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No son 30 pesos, son 30 años


Susana González* Y Pablo Seguel**

Lo que partió como una protesta por el alza en la tarifa del Metro en Santiago, en una semana se transformó en la mayor movilización en la historia del país. Sebastián Piñera pasará a la historia como el mandatario que declaró una guerra imaginaria contra ciudadanos desarmados con saldo de 3 mil 162 detenidos, mil 51 heridos de bala, 17 personas muertas por acción o inacción del gobierno. También lo será por haber sido el presidente al que 1.3 millones de personas en las calles de Santiago y un millón en regiones demostraron su repudio con la mayor manifestación de la historia bajo la consigna: No son 30 pesos, son 30 años.

Los hechos. Al anunciar el alza de 30 pesos en la tarifa del Metro, que alcanzó 1.10 dólares, la respuesta no se hizo esperar. Los estudiantes secundarios llamaron a evasiones masivas en este medio de transporte el 7 de octubre, en una semana se realizaron al menos 52 manifestaciones de este tipo. El gobierno de Piñera no tardó en calificarlos de delincuentes y manejó la situación como un problema policial y judicial.

El viernes 18 de octubre y con las jornadas de evasión difundidas por diferentes medios, el gobierno decidió cerrar el Metro y resguardar las estaciones con 90 por ciento de la policía de Santiago, lo que colapsó el transporte público y aumentó la molestia en la población.

Conforme pasaban las horas, el conflicto se agudizó, las protestas se desplegaron en el centro de la capital y barrios residenciales. A las 20 horas se inició el primer cacerolazo masivo, que aumentó la tensión y comenzaron los primeros ataques incendiarios contra estaciones de Metro. Mientras Santiago desarrollaba la mayor protesta de su historia, Piñera comía pizza en el sector más acomodado del país. Se filtraron fotografías y creció así la rabia.

A medianoche, sobrepasado por las protestas, Piñera en cadena nacional tomó la fatídica decisión de declarar estado de emergencia en Santiago y facultó al general del Ejército Javier Iturriaga a restringir la libertad de movimiento y reunión.

La indignación ante dicha decisión significó que al día siguiente el conflicto se extendiera al resto del país. Diversos símbolos del neoliberalismo comenzaron a ser atacados, principalmente contra el Metro, locales de las aseguradoras de fondos de pensiones (AFP), bancos, peajes en autopistas, cadenas multinacionales como Walmart y ­supermercados.

La reacción nuevamente fue militar. Se instauró el estado de emergencia en otras dos regiones, además se decretó toque de queda, medida utilizada por última vez en Santiago en la dictadura cívico-militar de Pinochet. Tras horas de silencio, Piñera informó el fin al alza del pasaje del Metro, pero ya era demasiado tarde.

El domingo, con ocho fallecidos en las manifestaciones y un millar de detenidos, Piñera se dirigió nuevamente al país. En su discurso afirmó que el país se encontraba en guerra contra un enemigo poderoso. La criminalización de las manifestaciones aumentó el descontento y las protestas. Para el martes 22 de octubre, lo que se inició como una manifestación contra el alza del Metro se transformó rápidamente en una ­protesta nacional contra la precarización de la vida y las consecuencias sociales del neoliberalismo profundizado en los últimos 30 años.

Los días siguientes se realizaron marchas en las principales ciudades, una jornada de paro nacional entre el 23 y 24 y la mayor movilización de la historia de Chile el viernes 25. El resultado: un gobierno acorralado, sin iniciativa política y con la peor aprobación ciudadana de un gobierno democrático (14 por ciento, según la encuesta Cadem).

¿Cómo se gestaba ese malestar?

Chile es un país de ingresos medios altos, con una baja tasa de pobreza y un alto índice de desarrollo humano (PNUD). Pese a ello, la alta desigualdad excluye a los chilenos de los beneficios del modelo, basado en la privatización de las diversas esferas de la vida (salud, educación, pensiones, vivienda, agua potable, etcétera). Esto ha generado una sensación de grave injusticia, desprotección y segregación social, reforzado por una serie casos de corrupción estatal y política. Situaciones que no han tenido espacio en una institucionalidad construida y diseñada para resguardar a unos pocos y evitar transformaciones estructurales.

Luego de México, Chile es el país más desigual de la OCDE. El ingreso promedio del 10 por ciento más rico de la población es 19 veces mayor que el del 10 por ciento más pobre; 53.1 por ciento de los trabajadores del país gana menos de 550 dólares al mes y 80 por ciento de los mayores de 18 años está endeudado, y pagan millonarios créditos por estudiar en la universidad y para cubrir necesidades de salud (Fundación Sol). En promedio los aranceles universitarios son de 5 mil 500 dólares anuales, razón de fuertes movilizaciones sociales en los 2006, 2011 y 2014.

El actual sistema pensiones que es privado, ideado por el hermano del presidente, ha sido blanco de fuertes críticas; 82 por ciento de los montos de las pensiones no alcanzan la línea de la indigencia, más de 60 por ciento recibe una jubilación de entre 69 y 206 dólares; las pensiones de las mujeres son aún más bajas (Dictuc UC).

La privatización de los derechos en Chile alcanza niveles absurdos. Es el único país que ha privatizado las fuentes de agua dulce a grandes empresarios mineros y agrícolas, lo que genera graves sequías en poblados del país con duras consecuencias.

La percepción sobre la corrupción ha aumentado de la mano a la desconfianza en las principales instituciones del país y del sistema económico. Casos de colusión empresarial en rubros como el farmacéutico (2007-08), avícola (2016), papel higiénico (2014), se suman a una serie de casos de corrupción política, judicial (2019), policial (2018) y militar (2019).

La crisis está lejos de resolverse. La élite empresarial y política, salvo excepciones, no tiene la capacidad de responder el malestar de una ciudadanía que ha dicho basta. Los chilenos saben que el sistema es injusto, que beneficia a unos pocos y que los costos del mismo recaen en los trabajadores, por ello han dicho basta, no son 30 pesos, son 30 años.

*Cientista política
**Historiador y sociólogo