color diferente al de él: gorgoteaba como él sabe que hacen los pavos y durante unas horas era solo un niño, incapaz de distinguir la raza de sus pequeñas amigas, y no un migrante indocumentado a merced de horrores que no podría imaginar.

Salvador Lacruz, coordinador del Centro Fray Matías, una ONG de ayuda a los migrantes, describió una situación que se balancea peligrosamente en la frontera del colapso: “El trabajo aquí en Tapachula no tiene condiciones dignas para los mexicanos, para los centroamericanos es de semiesclavitud… Hemos registrado tortura en los centros de reclusión de migrantes… No hemos atendido aquí a un solo salvadoreño que no huya de violencia extrema”.

Todos los migrantes que dejé cientos de kilómetros atrás, en la ribera mexicana del Usumacinta, viajarán por el extenso e inclemente México, un país que prometió detenerlos a como dé lugar, a cambio de que el presidente Trump retirara su amenaza de establecer sanciones económicas en su contra. Recorrerán miles y miles de kilómetros, sortearán trampas incalculables y finalmente intentarán penetrar a escondidas en el ansiado territorio estadounidense. Cuando los vi por última vez, ninguno de ellos sabía que es muy probable que terminen de vuelta en el país que acababan de dejar, porque en las alturas —que parecen inalcanzables desde esta selva— se han firmado papeles que lo declaran seguro.

El 13 de agosto, 18 días después de que entrara a México a bordo de una lancha, Byron me escribió desde Caborca, en el Estado de Sonora, al norte del país. Permanecería ahí unos días, intentando cruzar otro río, para entrar a los Estados Unidos. Diez días después, recibí este mensaje: “La verdad estamos en la frontera, ya lo intentamos, pero está muy perra la migra. Estuvimos seis días casi a la orilla de la línea de EE UU, entramos, pero nos correteó la migración, se nos acabó la comida y tuvimos que regresarnos. Mañana o pasado, si Dios lo permite, vamos a volver a intentarlo”. Eso fue lo último que supe de él. Nunca más conseguí contactarlo.

En los siguientes dos meses, desde que entré a México aquel 26 de julio, El Salvador y Honduras —dos de los países más violentos del mundo— firmaron tratados similares al de Guatemala y así, de un plumazo, el triángulo norte de Centroamérica se convirtió en tiempo récord en un territorio “seguro” o en un muro planificado desde el norte.


















Los migrantes que cruzaron el muro del sur