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Desenmascarados por Lady

El arresto y posterior liberación del exagente de la CIA es mucho más que un incómodo incidente diplomático a tres bandas. Para todos supone un breve momento de honestidad en las relaciones globales de poder.

Ángel Ricardo Martínez
www.prensa.com/280713

Decía Albert Einstein que la coincidencia es la manera de Dios de permanecer en el anonimato. Y en el mundo post-11/S, en el que Estados Unidos (EU) lucha desesperadamente por evitar la disolución de su soft power a nivel mundial, pocas cosas pudieron haber sido más inoportunas que la detención de Robert Seldon Lady, exjefe de la CIA en Milán, en la frontera entre Panamá y Costa Rica el pasado día 17.

Seldon Lady, ya se sabe, había sido juzgado y condenado en ausencia en Italia por el secuestro de Abu Omar –un clérigo musulmán egipcio– en las calles de Milán. El hombre llevaba fugitivo desde 2005 –cuando abandonó Italia– y había pasado su tiempo entre EU, Honduras (su país de nacimiento) y Panamá, pero una serie de factores llevaron a su breve detención –y al anuncio de esta por parte de las autoridades italianas– en la mencionada frontera.

En medio del misterio, Seldon Lady fue puesto en un avión rumbo a EU el viernes 19. El caso, aparentemente resuelto, plantea una infinidad de interrogantes, pero su verdadera importancia es que constituye uno de esos raros episodios que nos obligan a todos a quitarnos las máscaras con las que, como escribió Kierkegaard, intentamos burlarnos para siempre de la vida.

La primera en ser expuesta ha sido la prensa mundial, creadora de narrativas y adicta a lo inmediato y lo políticamente correcto. “Emplea el lenguaje que quieras y nunca podrás expresar sino lo que eres”, dijo Ralph Waldo Emerson. Solo así puede entenderse que en la mayor parte de los reportes publicados y compartidos por todo el (ciber) espacio sobre el incidente, lo verdaderamente importante se exprese como una idea tardía: Abu Omar, escriben, “dice que fue torturado por los servicios egipcios de seguridad”.


La pasión de Omar

Omar –cuyo verdadero nombre es Hassan Mustafa Osama Nasr– “dice” que fue torturado, pero cuando una reportera de El País lo entrevistó en 2007, pudo ver que el hombre tenía problemas de incontinencia y solo un 30% de audición en ambos oídos. Por casi cuatro años fue atormentado de la manera más salvaje: metido en una celda de 2 metros por 1.5 metro, las cucarachas se paseaban por su cuerpo. Lo colgaban boca abajo (“como una oveja sacrificada”, contó) y lo sometían a cambios extremos de temperatura. Le colocaban electrodos en el cuerpo, incluso en los genitales.

Fue víctima de una infame técnica de la “inteligencia” egipcia en la que se le ataba a un colchón lleno de agua cuyos resortes eran luego electrificados. Fue sodomizado dos veces e intentó suicidarse en tres ocasiones. Cuando sus oídos no estaban siendo reventados por la música que lo forzaban a escuchar para que no durmiera, podía escuchar los alaridos de los demás infelices que, como él, eran lenta y cruelmente destruidos en la prisión de Al Tora, al sur de El Cairo.

El caso de Omar ejemplifica a la perfección el pantano moral en el que Washington se zambulló –salpicando al mundo entero– después del 11/S. Un pantano en el que los patriotas terminan como criminales y los terroristas acaban siendo víctimas. La fascinante saga que comenzó con el secuestro del egipcio –basado en su relación con varios grupos militantes islamistas, entre ellos Al Qaeda– y que terminó con el primer juicio criminal a agentes de la CIA, es recogida en el libro A Kidnapping in Milan (Secuestro en Milán), publicado en 2010 por el periodista Steve Hendricks, y en el detallado artículo “Blowback”, escrito por Matthew Cole y publicado en 2007 por la revista GQ.

En ambas publicaciones, Hendricks y Cole describen cómo fue posible que la CIA tomara la arriesgada –y arrogante– decisión de llevar a cabo un secuestro en un país aliado, cómo una simple llamada telefónica –de Omar a su esposa, desde Egipto– sirvió para construir el caso y cómo la torpeza y el descuido de los agentes involucrados, incluyendo a Lady, pusieron las condenas en bandeja de plata: de los 26 agentes de la CIA imputados en 2007, 23 fueron condenados a prisión dos años después (tres de ellos gozaban de inmunidad diplomática). Robert Seldon Lady, por ser el jefe de la estación y haberse retirado (en 2004, antes que todo explotara), recibió ocho años.

Para cuando las condenas fueron anunciadas, ninguno de los agentes estadounidenses se hallaba en suelo italiano. Desde 2009, el baile de apelaciones ha sido intenso. Pero más allá de los detalles, es imposible subestimar el significado del caso Abu Omar: en el mundo del espionaje, el simple hecho de nombrar a un agente ya es una ofensa. Condenar a prisión a 23 de ellos, encima aliados, rebasa todos los límites y constituye una de las mayores vergüenzas de la historia de la CIA.

El calvario de Bob

El gran damnificado fue Bob Lady, cuya sentencia fue aumentada recientemente a nueve años, con una orden internacional de arresto emitida en diciembre. “No soy culpable. Solo seguí órdenes de mis superiores”, afirmó en una entrevista con Il Giornale en 2009. Para Lady, que había planeado retirarse en Italia, no ha sido fácil aceptar el destino. “Me consuelo a mí mismo recordándome que yo era solo un soldado, estaba en guerra contra el terrorismo”. Irónicamente, Hendricks y Cole coinciden en que Lady nunca estuvo de acuerdo con el secuestro de Omar.

Según varios perfiles, Lady fue un agente ejemplar. Nacido en 1954 en Honduras, de madre hondureña y padre estadounidense, contaba con un background multicultural y multilingüe –“si le hablabas en inglés era americano, si le hablabas en español era latino”, recordó un conocido– que le permitió, tras una breve etapa como policía, ser reclutado por la CIA a principios de los 80 y participar en operaciones en Centroamérica, incluyendo el Irán-Contra. Algunos reportes indican que estuvo también involucrado en otro gran escándalo, el Nigergate, en el que el Gobierno estadounidense utilizó documentos falsos para “probar” que Saddam Hussein había realizado compras de óxido de uranio al Gobierno de Níger.

Para Lady –que entre 2001 y 2003 convirtió la estación de Milán en una de las más productivas–, la CIA era “la vanguardia de la democracia, el trabajo más grande” que tuvo. El exespía considera que la justicia italiana cruzó líneas que no deben cruzarse en el caso Abu Omar. Después de todo, dijo a Il Giornale, el espionaje es ilegal, pero todos los países lo autorizan. “Trabajé en inteligencia por casi 25 años y prácticamente nada de lo que hice fue legal en el país donde ocurrió (...). Es una vida de ilegalidad, pero hay instituciones estatales en todo el mundo que tienen profesionales en este sector, y debemos cumplir con nuestro deber”.

Ese sentido del deber fue puesto a prueba en los últimos años. La CIA sigue negándose a admitir que él era su hombre en Milán, que se oponía al secuestro, que desestimaron su criterio o cualquier otro aspecto relacionado con la operación. Incluso un exoficial de la agencia dijo que Lady fue amenazado para que no admitiera su rol en el secuestro. Y su calvario no ha terminado ahí. “La agencia me dijo que me quedara callado y dejara que todo pasara. Pero no está pasando (...). Nadie me ha llamado para darme apoyo. Nadie me ha ayudado. Sigo pensando, al diablo, no tengo nada que perder”, le confesó a Matthew Cole en 2007.

La decepción que se desprende de las palabras de Lady y la falta de apoyo –emocional, legal, económico– podrían explicar su necesidad de estar en constante movimiento, algo que le costó el abandono de su esposa tras más de 30 años de matrimonio. “No la culpo”, explicó en la misma entrevista. “Ha estado viviendo con un tipo frustrado e impotente (...). ¿Por qué iba a seguir aguantándoselo?”. Esta imagen de Lady, totalmente opuesta al 007 que reside en nuestros sueños, podría explicar algunas de las cosas más llamativas, como su aparente falta de cuidado, de su detención en Panamá, un país del que entraba y salía sin restricciones.

Es difícil establecer la cadena de sucesos y errores que terminaron con el anuncio, por parte de la justicia italiana –presumiblemente para poner presión sobre Panamá–, del arresto de Lady. Sea como haya sido, el desenlace ha puesto de relieve cosas que todos preferiríamos callar pero que, de vez en cuando, asoman para recordarnos que son reales.

A medianoche se caen las máscaras

El primer y más obvio debate se centró en la actitud estadounidense. Para gran parte de los analistas, el caso Seldon Lady expone la hipocresía estadounidense cuando intenta obtener la extradición de Edward Snowden. “Nos gusta la ley cuando los resultados nos son favorables, pero cuando no lo son tendemos a ignorarla”, opinó el coronel Morris David, exfiscal jefe en Guantánamo y profesor de la Universidad de Howards.

Otros creen que EU actuó correctamente en ambos casos y señalan una diferencia fundamental entre Snowden y Seldon Lady. “Para mí son casos opuestos. Snowden utilizó su acceso para filtrar programas secretos y luego escapó. Ahora intentamos traerlo para que enfrente a la justicia. Al otro lado del espectro está Lady, que hizo el trabajo que el Gobierno le asignó. Y lo estamos trayendo a casa para que no vaya a prisión”, opinó J.D. Gordon, antiguo portavoz del Departamento de Defensa, que agregó que las cortes italianas son “demasiado izquierdistas”.

Por encima del debate, no obstante, está el hecho imposible de negar: Washington presionó a Panamá para que le “devolviera” a Lady, aun a sabiendas de la humillación que representaba para Italia. Panamá lo hizo e Italia lo tuvo que aceptar. EU, entonces, impuso su voluntad no solo porque quiso, sino porque pudo. En palabras de David, “somos el niño grandote en el parque. ¿Quién nos va a decir que no lo hagamos?”.

Para los que se limitan a aceptar el statu quo mundial, la resolución del caso fue la menos mala. Para el Financial Times, el retorno de Lady “puso un rápido fin a lo que pudo ser un vergonzoso incidente político para la administración Obama”. Por su parte, el Corriere della Sera escribía en un editorial que probablemente habría habido “cierto alivio” en Roma –en el Órgano Ejecutivo– con la decisión de Washington, y que un país como Italia, “expuesto a amenazas terroristas”, no debe “poner en peligro su relación con EU”.

Pero no todos han sido tan benevolentes. El diario La Repubblica, por ejemplo, tituló un editorial “La humillación del aliado”. El incidente –agravado por la cooperación italiana en el desplante al presidente boliviano, Evo Morales, a pedido de Washington– ha servido, más que para reflexionar sobre el modus operandi de la única potencia global, para hacer una profunda autocrítica de la posición italiana a nivel internacional. “Italia no goza de credibilidad entre los más altos”, aseveraba La Repubblica, que achacaba a diversos escándalos –el del Costa Concordia entre ellos– la creación de una imagen de “país poco fiable”.
Nada más lejos de la actitud panameña, donde las autoridades han mantenido una mezcla de silencio y declaraciones erráticas y poco creíbles, una actitud a mitad de camino entre el pánico y la vergüenza. Una actitud, además, que chirría mucho más al ser comparada con el altísimo rol mediático jugado por varios oficiales, con el presidente Martinelli a la cabeza, en el caso del buque norcoreano.

El incidente, en realidad, no ayuda para nada a la imagen panameña. Más que en la eventual (y lógica) satisfacción de los deseos estadounidenses, valdría la pena reflexionar en qué clase de criterios diplomáticos se usaron para permitir que un prófugo internacional se estableciese de manera legal en nuestro país e incluso obtuviese una cédula. La comparación con Costa Rica, que se sacó la papa caliente con una velocidad asombrosa, es especialmente sonrojante.

En el cálculo final, sin embargo, Panamá no gana ni pierde. “Nadie va a pensar mal de Panamá por hacer lo que hizo”, opinó un experto que prefirió permanecer en el anonimato. “El único afectado negativamente puede ser [el presidente Ricardo] Martinelli, que podría perder cualquier favor del que haya gozado, a través de contactos o socios, con la justicia italiana de cara a los procesos en los que está involucrado”.

Las aristas del caso Seldon Lady son muchas, pero todas, como los caminos que conducen a Roma, terminan en la tortura de Abu Omar a manos de las fuerzas de Mubarak. La tortura de Omar, a su vez, conduce a las monstruosidades que la CIA, y por ende Washington, han cometido en su histeria antiterrorista. Y esas monstruosidades, finalmente, apuntan a la decadencia moral de un país que, por encima de sus condiciones geopolíticas, ganó la Guerra Fría por su adherencia –al menos de cara al público– a unos ideales que ahora parecen ya no valer nada.

Ayer fue Abu Ghraib y hoy son los drones, Edward Snowden o Seldon Lady. Mañana será otra cosa, pero todo apunta hacia lo mismo: en el mundo post-11/S, Washington se encuentra definitivamente cara a cara con su dilema más importante: el complejísimo balance entre los ideales de su naturaleza republicana y las realidades del poder de un imperio global.

El manejo de un imperio que se cree república (bien lo saben los romanos). Es un dilema que ha logrado posponer por mucho tiempo y por muchos motivos, pero que hoy, solo ante el espejo y ante un mundo que exige un liderazgo ejemplar, lo empieza a consumir por dentro. ¿Cuál es el verdadero EU? ¿Cuál es la máscara? Tarde o temprano lo sabremos. Porque, como escribió Kierkegaard, nadie puede reírse de la vida para siempre.
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