Nazanin Armanian
Mientras un rabino israelí
prohibía la visita al árbol de Navidad por ser “una afrenta a la identidad
judía”, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobaba una resolución exigiendo a
Israel el fin de los asentamientos en Cisjordania y Jerusalén, y la destrucción
de las viviendas palestinas. EEUU, por vez primera, dejó de vetar una condena a
Israel y se abstuvo. La
iniciativa fue presentada por Egipto, aunque había sido gestada por la Casa
Blanca, como refleja la prensa hebrea del mes pasado.
Si con ello, Barak Obama
pretendía en la recta final de su presidencia colocarse en el lado correcto de
la historia, y también salvar a Israel de sí mismo, fracasó en ambos objetivos.
Esta resolución que se niega a tomar medidas para forzar a Israel a cumplirla,
no hace ninguna referencia al cruel bloqueo a Gaza, ni trata el derecho de
retorno de los refugiados, se convertirá en otro papel mojado.
Al principio de su
mandato, Barak Obama
mostró algo de simpatía hacia la causa palestina: eligió a Egipto, no a Israel,
como el destino de su primer viaje al extranjero, donde reconoció “la intolerable situación del pueblo palestino”. También
intentó desligar la agenda política de EEUU para Oriente Próximo a los planes
de Tel Aviv, pero ante los gritos de Netanyahu de “aquí
mando yo”, al final se rindió, convirtiéndose en el presidente de EEUU que más
apoyo diplomático, económico y militar ha prestado al régimen israelí: vetó dos resoluciones en 2011 y
2013 que condenaban los asentamientos ilegales de Israel y se negó a reconocer
el Estado palestino. Luego, sin rubor, respaldó la brutal agresión de Israel
a Gaza en 2014 y firmó un
paquete de ayuda militar a
este país por el valor de 40.000 millones de dólares (sacados del
bolsillo de los americanos), mientras presionaba a los palestinos que debían
“portarse bien” tragando bombas, como condición previa de iniciar el proceso de
paz. La cuestión palestina es otro de los grandes fracasos de Obama en su
política exterior.
Lo
que une a Trump con Netanyahu
El provocador Donald
Trump, que ha prometido “reducir la asistencia de EEUU a las Naciones Unidas”
como castigo por esta resolución, comparte
con Netanyahu la ideología racista: Uno habla de la
“supremacía blanca” (¡blanca estadounidense!) sobre el mundo y el otro la de
los judíos sobre los pueblos de Oriente Próximo.
Entre las tareas de los
100 primeros días en el cargo del presidente Trump está el traslado de la
embajada de EEUU de Tel Aviv a Jerusalén. La gravedad de dicho plan es tal que
Obama acaba de renovar por otros 6 meses la renuncia presidencial a mover la
sede diplomática de Tel Aviv. Lo mismo hicieron Bush y Clinton. Sin duda, las
discrepancias en el seno del poder en Washington sobre
el papel de Israel en la zona es una de las principales
barreras para la solución de la cuestión palestina.
Una relación asimétrica
donde un pequeño país ha vivido la superpotencia, sin siquiera darle las
gracias o mostrarle respeto al menos en público. Israel está más interesado en la tierra, el agua y el petróleo de los
vecinos que en la paz, y avanzará en sus planes de crear el “Gran Israel”, ahora
que la “cuestión palestina” no es prioridad para la ONU o para alguna potencia,
y eso a pesar de que sus aliados temen las imprudencias de los mandatarios hebreos.
Esta derrota diplomática
de Israel no significa ninguna victoria para Palestina. La caída de la Unión
Soviética primero y la destrucción de Irak, Libia, Siria y la soga al cuello de
Irán que representa el acuerdo nuclear, han cambiado el equilibrio de fuerzas
en la región en perjuicio del pueblo palestino. El proceso de paz está muerto y
en estos momentos ya no sirven los mecanismos tradicionales en ejercer una
presión tangible sobre Israel para que cumpla con la legalidad internacional. Difíciles tiempos para los
palestinos que exigen nuevas e ingeniosas fórmulas de conseguir sus derechos.