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Triunfo y crepúsculo del capitalismo


Alejandro Nadal




Antes de la gran crisis financiera de 2007 era raro escuchar hablar de capitalismo. El sistema social y económico existente en el mundo era considerado por la ideología dominante el resultado de un proceso natural. Si en alguna ocasión se hablaba de capitalismo era sólo para indicar que se trataba de un sistema ganador, un esquema de relaciones sociales que había triunfado sobre todos los demás (como lo demostraba el colapso del comunismo en la Unión Soviética). Hoy las cosas han cambiado.



A partir de la debacle de 2007 y del fracaso de la política macroeconómica para superar sus efectos negativos, hablar de capitalismo y de su evolución es algo común. Los reveses que sufre el capitalismo son múltiples y se necesita estar ciego para no percibirlos.



El primer fracaso se sitúa en el plano del crecimiento. Los economistas del establishment piensan que a raíz de la crisis estamos frente a un proceso de lento crecimiento o estancamiento secular. Pero lo cierto es que la tasa de expansión del capitalismo global ha venido disminuyendo desde hace más de 45 años. Entre 1972 y 2017 la tasa de crecimiento anual del PIB de los 20 países miembros de la OCDE disminuyó de 4.2 a 2.5 por ciento. Se trata de una tendencia de largo plazo y no de un problema coyuntural.



El segundo frente en el que fracasa el capitalismo se relaciona con la política económica. Es cierto que en las décadas de la posguerra la mezcla de política macroeconómica dio buenos resultados, pero hoy la política económica no es capaz de sacar a la economía mundial del entumecimiento. La política monetaria explora nuevos territorios mediante la inyección desorbitada de liquidez al sistema financiero, pero el efecto sobre la economía real ha sido muy débil o nulo (como en Japón durante los pasados dos decenios). Por su parte, la política fiscal no ha podido escapar del terrible dilema que le ha impuesto el sistema financiero global: si el Estado no disciplina sus finanzas, el mercado de capitales le castigará.



El tercer fracaso se relaciona con la única fuente de legitimidad social y política que tenía el capitalismo, a saber, su capacidad de mejorar el bienestar de las grandes masas de la población. Ese resultado no sólo depende de la acumulación continua de capital (hoy debilitada), sino de la redistribución de los logros económicos entre la población. Entre 1945 y 1975 el capitalismo desarrollado pudo elevar el nivel de vida promedio de la población. Sin embargo, desde 1973 el crecimiento de los salarios se estancó y el aspecto redistributivo del régimen de acumulación se transformó radicalmente. El ahorro neto privado comenzó a declinar, mientras aumentaba el flujo de crédito hacia el sector privado.



Los análisis de Wynne Godley demuestran que el incremento en la demanda agregada alimentado por el crecimiento del endeudamiento fue el principal factor detrás del crecimiento económico en Estados Unidos. A su vez, ese crecimiento estuvo ligado al abultado déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos y al endeudamiento externo. Las siguientes décadas estuvieron marcadas por una desigualdad creciente y la transferencia de recursos desde las clases más bajas hasta los más privilegiados de la pirámide social.



El cuarto frente en el que el capitalismo ha fracasado es quizás el más importante. La red de instituciones que proporcionan estabilidad al capitalismo es compleja y desempeña muchas funciones. Pero quizás el apoyo decisivo lo recibe de la idea de que capitalismo, democracia y libertad son criaturas que nacieron en el mismo nido. La verdad es que en ocasiones el capitalismo no ha tenido más remedio que respetar el sistema democrático, pero cuando se ha sentido fuerte ha escogido el camino de la violencia y la represión. Ese fue el destino de Allende y de Mossadegh.



A veces al capital le ha resultado costoso agachar la cabeza y aceptar esquemas de redistribución y garantías de mayor seguridad social y libertad de asociación para la clase trabajadora. Por eso de la Gran Depresión emerge el estado de bienestar. No fue una concesión graciosa de la clase capitalista. Pero una vez que el capital recuperó sus fuerzas, la democracia pasó a segundo plano.



Las decisiones políticas se toman ahora por las élites de las corporaciones, bancos y otros agentes de los mercados financieros. Hoy el crecimiento del sistema financiero y la globalización de mercados y cadenas de valor se encargan de disciplinar a los gobiernos. Por la vía electoral no se puede cambiar la desigualdad o alcanzar un nuevo estado de bienestar. Las elecciones son el camuflaje perfecto para disfrazar la explotación y degradar a los ciudadanos al nivel de simples consumidores (aunque cada vez con menor poder de compra).



El triunfo enfermo del capitalismo reside en haber eliminado a la oposición para mantener operando un sistema disfuncional y a todas luces injusto. Pero ese éxito marca al mismo tiempo el principio del crepúsculo. Si alguna vez lo fue, hoy el capitalismo ha dejado de ser el soporte de una sociedad democrática, justa y estable.