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Lágrimas



No sabes quién es importante
para ti mientras no lo pierdes.
Mohandas Gandhi.

He asistido a muchos funerales y en todos ellos, independientemente del dolor que me causaran, siempre me consoló la suerte de no haber sido yo el difunto. Esta vez no fue así porque estaba seguro de merecer yo el ataúd más que la persona cuyo cuerpo iba dentro.

Cuando el cura terminó su rutina sobre Lázaro, la otra vida y demás tópicos que repetía de memoria, el ruido seco de las paladas de tierra se confundió con los gimoteos de mi hermana, de mis primas, de mi tía Mercedes… Ni tíos ni primos ni vecinos lloraron porque, ya se sabe, los hombres no lloramos. Ni siquiera yo, que soy especial.

Se suelen asociar los entierros con la lluvia por aquello de que también el cielo lamenta la muerte del fallecido. Los paraguas que aquel día se abrieron entre las tumbas del cementerio de mi pueblo solo protegían del sol. El cielo no lloró y yo tampoco; estoy acostumbrado a ocultar mis sentimientos. Las gafas oscuras que me puse al salir de la iglesia para que creyeran que ocultaban mis lágrimas, ocultaron en realidad la vergüenza de no mostrar dolor por la muerte de mi padre.

De vuelta almorzamos en aquella casa que treinta años atrás también había sido mía y mientras tomábamos el café, mi hermana me preguntó si me quedaría con el olivar de Fuentelfresno o las huertas de la Vega. Le dije que no quería nada porque las atenciones que tuvo con nuestros padres durante tantos años que viví en el extranjero valían más que lo que ellos hubieran dejado, aunque fueran diez millones de euros. Mi hermana disimuló su alegría fingiendo sorpresa. Mi cuñado arqueó las cejas y no dijo nada. Ella me preguntó cuánto tiempo me quedaría en el pueblo. Dije que hasta que renunciara ante notario a mi herencia.

El desfase horario me tenía soñoliento y me retiré al dormitorio que me habían asignado. Cerré la puerta y la ventana y me acosté vestido pensando dormir un par de horas, pero el recuerdo de mi padre me espantaba el sueño. Él sufrió mis travesuras infantiles y mi conducta juvenil más que mi madre. Ella supongo que se sentiría como una gallina que hubiera puesto un huevo del que salió un pato, pero se desahogaba llorando, buscando motivos y colocando mi retrato junto a las velas que le encendía a la Virgen del Carmen. Él se tragaba en silencio mis rarezas y los argumentos y devociones de ella. 

Me compró un montón de juguetes masculinos un día que me vio jugando con una muñeca de mi hermana. Aunque venía cansado del trabajo se empeñaba en patear conmigo aquel balón de reglamento que trajo para mí de la capital de la provincia. ¡La cantidad de cosas que hizo tratando de corregir aquel «defecto» con el que yo había nacido!

Cuando cumplí 20 años les confesé a ambos lo que era evidente: mi homosexualidad. Mi madre, que todavía abrigaba la esperanza de que aquel pato se convirtiera en pollo, lloró como si me hubieran diagnosticado un cáncer. Tuve que explicarle que nunca me iba a ver con ropa femenina ni haciendo nada que pudiera avergonzarlos, que la única diferencia con los demás de mi edad era que no me entusiasmaban las muchachas. Él ya había asumido que lo mío no tenía cura.

Se supo que yo «andaba liado» con Felipe, un colega de un pueblo cercano. Perdí los pocos amigos que me quedaban, fui objeto de burlas y la situación se hizo insostenible. Lo pasé mal, pero estoy seguro que mis padres lo pasaron peor. Cuando les dije que pensaba irme del pueblo, mi madre volvió a los sollozos, pero a mi padre le pareció bien porque no tendría que soportar a la pandilla de ignorantes de los que estábamos rodeados. Corrían los años cincuenta y en la España franquista no faltaban los energúmenos que hubieran querido repetir conmigo lo que le hicieron a García Lorca.

Australia necesitaba mano de obra y su gobierno daba facilidades para los inmigrantes europeos. Felipe y yo abordamos un barco que nos llevó donde nadie se avergonzara de nosotros y allí vivimos muchos años exiliados de nuestras familias.

Luchamos sin descanso en aquel país hasta que logramos una satisfactoria posición económica.

Mi madre murió sin comprender a su hijo. Cuando hablábamos por teléfono siempre me preguntaba si me trataban bien y si seguía «junto con ese muchacho». A mi padre le interesaba más saber dónde vivía, en qué trabajaba y cosas así. Nunca dejé de comunicarme con él, desde aquellos años en que las «conferencias telefónicas» eran carísimas hasta cuando nos podíamos comunicar con más facilidad. Él siempre me asesoraba y hasta me envió el dinero necesario para mi primer negocio. Incluso cuando la demencia senil le impidió aconsejarme, cada vez que yo emprendía algún asunto pensaba primero qué habría hecho él en mi lugar. 

Fue la brújula que me impidió naufragar durante toda mi vida y se lo había llevado un infarto antes de que pudiera despedirme de él. Eso me producía una sensación de orfandad, de soledad, de vacío… Era como si me hubieran arrancado el alma.

La oscuridad del cuarto fue piadosa con mi dolor y me ayudó a dormir. Cuando me llamaron para cenar me di cuenta de que la almohada estaba empapada con mis lágrimas.