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Familia: Elementos básicos, Revolución pendiente

Xavier Pikaza
www.religiondigital.com/231014

Conforme al Sínodo recién celebrado (6-19 10 14), ha llegado la hora de la "nueva familia", entendida como principio esencial y como fuente de revolución de la vida humana, conforme a la experiencia y tarea de la Biblia del Antiguo y Nuevo Testamento. Desde ese fondo quiero estudiar los dos temas que siguen, desde la perspectiva de conjunto del libro: La Familia en la Biblia.

1. Lo primero es conocer los elementos fundantes de la familia, la base de su identidad personal y social. Así lo mostraré fijando un decálogo fundacional de la familia, en la línea de conjunto de la Biblia y del mensaje y vida de Jesús.

2. Lo segundo en poner en marcha una revolución de la familia, pues las revoluciones anteriores (burguesa y socialista, económica y política) no han llegado al corazón de la vida humana, ni han resuelto sus grandes problemas. La familia, éste es el lugar de la revolución pendiente de la vida humana.

1. ELEMENTOS BÁSICOS: UN DECÁLOGO DE LA FAMILIA

Retomo el “discurso” bíblico y, de un modo general, en contra de aquellos que piensan que la familia se acaba, quiero decir que ella no sólo permanece sino que, en un sentido está ganando en importancia, pues no es algo que parece natural, ya dado, creado desde fuera, sino algo que nosotros mismos vamos troquelando, a partir de unos principios previos (atracción sexual, acogida de los hijos, crecimiento compartido en fraternidad…). En esa línea, su futuro no está decidido, sino que debemos trazarlo nosotros, sabiendo que la tarea de creación de familia se ha vuelto quizá el tema central de nuestro tiempo.

En medio de las grandes dificultades, vinculadas a las diversas revoluciones y, sobre todo, a un tipo de capitalismo que tiende a dominarlo todo, podemos afirmar que la única solución del ser humano está en la recreación de la familia. La crisis ha llegado a lo más hondo; antes afectaba sólo a unas formas externas de producción y bienestar. Ahora ha penetrado en el corazón del mundo de la vida, es decir, en el espacio de surgimiento y despliegue de lo humano. Éste es el lugar de la gran decisión, y debemos aprender de nuevo (en un plano más alto) a ser humanos (y eso sólo podemos hacerlo en familia), pues de lo contrario corremos el riesgo de destruirnos:

1. La familia es una relación al mismo tiempo íntima y social.

Es íntima, pero no en un sentido privado (intimista), sino abriéndose, al mismo tiempo, al espacio de la vida social, pues sólo ella (la familia) es verdadera creadora de personas. Sin sociedad (lenguaje) no puede haber familia; pero sin familias no puede darse sociedad. El mundo moderno ha tendido a dividir dos espacios, con dos tipos de moralidad y dos formas de conducta.

(a) Por un lado ha situado a las familias (el mundo de la vida), que se vuelven cada vez más pequeñas, limitadas a los padres y a los hijos (mientras son menores), y en ese contexto ha buscado formas de conducta marcadas por la gratuidad, en línea intimista.

(b) Por otro lado ha situado el mundo externo, dominado por relaciones estructuradas en forma de sistema, con leyes objetivas, dictadas por el capitalismo. Esa división tiene un valor, pero no puede mantenerse de manera radical, por estas razones.

a] El mayor bien de la sociedad son las familias, pues sólo ellas “engendran” (crean) el valor social supremo, que son las personas.

b] Las familias no son algo meramente privado, sino que tienen un valor más amplio, pues sin ellas (sin amor íntimo, sin creación de nuevos seres humanos) no puede haber sociedad.

c] El sistema puede “fabricar” cosas ingentes (bombas atómicas y empresas, drones y bancos, ejércitos y estados…), pero no puede engendrar personas, y sin ellas todas sus producciones carecen de sentido, pues sin familia el sistema muere.

2. La confusión actual puede ser buena, porque nos permite redescubrir el valor primario del impulso sexual.

Como vengo diciendo, el sexo en cuanto tal no es todo, sino que debe estar vinculado a la palabra y a la comunión creadora de amor, pero tiene una importancia esencial y nos permite retornar sin miedo a las fuentes de la vida. Antes, en un contexto más sacral, dominado por leyes matrimoniales puritanas, parecía que el sexo estaba sólo al servicio del buen “honor” familiar y del engendramiento de hijos legítimos, como si no fuera más que un medio. Ahora, en cambio, volvemos a descubrir su potencial originario, en sus diversas formas, y eso no solo es bueno, sino muy bueno, signo de salud humana y de confianza.

Es bueno el sexo” entendido como atracción primera, no sólo físico-biológica, sino también personal, aceptando de esa forma lo que hay, sin condenas previas, ni legislaciones limitadoras, y así debemos entenderlo como iniciación humana y expresión de libertad, en un contexto de autonomía personal, en diálogo y respeto mutuo, sin imposición de unos sobre otros, sin manipulación de niños o pequeños.

Así debemos empezar aceptando y valorando las diversas formas de atracción y comunión humana, siempre que sean humanizadoras, enriquecedoras, libres. Sólo en ese contexto se podrá hablar luego de familia como lugar donde la iniciación sexual pueda desplegarse plenamente en un contexto de estabilidad, no por limitación o veto, sino por enriquecimiento y profundización personal. Sólo la familia ofrece un espacio de socialización integral, es decir, de aprendizaje humano, en el nivel de la palabra y del afecto

3. En ese contexto debemos valorar y potenciar las relaciones de pareja (es decir) los matrimonios, entendidos de manera extensa, en línea personal y social, sabiendo que las relaciones no son iguales, que no todas las vinculaciones son equivalentes, sino que es privilegiada la relación duradera entre un hombre y una mujer, que se prometen fidelidad y permanencia, pues sólo en ella tiene pleno sentido el nacimiento de los niños y se hace posible la pervivencia humana.

Por eso digo que se pueden distinguir y valorar diversos tipos de parejas, pero añadiendo que no todas son igualmente significativas:

Hay parejas matrimoniales donde lo central es la unión de dos personas, que conviven para compartir así la vida y acompañarse mutuamente, aunque no tengan hijos, porque no pueden o no quieren engendrarlos (aunque a veces adopten hijos ajenos o de uno de los cónyuges). Tienen gran valor si humanizan a los esposos, si les ayudan a vivir, a convivir, descubriendo y cultivando el don supremo de la vida en compañía, para descubrirse mutuamente, convirtiendo así su vida en don de amor compartido que se abre al conjunto social o a la iglesia, como aparece en el Nuevo Testamento donde hallamos algunas parejas misioneras (como la de Priscila y Áquila, de las que no se dice que tengan hijos). En línea de matrimonio cristiano, estas parejas han de tener voluntad de permanencia, como expresión del valor de la vida compartida.

Hay otras parejas donde el vínculo matrimonial parece menos claro. Son “parejas de hecho” que conviven sin pretensión de permanencia, aceptándolas mientras “valgan”. Son parejas que a veces se mantienen en privado (“en el armario”), de manera que cada miembro actúa hacia fuera como si fuera soltero; pero pueden hacerse también públicas y buscar incluso el matrimonio. Están básicamente pensadas para el enriquecimiento personal de sus miembros, y pueden ser de tipo hetero- u homo-sexual. Algunos piensan que no deben llamarse matrimonio en el sentido clásico de la palabra; sea como fuere, ellas pueden y deben ser reguladas y protegidas por ley, si sus componentes y el grupo social lo quiere. Son en principio un valor, pues todo compromiso de unión y toda unión fáctica entre personas es buena, si tiene buenos fines (el enriquecimiento personal, la maduración social).

Parejas generativas con hijos. Son aquellas donde el amor entre dos se abre y expande hacia otros, de manera que su unión se vuelve principio de vida, y se expresa sobre todo en el surgimiento y educación de hijos. Son en principio parejas públicas, aceptadas así por la sociedad, que las reconoce y debe ofrecerles un tipo de apoyo, pues son ellas las que ofrecen a la sociedad el mayor don posible: Que se mantenga y expanda. Sólo allí donde surge y es acogido (educado) por dos, en pareja, el hijo tiene la posibilidad de una auténtica maduración dialogal: No nace y crece a través de la palabra de una sola persona, sino del diálogo humano de dos y más personas.

4. La familia es el nudo central de las relaciones sociales, que se estabilizan y expresan de un modo dual (dialogal), tanto en el matrimonio (compromiso de vida compartida), como en el nacimiento y educación de los hijos.

Entendida así, la familia es el espacio principal de la palabra compartida, el lugar donde las personas alcanzan y despliegan su mayor libertad (identidad) en un contexto de verdadera diferencia, pues la unión más cercana es aquella donde se dan mejor las distinciones, allí donde se comparten los bienes y la vida, no de forma aislada (cada uno por sí mismo) o por un breve tiempo, sino en relación dialogal de permanencia.

Entendida así, la familia es un encuentro (diálogo vital) de dos personas que se comprometen a compartir y unificar la historia de sus vidas, a través de la atracción que sienten uno por el otro y, en especial, por la palabra/promesa de convivencia que se ofrecen, condensando y actualizando en su relación toda la vida y la cultura de la sociedad a la que pertenecen.

Sólo ese tipo de relación puede convertirse normalmente en espacio de surgimiento y creación de nuevas personas, a lo largo de un proceso relativamente largo de maduración, que se extiende no sólo en los años de formación básica del niño (de seis a nueve años), sino hasta su plena independencia (que según la Biblia se alcanza cuando ellos se casan, dejan a los padres y crean una nueva familia: cf. Gen 2, 24-25). Esto supone que por principios de comunicación personal y de educación de los hijos, un matrimonio “generador” (con hijos) ha de durar básicamente para siempre, al menos hasta que los hijos puedan vivir por sí mismos (o se casen), pues de lo contrario impide su recto crecimiento.

5. Componentes básicos de la familia, especialmente del matrimonio abierto a la generación de hijos.

Algunos hablan en este contexto del “genoma” de la familia, pero esa palabra resulta quizá demasiado pretenciosa, y además parece situar el tema en un plano biológico. Por eso prefiero hablar de elementos estructurantes, en línea de amor personal y social (que yo mismo he precisado y desarrollado en otros libros de diálogo con exegetas bíblicos y antropólogos, como podrá verse en la bibliografía final). Son éstos:

No hay familia sin sexualidad (eros), entendida como atracción vital o potencia unitiva, que tiende a ser engendradora. Evidentemente, la sexualidad (eros) no tiene sólo un fin reproductor, sino que actúa y se expresa como lenguaje de relación en otros planos (como puede verse, de formas muy distintas, en las parejas homosexuales, o en comunidades célibes de vida religiosa), pero en un sentido fuerte el eros se vincula con la unión sexual y, sin cerrarse en ella, tiende a la reproducción de la vida. En sus diversas formas, el eros es principio de toda familia.

Don, ágape. Paradójicamente, siendo espacio de vinculación erótico-sexual por excelencia, la familia viene a presentarse, al mismo tiempo, como lugar de gratuidad o generosidad, que se expresa no sólo en el regalo de la vida que ofrece cada uno a su pareja, sino en el regalo aún más hondo que ofrecen ambos juntos a los hijos. Allí donde el eros se hace ágape (sin dejar de ser eros) surge la auténtica familia. Hombre y mujeres existimos porque otros nos han dado la vida, en gesto de atracción y generosidad personal.

Reciprocidad. Los elementos anteriores se completan y vinculan en forma de relación o comunión estable, que no es simplemente la adición de dos que siguen estando separados (dos individuos que se suman), sino una nueva “realidad”, una identidad más alta. El mayor de todos los dones de familia es descubrir que el otro puede y quiere responderme, de manera que el “yo doy” (me doy) se convierte en “yo recibo” (acojo el don del otro, me dejo amar), surgiendo así un nosotros real, que es la familia.

6. Familia y creatividad social.

Como he puesto de relieve en otro lugar, Jesús fue ajusticiado porque su proyecto de familia resultaba en el fondo inaceptable para soldados romanos y sacerdotes judíos, es decir, porque su forma de entender y expandir las relaciones humanas tenía mucho influjo en el mundo social (en el orden de la política y de la economía). Tanto unos como otros querían mantener sus esquemas familiares, de tipo patriarcalista, y para eso apelaban al ejército (Roma) o a la ley del templo (sacerdocio judío).

Pues bien, el movimiento de Jesús tenía intensas connotaciones sociales, como ha puesto de relieve la exégesis y la teología de los últimos decenios; pero más que “políticas” en línea de creación de un Estado judío, esas connotaciones eran de tipo familiar, como he venido poniendo de relieve.

Es relativamente fácil cambiar los ordenamientos político o militar
de una población, porque forman parte de una superestructura que al fin es superficial. Más difícil e importante (mucho más duradero) es el cambio en el plano de la familia, y eso es lo que Jesús ha querido hacer (cf. caps. 9-11), y por eso le mataron.

En ese contexto resulta absolutamente necesario recuperar las conexiones que Jesús ha trazado entre el mundo privado de la pequeña familia y el mundo social, para no caer en la situación actual de esquizofrenia, con dos morales distintas, una para las familias regidas por principios (al menos ideales) de generosidad, y otra para el conjunto social, que ha caído en manos de una dura guerra por el poder capitalista. Sólo allí donde la familia sea lugar de creatividad, de forma que sus principios se expandan al conjunto social se podrá hablar de humanidad real.

7. Celibato “por el Reino”.

Sigue siendo fundamental el tema. Por un lado, cada hombre o mujer es “todo el Reino”, es infinito ante los demás seres humanos (y ante Dios); no es una mitad de otra cosa (como en el mito de Platón, Banquete), sino que tiene un valor definitivo, empezando por los más pequeños, los expulsados de todas las familias actuales (leprosos, eunucos…). Eso significa que un hombre o mujer no se tienen que vincular entre sí básicamente por carencia (para buscar aquello que le falta, en un nivel de puro eros), sino que lo hace por superabundancia, es decir, por generosidad (en el plano del ágape)

En este contexto es posible el celibato por el “reino de los cielos”, no por privación o por miedo de relacionarse con los demás, sino por amor libre y generoso, como supone el dicho de los eunucos (cf. Mt 19, 12). El celibato por el Reino no implica ausencia de familia, sino descubrimiento y creación de una nueva forma de familia, no por represión del sexo (cosa que sería negativa), sino por elevación, al servicio del evangelio (de la buena nueva de Jesús a los pobres). En esa línea han surgido las diversas congregaciones de la vida religiosa que han sido, hasta el momento actual, los mayores “laboratorios” de familias no matrimoniales del mundo cristiano. Estoy convencido de que las familias de este tipo tienen un largo futuro (un gran cometido) en la experiencia y despliegue futuro del cristianismo y de la humanidad.

8. Matrimonio por el Reino.

He desarrollado el tema a lo largo del Antiguo Testamento, centrándome luego, de un modo especial, en el mensaje de Jesús y de Pablo (La Familia en la Biblia, cap. 11, 13). Como he señalado al hablar de sus rasgos o genoma (cf. num 5 de este apartado), la familia tiene un elemento erótico/sexual y otro de ágape/generosidad, y ambos son fundamentales en el matrimonio estrictamente dicho, como espacio de encuentro y amor generador entre un hombre y una mujer.

En ese contexto he podido referirme al “matrimonio por el Reino de los cielos” (cf. cap. 11), que no se entiende en modo alguno como estado inferior (de tropa) respecto al celibato, que sería superior (propio de los oficiales del ejército cristiano), pues todos son importante en la Iglesia de Jesús.

En esa línea, el matrimonio por el Reino ha de ser espacio de experiencia del Reino de Dios, lugar donde se expresa y encarna su amor, revelado en Cristo, como ha visto de formas distintas Efesios y el Apocalipsis. Y así, el matrimonio es un sacramento del misterio de Cristo, en forma integral, no puramente interior como pensaba la Gnosis. El Reino se expresa y expande, según eso, en el mismo amor de los esposos como tales, y en el fruto de ese amor, abierto de manera generosa hacia los hijos o/y hacia el resto de la Iglesia y, en especial, hacia los necesitados.

9. Hijos, creación de Dios.

Ciertamente, son creación humana de los padres, dentro de un contexto social más amplio en el que esos padres humanizan a sus hijos, introduciéndoles en un contexto cultural definido por la palabra, tal como empieza a expresarse ya por el lenguaje. Es significativo el hecho de que la Biblia no haya elaborado un tipo de “libro de familia”, un manual para la educación de los hijos, aunque los códigos domésticos de la tradición paulina tengan rasgos aprovechables, pero que deben ser resituados en un contexto de igualdad básica del hombre y la mujer (cap. 13). Pero, por encima de esos códigos, puedo y quiero citar dos pasajes especialmente significativos:

La revelación de la madre de los macabeos (2 Mac 7, cf. cap 7). Éste es un pasaje incompleto, porque hubiera sido mejor que la palabra clave la dijeran padre y madre, no sólo la madre, como sucede de hecho. Pero, tras esa salvedad, debemos valorar la palabra de la madre, que presenta su maternidad como experiencia creadora compartida con Dios. Como vengo diciendo, todas las restantes producciones de los hombres son secundarias (y pueden convertirse en ídolos). Sólo el “surgimiento” de nuevas personas es creación radical de Dios, pues cada ser humano que nace es una ventana y presencia de su vida en la humanidad.

Padres que curan a los hijos (cf. cap. 9). Jesús no ha impulsado directamente la generación de nuevos hijos, pero ha puesto de relieve la responsabilidad y tarea de los padres que, en gesto de fe, pueden (deben) “curarles”, ayudándoles a crecer.

En ese nivel resulta fundamental la experiencia en la que se afirma que los hijos nacen “de los padres y de Dios”, pero añadiendo que los padre y Dios no se suman como si estuvieran separados, sino que Dios actúa a través de los padres, despertando de esa forma su presencia en la vida de cada uno de los seres humanos. La teología antigua afirmaba que Dios “sigue creando almas” y que cada concepción y nacimiento es una nueva obra suyo: Dios crea un alma nueva y la introduce en un cuerpo humano “formado” a partir de los padres. Hoy podemos decir esa “verdad” de otra manera: Desde su nivel divino, Dios crea (engendra) a cada nuevo ser humano en/con los padres, por medio de su Espíritu (cf. tema de Jesús, cap. 12).

10. Signo trinitario, generación y comunión.

La generación humana tiene, según eso, un elemento biológico, vinculado a la atracción y amor sexual, y un aspecto histórico-cultural. En principio, al nacer, cada niño resulta casi intercambiable con los restantes niños (a pesar de algunos cambios de pigmentación y de ciertas diferencias genéticas). La gran diferencia de los niños comienza tras nacer, a partir de la acogida y educación que le ofrecen los padres. En esa línea, retomando el motivo central del núm. 5 de esta sección, puedo hablar de una especie de “genética trinitaria”:

Cada niño brota del deseo de la vida, es decir, del gran “eros” de una humanidad que se expande y despliega a sí misma. En este momento, podemos afirmar que cada niño nace de la gran naturaleza, enriquecida e impulsada por un movimiento “erótico” de creatividad.

Pero, al mismo tiempo, el ser humano nace de la generosidad de los padres, es decir, del amor entendido como “ágape”, don de sí mismo. Por eso decimos que cada niño es “hijo” de Dios, que le llama a la vida con su palabra a través de los padres, que no se añaden a Dios desde fuera, sino que son el mismo Dios actuante en forma humana.

Cada ser humano nace en un contexto de comunión, no es hijo de alguien que está solo (hombre o mujer), porque la soledad no puede engendrar a un nuevo ser humano, pues no podría transmitirle la palabra, que es siempre compartida. La generación humana sólo es posible a través de la palabra compartida y dialogada, pues engendrar humanamente es abrir una nueva “ventana” de Dios para el diálogo, es decir, para el Espíritu Santo, utilizando un lenguaje trinitario.

3. TAREAS ABIERTAS DE LA FAMILIA, REVOLUCIÓN DE LA FAMILIA

Se viene diciendo desde antiguo que estamos al final de un largo ciclo, que empezó hace unos 10.000 años, con el neolítico (¡piedras nuevas, pulidas para cortar!), y que está terminando precisamente ahora, en la era de las comunicaciones digitales, con el triunfo aparentemente imparable del capitalismo, los teléfonos, las bombas y las máquinas “smart” (¿inteligentes?), que parecen sustituir a las personas.

En medio de una escandalosa y obscena injusticia social, con diferencias abismales entre ricos y pobres, iniciamos la nueva navegación de lo que algunos llaman la post-modernidad. Desde ese fondo, tomando como base lo dicho en este libro, quiero señalar diez nuevas tareas abiertas, en clave de humanidad. En el apartado siguiente, y final, evocaré algunas otras, desde una perspectiva de iglesia:

1. Educación en el amor.

Quizá la primera y mayor de las tareas sea la educación en el amor y la palabra, no sólo para el matrimonio, sino también para la vida de los niños. Ciertamente, son importantes nuevas “políticas” sociales, que reconozcan el valor de la familia, creando condiciones económicas, no al servicio del puro capital (como es ahora), sino del despliegue y de la comunión de vida. Que hombres y mujeres puedan quererse y acoger y educar a sus hijos en amor, ese es el mayor de todos los capitales, la riqueza suprema de un Estado.

Como vengo diciendo, el hombre (varón y mujer) es un ser biográfico, marcada de un modo especial por sus padres, desde el mismo vientre de la madre donde va recibiendo de un modo muy activo (¡no puramente pasivo!), especialmente en los últimos meses de la gestación, el impacto de la vida, y muchísimo más después del nacimiento. Los seres humanos no nacen por máquinas, ni por estadísticas, no son producto de capital y empresa, ni de comercio mundial, sino del cuerpo y de la vida entera (palabra, cuidado) de unos padres y del entorno social.

Esta es la primera tarea, la educación en y para el amor, en contra de todos los idealismos totalitarios (Platón, los nazis, algunos comunistas…), que quisieron “racionalizar” el surgimiento humano desde una perspectiva social.

2. Más que la pobreza, el riesgo para la familia es el capitalismo, es decir, una cultura donde la vida de los hombres y mujeres (y el nacimiento y educación de los niños) está en manos del capital monetario, al que le importa ante todo su ganancia. Ciertamente, para mantenerse y “disfrutar” del capital, el sistema necesita “producir” nuevas vidas humanas, para poder así perpetuarse, pues sin ellas muere.

Pero como no sabe ni quiere comprometerse en ellos, y como además las vidas no se producen, sino que se engendran en amor y generosidad (cosa que no tiene), el sistema corre el riesgo destruirse a sí mismo (como muestra el descenso demográfico que “sufre” el occidente rico, que sólo mantiene su población por la llegada de inmigrantes más “fecundos”). El occidente rico puede producir “todo”, pero al hacerlo se pierde y se mata a sí mismo (¿qué importa ganar todo el mundo…”; cf. Mt 16, 26), pues su población desciende (se niega a procrear).

El capitalismo puede así morir de éxito, es decir, de abundancia, precipitando en su caída a una parte de la humanidad, que directa o indirectamente depende del capital. Éste es el riesgo mayor de la familia: Que hombres y mujeres quieran bienes materiales (capital) más que hijos, que hombres y mujeres se busquen a sí mismos, y prefieran su disfrute cerrado, sin darse ni dar vida (regalarse a los demás, y en especial a los propios hijos). Esto puede suceder ya pronto, de manera que el occidente “cristiano” prefiera suicidarse, quedando en manos de otros grupos sociales o religiosos (quizá musulmanes). Es evidente que sólo los “pobres”, no dominados por el afán del dinero, podrán salvar a la humanidad.

3. Fidelidad matrimonial.

En principio, el matrimonio es un compromiso de dos personas, que quieren vivir en amor fecundo, por encima del “dictado” del puro dinero, en igualdad dialogal, sin dominio del hombre sobre la mujer. Entendido así, es una vocación, una llamada al encuentro renovado de unos seres que, al conocerse progresivamente, descubren su verdad, cada uno en el otro. Ésta es una vocación de Reino, que los esposos han de actualizar en cada momento, una experiencia que la Iglesia debe potenciar y ensayar entre los creyentes, abriéndola a todos los hombres y mujeres, pero sin imponerla.

La fidelidad en el amor no es ley, sino descubrimiento y tarea de amor, en gesto de entrega personal, que los profetas de Israel destacaron al vincular el monoteísmo con la monogamia (cf. cap. 5), como supo Jesús (cf. cap. 11), y en otro plano el autor de la Carta a los Efesios (cf. tema 13).

Por eso, el acento no puede ponerse en el rechazo jurídico del divorcio, sino en la afirmación gozosa del amor mutuo, entendido y vivido en forma de experiencia permanente de fidelidad, como sabe la tradición cristiana. Pero cuando, de hecho, la Iglesia descubre que no existe ya el matrimonio, por ruptura profunda y duradera del compromiso personal, ella puede y debe seguir acompañando a los esposos cristianos, sin obligarles a mantener un matrimonio roto. En ese plano siguen siendo normativas las respuestas de Mateo (divorcio real por porneia) y de Pablo (divorcio por infidelidad de uno).

4. Paternidad responsable.

Éste es un tema esencial, que no fue planteado directamente por la Biblia, aunque ella ofrece unas líneas de interpretación muy significativas. Dos son, a mi juicio, las opiniones extremas, que no pueden contar con el apoyo de la tradición cristiana.

(a) La de aquellos que defienden una paternidad puramente “natural”, que consiste en dejar que la naturaleza decida, olvidando que el hijo nace también de la palabra, es decir, de la decisión personal de los padres.
(b) La de aquellos que defienden una paternidad puramente “responsable”, que dependería sólo de los padres, que tendrían el poder de aceptar o rechazar al niño cuando se está gestando (e incluso en el primer momento de su nacimiento).

Ciertamente, según la Biblia, el nacimiento de un hijo está en manos de la naturaleza, pero dirigida y personalizada por los padres. Por eso, en principio, es bueno (¡muy bueno!) que ellos puedan regular el proceso de la concepción y la primera gestación, para así tener los hijos que decidan en conciencia, y se comprometan a educar de un modo responsable.

De esa manera, al separar (al menos en un plano) el ejercicio de la sexualidad y el nacimiento de los hijos se ha dado un gran paso en el despliegue humano (personal) de la vida. Los padres ya no están en manos de la pura naturaleza, sino que son responsables de ellos mismos y de los hijos que quieran tener. Esa responsabilidad resulta esencial, como sabe el evangelio, cuando destaca la “fe” de los padres para el crecimiento y salud de los hijos (cf. cap. 9).

5. Control de la natalidad.

Éste es un problema médico y antropológico moderno, planteado y formulado en la segunda mitad del siglo XX por el papa Pablo VI, en su encíclica Humanae Vitae (1968), donde rechaza el uso de los anticonceptivos químicos y de otros medios físicos (preservativos), que se empezaban a emplear normalmente para evitar que la mujer quedara encinta. Esa encíclica, y la doctrina posterior de la Iglesia Católica mantiene hasta el día de hoy (2014) la misma doctrina, y sólo acepta como válidos los métodos “naturales” de anti-concepción, vinculados al cálculo de los días no fecundos de la mujer, entre una menstruación y otra.

Esta doctrina tiene grandes valores, pues quiere que el “amor total” entre un hombre y una mujer esté siempre abierto al don de la vida, conforme a los principios de la naturaleza, que aparece como “mediadora” de la voluntad de Dios, y así debe mantenerse en principio. Pero muchos católicos no la han aceptado, porque piensan que ella interpreta a la naturaleza de forma prehumana (en un plano biológico), en vez de insistir en el valor personal de la concepción, vinculada a la palabra (libertad y voluntad) de los esposos.

Han pasado casi cincuenta años, y una parte considerable de la iglesia empieza a plantear el tema de otra forma, insistiendo en la libertad creadora de los esposos/padres, para que los niños nazcan de su deseo y amor generoso, no por imposición de la naturaleza. En ese nivel, el tema físico/químico de los anticonceptivos o medios de regulación de la natalidad queda en segundo plano. No queremos negar la importancia suma de la paternidad (cosa que he dejado clara en este libro), sino situarla en un plano de amor y palabra (decisión personal) de los padres.

El encuentro sexual queda así liberado de los miedos que le han dominado (de sus consecuencias puramente “naturales”), para convertirse en signo y ejercicio de un amor liberado, que ha de abrirse a la generación de nuevos hijos cuando los padres quieran (por voluntad, no por necesidad). Pienso que en este campo la doctrina de la iglesia debe ser replanteada.

6. Aborto y nacimientos no deseados.

En sí mismo, éste es un tema muy distinto del anterior, pues no se trata de evitar una posible concepción, sino de interrumpir un embarazo ya iniciado, antes del nacimiento del niño, con el riesgo de matar a una persona en el vientre de su madre.

En este campo, la doctrina de la Iglesia católica es tajante, siguiendo el “espíritu” de la Biblia (que no se pronuncia de manera directa sobre el tema), aunque la doctrina de los antiguos judíos y cristianos resulta conocida (cf. Didajé, cap. 9). Por eso, en principio, debería evitarse por todos los medios posibles la interrupción del embarazo (insistiendo en la educación sexual, en el uso de los anticonceptivos etc.).
Pero, dicho eso, deben añadirse algunas consideraciones generales (más que unas leyes estrictas), dejando el tema legal en manos de la sociedad civil:

Según la experiencia bíblica, la aportación de la Iglesia no consiste en promover la implantación de unas leyes civiles (para que condenen un tipo de aborto, cosa que en un plano pueden y deben hacer, según las circunstancias), sino en educar a los cristianos, y en ofrecer a todos unos principios de madurez personal y de conocimiento por el que puedan evitarse todos los verdaderos abortos.

Hay que distinguir casos y casos, apelando a la ciencia (biología y antropología), para precisar el momento en que el óvulo fecundado empieza a ser viable, como sujeto nuevo, individualizado, de manera que se pueda afirmar que, en un plano receptivo, estamos ya ante una nueva persona. Ese momento no se puede fijar con métodos religiosos o filosóficos, sino por la medicina y antropología. Es radicalmente distinto un aborto antes o después de la individualización del feto como persona.

La iglesia debe empezar respetando a los que abortan, sin condenarles por principio, sin cerrarse en las acusaciones, pero insistiendo en su opción a favor de la vida, conforme a la doctrina expresa de Jesús (cf. cap. 9). Ésta es su tarea: Ofrecer a los creyentes un camino de amor maduro y responsable, de manera que sea hermoso el despliegue maduro de la vida (libremente, sin imposiciones externas), procurando abrir espacios donde ella valga mucho, se valore por encima del capital y de todos los restantes bienes de este mundo, de manera que niños puedan ser y sean acogidos amorosamente.

7. Deseo de amor, educación por la palabra.

En el apartado anterior he distinguido tres elementos básicos del “genoma” de la familia: eros o deseo sexual, ágape o fecundidad creadora y reciprocidad en el Espíritu. Entendido así, el amor de familia es principio y camino de vida, conforme a estos rasgos o momentos:

Queremos que el amor aumente, en su plano natural y cultural. En esa línea debemos potenciar el sexo como experiencia de afirmación de la vida, pero sin dejarlo en un plano puramente físico, de excitación biológica, sino procurando que ascienda al nivel del encuentro personal, entendido y realizado como proceso de maduración compartida de dos seres humanos (en principio un hombre y una mujer, pero sin excluir el amor homosexual), sin imposiciones exteriores, de manera que sean ellos mismos los que descubran en su vida el despliegue de la Vida de Dios.

Queremos que aumente el amor inter-personal, y que se despliegue como poder supremo de la historia, en línea de enamoramiento duradero, abierto a un diálogo cada vez más profundo. Sólo un amor así, intensamente cultivado en el nivel de la palabra (comunicación integral) hace posible el despliegue maduro de la vida. Vivido en esa línea, el amor no es objeto de ninguna ley (es anterior a todas ellas), pero los cristianos pueden y deben expresarlo en formas de comunicación sacramental dentro de la Iglesia.

Sólo en ese fondo puede darse una verdadera “educación” humana, que se abre y expresa a través de los años de nacimiento personal del niño en el “útero viviente” de la familia donde se va gestando y madurando en amor y palabra. Ésta es quizá la mayor enseñanza de los relatos de la concepción virginal de Jesús, en los que se despliega el más hondo sentido de la maternidad de María, en el nivel de la palabra; así podemos evocar y recuperar también la paternidad de José, sabiendo que lo más importante no es lo genético (semen masculino), sino el don de la palabra, la educación que se extiende a lo largo de doce años (hasta que Jesús asume su independencia personal; cf. Lc 2, 41-52.

9. ¿Revolución de la familia?

Como he dicho ya nos hallamos en un momento clave como no ha existido quizá desde el neolítico (hace unos 10.000), cuando los hombres empezaron a dominar de una manera sistemática la naturaleza, organizando cultivos, domesticando animales, reuniéndose en ciudades…

De aquel tiempo provienen las nuevas religiones patriarcales, con el tipo de conocimiento y ciencia que ha guiado nuestra vida hasta el presente. Pero ahora ya no bastan las respuestas que empezaron a darse por entonces a los temas de la familia y de la vida, como sabe y anticipa de algún modo Biblia, cuya propuesta he venido recogiendo en este libro.
Estamos superando ya un estadio cósmico-biológico de la humanidad y del conocimiento, que había culminado en el pensamiento racional de Grecia y en la ciencia moderna.

Lo que ahora empieza es totalmente distinto, una etapa de la humanidad que ha de fundarse en la palabra personal: Hombres y mujeres estamos descubriendo con Jesús nuestro “fondo divino”, pero no en un plano cósmico-biológico (como el de los dioses antiguos del neolítico), sino a través de la palabra, que nos hace creadores de lo que somos y de lo que podemos “engendrar” suscitando nueva vida humana.

Hasta ahora, básicamente, hemos creado familia por impulso de la naturaleza, y hemos terminado cayendo en manos de la idolatría de un capital anti-humano. Ahora debemos crearla libremente, por nuestra palabra, en amor gratuito, liberándonos de la imposición del capital absolutizado. Somos responsables de Dios sobre la tierra, estamos llamados a crear su familia, con Cristo y desde Cristo (hijo de Dios).

10. Más allá del sistema, ante el mundo de la vida.

A partir de la revolución del neolítico, expresada a través de la ciencia, hemos logrado crear grandes sistemas científicos, políticos y económicos, que culminan de algún modo en el “capitalismo”, que ha vinculado por vez primera a todos los hombres y mujeres de la tierra, convertidos en objeto de un conocimiento global. La ciencia nos ha permitido no sólo dominar amplias parcelas del mundo, convirtiendo la tierra en una especie de gran empresa/fábrica destinada producir bienes de consumo para los más ricos.

Podemos comunicarnos casi de un modo total e instantáneo, en el plano de los conocimientos objetivos. Pero hemos dividido la humanidad en dos grupos enfrentados (ricos y pobres) y, sobre todo, nos hemos perdido en el campo del mundo de la vida.

Eso significa, como he dicho, que podemos tener casi todo lo que deseamos, pero corremos el riesgo de destruirnos a nosotros mismos, pues hemos “perdido” la orientación en el mundo de la vida. Tenemos cosas (¡los privilegiados!), pero no sabemos para qué, ni sabemos si podremos dejárselas a nuestros hijos, pues posiblemente seamos incapaces de “engendrarles” en amor, como auténticas personas.


Éste es el problema, y está centrado en el “mundo de la vida”, es decir, en el campo de las relaciones familiares donde se sitúa el matrimonio (y las diversas formas de vinculación personal humana), con la apertura hacia los más pobres. El futuro será de aquellos que sean capaces de crear vida, de abrir caminos de auténtica familia, de manera que el recuerdo del pasado se vincule con la esperanza del futuro. Y con esto pasamos a la aportación de la Iglesia.