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Turquía y Rusia, el acercamiento de dos repudiados de Europa

Nazanin Armanian

www.publico.es/081214

 

La política exterior de Tayyip Erdogan puede servir para diagnosticar los profundos cambios que tras el fin de la Guerra Fría están sucediendo en las relaciones internacionales y en el equilibrio de fuerzas en el mundo.

 

A pesar de que a Turquía se le denomina “el único Estado musulmán de la Alianza Atlántica”, es obvio el poco (o nulo) peso que tiene la religión en las tácticas y estrategias del país. La brújula de los andares de este gran país, no ha sido otra que los intereses económico-políticos de un capitalismo expansionista gestionado por la burguesía conservadora religiosa o laica, aunque muy dinámica.

 

Durante las últimas semanas, jugando el papel de los grandes sultanes de antaño,  un Erdogan consciente del lugar que ocupa su país en el mapamundi,  recibía en su mega palacio faraónico al estadounidense Joe Biden, dirigente de la aún principal superpotencia global; al Papa Francisco, jefe del diminuto y poderoso Estado Vaticano; y a Vladimir Putin, presidente de una Rusia con la viva memoria de la superpotencia soviética, que se atreve a hablar de “tú a tú” con la OTAN, la temible alianza militar planetaria.

 

Desde su privilegiada posición, ubicada entre los Balcanes, el Cáucaso, Oriente Medio y el Golfo Pérsico; entre árabes, persas, judíos y kurdos, y entre los llamados “mundo musulmán y mundo cristiano”, Turquía parece disfrutar jugando todas esas cartas, con escasos aciertos, y graves y trágicos errores.

 

¿Aliado de EEUU? Sí, pero no tanto

 

A pesar de que al comienzo de su mandato un Barak Obama que confundía las teocracias islámicas (que son cuatro)  con los mandatarios de fe islámica que ejecutan leyes mundanas (que son la mayoría) empezó a señalar a Turquía como el modelo ideal de un Islam democrático versus Arabia Saudí o a Irán. Su respaldo a los Hermanos Musulmanes, que con  su chaqueta y corbata maquillan el oscurantismo religioso (sobre todo, en su dimensión misógina) con el neoliberalismo moderno, hundía sus raíces en esta incomprensible confusión, entre otros simplismos que cometen también las fuerzas progresistas de Occidente.

 

Sin embargo, los clavos en el ataúd de las buenas relaciones Ankara-Washington empezaron a ponerse cuando los turcos se opusieron a las sanciones contra Irán —su gran socio comercial— y con el apoyo incondicional de EEUU a Israel —tanto en el incidente de la flotilla propalestina como en los continuos ataques militares de Netanyahu a Gaza—.

 

El corto tiempo que duró la luna de miel entre ambos gobiernos, lo poco que se tardó en abortar las aspiraciones democráticas de los que lucharon por una democracia política y económica en las “Primaveras Árabes”, se quedó en una anécdota: los Hermanos Musulmanes (HM) perdieron la oportunidad de hacerse con parte del poder en los nuevos regímenes.

 

La única esperanza que aún alberga Erdogan es Siria. Quizás ya no quiera instalar en Damasco a sus correligionarios de los HM; se conformaría con ver la caída de su antiguo amigo Bashar Al Assad por haber desoído sus consejos de buen gobierno. Para ello ha recurrido a todos los medios salvo al envío de tropas. Incluso ha respaldado al Estado Islámico, al que llama “la organización de los  aterrorizados”, que no grupo terrorista. Se trata de una simple cuestión psicóloga, de su orgullo personal, y no le ha importado participar en la carnicería desatada contra el pueblo sirio.

 

Dejar de bailar al  son de la OTAN

 

Los generales americanos están estudiando la creación de una zona de amortiguamiento terrestre en la frontera turco-siria, mientras el presidente turco había exigido una de exclusión aérea, ignorando el sistema de defensa aérea de Assad, apoyado por la tecnología y la base militar rusa en el Mar Mediterráneo.  Puede que Obama pensara que el propio Erdogan iba a encargar al poderoso Ejército turco la tarea de acabar con Assad y  solucionar el conflicto. 

 

El líder turco puede morir en el intento, pero no es suicida: ni podrá implicarse directamente en la masacre de decenas de miles de civiles, ni enfrentarse a Irán y Rusia. De modo que la Casa Blanca se ha inventado una nueva solución: regionalizar la guerra creando un nuevo ejército de mercenarios locales, entrenados en Arabia Saudí y dirigido por el Pentágono, con el fin de re-ocupar esta estratégica región, acechando a Irán mientras planea desmantelar la Federación Rusa —o, al menos, forzar al presidente Putin para que liberalice su economía, debilitando el capitalismo de Estado que le ha permitido mitigar el desastre económico y social que dejó tras de sí el caso creado por quienes, a toda prisa, desmantelaron la URSS—.

 

Aun así, Turquía parece optar por una relación horizontal con EEUU y no comportarse como si fuera su satélite. Así, autoriza la instalación de los sistemas de radar de la OTAN que apuntan a Rusia en su territorio, sin dejar de ampliar los lazos con Moscú y Pekín ni de barajar la entrada en la centroasiática Organización de cooperación de Shanghai.

 

Es más, compra sistemas de defensa antimisiles FD-2000 a China por valor de 3.400 millones de dólares (que permite a los militares chinos, además, entrar en el sistema militar de un país de la OTAN) y forma parte de la iniciativa china de la Nueva Ruta de la Seda (que engloba una amplia red de ferrocarriles de alta velocidad y autopistas y una ruta marítima que conectará aquel gigante con Europa y en cuyo paso tendrá ramificaciones también por Irán si los actuales conflictos en la zona permiten llevar a cabo el proyecto).

 

EEUU carece, a toda luz, de la influencia que tenía en la era de la Guerra Fría para ejecutar sus planes. Y Turquía tampoco se ha dado cuenta del fracaso total de sus políticas en la región, que incluso pueden amenazar su estabilidad interna.

 

La ofensiva de Putin

 

Una semana antes del nuevo atentado de los  Muyahedines chechenos —que gozan del respaldo de Arabia Saudí  y Occidente—, el presidente ruso sorprendió al mundo, incluido a sus propios ciudadanos, con dos gestos: anunciar la suspensión del proyecto del gaseoducto South Stream, y, encima, hacerlo en Turquía. Este gaseoducto, cuya construcción empezó en 2012 en Rusia, iba a rodear Ucrania, transportando el gas desde el Mar Negro y Bulgaria hasta alcanzar el Sur de Europa. Con un estimado coste total de 32.000 millones de dólares, la empresa rusa Gazprom era propietaria del 50% del proyecto y el resto se repartía entre la italiana ENI, la francesa EDF y la alemana Wintershall.

South Stream fue saboteado, al igual que el proyecto Nabucco,  según Moscú, por las presiones de EEUU a la Unión Europea en el marco de  la política de aislamiento energético de Rusia,  aunque el motivo oficial que esgrimió la Comisión Europea fue que la tubería incumple la ley que impide que las compañías extranjeras sean propietarias de gaseoductos en tierras comunitarias.

 

Puede haber otros motivos: el plan de EEUU para ser el principal proveedor de gas a Europa, el temor de la UE a que los viejos socios de Moscú del espacio socialista regresen al Kremlin, a que el Parlamento húngaro, desafiando a Bruselas, apruebe la construcción del tramo de South Stream —a pesar de la escasa incidencia sobre su economía—.

 

También puede deberse a que la subcontratación daba prioridad a compañías rusas y búlgaras, dejando a las occidentales al margen; a que la propia Rusia hubiera abandonado el costoso proyecto a causa de la falta de presupuesto por el dumping del precio del petróleo (que  puede descender hasta 45 dólares el barril) y la caída del valor del rublo, e incluso a que el anuncio haya sido un farol para provocar una reacción positiva de Bruselas a reconsiderar su veredicto para que tantos millones de euros vayan a la UE en vez de a Turquía.

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Sea como fuere, la oferta de Putin a Erdogan es muy suculenta: un descuento del 6% en el precio del gas que le vende (los turcos piden un 15%), potenciar el gasoducto turco de BOTAS y el Blue Stream que une ambos países, ampliar su red de tuberías, e incrementarle el suministro de gas; construir la primera central nuclear de Turquía por el valor de 20.000 millones de dólares; potenciar el poderío espacial turco con el lanzamiento de Turksat-4B —un segundo satélite de telecomunicaciones en 2015 que seguirá al Turksat-4A  enviado por  un cohete ruso—.

Este posible cambio de trazado, además, no afectará al suministro de gas a Europa —que actualmente fluye por los gaseoductos Nord Stream y Yamal y que se haría a través de Turquía y de Grecia—.

 

Putin conoce las fluctuaciones mentales de Erdogan, quien aún no ha dicho “sí, quiero” a su propuesta. Quizá porque así ofrece un margen a EEUU para que le satisfaga en el caso de Siria, o quizá espera recibir una oferta mejor por parte de los saudíes y qataríes a cambio de dar la espalda a Moscú. Pero, en caso de que firme este acuerdo, Turquía, además de impulsar su economía, se convertirá en el cinturón económico de Eurasia, enviando gas a Europa y aumentando su peso en la arena internacional. Rusia, por su parte, cambiaría su dependencia de Ucrania por Turquía y quizá pueda influir sobre la política exterior de su socio turco.

 

En esta batalla de sanciones contra Rusia, además de países como Turquía, también gana la producción nacional rusa, al igual que los nuevos proveedores extranjeros de diversos productos, como Marruecos e Israel, que le envían verduras y frutas sustituyendo a España y Grecia. Pierden Gazprom, las empresas inversoras europeas y también los Estados que percibían ingresos por el tránsito del gas ruso por su suelo.

Movimientos sobre el tablero que arrancan miles de vidas a beneficio de quienes mueven fichas desde sus despachos.