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La nueva tesis once
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/ 100118
En 1845, Karl Marx escribió las célebres Tesis
sobre Feuerbach. Redactadas después de los Manuscritos económicos y filosóficos
de 1844, el texto constituye una primera formulación de su propósito de
construir una filosofía materialista centrada en la praxis transformadora,
radicalmente distinta de la que entonces dominaba y cuyo máximo exponente era
Ludwig Feuerbach. En la célebre undécima tesis, la más conocida de todas,
declara: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el
mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo”. El término “filósofos” se utiliza en un sentido amplio,
como referencia a los productores de conocimiento erudito, pudiendo incluir hoy
todo el conocimiento humanista y científico considerado fundamental en
contraposición al conocimiento aplicado.
A principios del siglo XXI esta tesis
plantea dos problemas. El primero es que no es verdad que los filósofos se
hayan dedicado a contemplar el mundo sin que su reflexión haya tenido algún
impacto en la transformación del mundo. Y aunque eso haya sucedido alguna vez,
dejó de ocurrir con el surgimiento del capitalismo o, si queremos un término
más amplio, con la emergencia de la modernidad occidental, sobre todo a partir
del siglo XVI. Los estudios sobre sociología del conocimiento de los últimos
cincuenta años han sido concluyentes en mostrar que las interpretaciones del
mundo dominantes en una época dada son las que legitiman, posibilitan o
facilitan las transformaciones sociales llevadas a cabo por las clases o grupos
dominantes.
El mejor ejemplo de ello es la concepción
cartesiana de la dicotomía naturaleza-sociedad o naturaleza-humanidad. Concebir
la naturaleza y la sociedad (o la humanidad) como dos entidades, dos sustancias
en la terminología de Descartes, totalmente distintas e independientes una de
la otra, tal como sucede con la dicotomía cuerpo-alma, y construir sobre esa
base todo un sistema filosófico es una innovación revolucionaria. Choca con el
sentido común, pues no imaginamos ninguna actividad humana sin la participación
de algún tipo de naturaleza, comenzando por la propia capacidad y actividad de
imaginar, dado su componente cerebral, neurológico.
Además, si los seres humanos tienen
naturaleza, la naturaleza humana, será difícil imaginar que esa naturaleza no
tenga nada que ver con la naturaleza no humana. La concepción cartesiana tiene
obviamente muchos antecedentes, desde los más antiguos del Antiguo Testamento
(libro del Génesis) hasta los más recientes de su casi contemporáneo Francis
Bacon, para quien la misión del ser humano es dominar la naturaleza. Pero fue
Descartes quien confirió al dualismo la consistencia de todo un sistema
filosófico.
El dualismo naturaleza-sociedad, en razón
del cual la humanidad es algo totalmente independiente de la naturaleza y esta
es igualmente independiente de la sociedad, es de tal manera constitutivo de
nuestra manera de pensar el mundo y nuestra presencia e inserción en él, que
pensar de modo alternativo es casi imposible, por más que el sentido común nos
reitere que nada de lo que somos, pensamos o hacemos puede dejar de contener en
sí naturaleza.
¿Por qué entonces la prevalencia y casi
evidencia, en los ámbitos científico y filosófico, de la separación total entre
naturaleza y sociedad? Hoy está demostrado que esta separación, por más absurda
que pueda parecer, fue una condición necesaria de la expansión del capitalismo.
Sin tal concepción no habría sido posible conferir legitimidad a los principios
de explotación y apropiación sin fin que guiaron la empresa capitalista desde
el principio.
El dualismo contenía un principio de
diferenciación jerárquica radical entre la superioridad de la
humanidad/sociedad y la inferioridad de la naturaleza, una diferenciación
radical que se basaba en una diferencia constitutiva, ontológica, inscrita en
los planes de la creación divina. Esto permitió que, por un lado, la naturaleza
se transformara en un recurso natural incondicionalmente disponible para la
apropiación y la explotación del ser humano en beneficio exclusivo. Y, por
otro, que todo lo que se considerara naturaleza pudiera ser objeto de
apropiación en los mismos términos. Es decir, la naturaleza en sentido amplio
abarcaba seres que, por estar tan cerca del mundo natural, no podían
considerarse plenamente humanos.
De este modo, se reconfiguró el racismo
para significar la inferioridad natural de la raza negra y, por tanto, la
“natural” conversión de los esclavos en mercancías. Esta fue la otra conversión
de la que nunca habló el padre António Vieira (famoso jesuita portugués,
1608-1697), pero que está presupuesta en todas las demás de las que habló
brillantemente en sus sermones. La apropiación pasó a ser el otro lado de la
superexplotación de la fuerza de trabajo.
Lo mismo ocurrió con las mujeres al
reconfigurar la inferioridad “natural” de las mujeres, que venía de muy atrás,
convirtiéndola en la condición de su apropiación y superexplotación, en este
caso consistente en la apropiación del trabajo no pagado de las mujeres en el
cuidado de la familia. Este trabajo, a pesar de tan productivo como el otro,
convencionalmente se consideró reproductivo para poderlo devaluar, una
convención que el marxismo rechazó. Desde entonces, la idea de humanidad pasó a
coexistir necesariamente con la idea de subhumanidad, la subhumanidad de los
cuerpos racializados y sexualizados. Podemos, pues, concluir que la comprensión
cartesiana del mundo estaba implicada hasta la médula en la transformación
capitalista, colonialista y patriarcal del mundo.
En ese marco, la tesis once sobre
Feuerbach plantea un segundo problema. Es que para enfrentar los gravísimos
problemas del mundo de hoy –desde los chocantes niveles de desigualdad social a
la crisis ambiental y ecológica, calentamiento global irreversible,
desertificación, falta de agua potable, desaparición de regiones costeras,
acontecimientos “naturales” extremos, etcétera–, no es posible imaginar una
práctica transformadora que resuelva estos problemas sin otra comprensión del
mundo.
Esa otra comprensión debe rescatar, a un
nuevo nivel, el sentido común de la mutua interdependencia entre la
humanidad/sociedad y la naturaleza; una comprensión que parta de la idea de
que, en lugar de sustancias, hay relaciones entre la naturaleza humana y todas
las otras naturalezas, que la naturaleza es inherente a la humanidad y que lo
inverso es igualmente verdadero; y que es un contrasentido pensar que la
naturaleza nos pertenece si no pensamos, de forma recíproca, que pertenecemos a
la naturaleza.
No será fácil. Contra la nueva comprensión
y, por tanto, nueva transformación del mundo, militan muchos intereses bien
consolidados en las sociedades capitalistas, colonialistas y patriarcales en
que vivimos. Como he venido sosteniendo, la construcción de una nueva
comprensión del mundo será el resultado de un esfuerzo colectivo y de época, o
sea, ocurrirá en el seno de una transformación paradigmática de la sociedad. La civilización capitalista, colonialista y
patriarcal no tiene futuro, y su presente demuestra eso de tal modo que
ella solo prevalece por la vía de la violencia, de la represión, de las guerras
declaradas y no declaradas, del estado de excepción permanente, de la
destrucción sin precedentes de lo que continúa asumiendo como recurso natural
y, por tanto, disponible sin límites.
Mi contribución personal en ese esfuerzo
colectivo ha consistido en la formulación de lo que denomino epistemologías del
Sur. En mi concepción, el sur no es un lugar geográfico, es una metáfora para
designar los conocimientos construidos en las luchas de los oprimidos y
excluidos contra las injusticias sistémicas causadas por el capitalismo, el
colonialismo y el patriarcado, siendo evidente que muchos de los que
constituyen el sur epistemológico vivieron y viven también en el sur
geográfico.
Estos conocimientos nunca fueron
reconocidos como aportes para una mejor comprensión del mundo por parte de los
titulares del conocimiento erudito o académico, sea filosofía, sea ciencias
sociales y humanas. Por eso, la exclusión de esos grupos fue radical, una
exclusión abisal resultante de una línea abisal que pasó a separar el mundo
entre los plenamente humanos, donde “solo” es posible la explotación (la
sociabilidad metropolitana), y el mundo de los subhumanos, poblaciones
desechables donde es posible la apropiación y la superexplotación (la
sociabilidad colonial). Una línea y una división que prevalecen desde el siglo
XVI hasta hoy.
Las epistemologías del Sur buscan rescatar
los conocimientos producidos del otro lado de la línea abisal, el lado colonial
de la exclusión, a fin de poder integrarlos en amplias ecologías de saberes
donde podrán interactuar con los conocimientos científicos y filosóficos con
miras a construir una nueva comprensión / transformación del mundo.
Esos conocimientos –hasta ahora
invisibilizados, ridiculizados, suprimidos– fueron producidos tanto por los
trabajadores que lucharon contra la exclusión no abisal (zona metropolitana),
como por las vastas poblaciones de cuerpos racializados y sexualizados en
resistencia contra la exclusión abisal (zona colonial). Al centrarse
particularmente en esta última zona, las epistemologías del Sur dan especial
atención a los subhumanos, precisamente aquellos y aquellas que fueron
considerados más próximos a la naturaleza.
Los conocimientos producidos por esos
grupos, pese a su inmensa diversidad, son extraños al dualismo cartesiano y,
por el contrario, conciben la naturaleza no humana como profundamente implicada
en la vida social-humana, y viceversa. Como dicen los pueblos indígenas de las
Américas: “La Naturaleza no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la
Naturaleza”. Los campesinos de todo el mundo no piensan de modo muy diferente.
Y lo mismo sucede con grupos cada vez más vastos de jóvenes ecologistas urbanos
en todo el mundo.
Esto significa que los grupos sociales más
radicalmente excluidos por la sociedad capitalista, colonialista y patriarcal,
muchos de los cuales fueron considerados residuos del pasado en vías de
extinción o de blanqueamiento, son los que, desde el punto de vista de las
epistemologías del Sur, nos están mostrando una salida con futuro, un futuro
digno de la humanidad y de todas las naturalezas humanas y no humanas que la
componen.
Al ser parte de un esfuerzo colectivo, las
epistemologías del Sur son un trabajo en curso y todavía embrionario. En mi
propio caso, pienso que hasta hoy no alcancé a expresar toda la riqueza
analítica y transformadora contenida en las epistemologías del Sur que voy
proponiendo. He destacado que los tres modos principales de dominación moderna
–clase (capitalismo), raza (racismo) y sexo (patriarcado)– actúan
articuladamente y que esa articulación varía con el contexto social, histórico
y cultural, pero no he dado suficiente atención al hecho de que este modo de dominación
se asienta de tal modo en la dualidad sociedad/naturaleza que sin la superación
de esta dualidad ninguna lucha de liberación podrá ser exitosa.
En tal escenario, la nueva tesis once
debería tener hoy una formulación del tipo: “Los filósofos, científicos
sociales y humanistas deben colaborar con todos aquellos que luchan contra la
dominación en el sentido de crear formas de comprensión del mundo que hagan
posible, prácticas de transformación del mundo que liberen conjuntamente el
mundo humano y el mundo no humano”. Es mucho menos elegante que la undécima
tesis original, cierto, pero tal vez nos sea más útil.
- Boaventura de Sousa Santos, académico
portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y
Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra
(Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU.)
y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos
sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología
jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial.
JOH toma posesión entre gases lacrimógenos de Pennsylvania
Carlos Dada
www.elfaro.net / 270118
En una ceremonia a la que no asistió
ningún mandatario extranjero, el presidente hondureño dio inicio este sábado a
su segundo periodo al frente del Ejecutivo. En las calles de una militarizada
Tegucigalpa, miles de manifestantes que acusan a Juan Orlando Hernández de
fraude chocaron contra policías y soldados. La ciudad se convirtió por horas en
un campo de batalla cubierto por nubes de gases lacrimógenos de fabricación
estadounidense.
Llegó el 27 de enero. El cielo gris asomó
por detrás del cerro Juana Laínez, poco después de las cinco de la mañana,
cerrando una noche de ambulancias, de cacerías policiales, de gases
lacrimógenos, de gritos y protestas y quemas de llantas y toma de calles y de
carreteras. La ondeante silueta de la bandera de Honduras se dibujó en la cima
del cerro, que corona Tegucigalpa. Una ciudad militarizada.
Llegó el 27 de enero, día inevitable en el
calendario de un país roto por las elecciones celebradas dos meses antes. Juan
Orlando Hernández, el presidente que maniobró de todas las formas posibles para
ser reelecto en un país cuya Constitución prohíbe la reelección, tomaba
posesión de su segundo periodo.
Se juramentó protegido por miles de
uniformados del Ejército, la Policía Militar, la Naval y la Policía Nacional.
Montaron tres cordones de seguridad alrededor del Estadio Nacional y
dispersaron a los manifestantes arrojando unas latitas del tamaño de una
granada denominadas MP-3-CS, fabricadas en un pueblito de Pennsylvania llamado
Homer City, made in USA, que liberan
gas lacrimógeno durante su vuelo y dejan una estela punzante, irritante,
vomitiva. Lanzaron tantas de esas latitas de Pennsylvania que una nube de humo
blanco espeso se alzó y se paseó por el centro de Tegucigalpa. Todos los ojos,
todas las gargantas sufrieron en el día para festejar la democracia.
A pocas cuadras del estadio, en la colonia
Miraflores, el candidato de la Alianza de Oposición a la Dictadura, Salvador
Nasralla, hombre de televisión, autoproclamado ganador y a quien al menos la
mitad de este país considera víctima de un fraude, encabezaba una de las
protestas contra la toma de posesión. Los militares lo obligaron a retroceder:
aventaron también latitas de Pennsylvania hacia donde él se encontraba, justo
bajo un puente vehicular.
Nasralla trotó, intentando mantener la
dignidad mientras se asfixiaba. Hay un video que él mismo tomó, convencido de
que la revolución será en Facebook Live. No detuvo nunca la grabación. Se miran
las latitas, la nube de humo, el pánico de quienes le acompañan, su carrera
hacia atrás. Nasralla boquea y tose. Saca la lengua. Mira a la cámara del
teléfono que sostiene con su mano izquierda, asegurándose de que está en el
campo visual. Es quien documenta y también el sujeto documentado. Alguien, en
la corrida, le entrega una boquilla. Camina, deja caer el brazo y con él la
cámara pierde su objetivo. Apenas capta sus piernas meciéndose, al ritmo de su
brazo. El candidato se retira gaseado, con los ojos rojos, la garganta seca,
agredido directamente por los soldados que pretendió mandar, pero acuerpado,
auxiliado por sus seguidores. Fin del video, pero no de la jornada.
Mientras,
en el estadio
Adentro del estadio, acuerpado por los soldados
y en cadena nacional de radio y televisión, el presidente Hernández jura, con
la mano sobre una biblia, que todos los días de su segundo periodo pedirá a
Dios que lo ilumine para guiar a este, unos de los países más pobres del
continente. Promete educación, salud y trabajo. Junto a él, sonriente, el
hombre que le colocó la banda presidencial: el presidente del Congreso y
dirigente de su propio Partido Nacional, Mauricio Oliva, investigado por la
Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH),
sospechoso de formar parte de la red de enriquecimiento ilícito de diputados
que se apropiaron de fondos destinados para obras sociales.
El jefe de la MACCIH, el peruano Juan
Jiménez Mayor, no asistió a la toma de posesión en protesta por el descaro de
los congresistas afines al presidente que, una semana antes, pretendieron a
escondidas decretar una ley que prohíbe a ese organismo creado bajo el manto de
la Organización de Estados Americanos (OEA) y a la Fiscalía investigar a funcionarios
públicos. El Congreso se retractó solo después del reclamo de la Embajada de
Estados Unidos.
No hubo mandatarios que asistieran a la
ceremonia, salvo el propio Juan Orlando Hernández. Hace mucho tiempo que no se
veía en Centroamérica una juramentación presidencial a la que no asistiera
ningún jefe de Estado del istmo. Cancillería de El Salvador dijo que la
presidencia hondureña solo invitó al cuerpo diplomático acreditado en
Tegucigalpa. Pero la mayoría de las misiones diplomáticas ni siquiera fueron representadas
por los embajadores, sino por secretarios o encargados de negocios. Lo mismo la
Embajada de Estados Unidos, pero vale aclarar que su encargada de negocios,
Heidi Fulton, es desde hace meses la máxima representante en Honduras, pero que
es más influyente que todos los embajadores juntos.
“Lo que viene sorprenderá a propios y
extraños”, prometía el presidente en su discurso de posesión, después de
quitarse y volverse a poner la banda presidencial. El estadio, rellenado por
simpatizantes de su partido, políticos, empresarios y los representantes del
cuerpo diplomático, era ajeno a la batalla campal que ocurría en el resto de la
ciudad. Apenas lograban ver el sobrevuelo de los helicópteros militares que
desde el cielo daban instrucciones a la infantería para interceptar a los
manifestantes.
Afuera, cuando los gases y las detenciones
dispersaron a los manifestantes menos agresivos –adultos y niños–, grupos de
jóvenes encapuchados, armados con piedras y palos y con toda la disposición de
expresar su descontento aún a costa de enfrentamientos con la autoridad,
tomaron el relevo y marcharon por diversos puntos de la ciudad gritando “¡Fuera
JOH!”, el canto de la oposición desde los ya lejanos tiempos de campaña. A la
guía de los helicópteros respondieron con motociclistas que inspeccionaban el
terreno, un kilómetro adelante del núcleo de la marcha. Pero los policías
venían atrás.
Intercambiaron gases por piedras, se
convirtieron en protagonistas de una ciudad con las calles vacías que policías,
taxistas, periodistas, manifestantes, obreros y cuerpos de socorro han
aprendido a leer: el humo negro es quema de llantas. El blanco son gases
lacrimógenos. Dos días antes, escuché en la radio a un hombre decir: “Yo no sé
qué le han echado a este gas, que está más fuerte”.
Así lleva Honduras dos meses. Todos los
días. Desde que los hondureños fueron a las urnas a elegir presidente y los dos
principales candidatos –Nasralla y Hernández– se proclamaron vencedores. Uno,
Nasralla, porque llevaba una considerable ventaja con el recuento de casi el 70
% de los votos, justo cuando se cayó el sistema informático. Otro, Juan Orlando
Hernández, porque cuando volvió el sistema él ya había remontado. El proceso fue tan irregular que hasta la
OEA –¡la OEA!– dijo que no podía avalar ningún resultado y recomendó que las
elecciones se repitieran. Pero el Tribunal Supremo Electoral, controlado
por Hernández, lo declaró ganador. Nasralla gritó fraude y decenas de miles de
hondureños salieron a las calles a gritar lo mismo.
Desde entonces, casi cuarenta personas han
sido asesinadas y los organismos de derechos humanos denuncian detenciones
arbitrarias y operaciones dirigidas para acosar, capturar o golpear a sus
dirigentes; los periodistas nacionales e internacionales son acosados,
amenazados, detenidos o interrogados por policías y militares. El país
atraviesa una profunda crisis política generada por la reelección. Si el
segundo mandato de Hernández continúa como inicia, no podrá gobernar.
Esta crisis política marcará la historia
de Honduras como la marcó el golpe de Estado de 2009. Y mucho tienen en común:
las ambiciones de poder de dos presidentes; la determinación de la Fuerza
Armada para reprimir a quienes protestan; la intervención estadounidense para
determinar el estado de las cosas; y la infructuosa, inútil oposición de la OEA
a estas consecuencias: entonces un golpe de Estado, ahora un fraude electoral.
En Honduras, democracia es el nombre que reciben cosas que en otros lados se
conocen de otra forma: impunidad, corrupción, contubernio, violencia,
narcotráfico…
pobreza.
A la ceremonia en el estadio sólo se podía
asistir con invitación. Miles llegaron en buses contratados por los
organizadores, con un boleto que les daba derecho a un almuerzo. Salieron del
estadio antes que el presidente, a hacer cola junto a los camiones de comida,
para que les dieran la bolsita con el almuerzo donde les correspondía: los de
Olancho, El Paraíso y Danlí en este camión. Después, volvieron a sus pueblos
distantes, a seguir siendo pobres.
Por la tarde, las estrechas calles del
centro de Tegucigalpa se convirtieron en ratoneras. Las fuerzas de seguridad
cazaron a su antojo. Se escucharon otra vez las sirenas, los gritos, los
disparos. Se elevaron nuevas cortinas de humo. Humo blanco de Pennsylvania.
Uniformados capturaron a jóvenes y los sometieron a macanazos.
El reinstalado presidente Hernández no
perdió tiempo para demostrar sus intenciones: si en los últimos meses ha sido
desafiado por la calle, hoy la calle pagó. Cantaron durante meses la canción
que exige su salida, llamada “JOH, es pa’fuera que vas”, la más popular del
país. Pero JOH no se fue. Se quitó la banda presidencial sólo para volvérsela a
poner. Puede que hoy no tenga ni legitimidad política ni social. Puede que no
tenga gobernabilidad. Pero tiene el poder.
Al caer la noche, se escucharon nuevos
estruendos provenientes del cerro Juana Laínez. Desde las inmediaciones de la
bandera se elevaron hermosos fuegos artificiales que iluminaron el cielo de
Tegucigalpa durante varios minutos. Alguien gastó mucho dinero para celebrar la
renovación de la democracia. Se llegó el 27 de enero. JOH se quiere quedar
cuatro años más.
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