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América Latina a la hora de Venezuela

Marcos Roitman Rosenmann

El presidente Nicolás Maduro no me gusta. No me cae bien. No apoyo a un gobierno con semejante personaje. Es impresentable. Con estos argumentos, intelectuales de la izquierda social y política se suman al rechazo a la convocatoria a la Asamblea Constituyente, descalifican al gobierno y justifican la negativa de la oposición a reconocer la legitimidad de la convocatoria. Se han dejado llevar por emociones primarias, bastardas, pero necesarias a la hora de avalar el golpe de Estado que, desde España, Felipe González se atreve a pedir airadamente a las fuerzas armadas. ¡Por favor, desenfunden sus armas contra el dictador! ¡Muerte al tirano!

A mí tampoco me gusta Donald Trump, Mariano Rajoy, Michelle Bachelet o Mauricio Macri, por citar algunos, pero no por ello desconozco la legitimidad de sus gobiernos. Tampoco me gustan algunas medidas implementadas por Evo Morales en Bolivia o el ex presidente Rafael Correa en Ecuador, ¿y qué? Sé diferenciar mis gustos, además cuestionables, de una crítica política. ¿Acaso soy alguien para determinar con quién debe casarse, qué amigos o enemigos debe tener Nicolás Maduro?

Transformar el debate político en un problema emocional es un síntoma de la debilidad de la derecha internacional para argumentar contra el gobierno constitucional de la República Bolivariana de Venezuela. No tienen bases para descalificar la convocatoria. Las propias sanciones implementadas son muestras de su escaso poder para frenarlo, no hablan de su fuerza, sino de su debilidad. Es un paso más en la escala de sedición tendente a provocar una guerra civil, cuando no, ensayar, por primera vez, en América Latina, un gobierno de facto, apoyado por Estados Unidos, España y algunos países latinoamericanos.

La elección de representantes a la Asamblea Constituyente sintetiza, excepcionalmente, la estructura social y de poder sobre la cual se asienta la lucha de clases en Venezuela. Seguramente, algunos, consideren esta afirmación una reminiscencia. En Venezuela se condensa la historia de América Latina. Durante una década hemos visto circular los estratagemas destinados a derribar un gobierno constitucional, diseñados durante dos siglos.

Hubo tiempos en los cuales la derecha se vanaglorió de llevar a cabo sus planes de manera expedita. El recurso del golpe de Estado militar se acompañaba de un breve periodo desestabilizador. La agenda contenía un plan de boicot interno e internacional. Bloqueo económico, desabastecimiento, asesinato político, huelgas empresariales, cierres patronales, inflación, mercado negro, movilización callejera, declaraciones altisonantes de personas y organismos regionales denunciando torturas, persecución a periodistas y detenciones arbitrarias de políticos opositores, en definitiva, una sociedad dividida por el odio y la lucha de clases. Un coctel embriagador de efectos inmediatos.

La instrumentalización de organizaciones regionales, gobiernos amigos, empresas trasnacionales tenía efecto inmediato. Los hilos se movían rápidamente, no había tiempo para la reacción. Las fuerzas armadas, legitimadas ante el caos reinante, respondían a un SOS, para salir del atolladero. Después pocos querían asumir la responsabilidad de su llamado. Detenidos, desaparecidos, pérdida de libertades, cierre de universidades, detenciones ilegales, centros de tortura, etcétera. Miraban para otro lado y se justificaban, ellos o nosotros. Pero los considerados extremistas y subversivos respetaban el orden constitucional y fueron asesinados y perseguidos por ello. Hoy en las calles de las principales ciudades de Venezuela se queman a personas, atan a los arboles a los considerados chavistas y todos miran hacia otro lado. Es que Nicolás Maduro no me gusta. Hoy, no les resulta fácil. Ni la Organización de los Estados Americanos, ni los exabruptos de la Unión Europea, ni las amenazas de Estados Unidos son capaces de frenar el proceso constituyente.

Aunque las burguesías trasnacionales han tenido éxitos no desdeñables de golpes de Estado de guante blanco, Honduras y Paraguay, sus estrategias se decantan por el fraude electoral, la militarización de la sociedad, el asesinato selectivo de dirigentes, el juicio político, el discurso del miedo o el narcoterrorismo, frente a un posible gobierno de izquierda, intercambiando seguridad y economía de mercado por libertades públicas.

El maniqueo mundo libre versus comunismo ha debido reinventarse: ¡que vienen los populistas! Usurpadores de la propiedad privada, violadores adscritos a doctrinas disolventes de la familia, la religión y la patria, contrarios a la economía de mercado. Hay que pasar al ataque, no dejarse intimidar y actuar sin remordimientos. Es la guerra.

¿Cómo hacer posible una movilización social que secunde tal discurso? Es necesario horadar el proceso político, hacerlo sangrar por todos sus poros. Se trata de mostrar un cuerpo político agonizante. Mejor el suicidio, el abandono, la rendición. No hay nada que hacer. Lo más sensato, entregar el poder. Además, dicen, el proceso entró en una etapa de putrefacción, muchos abandonan el barco y tratan de reubicarse para un cambio político en el corto plazo. Lo más correcto es promover un réquiem y mantener el argumento: Nicolás Maduro no me gusta, mirar hacia otro lado y buscar una solución al margen de la legalidad.


Nicolás Maduro es un tirano, autócrata y sátrapa, lleva a Venezuela a la destrucción. Aunque no sea verdad, hay que falsear los datos, contratar meretrices que difundan el bulo, y lo cierto es que no faltan. Ex presidentes, mandatarios, ministros, intelectuales arrepentidos, todos obedecen a la misma voz. Estados Unidos, la Unión Europea, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional. Todos a una: Nicolás Maduro no es quién para ser presidente de Venezuela, aunque lo elijan sus conciudadanos. Nicolás Maduro no me gusta. Muerte al tirano.