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¿Religión o Evangelio?


José María Castillo S.

He oído decir que las autoridades de la Iglesia española andan gestionando imponer, en los planes de estudio, la clase de Religión como asignatura obligatoria. Yo me pregunto por qué no gestionan, más bien, que se imponga como asignatura la clase de Evangelio.

Digo esto porque, ante todo, con la Religión, tal como la ve y la vive la mayoría de la gente, creo que no vamos a ninguna parte. Además, se sabe (con bastante seguridad) que la casi totalidad de los estudiantes, cuando llegan a los 12 o 13 años, cortan con el tema de Dios y de la Religión.

De forma que, aunque sigan asistiendo a las clases de la asignatura de Religión, la pura verdad es que no asimilan sus contenidos. No porque los profesores sean incompetentes o los libros de texto estén mal redactados. El problema está en que los contenidos de esos libros dejan de interesar a los adolescentes y a los jóvenes en su inmensa mayoría.

¿Cómo es posible que nuestros obispos no se hayan enterado todavía de esto? Y si se han enterado, ¿Por qué se aferran a seguir, erre que erre, repitiendo el fracaso, año tras año, como si con la clase de Religión obligatoria, las nuevas generaciones fueran más creyentes y más practicantes? ¿Será que así se quedan más tranquilos nuestros prelados, pensando ellos que están cumpliendo con su deber? ¿No habría que buscarle a todo este asunto otra solución?

Mi propuesta no es cambiarle el nombre a la asignatura. Eso sería un simplismo demasiado ingenuo. Y, sobre todo, lo que intento proponer aquí es que el problema es mucho más profundo. Intentaré explicarlo.
Voy directamente al fondo del asunto.

Jesús no fundó una Religión. ¿Cómo iba a fundar una Religión un individuo que fue odiado, perseguido y asesinado por la Religión; y rechazado como un delincuente por los “maestros” y “sumos sacerdotes” de la Religión? Y conste que, en la cultura del Imperio, cuando se hablaba de Religión, lo que menos importaba eran los “dioses” en los que se creía o los ritos con que se adoraban. En Atenas, le habían puesto, en la calle, un altar incluso al “dios desconocido” (Hech 17:23). Porque, en el mundo romano del siglo I, a nadie se le ocurría pensar que la religión y la política estuvieran separadas (W. Carter). Con tal –claro está– que la Religión estuviera al servicio de la política (Rom 13:1-2; Josefo, Ant. 20, 251).

Esto supuesto, la pregunta capital es la siguiente: ¿qué peligro o qué amenaza vio la Religión (y los políticos) en las enseñanzas y la conducta de Jesús? La respuesta es muy sencilla: Jesús antepuso la salud y la vida de la gente al sometimiento a la Religión. En esto radica toda la conflictividad de Jesús con los dirigentes religiosos. Hasta que por eso acabó colgado en una cruz, entre dos “lestaí” (dos “subversivos”) (Mc 15:27 par; cf. H.-W. Kuhn: TRE 19,717).

Ahora bien, si efectivamente las cosas fueron así, ¿dónde y en qué puso Jesús el tema central del Evangelio? No lo puso en la Fe. Lo puso en el Seguimiento. En efecto, cuando Jesús llamó a sus discípulos y apóstoles, a ninguno le preguntó: “¿Crees en mí?”. Como a ninguno le dijo: “Cree en mí”. La propuesta y la exigencia de Jesús se resumió en una sola palabra: “Sígueme”. Así, desde la llamada a los discípulos del Bautista (Jn 1:43), hasta la última palabra que Jesús le dijo a Pedro. “Tú, sígueme a mí” (sú moi akoloúthei) (Jn 21:22). Lo mismo que les dijo a los pescadores del lago (Mc 1:16-20 par), a Leví el publicano (Mateo) (Mc 2:14 par) y al joven rico (Mc 10:21 par).

Esta llamada es un enigma y un misterio. Jesús no explica ni por qué llama, ni para qué llama. Ni presenta un programa de vida, ni un objetivo, ni un ideal. Nada en absoluto. Eso sí: cuando pone condiciones, es tajante: no tolera dinero (Mc 10:21 par), ni tener un rincón donde meterse, como lo tienen las alimañas del campo, ni enterrar al propio padre (Mt 8:18-22), ni despedirse de la propia familia (Lc 9:61-62). A sabiendas de que el seguimiento de Jesús lleva consigo “cargar con una cruz” y hacer propio el destino del mismo Jesús (Mt 16:24 par). Es que “la llamada es Jesús mismo” (D. Bonhoeffer, Nachfolge, München 1982, 28).

¿No es todo esto una locura y un sinsentido? Sí lo es. Porque se trata de la locura y el sinsentido del que carece de lo que más apreciamos en la vida, la propia seguridad. Que la ponemos en Jesús. Lo que, en definitiva, representa que el centro del cristianismo no está ni en la Religión, ni en la Fe. Todo radica en la ética, en la conducta del que existe para los demás. Y en la medida en que puede ser el ciudadano cabal.

Es algo que no da de sí la condición humana. Lo dijo con claridad el talento de Kant: “La praxis ha de ser tal que no se pueda pensar que no existe un más allá” (Gesammelte Schriften VII, 40). Sólo una espiritualidad, que, en definitiva, remite al Trascendente, da razón de semejante conducta. Pero insisto, ante una conducta así, hablamos del Trascendente. Si nos quedamos en la inmanencia, en nuestra limitada condición humana, nos damos de cara con la deshumanización que nos caracteriza.

¿Religión o Evangelio? Si la Iglesia, en lugar de interesarse tanto por educar a los niños y jóvenes como “religiosos”, los educara como “personas honradas”, sin fisura y a carta cabal, tendríamos un país con menos “profesionales de la Religión”, pero repleto de “ciudadanos honrados”. Con más honradez y menos corrupción.


El poder del Papa


José M. Castillo S.

Con motivo del 5º aniversario de la elección del P. Jorge Mario Bergoglio para el papado, numerosos periodistas y escritores han expresado sus puntos de vista sobre el papa Francisco y su forma de ejercer el poder y la autoridad en la Iglesia. Como es lógico, en el reducido espacio de una “entrada” en el blog, no es posible decir todo lo que habría explicar sobre un asunto, como éste, que resulta demasiado complejo y nada fácil de exponer. Por eso, me limitaré a lo que me parece más fundamental.

Si nos atenemos a lo que dice, sobre el poder del papa, el Código de Derecho Canónico, en su canon 331 se afirma que el Romano Pontífice tiene “potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente”.

No hablo ya de la teoría de la “plenitudo potestatis”, que los teólogos de los siglos XI al XIII se inventaron para justificar un poder absoluto del papa sobre el mundo entero. No viene a cuento esta vergonzosa historia, cuando se trata de enjuiciar el gobierno de un papa actual.

El problema está en saber si un papa de hoy puede o no puede modificar leyes, tradiciones o normas que se refieren al gobierno y a la vida de la Iglesia en asuntos de importancia. Por ejemplo, ¿puede un papa modificar la liturgia o el Derecho Canónico, en asuntos que no son “verdades de fe divina y católica” y que, por tanto, no son “dogmas” inmutables? ¿Podría un papa cambiar todo lo que, en el Derecho Canónico, está en contra de los Derechos Humanos? ¿Qué es más importante para la Iglesia? ¿Ser fiel a tradiciones del pasado, que no son verdades reveladas y de fe? ¿O ser coherente para la solución de problemas del presente, que mucha gente quiere ver resueltas para poder tener fe?

Planteada así la cuestión, la respuesta parece lógica y coherente. El papa no puede modificar lo que pertenece a la fe de la Iglesia. Esto es evidente. Sin embargo, lo que el papa puede, y sobre todo debe, es gestionar el gobierno de la Iglesia de manera que lo importante y decisivo no sea tener una Curia Romana bien organizada, sino presentar ante el mundo una Iglesia que sea vista por la gente como una institución coherente, fiel al Evangelio de Jesús el Señor y como una luz de esperanza y salvación para tantas personas que sufren más de lo que se puede soportar.

Es evidente que, si el problema se plantea en estos términos, la solución tendría que ser clara y urgente: modificar todo lo que no toque a las verdades que son “dogmas de fe” y que, al mismo tiempo, está reclamando una puesta al día, para que la Iglesia no sea una institución trasnochada y del pasado, sino actual y que responda a lo que la gente necesita en nuestro tiempo. ¿Es que el papa no puede hacer esto? ¿No es esto lo que el Vicario de Cristo en la tierra tiene que hacer?

Pues bien, llegados a este punto, la respuesta no parece ofrecer duda alguna. Un papa responsable, libre y coherente, tendría que ponerse a trabajar, con todos los expertos que necesite, para dar la debida respuesta a las preguntas que acabo de hacer.

Sin embargo, esa respuesta, que parece tan clara y tan obvia, en realidad no lo es. Ni resulta tan fácil o patente. ¿Por qué? Porque, en todo este asunto, entran en juego otros “datos” (o si se quiere, otros “componentes”), que son indispensables y de los que un papa no puede prescindir, ni puede desentenderse. ¿A qué me refiero?

Un papa no es, ante todo, un “Jefe de Estado”. Antes que eso – y prescindiendo de eso -, el papa es la “autoridad suprema de una institución religiosa”. Es, por tanto, el máximo responsable de la unidad de cuantos libremente pertenecen a esa institución. De ahí que el papa tiene que cuidar y proteger, no sólo la “ortodoxia de la fe”, sino además (y al mismo tiempo) la “unión de los creyentes”. Un problema, este último, sumamente delicado, complicado y extremadamente difícil. Sobre todo, si tenemos en cuenta que Jesús, el que fue origen de la Iglesia y es su centro y su razón de ser, manifestó como deseo último y supremo de su vida, que todos cuantos creamos en él, nos mantengamos unidos (“Padre santo, guárdalos unidos… que todos sean uno”) (Jn 17, 11. 21…).

Ahora bien, de sobra sabemos que la Iglesia está fragmentada, dividida, rota. El papa Francisco está haciendo esfuerzos notables y hasta pasando por humillaciones muy duras, con el anhelo de ir acercando posturas, con vistas a reconstruir, en la medida de lo posible, la unidad perdida de tantos millones de personas que, por incontables problemas, se ha separado en sectas y credos distintos. De forma que la fe religiosa ha venido a ser el vehículo de la separación y hasta el odio, en lugar de unirnos a todos los que miramos a Jesús y su Evangelio como fuente de esperanza y salvación.

Así las cosas, mi punto de vista es que el papa Francisco ha tomado el camino más razonable que un “papa responsable” puede y debe tomar en este momento. Francisco ha tomado decididamente el camino del Evangelio. El camino de los marginados y los excluidos, de los que sufren y se ven despreciados. Francisco lo predica así. Pero sobre todo lo hace. Y lo vive. Se acerca a la gente todo cuanto le es posible.
Retomando un tema del que se ha hablado estos días, Jesús no designó a ninguna mujer para que fuera “apóstol”. En aquella sociedad, una mujer no podía ser “testigo oficial” de nada. Pero quiero (y debo) destacar que las mujeres son el único colectivo de personas con el que Jesús no tuvo el menor roce o dificultad. Jesús censuró duramente a los apóstoles, por su falta de fe y sus ambiciones de poder. Con las mujeres jamás, ninguna dificultad. Todo lo contrario. Siempre las defendió, siempre se puso de su parte. Y defendió su igualdad de derechos con el hombre, como queda patente en Mt 19, 1-12; Mc 10, 1-12; cf. Dt 24, 1.

Nadie se imagina, ni sabe, cómo se encontró Francisco la Iglesia cuando fue elegido en el conclave, hace cinco años. Yo puedo asegurar que, pocos días antes de saberse la noticia de la renuncia de Benedicto XVI al papado, una personalidad muy importante en Roma me dijo: “Reza por la Iglesia, que está tan mal, que más bajo, ya no puede caer”. No me dijo más. A los pocos días, se produjo el cambio.

¿Ha podido el papa Francisco hacer más de lo que ha hecho? Nadie lo sabe. Ni seguramente se puede saber. Lo que me parece indudable es que el papa Francisco le ha dado un giro nuevo al papado. Un giro nuevo que no tiene ya vuelta atrás. El hieratismo, la distancia, la solemnidad de tiempos pasados, toda esa parafernalia de soñadores extraviados, por fin, quedó arrumbada. Sencillamente porque ha sido suplantada por el Evangelio.


La insoportable sobrevivencia del Gobierno bolivariano


www.rebelion.org / 21-03-18

Para una cabal comprensión de lo que ha estado ocurriendo en Venezuela en los últimos años conviene leer, a modo de introducción, estas pocas líneas:

“Los de Miami explicaron... que para reconstruir el país primero había que echarlo totalmente abajo: se tenía que hundir la economía, el desempleo tenía que ser masivo, había que acabar con el Gobierno y había que poner en el poder a un ‘buen’ oficial que llevase a cabo una limpieza completa matando a trescientos, cuatrocientas o quinientas mil personas. … ¿Quiénes son esos locos y cómo actúan? … Los más importantes son seis (empresarios) inmensamente ricos… Traman conjuras, organizan reuniones constantemente y dan instrucciones a XX” [1].

Lo anterior surge del testimonio que Robert White, embajador de los gobiernos de James Carter y Ronald Reagan, presentó ante el Congreso de Estados Unidos en un desesperado e inútil esfuerzo para evitar la tragedia que, con el abierto apoyo de Reagan, se desencadenaría en El Salvador una vez que el plan alentado por la burguesía salvadoreña -puesta a buen resguardo en Miami- fuese llevado a cabo por un coronel del ejército, un psicópata criminal llamado Roberto D’Aubuisson. Estamos hablando de comienzos de la década de los ochentas cuando ya el “plan de operaciones” de la CIA y el Departamento de Estado para deshacerse de gobiernos incómodos por negarse a obedecer ciegamente las órdenes de Washington campeaba por todo el continente.

Cuatro décadas más tarde poco o nada ha cambiado. Sustitúyanse los nombres de los protagonistas en la crisis salvadoreña y reemplácenlos por los de los actores de la política venezolana de hoy día y las palabras de White -un hombre sensible y honesto enviado por Carter a San Salvador para retirar el apoyo yankee a los “escuadrones de la muerte” gestados en Fort Benning y en las bases norteamericanas en la Zona del Canal de Panamá- ofrecen un vívido retrato de los planes del imperio para Venezuela.

Hay dos ideas centrales en aquel desgarrador testimonio de White: primero, “echar abajo la economía”, vía de ataque preferida por Washington para debilitar a sus adversarios a fin de poder luego asestarles el golpe de gracia. Como se hizo en Guatemala en 1954, en Cuba desde 1959, con Chile desde la misma noche en que Salvador Allende triunfó en las elecciones presidenciales de 1970. A las pocas horas de saberse la noticia un Richard Nixon lívido de ira ordenó a sus colaboradores que “ni una tuerca ni un tornillo lleguen a Chile” para que su economía se desplome.

La “guerra económica” es un arma que el imperio utiliza a destajo y sin escrúpulo alguno. Desde Arbenz para acá cambiaron las modalidades y los instrumentos de la agresión económica, pero el objetivo estratégico es el mismo. Y Venezuela lo está padeciendo con inusitada intensidad, agravada por la nueva orden ejecutiva emitida este 19 de marzo por Donald Trump. El objetivo: “hundir la economía”, como decía White, y en lenguaje contemporáneo, crear una “crisis humanitaria” que precipite una intervención extranjera en Venezuela, comandada por Estados Unidos y secundada por el corrupto y reaccionario Grupo de Lima, una sarta de inmorales que hundieron a sus pueblos en la miseria y remataron la soberanía de sus naciones.

La segunda premisa de la desestabilización y derrumbe del gobierno, en este caso de Nicolás Maduro, es la violencia. En El Salvador ésta fue obra del ejército, y sus crímenes y tropelías fueron inenarrables por su sadismo y crueldad. Los altos funcionarios de Reagan, la embajadora ante la ONU, Jeane Kirkpatrick y el Secretario de Estado, el general Alexander Haig, justificaron todo. Desde la violación y asesinato de tres monjas norteamericanas, acusadas por la hiena Kirkpatrick de ser “activistas del FMLN” y por quien mordiera el polvo de la derrota y la humillación en Vietnam, Haig, que las llamó ”monjas de pistola en bandolera”, hasta los asesinatos en masa de aldeas campesinas. Por consiguiente, la justificación y la exaltación que tanto Barack Obama como Donald Trump hicieran de los bandidos que enlutaron a Venezuela con sus atrocidades y las guarimbas, no es nada nuevo.

A diferencia de lo ocurrido en otras latitudes, en la tierra de Bolívar y Chávez ese papel represivo lo cumplen los paramilitares y los mercenarios, reclutados en Colombia por Álvaro Uribe y sus secuaces. ¡Colombia, nada menos! Un país cuyo gobierno ha caído en una ciénaga moral al instrumentar la agresión contra un gobierno como el venezolano que, de la mano de Hugo Chávez, tuvo un papel decisivo en detener el baño de sangre que enlutaba Colombia por más de cincuenta años. El pago por tan inmenso gesto de generosidad es convertirse en cabecera de playa del ataque económico, mediático, político y diplomático contra el gobierno venezolano. El veredicto de la historia será implacable contra Santos y Uribe.

Si trajimos a colación este paralelismo entre la reacción del imperio en tiempos de Reagan y la de nuestros días en la “era Trump” fue para demostrar que el proyecto imperial de subordinar a toda América Latina y el Caribe a los designios de Washington permanece inalterado desde 1823, Doctrina Monroe mediante. Y que todo lo que la Casa Blanca haga o diga debe ser entendido bajo esta clave interpretativa.
La intensificación del ataque contra la noble Venezuela bolivariana habla de la desesperación del gobierno de Estados Unidos porque todas las tentativas de derribar al gobierno de Maduro han fracasado. Ni la guerra económica ni la violencia reaccionaria pudieron con él. Y la oposición, que con el apoyo del infame Grupo de Lima se desgañitó exigiendo elecciones ahora no concurre a ellas porque sabe que va a ser derrotada por enésima vez por el chavismo.

Pese a que se le ofrezcan todas las garantías (que no existen en la inmensa mayoría de los países del área, donde el fraude pre y post electoral es la norma, como en Honduras o México, para mencionar apenas los dos casos más espectaculares) y que haya sido el propio gobierno quien solicitó a la ONU el envío de una numerosa misión de observadores, la oposición no acudirá a las urnas para no sufrir una nueva bochornosa derrota.

Su apuesta, impulsada por Estados Unidos, es a la “intervención humanitaria”, que de producirse -habrá que ver si se animan a ello porque la Venezuela Bolivariana no está indefensa- provocaría ingentes daños a la población venezolana y una enorme destrucción de propiedades e infraestructura. Porque, si no aceptan que sean las elecciones las que decidan quién gobernará en ese país sólo queda abierta la vía insurreccional apoyada por los paladines mundiales de la democracia con sede en Washington DC.

Dado lo anterior no es casual que la escalada injerencista de la guerra económica decretada por Trump tenga lugar al día siguiente del rotundo triunfo en Rusia de un fiel aliado de Venezuela: Vladimir Putin. Y que coincida también con la creciente aceptación de la criptomoneda bolivariana, el petro. Todos saben que la declinante hegemonía norteamericana tiene como uno de sus pilares al dólar. Las criptomonedas y el avance del yuan chino están debilitando sin pausa ese pilar, lo que explica la agresiva respuesta de la Casa Blanca.
El mercado petrolero mundial, antes movilizado exclusivamente en función del flujo de dólares, ahora lo hace sólo en parte y ya se habla del papel de los “petroyuanes” como cosa de todos los días. China está obligando a Arabia Saudita a aceptar sus yuanes como pago de sus exportaciones petroleras, y varios otros grandes productores, como Rusia, Irán, Venezuela, venden sus productos en otras monedas que no el dólar.

El intercambio comercial entre China y Japón se realiza en yuanes, lo mismo que el que se produce entre China y Rusia. Catar entró por la misma variante, lo que precipitó que el gobierno estadounidense calificara a ese país como “terrorista”. Libia fue destruida y Gadafi linchado, entre otras cosas, porque dejó de vender su petróleo en dólares. Y lo mismo había ocurrido antes con Sadam Hussein, que también optó por vender el petróleo iraquí en euros. Signos todos de la desesperación de un imperio que inició su irreversible ocaso y que, por eso, da rienda suelta a todos sus demonios.

El inmenso ejército imperial no es suficiente para garantizar la perpetuidad de la hegemonía norteamericana. También se requiere la absoluta primacía del dólar. Y esto ya va siendo cosa del pasado. Por eso el ataque interminable contra la Venezuela Bolivariana. Y por eso, hoy más que nunca, “todos somos Venezuela.”

Nota:

[1] Cf. Oliver Stone y Peter Kuznick, Historia no oficial de Estados Unidos (Buenos Aires: El Ateneo, La Feria de los Libros, 2015), p. 630.


El Evangelio no es igualitario, es preferencial, porque Jesús prefirió a los últimos


José M. Castillo S.

El "jueves santo" de cada año, los cristianos recordamos (o tendríamos que recordar) los tres mandatos que Jesús nos dejó a quienes decimos - o pensamos - que creemos en Cristo y, por tanto, somos cristianos.

Primer mandato es el del lavatorio de los pies. Después de lavar, él mismo, los pies a los discípulos, les dijo: "Si yo..., os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). En la cultura del Imperio, la tarea de lavar los pies era una de las obligaciones a las que estaban sometidos los esclavos. El Evangelio expresa este deber mediante el verbo griego "opheilo", que significa "estar obligado", como bien explican quienes mejor han estudiado este término griego. Ya Jesús había dicho esto mismo, con otras palabras y en otro momento: "Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo" (Mt 10, 24).

Por tanto, el primer mandato de Jesús a los cristianos consiste en que vayamos por la vida comportándonos como esclavos de lo que necesitan los demás. Aunque se trate de quienes están por debajo de nosotros.

Segundo mandato es el de la eucaristía: "Haced lo mismo en memoria mía". Palabras que Jesús pronunció dos veces, después de dar a los discípulos el pan, del que Jesús dijo que es su cuerpo; y después de darles el cáliz, "la nueva alianza en su sangre" (1 Cor 11, 24-25). Se explique como se explique este "recuerdo peligroso" (J. B. Metz), lo que podemos decir hoy con seguridad es que, para entender lo que Jesús quiso decir, no podemos depender ni del pensamiento de Platón (que predominó hasta el s. X), ni de lo que decía Aristóteles (a partir del s. XI). Nuestra fe no depende de cómo explicaban la realidad los sabios de la Antigüedad. Lo que sabemos por la fe en la eucaristía, es que, al comer el pan consagrado y al beber el cáliz, Jesús se hace presente en nuestra vida. Y, por tanto, nuestra vida tiene que reproducir lo que fue la "peligrosa existencia" de Jesús en este mundo. Tan peligrosa que, como sabemos, acabó como acabó.

Por tanto, el segundo mandato de Jesús, en jueves santo, nos viene a decir que "no nos refugiemos en la práctica sacramental", para quedarnos ahí y sólo en eso, satisfechos y tranquilos en nuestra conciencia, porque somos cristianos "de comunión diaria" (o quizá semanal), que podemos entrar en la iglesia (o ir por la calle) con la cabeza alta. El día que comulgar - o simplemente ir a misa - represente un peligro real, ese día hacemos el "recuerdo" o la "memoria" de Jesús tan auténtica como peligrosa. Porque será una "memoria subversiva".

Tercer mandato es el más radical y el más complicado. Porque es el más profundamente humano. El IV evangelio no recuerda la institución de la eucaristía en la cena de despedida. En su lugar, pone el "mandamiento nuevo": "que os améis unos a otros, como yo os he amado... En esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13, 14-15). ¿Por qué este mandamiento es "nuevo"? Antes que Juan, los tres evangelios sinópticos habían insistido en que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. Aquí, Jesús da un paso más. Y ya, ni menciona a Dios. El mandato es: "que os améis unos a otros". Porque, dado que Dios "se humanizó" (eso es lo que entraña la "encarnación"), "lo que hicisteis por uno de estos, a Mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Esta es la sentencia del "juicio final".
¿Es España un país "cristiano"? Según la vigente Constitución no lo es (Art. 16, 3). Según el Evangelio y tal como están organizadas nuestras leyes y nuestra economía, el problema no está en que sea o no sea constitucionalmente "confesional". Desde el punto de vista estrictamente religioso, es que España es un país "anti-cristiano". Por lo que decretan nuestros gobernantes, por lo que aprueban nuestros electores y por lo que nos callamos y "tragamos" los demás. Con el silencio de nuestros obispos. Seguramente, con más cobardía que desvergüenza. Pero, a fin de cuentas, es lo que "tragamos".

El Evangelio no es "igualitario" (como los Derechos Humanos). Es "preferencial". Porque Jesús prefirió sobre todo a los últimos, los más pequeños, los más desgraciados. Justamente prefirió a todos aquellos que, en este país tan cristiano (y otros semejantes), se ven pisoteados, despreciados, maltratados. Y con una subida de pensiones, que se reduce a unos céntimos al mes. ¿Y no somos "anti-cristianos"? Lo estamos diciendo a gritos.


El paradigma de Jesús y nuestros paradigmas


José Mª Castillo S.
www.atrio.org / 02/03/18

La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 16:19-31) nos enseña, entre otras cosas, lo inquietante y peligroso que es el “pecado de omisión”. Es el pecado que consiste en dejar las cosas como están. Porque “el mundo es como es”. O también, “las cosas son como son”. Y yo no puedo cambiar ni el mundo ni las cosas. De ahí que el interés, o el proyecto de la vida, lo centra cada cual “en sí mismo”. Cosa que se puede hacer por el egoísmo burdo del que se dedica a pasar la vida lo mejor que puede, como fue el caso del rico epulón, que se dedicaba a banquetear cada día y a vestirse con el lujo más refinado. O también se puede hacer –lo de centrar la vida en sí mismo– por un motivo religioso. Porque el sujeto ya ha encontrado a Dios y se ha relacionado con Dios. Es decir, tiene su conciencia en paz y se siente espiritualmente satisfecho.

Es el caso del “sacerdote” y del “levita”, que se mencionan en la parábola del buen samaritano (Lc 10:31). Los dos “bajaban” (“katébainen”) (F. Fendrich). Si bajaban por aquel camino, es que (sin duda alguna) descendían del monte donde estaba el templo, en Jerusalén, y viajaban hacia Jericó. O sea, lo mismo que el rico epulón se sentía satisfecho por su buena mesa y su buen vestir, el sacerdote y el levita se sentían también satisfechos porque el problema, que a ellos les preocupaba, que no era un vulgar problema “material”, sino un problema “intelectual”, el problema de Dios. Es decir, dónde y cómo encontrar a Dios. El “epulón” lo satisfacía en su casa, en sus banquetes y en su buen vestir. El “sacerdote” y el “levita” resolvían ese problema en el templo. La cuestión era vivir sin preocupaciones. ¿Y qué hacemos con el mendigo del portal o con el apaleado del camino? “El mundo es como es”. Y lo que cada cual tiene que hacer es vivir en paz.

Como dicen los hombres religiosos del Oriente unitario, vivir en el “Dharma” profundo, difícil de comprender, difícil de alcanzar, ya que su iluminación es tranquilidad y silencio; es excelente, trasciende el campo del análisis y las distinciones, es sutil, es una realidad que solo puede ser conocida por la sabiduría”. Es pura mística, en el sentido más radical, pero quizá también el más peligroso. Ya que, entonces, “la naturaleza y yo nos hacemos uno”. ¿Y lo demás? ¿Y los demás? “El mundo es como es”, Y yo no lo voy a cambiar.

Así las cosas, lo primero que se me ocurre aquí es recordar lo que, hace ya bastantes años (en 1969) escribió John K. Galbraith, uno de los más importantes economistas del siglo pasado. Este hombre fue enviado, por la administración de EE. UU., como embajador de su país a la India. Pues bien, al terminar sus años de estancia, en uno de los países más religiosos del mundo, publicó un libro (Ambassador’s Journal, 1969), en el que recogía sus impresiones de la estancia en India. Y en ese libro afirmaba que la causa más determinante de la pobreza y el hambre en aquel país era precisamente la religión que allí se vivía. Porque era una religión que, desde su profunda espiritualidad unitaria, lo que en realidad fomentaba era la aceptación que la vida le asigna a cada cual para que acepte y viva, en la resignación y mayor paz posibles, la suerte que la ha tocado en este mundo. Y entonces, como es lógico, un país, en el que cada ciudadano vive resignado y aceptando la suerte que le ha tocado en la vida, ¿dónde va a encontrar el poco bienestar que puede tener en la vida? En la paz unitaria de su propia intimidad. Posiblemente, no le queda otra salida.

Por supuesto, yo no soy quién para asegurar que todo esto es así. En todo caso, y a la vista del notable interés que suscita el tema de los diversos paradigmas sobre el tema de Dios y la espiritualidad, me ha parecido que puede tener quizá utilidad indicar algunas cosas, que pueden interesar a algunas personas preocupadas por el tema de Dios y de la religión.

Ante todo, el Homo Sapiens no empezó a practicar la religión para buscar a Dios. Mucha gente no sabe que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (cf. la bibliografía es muy abundante sobre este asunto capital. Cf. Walter Burkert, Homo Necans, con amplia documentación). Si el ser humano apareció hace unos cien mil años, el pensamiento simbólico y las expresiones simbólicas, relativas a “lo religioso” (ritos, sacrificios, cultos funerarios, etc.), se practicaron, sin mención alguna de Dios, durante más de ochenta mil años (cf. Ian Tattersall, Richard Leakey, Carl Sagan, etc.). Baste pensar que Ina Wunn ha escrito un volumen de más de 500 pgs. sobre Las religiones en la prehistoria, en el que no se menciona a Dios.

Además, es importante tener muy claro que Dios no es un componente de la religión. Porque Dios es trascendente, es decir, no está al alcance del entendimiento humano. O sea, no sabemos, ni podemos saber, cómo es Dios.

La religión es inmanente y, por tanto, es un hecho cultural. En cada cultura, los humanos nos “representamos” a Dios de acuerdo con la propia cultura. Pero una “representación cultural de Dios” no es “Dios”, el Dios Trascendente. No puede serlo. Ya he dicho que la religión es un “hecho cultural”, mientras que Dios no puede ser un “hecho cultural”, ya que (en tal caso) Dios sería un producto nuestro, un producto humano.

Por otra parte, si el tema de Dios se piensa desde el concepto de “lo infinito”, en tal caso nos imaginamos a Dios como “poder sin fin”, “amor sin fin”, etc. Pero, si echamos por ese camino, nos metemos sin remedio en un callejón sin salida. Porque entramos en una contradicción insoluble. ¿Cómo conciliar el poder sin límites y el amor sin límites con el problema del mal en el mundo? Si Dios es tan poderoso y es tan bueno, ¿cómo ha hecho (o permite) este mundo tan espantosamente limitado, perverso y sobrecargado de tanto dolor y de tanto sufrimiento?

La solución, que el cristianismo le ha dado a este problema, ha sido la “Encarnación de Dios” (“humanización de Dios”) en Jesús. Es decir, en aquel modesto galileo, que fue Jesús de Nazaret, se nos reveló Dios y se nos dio a conocer el mismo Dios. Esto está claramente e insistentemente repetido en el Nuevo Testamento (Jn 1:18; 10:38; 14:9-11; Mt 11:27; Lc 10:21-22; Fil 2:6-7; Col 1:15; Heb 1:1-2).

Ahora bien, esto nos viene a decir que los humanos no podemos hablar de Dios mediante nuestras ideas, nuestras palabras o nuestros sentimientos, sino mediante nuestra vida, nuestra conducta, nuestro comportamiento. Esto es lo que expresa y lo que explica en quién creemos y en lo que creemos. Nuestra forma de vivir, nuestro proyecto de vida, el paradigma de nuestra conducta, eso es lo que dice cuáles son nuestras verdaderas creencias. Nuestras obras, nuestro proyecto de vida es el que le dice a la gente en qué y en quién creemos de verdad.

Jesús mismo lo dijo con toda claridad: “Si no creéis en mí, creed en mis obras” (Jn 10:38). Las “obras”, en el evangelio de Juan, y los “frutos”, en los sinópticos, es decir, la conducta, el proyecto de vida, eso es lo que revela en qué es en lo que cada cual cree de verdad. Por tanto, la forma de vida y el proyecto de vida de cada cual, eso (y nada más que eso) es que le dice a la gente en qué y en quién cree cada cual. Eso, y sólo eso, es lo que revela o niega a Dios.

Esto supuesto, lo decisivo es tener muy claro que el paradigma religioso de Jesús fue uno y muy firme: aliviar el sufrimiento de quienes lo pasan mal en la vida. Jesús, por tanto, nos reveló a Dios en el paradigma de la justicia, la rectitud, la honestidad, la bondad, la misericordia, la lucha contra el sufrimiento y, sobre todo, la identificación con quienes lo pasan peor en la vida. Éste es el lenguaje que, según el cristianismo, habla de Dios, nos explica a Dios y nos propone el paradigma que explica a Dios. Es, por decirlo mediante un ejemplo muy sencillo, claro y actual, el paradigma de vida que nos presenta el estilo y la forma de vida del Papa Francisco.

Como ha escrito acertadamente Juan Antonio Estrada, “ante una cultura inhóspita a la religión, hay un refugio en la interioridad, en la meditación, en la conciencia vivencial de lo divino, dejando sin tocar los condicionamientos externos. La crítica moderna ha denunciado las formas religiosas que tienden a la “fuga mundi”. El peligro está en refugiarse en un gueto espiritualista, ajeno a la realidad de la sociedad en que se vive” (Las muertes de Dios. Ateísmo y espiritualidad, Madrid, Trotta, 2018, 187-188).