Raúl Zibechi
www.jornada.unam.mx/091216
Decir que las mujeres, con
sus hijos e hijas, son el corazón de las resistencias, es tan cierto como
insuficiente. Hace falta convivir en la cotidianeidad de los ‘abajos’ para
comprobar los tremendos cambios que se registraron en apenas una década y
media, desde el ciclo de luchas anterior (entre finales de los 90 y comienzos
de la década de 2000, en Sudamérica) hasta las renovadas luchas de estos años.
En el movimiento piquetero
argentino, entre 1997 y 2002 aproximadamente, las organizaciones tenían mayoría
de mujeres, un 55-60 por ciento de quienes acudían a las asambleas. Las razones
que encontramos en aquellos momentos son que ellas tomaron en sus manos la
alimentación de sus hijos, mientras los varones estaban deprimidos, porque la
desocupación les imposibilitaba seguir siendo los proveedores de sus familias
y, por lo tanto, perdieron el papel central que habían tenido.
En los movimientos de las
periferias urbanas actuales, el porcentaje de mujeres siguió creciendo. En un
reciente intercambio con un movimiento territorial en Córdoba, en Barranca de
Yaco, periferia muy pobre de la ciudad, comprobamos que son mujeres más de 90
por ciento de quienes asisten a las asambleas. Además de la asamblea semanal, a
la que acuden unas 90 personas, el movimiento puso en pie una asamblea
quincenal de mujeres, lo que revela que la participación femenina empieza a
modificar las relaciones entre géneros y no está sólo volcada a conseguir
alimentos.
Ellas son mayoría también
en los grupos de trabajo en las huertas y en la albañilería, por lo que
desbordan el involucramiento tradicional en espacios como los comedores y las
meriendas de los chicos. El papel de las mujeres ha cambiado no sólo en la
cantidad de mujeres involucradas, sino también en la calidad de los trabajos
que hacen.
Lo más sorprendente fue
conocer un pequeño pueblo del norte de Córdoba, Sebastián Elcano, de apenas 2
mil 500 habitantes rodeados de cultivos de soya a 180 kilómetros de la capital.
En el pueblo hubo varios feminicidios, el último hace apenas un mes. Las
mujeres se concentraron en repudio del asesinato, convocadas por la Federación
de Organizaciones de Base (FOB). La mayoría de las movilizadas acuden semanalmente
a las asambleas del movimiento.
Por lo menos dos mujeres
del pueblo acudieron a los últimos Encuentros Nacionales de Mujeres, en Mar de
Plata en 2015 y en Rosario este año, y unas cuantas compañeras viajan tres
horas hasta Córdoba para las marchas del Ni una menos. El movimiento de
mujeres impacta incluso en pequeños pueblos rurales, donde el poder de los
caciques y de la policía es muy fuerte aún.
Este potente crecimiento
de las mujeres en movimientos está enviando mensajes muy profundos al mundo de
las luchas emancipatorias, que deberíamos no sólo tener en cuenta, sino
aprender y compartir. Algunas de las realidades que constatamos, tanto en las
ciudades como en las zonas rurales, tienen puntos en común con otras luchas
como las bases de apoyo del EZLN, las que se registran entre pueblos indígenas
y negros, entre movimientos campesinos y en multitud de experiencias concretas
como las comunidades urbanas de la Organización Popular Francisco Villa
Independiente en la ciudad de México.
Quisiera compartir algunos
rasgos que encuentro en los movimientos actuales, sin pretender agotarlos ni
jerarquizar cada uno de los aspectos que expongo.
El primero es que la
presencia masiva de mujeres modifica los rasgos más patriarcales de las
organizaciones. Esto no sucede de forma mecánica ni reactiva, sino que es
consecuencia de un largo trabajo de las mujeres, acompañadas por sus hijas e
hijos que ya no están tan moldeados por la dominación patriarcal. En rigor,
debe decirse que la masiva presencia de mujeres abre la posibilidad de
que se mueven hacia relaciones distintas. Porque también hemos comprobado, en
asambleas donde nueve de cada diez son mujeres, que ellas demandan la palabra
masculina, sobre todo en movimientos urbanos de las periferias pobres.
Lo segundo es que las
resistencias más profundas asumen formas comunitarias. Dicho de otro modo, para
resistir y seguir siendo, los pueblos crean comunidades. Podemos decir que la
comunidad es la forma política que asumen los pueblos cuando resisten la
acumulación por despojo/cuarta guerra mundial. En este sentido, la comunidad no
prexiste, sino que es producto de la lucha (como la clase en E. P. Thompson).
La tercera es que las
resistencias se ordenan en torno a la reproducción. Este rasgo, como los
anteriores, es de carácter estructural, aunque a muchos les suene extraño. El
capitalismo realmente existente, condena a muerte o a desaparición física y
simbólica a las mayorías de abajo, y por lo tanto resistir es sostener la vida;
por tanto, reproducirla.
Tenemos aquí tres aspectos que marchan
juntos: comunidad, reproducción y mujeres, con sus hijos e hijas. Que
integran también a los varones no violentos, como ha hecho la organización de
mujeres campesinas e indígenas de Paraguay (Conamuri). Creo que Cherán es un
buen ejemplo de cómo se anudan las comunidades con la reproducción de la vida y
las mujeres.
Sólo cabría agregar dos
cuestiones. Una, que el
camino seguido no es el que creen los académicos: primero leyeron a
Simone de Beauvoir y a otras feministas, y luego cayeron en que debían hacer
las cosas de ese modo. Las
lecturas sirven, pero en general vienen después que se aprende a poner el
cuerpo, nunca antes. O sea, no sirven para explicar la vida real, que
sólo se explica por sí misma.
Dos, que las tareas de reproducción son
femeninas, pero no necesariamente de mujeres. Parir es de mujeres. Pero la
reproducción es asegurar la vida y puede ser sostenida por unas y otros.
Si me perdonan algunos revolucionarios, diría que los movimientos antisistémicos son femeninos en un doble
sentido: la mayoría de quienes los integran son mujeres (aunque no siempre),
pero son cualitativamente femeninos en el sentido de cuidar y sostener la vida,
aunque seamos varones los que acompañemos.