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LA SITUACIÓN DEL AGUA EN PANAMÁ Y EL AGRO

Entender el problema que acecha al país en el ámbito del agua, se nos hace algo complejo cuando el ciudadano corriente observa que junto a las inundaciones continuas de sus calles, falta el líquido cristalino del grifo, o cuando el campesino saca una sola coa por año pudiendo obtener tres, al sucumbir sus cultivos entre la inundación y la sequía. Al respecto, el sentido común nos puede traer tantas explicaciones disímiles como variadas sean las apreciaciones de las causas, muchas de ellas empapadas de empirismo simplista. Pero en algo todos coincidimos: el engranaje hídrico de nuestra sociedad no está funcionando como debe ser!... Vale en este sentido comenzar por descubrir el significado raizal para Panamá de este recurso “agua”, especialmente en lo que corresponde a su concatenación con el proceso histórico de construcción del país, su cultura y la integración nacional.

¿Qué representa el agua en Panamá?...
Al revisar nuestra historia encontramos que el agua, como recurso natural, jugó un papel de primer orden desde el más temprano periodo de los pobladores del istmo, siendo dominante para entonces el orden natural en el sistema socio-ambiental debido al escaso nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. Está documentado hoy, que fue un recurso que afirmó estructuras productivas e hizo organizar el territorio mediante las cuencas (1), bajo el diseño de los “pisos ecológicos” (2) característicos de nuestra geografía natural. En éstos, nuestros aborígenes encontraron todos los suministros vitales y lograron cumplir las funciones correspondientes a sus necesidades, aflorando siempre como regularidad cierta armonía entre el orden social y político, y el orden natural.

Luego vinieron los tiempos de la colonia hispánica y con esta, el primer proceso de globalización del mundo, poniendo al istmo ‒como cintura de América‒, en el centro del trasiego de la plata y el oro suramericano que aseguraron en gran medida la extensión de los imperios europeos hacia Asia. En este afán es bien conocido el extraordinario rol que jugaron las aguas del Chagres, pero también la significativa transformación ambiental que se implantó en el campo, por la incursión de la estructura agro-ganadera vacuna.

Pasada la colonia, el país quedó atado al segundo proceso de globalización que se da con el expansionismo capitalista, agarrado de la mano norteamericana en la implantación del ferrocarril entre Panamá y Colón, para participar más tarde en la globalización dirigida por el capital imperialista ‒tipificada en el territorio por la monumental obra de la vía acuática interoceánica‒, y desembocar finalmente en la actual globalización corporatista neoliberal, originada por la intensa socialización mundial de la producción y la interdependencia económica. Esta nos asigna el rol de nodo logístico en el mapa geoeconómico del planeta y promueve la ampliación del complejo canalero.

Subrayamos que en cada uno de estos eslabones históricos es ineludible encontrar el “agua” como factor del proceso transformador de la sociedad panameña, en particular de las estructuras socioeconómicas que caracterizan estos cambios, todo lo cual la define como un recurso protagónico en la historia y estratégico de la nación.

¿Cómo se produce todo esto?
De estar atrapados ‒debido a la abundancia del recurso y a su densa red territorial (3) ‒en una organización económico-social originaria desarrollada en torno a la producción “pluvioagrícola”, en la que priva la cultura de “aguas libres” (muy visible en nuestros pueblos indígenas) que aprovecha de las cuencas los bajos valles de mejor clima; aprovecha los recursos de la naturaleza fluvial como son sus terrazas inundables y estuarios, la flora y fauna para obtener proteínas y suministros medicinales, y los ríos como carreteras para organizar su conectividad, incorporándolos particularmente en sus enlaces entre el Caribe y el Pacífico, se pasa a una organización territorial hispana, determinada por las funciones regionales que asume el istmo para la corona, con lo cual se implanta una división política artificial del espacio geográfico nacional.

Castillero Calvo, historiador nacional nos dice que “la geografía panameña quedó organizada en torno a dos ciudades terminales en cada mar (Nombre de Dios y Panamá), y un interior apendicular que le serviría como proveedor de alimentos”… Se pierde así la noción de la “cuenca” como espacio de vida, pues se transversaliza; y se simplifica la red múltiple transístmica de rutas prehispánicas en una estratégica, dominante, a través del Chagres, sembrando la interoceanidad istmeña que vemos aún en nuestros días.  En ese “interior apendicular” del que habla, se suscita además algo singular: la distinción acertada en los aborígenes entre el agua y la tierra como medios de producción y valores de uso diferenciados, se deshace para quedar los dos atributos simplificados en uno solo, de tipo mercantil: la tierra.  Así el pastoreo extensivo, articulado mediante la deforestación, el acaparamiento
indiscriminado de tierras y la pluviocultura en el uso del suelo, diezmaron intensamente el sistema ambiental y especialmente, los cuerpos de aguas naturales. Para el año 1790 el territorio sostenía 193.000 cabezas de ganado… Vale imaginarse entonces la dimensión del consumo de agua que se llegó a manejar, cuando producir un kilo de carne vacuna necesita aproximadamente 16 m3 de agua; todo esto sin existir intervención hidráulica alguna. También el despojo de tierras ‒para incorporarlas a la propiedad personal o estatal de la corona‒, desplazó hacia las altas cordilleras y macizos a los pueblos originarios rebelados contra el sistema, convirtiéndose en custodios de las cuencas medias y altas, hecho que permitió conservar especialmente las grandes fuentes de aguas del país, pues se replegaron hacia las zonas de recarga de los acuíferos manteniendo sus esquemas agrarios de sostenibilidad.

Lograda la independencia de España, el país cae bajo la férula del poder centralista bogotano y sus guerras. Durante ese periodo Panamá no consigue madurar un proceso de integración nacional encaminado a la implantación territorial de las relaciones capitalistas de producción, sino que conserva las formas feudales de explotación del campo junto al desarrollo intenso de una economía de servicios, dominada especialmente por el comercio de la zona capitalina. De esta manera nuestra sociedad se caracterizó por una fragmentada disposición espacial del uso del territorio, feudos extensos y burgos rurales dispersos cuyo nodo fundamental de intercambio fue la ciudad de Panamá. Tales circunstancias conservaron los patrones coloniales de explotación de las aguas y tierras.

Esta estructura se agrava con el sistema originado por la incursión del capitalismo foráneo expansionista norteamericano, vía la construcción del ferrocarril transístmico. Tal injerto ‒en esencia un canal seco interoceánico‒, para resolver un problema de integración y soberanía nacional de los EEUU, no de Panamá, incrementó el mercado alimentario del corredor transitista y trajo transformaciones nuevas en el ordenamiento ambiental nacional. Subrayamos en este marco la conquista de la cúspide más baja de la divisoria continental de Las Américas (hoy corte de Culebra) mediante la ingeniería civil, y la transformación de la Bahía de Limón, donde nace una nueva ciudad. Pero también, se implantan las primeras iniciativas agroindustriales en el campo con monocultivos intensivos, donde asoman ya algunos intentos de manejo hidráulico y el uso de agroquímicos, aunque manteniendo todavía el agua oculta bajo el concepto “tierra”, sin individualizarla como “objeto de trabajo”.

Finalmente llegamos a la separación de Colombia (1903) bajo el compromiso colonial de la construcción de la vía interoceánica, marcado por los intereses geopolíticos norteamericanos. Se está ya para ese entonces, en la fase imperialista del capitalismo en todo el mundo. Y la pregunta es: ¿Qué significó esta monumental obra desde el punto de vista socioeconómico, ambiental y político para el país?...

Al producirle dos desembocaduras al Río Chagres, una al Atlántico y otra al Pacífico, mediante la retención de sus aguas en el embalse del Gatún, se introdujo en la naciente República un patrón de relaciones ambientales, sociales, económicas y políticas que no había madurado en la agenda de la conciencia nacional. El Canal de Panamá injertó una “Sociedad Hidráulica” de hecho, sobrepuesta a la “Pluviocultural” que había presidido el proceso de desarrollo de la nación hasta ese momento; incongruencia que domina todo el Siglo XX y reordena al país de la forma singular en que aún hoy se nos presenta (4).

El primer cambio visible se da en la esfera de la gobernanza hídrica: transformar una provincia colombiana en una República dependiente ‒por el carácter de los lazos establecidos con la potencia imperial norteamericana‒, bajo la fórmula de un Estado bicéfalo, que hizo de la zona colonial un “primer mundo” sustentable, incrustado en un “tercer mundo” insustentable cual fue el resto del país. Esto porque el agua de la vía acuática y su territorio fueron organizados para incrementar la rentabilidad de la mercancía producida y transportada del mundo industrializado, mediante la reducción de sus tiempos de retorno, y no para intensificar la rentabilidad de la tierra nacional, elevando la producción agrícola a sistemas intensivos y de escala (5), vía el desarrollo capitalista de las fuerzas productivas.

Aun así, vale precisar que esta obra separa nuevamente ‒aunque solo a nivel local‒ el recurso agua del recurso tierra; pero no para asumirla en los límites del valor de uso primitivo, sino para hacerla una mercancía. El canal interoceánico hizo por primera vez del agua una mercancía de escala, que nunca pagó como materia prima ni proyectó como concepto al país. ¿Cómo afecta este complejo a ese “interior apendicular” del que nos habla Castillero Calvo?... Un sólo ejemplo: para 1914, los hatos ganaderos de ceba y leche contaban con 187.292 cabezas; hacia 1950 la cifra era de 727.294 y para 1970 de 1.403.280, este último incremento abanicado por la firma en 1955 del Convenio Remón-Eisenhower, que ampliaba el acceso de los productos nacionales al mercado de la “Zona del Canal”. Según Ligia Herrera (1990), en el mismo lapso la cobertura boscosa nacional descendió a un 70% del territorio en 1947, para ubicarse entre un 38% y 45% en 1980. O sea que el rubro productivo ganadero transformó  vertiginosamente el paisaje del territorio, anchando la frontera agropecuaria bajo el patrón extensivo de explotación con todas sus consecuencias entrópicas; y esto mientras que en la zona colonial se desarrollaba un proceso inverso de reorganización del ambiente. Es esta una de
las manifestaciones más concretas del modelo de desarrollo desigual y combinado que presidió al país, y que aún hoy nos caracteriza, dando sustento al eje urbano transitista a base del peor costo ecológico del campo.

¿Hay déficit de agua en el país?...
Veamos en el contexto descrito la situación del recurso agua. En sus 75.517 km2 de extensión, Panamá tiene 52 cuencas6, que abarcan 350 ríos en el litoral Pacífico (70% del territorio) y 150 en el litoral Caribe (30% del territorio), recibiendo este último la más alta precipitación promedio anual del país. Son todos ríos muy cortos, productos de un país estrecho y pequeño, por lo que estas ventajas están llenas también de serias vulnerabilidades y sometidas a eventos de alto riesgo, muchas veces impredecibles, derivados de los vaivenes climáticos orogénicos y la influyente Zona de Convergencia Intertropical (ZCIT).

El territorio nacional recibe aproximadamente una precipitación pluvial calculada en 221.114 Mm3/año (7), mientras que el caudal medio total, incluyendo el territorio continental e insular es de unos 4.222 m3/s al año, producto de un coeficiente de escorrentía del 60,3%. Estas cifras dan como resultado un promedio de disponibilidad hídrica de 132.612,4 Mm3/año, lo que significa, tomadas las cifras de la población al 2015, una disponibilidad per cápita de 35.715,7 m3/hab/año, cifra alta para América Latina (8).

De este potencial se usa actualmente 6.332 m3/hab/año, equivalente apenas al 17,7% del total per capita (9) y distribuido así: uso por hidroeléctricas (72%), cruce de naves por el Canal de Panamá (19%), agua potable (4,3%), agricultura (3,4%) e industria (1,3%). Pero estos números no nos dicen todo: mientras en el Arco Seco se genera una precipitación anual del orden de 1150 mm, en Quebrada Huaca, Bocas del Toro, se produce 6000 mm. Así mismo la distribución temporal de caudales posee diferencias entre las dos vertientes. Mes a mes es mucho más regular la variabilidad en la región Caribe que en el Pacífico, fenómeno muy relacionado con el régimen de lluvias y la densidad boscosa. No hay entonces déficit del recurso, sino diríamos más bien, déficit de políticas públicas destinadas a equilibrar territorial y estacionalmente su distribución.

Administrar el agua y transformar el agro.
Hablar de la producción agraria, implica hablar de dos componentes ambientales fundamentales: tierra y agua, todos dos articulados por factores ecosistémicos objetivos pero también por factores histórico-sociales. Las cifras anteriores nos dicen en todo caso, que somos ricos en agua, inclusive en el Arco Seco; sin embargo no sucede lo mismo con la dimensión social de la tierra. La estadística del 2013 que nos brinda la FAO anuncia solo un 7,6% del territorio panameño en tierras cultivables, lo que significa la existencia de 0,15 ha por habitante. Pero esta cifra no dice todo por sí sola; es necesario agregar que la relación ha venido girando hacia un descenso pronunciado en los últimos 25 años, sin dudas por el abandono creciente del campo y la conversión especulativa del suelo cultivable en suelo urbano (10). O sea que a la vez que tenemos una disponibilidad exuberante del líquido, nos acecha también una inclinación negativa en la proporción de tierras cultivables por habitante. Y mi pregunta es: ¿con el volumen disponible de aguas, del cual se pierde un 83% sin aprovechamiento, no
podríamos revertir los déficits productivos resultantes de esta tendencia de la disponibilidad de tierras cultivables y mejorar así nuestra seguridad y soberanía alimentaria?... ¿Es esto posible bajo criterios de sostenibilidad ambiental?... Más que por una mala distribución territorial del agua ‒que no lo negamos‒, nuestro problema crítico es la distribución estacional, con acento más visible en unas regiones que en otras. Vale precisar al respecto, que es justamente la región Central y Oeste de nuestra vertiente del Pacífico la que más sufre, siendo también la que mayor peso tiene en el aporte agrario al PIB nacional.

El caso del Valle de Tonosí por ejemplo, es patético: un distrito con 80.644 ha trabajadas por 1.838 productores agrícolas, pecuarios y forestales, con suelos mayoritariamente Clase II y Clase IV. Las precipitaciones anuales en la región van de 2000 mm a 3500 mm, pero hay lluvias torrenciales con niveles de hasta 219,0 mm diarios en el periodo duro de septiembre y octubre. El caudal interanual del río promedia 27,5 m3/s en la baja cuenca (Estación de ETESA Tonosí- Tonosí), sin embargo al examinar su distribución estacional se observan caudales máximos instantáneos del orden de 1.870 m3/s, que rebasan varias veces el caudal dominante, a la vez que el lecho ha llegado a cero caudal en periodo de estiaje, poniendo de relieve el hundimiento profundo de la escorrentía basal. La consecuencia es que solo la primera coa es segura; la segunda está siempre bajo la incertidumbre de la inundación y las consiguientes expectativas frente a las pérdidas del valor agregado, y la tercera es imposible pensarla por la sequía.

El caso es muy propio de las regiones del Arco Seco, del Sur de Veraguas y de las sabanas chiricanas; y lo más preocupante es que su tendencia marca rumbos agravantes si nos atenemos a los anuncios del cambio climático, aunque las advertencias sobre las modificaciones probables de la precipitación puedan tomarse aún como pronósticos hipotéticos. Sin embargo sí podemos afirmar, mediante una secuencia de la data de los últimos diez años, que hay una tendencia a subir la máxima de precipitación/día en la curva de los meses de lluvia de septiembre, octubre y noviembre, a la vez que se reduce su frecuencia mensual; y una tendencia de las descargas bajas del mes a ganarse ese terreno, al mismo tiempo que se están alargando los periodos secos de verano. Es decir que aun manteniéndose más o menos constantes los caudales promedios anuales, el régimen estacional mes a mes, día a día está cambiando, con máximas instantáneas cada vez mayores y tiempos de estiaje más alargados.

Esto lleva a plantearnos la necesidad de una transformación profunda del agro, la cual comienza por la gestión integrada de las aguas naturales… No hablamos de cualquier cosa; sobre todo en una sociedad agraria que ha estado organizada alrededor del secano, de la sobre explotación de los recursos naturales, y dominada por una cultura hídrica anclada en el pasado feudal. Somos un país donde existen aproximadamente 270.000 ha con suelos aptos para el riego, pero que en el año 2013 sólo 32.140 ha usaban la hidráulica para producir, de las cuales el 72% lo hacía por riego superficial, 12% por aspersión y 16% por riego localizado; o en otras palabras, la mayoría de las explotaciones utilizaban las tecnologías más tradicionales y baratas, de alto consumo de agua y por lo general, sin ninguna regulación en la fuente y menos aún, algún control sobre los retornos contaminantes. Si bien suscribimos un Tratado a principio del Siglo XX para tener la obra más importante del mundo en hidráulica, lo cierto es que no fue hasta el año 1960 cuando vimos la primera obra estatal de riego en el agro.

Un gran desafío tenemos entonces por delante, que ganado, debe permitirnos administrar nuestras aguas con el fin de respaldar la vida no solamente humana, sino también aquella de las múltiples esferas del sistema que nos sostiene. Es un desafío que nos exige cambios extraordinarios; porque no se trata de echar más aguas a los suelos para lavarlos, contaminando nuestros ríos, sino de gestionar sosteniblemente el ciclo natural del recurso a favor del ciclo de productos que nacen y crecen en la tierra. Y esto significa mucha cosa… Significa poner en fase la vocación de los suelos con su uso, porque si no la erosión/sedimentación nos come el mandado. Significa distribuir la tierra y establecer las relaciones sociales que garanticen un desarrollo con equidad. Significa implementar tecnologías adecuadas para el manejo de las fuentes hídricas ‒sean subterráneas o superficiales‒ y del riego, de forma a preservar los sistemas hídricos y la calidad de los suelos. Significa la planificación y gestión debida de las cuencas, el cambio del modelo agrario extractivista extensivo por uno agroecológico intensivo y sobre todo, un cambio radical de la cultura actual del agua.

Finalmente ‒y esto lo creo fundamental‒, significa romper los nudos en la cadena de valor del producto agrario, que atentan contra el productor, y democratizar la gestión del agua como recurso estratégico. La administración del agua es consustancial a la estructuración de sólidas plataformas de gestión democrática, participativas y pluralistas, que permitan la construcción de amplios consensos frente a la diversidad de intereses que concurren en su uso.

Qué nos toca hacer?... Yo lo resumiría en muy pocas palabras: hacer la profunda transformación agraria que soñaron Bolívar, Martí y Victoriano; la reforma integral que debió nacer con el Siglo XX y la República, pero que nunca se hizo!...

Manuel F. Zárate P.
Foro: “Agua y Sostenibilidad en el Agro”
David, Chiriquí 6/oct/2016

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1. En los petroglifos encontrados de la cultura aborigen Barriles, en la provincia de Chiriquí, en la cuenca media del
río Chiriquí Viejo (la 102), se pueden observar estampados mapas muy precisos de una cuenca, con rutas y marcas
de sitios para usos específicos a lo largo de sus diversos pisos.
2. Panamá, por su posición en la zona de convergencia intertropical y la conformación de su sistema montañoso tiene cuatro pisos ecológicos que se extienden en un alineamiento Norte-Sur o inversamente, los cuales son: piso macrotérmico o de tierra caliente, el piso subtropical o faja de café (900‒1800 msnm), el piso mesotérmico o de zona templada y el piso frío o microtérmico (2500‒3400 msnm).
3. En los 75,500 km2 de extensión, Panama gestiona 52 cuencas hidrográficas, corriendo sus ríos casi en paralelo de Norte a Sur e inversamente sobre las costas. Francia tiene 9 veces el territorio nacional y le toca gestionar sólo 8 cuencas. Si nos trasladamos de Este a Oeste, nos encontraremos prácticamente con un río o quebrada cada 3,7 km.
4. No está demás citar en este marco el criterio de K. A. Wittfogel, en su obra “Las Civilizaciones Hidráulicas”, cuando plantea que “allí donde la agricultura requirió de trabajos sustanciales y centralizados para el control del agua, los representantes del gobierno monopolizaron el poder y el liderazgo político, y dominaron la economía de sus países”, con lo cual se gestaron Estados caracterizados por una estructura política vertical, autoritaria y despótica. En éstos –agregaba–, “los mecanismos de gestión estatal y control social hidráulicos eran tan fuertes, que operaban con
éxito en áreas marginales, carentes de las grandes obras hidráulicas que persistían en las áreas nucleares del régimen”.
5. “Aproximaciones al tema del agua y desarrollo en Panamá”. Charla del autor en Mesa Redonda “Agua, Ambiente y Desarrollo en Panamá” organizado por la Sociedad Audubón de Panamá. Año 2001.
6. Francia tiene 7 veces más territorio y solo posee 8 cuencas.
7. Cálculo del autor con data de ETESA
8. Cifras actualizadas al 2015
9. Es decir que prácticamente un 83% de nuestra escorrentía se va al mar sin ningún aprovechamiento y manejo.
10. En el año 2013 había en el mundo 0,197 ha/hab de tierras cultivables, correspondiente a un descenso del 46,7% desde 1961. En Panamá esta baja pasó de 0,38 ha/hab a 0,15 ha/hab, o sea que tuvo un descenso del 60,5%, cuando hemos sido siempre un país de baja tasa de crecimiento poblacional.




El despojo de territorios y la criminalización de la protesta en Centroamérica







www.alainet.org/171016

http://www.alainet.org/sites/default/files/styles/articulo-ampliada/public/extravistas.jpg?itok=upP87dLgHace siete meses, en marzo de 2016, la noticia se regó como relámpago y el mundo se estremeció. Balas asesinas habían acabado con la vida de la dirigente indígena lenca y defensora de derechos humanos Berta Cáceres, recién galardonada con el prestigioso Premio Ambiental Goldman 2015. Junto al Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), del cual era coordinadora, la activista llevaba adelante una incansable lucha contra la implementación y profundización del modelo extractivista en Honduras, en particular contra la proliferación de proyectos hidroeléctricos y mineros, y la expansión de monocultivos de agroexportación.


En una entrevista que realicé para una revista alemana unos siete meses antes de su asesinato, Cáceres advertía que, tanto en Honduras como en todo Centroamérica, los pueblos originarios se estaban enfrentando a un “proyecto hegemónico impulsado por el gran capital nacional y transnacional”, que tiene sus intereses puestos en el sector energético, en la minería y la agroindustria. “Los impulsores de esta estrategia han impuesto un modelo profundamente neoliberal basado en la invasión y la militarización de territorios, y en el saqueo y la privatización de recursos. Avanzan con la transnacionalización de nuestras tierras, en el marco de un proyecto más amplio de dominación regional”, advertía Cáceres (1).



Datos en la mano, la lideresa indígena hondureña mostraba como, tras el golpe de Estado de 2009, se habían aprobado unos 300 proyectos hidroeléctricos y no menos de 870 proyectos mineros, al tiempo que se despejaba el camino para la implementación de las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDE) o “ciudades modelo” (2), se entregaba a la British Gas Group miles de kilómetros cuadrados de plataforma continental para la exploración petrolera.



También se impulsaron megaproyectos turísticos y se fomentó la expansión descontrolada de monocultivos a gran escala, en particular de caña de azúcar y palma africana. Hoy en día, organizaciones sociales y populares hondureñas aseguran que el 35% del territorio nacional ya está concesionado a empresas nacionales y transnacionales, y denuncian que en ningún momento se ha respetado el derecho de los pueblos al Consentimiento previo, libre e informado, como dispone el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales.


“Honduras es un país totalmente militarizado y hundido por la corrupción institucionalizada. Lo que queda de sus instituciones sirve solamente a garantizar los intereses de los grupos oligárquicos nacionales y los grandes grupos transnacionales, es decir aquellos sectores que orquestaron el golpe en 2009”, señalaba Cáceres durante la entrevista. Estados cómplices que no solamente implementan y profundizan el modelo neoliberal poniendo a la venta bosques, ríos, valles y territorios, sino que se encargan de criminalizar, perseguir y hasta asesinar a quienes se oponen a ese proyecto explotador. La aprobación de leyes en casi todas las naciones centroamericanas que limitan el derecho de reunión y movilización y que endurecen las políticas de control social es prueba de ello.

“No me cabe la menor duda que se trata de una política de Estado que criminaliza y reprime aquellas personas que están comprometidas con esta lucha y con la vida. Los pueblos indígenas, negros, campesinos que vivimos en carne propia la represión, sabemos que hay toda una estructura organizada, planificada y financiada para perseguir, reprimir y asesinar a luchadores y luchadoras ambientales“, denunciaba Cáceres pocos meses antes de su asesinato.


La denuncia constante y la lucha determinada contra el modelo extractivista y contra el proyecto hidroeléctrico Agua Zarca, promovido por la empresa de capital nacional Desarrollos Energéticos S.A. (DESA) con fondos de bancos europeos y organismos multilaterales, le costó la vida a ella y a cuatro miembros más del Copinh. En julio pasado, la activista defensora de los bienes comunes de la naturaleza, Lesbia Yaneth Urquía, cercana al Copinh, también fue brutalmente asesinada.


Centroamérica en la mira


Un estudio reciente del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (ICEFI) señalaba que en Guatemala había 107 concesiones mineras metálicas ya otorgadas y 359 nuevas solicitudes (3). Si a esos datos sumamos los proyectos no metálicos, tales como la extracción de cuarzo, mármol, arenas y gravas, yeso, entre otros, el total llega a la cantidad abrumadora de 973 proyectos. Los movimientos sociales y populares guatemaltecos alertaban que, en 2014, el área total concesionada a empresas mineras superaba los 32 mil km², es decir casi el 30% del territorio guatemalteco. A eso habría que agregar la enorme cantidad de territorio concesionado por otro tipo de megaproyectos y por la expansión de los monocultivos de agroexportación.


Similar es la situación de Nicaragua. En el informe “Estado actual del sector minero y sus impactos socio-ambientales en Nicaragua 2012-2013” (4), la organización ambientalista Centro Humboldt revelaba que la superficie total concesionada era de casi 18 mil km², es decir el 13,5% del territorio nacional, con un total de 446 proyectos mineros. El posible desarrollo del Gran Canal Interoceánico en Nicaragua, de 278 kilómetros de longitud -105 de los cuales bajo las aguas del Lago Cocibolca-, un ancho de entre 230 y 520 metros y 30 metros de profundidad, es decir tres veces más grande que el canal de Panamá, y de otros proyectos hidroeléctricos y mineros, así como la expansión de los monocultivos de caña de azúcar y palma africana en el occidente y el sur-oriente del país, han venido incrementando ese porcentaje.


Si bien fuera y dentro de sus fronteras a Costa Rica se le conoce como “el país más verde y feliz del mundo”, los conflictos ambientales y por la tierra han dejado un saldo de terror y muerte. En su artículo “De Jairo Mora y el terrorismo en Costa Rica”, Mauricio Álvarez, presidente de la Federación Costarricense para la Conservación del Ambiente (Fecon) señala que son varios los defensores y defensoras del ambiente asesinados en las últimas décadas (5). “En este pequeño país, el Estado ha cometido terrorismo una y otra vez. Sembrar el miedo y usar la represión por medio de la fuerza ha terminado en el asesinato de personas. Esta realidad clara y concreta no tiene nada que ver con la imagen idílica de postales turísticas. Decirlo no es cómodo, es incluso peligroso”, advierte.


En su otro artículo “Berta Cáceres y 50 asesinatos más”, el catedrático y ecologista costarricense se pregunta si acaso puede ser “limpia” una energía como la hidroeléctrica, cuya generación tiene como “daño colateral” la criminalización, persecución y hasta la muerte de activistas y defensores medioambientales y la represión contra pueblos originarios y comunidades campesinas en todo Centroamérica (6). De acuerdo con su investigación, 17 activistas guatemaltecos y 15 hondureños habrían sido asesinados en los últimos años, todos comprometidos con la lucha contra la explotación hidroeléctrica y la privatización de la energía. Otros asesinatos se dieron en El Salvador y Panamá por la explotación minera e hidroeléctrica.

No es coincidencia que los actores sociales más afectados por estas formas de terrorismo sean ecologistas, campesinos e indígenas. El problema es estructural. Conflictos por tierras, por tenerlas o defenderlas, y conflictos ambientales, han sido parte de un círculo de violencia que nos aleja de cualquier mito de paz y respeto a los derechos humanos”, profundiza en su análisis Álvarez.


Uno de los casos más emblemáticos de represión contra aquellos sectores que se organizan para contrarrestar el avance del modelo extractivista y agroindustrial es el del Valle del Aguán, al noreste de Honduras. Según las organizaciones nacionales e internacionales que, entre 2010 y 2013, realizaron un minucioso monitoreo sobre la situación de los derechos humanos en esta zona, no menos de 60 campesinos habrían sido asesinados por el conflicto agrario generado por la expansión del monocultivo de la palma africana y la falta de acceso a la tierra para miles de familias campesinas (7).


“Estas muertes son sólo la ‘punta del iceberg’ de una dinámica de impunidad y terror que envuelve a cada una de las comunidades detrás de estos nombres que viven en violenta represión. Se han instaurado las prácticas de estigmatización, judicialización, acoso, torturas, desapariciones y otros instrumentos para evitar que las comunidades hagan valer sus derechos de acceso y decisión sobre los recursos naturales y sobre todo, de llevar adelante su resistencia y oposición”, señala con fuerza Álvarez.



“Estos son los costos reales de la imposición de lógicas brutales de muerte bajo la consigna del ‘desarrollo’, sobre los pueblos indígenas y campesinos de la región. ¿Puede ser limpia la energía de estos proyectos con tanta sangre derramada?”, es la pregunta retórica que el presidente de la Fecon dirige al lector.


Un drama de resistencia e indignación regional


Un modelo, entonces, que saquea la naturaleza, arrincona y expulsa a poblaciones y pueblos enteros de sus tierras, que criminaliza y reprime la protesta, que asesina gozando de total impunidad.


El informe “¿Cuántos más?" de la organización Global Witness, documenta que en 2014 fueron asesinados por el mundo 116 defensores y defensoras ambientales y de la tierra, un promedio de dos a la semana (8). Tres cuartas partes de estos asesinatos tuvieron lugar en Centroamérica y Sudamérica. Honduras resultó ser el país más peligroso per cápita para los activistas ambientales y de la tierra con 101 asesinatos entre 2010 y 2014. Un 40% de estas víctimas era indígena y las principales causas de su muerte fueron la industria hidroeléctrica, la minería y la agroindustria. “Las disputas por la propiedad, el control y el uso de la tierra fueron el trasfondo de casi todas estos asesinatos... Los verdaderos artífices de estos crímenes generalmente se libran de las investigaciones, pero la información de la que se dispone indica que, detrás de la violencia, generalmente se esconden grandes propietarios de tierras, intereses comerciales, actores políticos y agentes del crimen organizado”, señala Global Witness.


En 2015 fue peor. El nuevo informe “En terreno peligroso” señala que el total de defensoras y defensores del ambiente y la tierra asesinados fueron 185, el 66% de los cuales en América Latina (9). Más de tres personas a la semana murieron asesinadas por defender su tierra, sus bosques y sus ríos frente a industrias destructivas. Se trata de la cifra más alta registrada hasta el momento, con un aumento de casi el 60% respecto a 2014.


Global Witness advierte que debido al acaparamiento de tierras, los pueblos originarios y comunidades campesinas son desplazados, y esto provoca graves enfrentamientos. “El medio ambiente empieza a convertirse en un nuevo campo de batalla para los derechos humanos. Con la continua demanda de productos como madera, minerales y aceite de palma, gobiernos, empresas y bandas de delincuentes explotan la tierra desdeñando a la gente que en ella vive”, advierte el último informe.


Pese a la represión, la resistencia crece y clama al mundo solidaridad. “La conflictividad social y política y la indignación están creciendo, producto también de una renovada capacidad de diálogo y articulación entre sectores de la sociedad hondureña y centroamericana. Lo que se está generando es una bomba de tiempo. Es importante que, desde Europa y otras regiones del mundo, las organizaciones solidarias se articulen con esta lucha, la respalden y presionen a su gobierno y empresas involucradas en estos procesos explotadores”, concluía Berta Cáceres.


Notas

(1) Revista Presente, Iniciativa Cristiana Romero, páginas 10-11, http://www.ci-romero.de/de/presente_3_2015/
(2) Un mecanismo con el cual se cede parte del territorio nacional a inversionistas extranjeros, que implantan actividades productivas en zonas que gozan de un elevado nivel de autonomía política, económica, administrativa, judicial y de seguridad.
(3) 
http://icefi.org/sites/default/files/la_mineria_en_guatemala_-_2da_edicion.pdf
(4)
http://www.movimientom4.org/2014/04/estudio-estado-actual-del-sector-minero-y-sus-impactos-socio-ambientales-en-nicaragua/
(5) 
http://informa-tico.com/7-06-2016/jairo-mora-terrorismo-costa-rica
(6) 
http://www.feconcr.org/index.php?option=com_content&task=view&id=2565&Itemid=73
(7) 
http://www6.rel-uita.org/agricultura/palma_africana/index.htm
(8) 
https://www.globalwitness.org/documents/17895/Cuantos_mas_informe_mFxhXD1.pdf
(9) 
https://www.globalwitness.org/documents/18483/En_Terreno_Peligroso.pdf

 



Mujeres diaconisas y subalternas  


Juan José Tamayo A.

www.atrio.org/011016



El papa Francisco ha creado una Comisión, formada por seis hombres y seis mujeres y presidida por el secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el arzobispo español Luis Ladaria Ferrer, para el estudio del diaconado femenino en la Iglesia católica. De la Comisión han sido excluidos cuatro continentes: Asia, África, América Latina y Oceanía. Hay doce miembros europeos y una estadounidense.



Mi opinión es que se trata de una Comisión tan innecesaria como ineficazInnecesaria porque el estudio ya está hecho por exegetas, teólogos, teólogas e historiadores del cristianismo. Las conclusiones cuentan con un amplio consenso entre los investigadores: Jesús de Nazaret formó un movimiento contra hegemónico igualitario de hombres y mujeres que lo acompañaron por los caminos de Galilea, compartieron su estilo de vida itinerante y asumieron responsabilidades sin discriminación alguna.



En los primeros siglos del cristianismo hubo mujeres sacerdotes, diaconisas y obispas que ejercieron funciones ministeriales y tareas directivas hasta que la Iglesia se jerarquizó, clericalizó y patriarcalizó y fueron reducidas al silencio. El libro de la teóloga Torjesen, “Cuando las mujeres eran sacerdotes”, lo demuestra con todo tipo de argumentos: arqueológicos, históricos, teológicos, hermenéuticos.



La Comisión me parece ineficaz, si falta voluntad de incorporar a las mujeres a las funciones directivas, al acceso directo a lo sagrado sin mediación patriarcal y a la elaboración de la doctrina y de la moral. Y hoy falta dicha voluntad. A los hechos me remito. En la encíclica Inter insigniores, el papa Pablo VI cerró a cal y canto la puerta al acceso de las mujeres al ministerio sacerdotal alegando que Jesucristo solo ordenó a varones.



Sus sucesores han repetido tan falaz argumento como un mantra. Juan Pablo II, asesorado por el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, radicalizó el cierre al afirmar que el asunto quedaba zanjado definitivamente. Benedicto XVI, conocedor como teólogo que era, de la existencia de mujeres diaconisas, sacerdotes y obispas en el cristianismo primitivo, se mostró igualmente contumaz y siguió el mismo camino de obstrucción al sacerdocio de las mujeres. El papa Francisco ha vuelto a ratificarlo citando la contundente afirmación excluyente de Juan Pablo II.



Estoy en contra del diaconado femenino, porque, de instaurarse institucionalmente, las mujeres seguirían siendo subalternas y estarían al servicio de los sacerdotes y de los obispos, no de la comunidad cristiana.



Creo que es hora de pasar de la subalternidad de las mujeres a la igualdad; de su sumisión al empoderamiento; de su estatuto de dependencia a la autonomía; de ser objetos decorativos a sujetos activos. Y eso con el diaconado femenino no se logra, sino todo lo contrario: se prolonga la minoría de edad de la mujeres bajo el espejismo de que se está dando un importante paso hacia adelante y de que se les concede protagonismo, cuando lo que se hace es perpetuar su estado de humillación y servidumbre. Para que se produzca un cambio real en el estatuto de inferioridad de las mujeres es necesario que sean reconocidas como sujetos religiosos, eclesiales, éticos y teológicos, cosa que ahora no sucede.



Para eso suceda es necesario mirar al pasado, ciertamente, pero no con la añoranza de reproducir acríticamente la tradición, sino con el objetivo de  recuperar creativamente el protagonismo que las mujeres tuvieron en el movimiento de Jesús y en los primeros siglos de la Iglesia cristiana. Pero, sobre todo, hay que mirar al presente y al futuro para poner en práctica en el interior de la Iglesia el principio de igualdad y no discriminación de género que rige, aunque imperfectamente, en la sociedad. Un hombre, una mujer, un voto; un cristiano, una cristiana, un voto. Todas y todos son iguales por la común dignidad que poseemos  hombres y mujeres y por el bautismo, que iguala a todos los cristianos y cristianas.



Cualquier discriminación de género es contraria a los derechos humanos y al principio de fraternidad-sororidad que debe regir en la Iglesia. Sin igualdad, la Iglesia seguirá siendo una de los últimos, si no el último, de los bastiones del patriarcado que quedan en el mundo. En otras palabras, se mantendrá como una perfecta patriarquía. Y para ello no podrá apelar a Jesús de Nazaret, su fundador, sino al patriarcado religioso, basado en la masculinidad sagrada, que apela al carácter varonil de Dios para convertir al hombre en único representante y portavoz de la divinidad. Como afirma la filósofa feminista Mary Daly, “Si Dios es varón, entonces el varón es Dios”. ¡Patriarcado en estado puro!

Sudáfrica, campo de ensayo de las democracias modernas  



www.rebelion.org/251016



Condenado a cadena perpetua en 1964, Nelson Mandela se convirtió en una figura legendaria de la lucha contra el apartheid y la opresión racial. Al frente del Congreso Nacional Africano (CNA) desde su salida de prisión en 1991, trabajó de acuerdo con el presidente sudafricano Frederik W. De Klerk para acabar con el apartheid. El 9 de mayo de 1994 Mandela fue elegido presidente de Sudáfrica en las primeras elecciones libres y multirraciales de la historia del país.



Revisión de la representación de Sudáfrica en el BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) dos años después del fallecimiento de la figura mítica de ese país, Nelson Rolihlahla Mandela, «Madiba» por su nombre tribal que significa el indomable, fallecido el 5 de diciembre de 2013 en Johannesburgo y 22 años después de la llegada al poder de la mayoría negra del país.



En 22 años de independencia pos apartheid Sudáfrica padece casi todos los males que pueden afligir a un estado.



En el segundo puesto en el palmarés de los países más desiguales del mundo, justo después de Brasil, la República de Sudáfrica solo dispone de cartas de doble filo en el juego del concierto de las naciones.



Tercera economía del continente africano con un estatus envidiable de país emergente, Sudáfrica atrae numerosas oleadas de inmigrantes procedentes de sus vecinos continentales. Esos flujos de extranjeros no deseados por el gobierno, junto al desempleo masivo (entre el 25 y el 35 % según los métodos de cálculo), están en el origen de una pulsión xenófoba idéntica a la que vive Europa. Las exacciones con respecto a los emigrantes en el espacio europeo tienen su eco en las persecuciones de las personas no sudafricanas en los suburbios de las metrópolis del país.



I.- El racismo internegro, un asunto de importancia 



Desde hace algunos años el racismo entre negros se está convirtiendo en un asunto cada vez más importante. Durante el apartheid la frustración de los más pobres, limitados a salarios de miseria, podía expresarse en la violencia contra los representantes del Estado. Desde el final de la euforia vinculada a la llegada al poder de Nelson Mandela esa frustración ya no tienen un chivo expiatorio. Ahora se expresa contra el emigrante «más negro» que viene a robar el trabajo (no deseado) de los nacionales.



En el caso que nos ocupa la amnesia causa estragos. En Sudáfrica la amnesia ha ocultado el papel central desempeñado por los países fronterizos en la lucha contra el apartheid y la sangre derramada, así como los numerosos refugiados económicos o políticos que fueron acogidos por dichos países.



En paralelo con Europa la amnesia desemboca en una memoria selectiva que borra los apoyos gubernamentales a los dictadores hoy derrotados, así como los intereses económicos que se preservan poniendo en sordina los derechos que tal altamente se proclaman en las instituciones públicas.



Mientras los miembros de la Unión Europea se enfrentan a un continuo recrudecimiento del desempleo, a la falta de perspectivas para las jóvenes generaciones, a la inmigración, al aumento del «Coeficiente de Gini» y a la falta de diálogo social que pone en peligro incluso la propia construcción europea otro país, Sudáfrica, lidia con los mismo problemas en formas más evolucionadas.



País rico en medio de los pobres y pobre en medio de los ricos, la República Sudafricana dispone ciertamente de una democracia efectiva y no de fachada, al contrario que la mayoría de sus vecinos regionales. Sin embargo la realidad democrática de ese país tiende a acentuar todas las frustraciones económicas y sociales de sus ciudadanos.



Sudáfrica cuenta con más de 54 millones de habitantes, el 76 % de la población es negra, el 12 % blanca, el 9 % mestiza y el 3 % de origen hindú. El sistema del apartheid separó a esos grupos en diferentes categorías raciales con diferentes derechos. Los negros eran considerados subhumanos y estaban separados en diferentes etnias asociadas a las zonas geográficas en las que se les autorizaba a residir, los bantustanes o homelands. Esa segregación estuvo en el origen del aumento de las desigualdades entre comunidades que generaron un desarrollo de geometría variable.



A la caída del apartheid en 1994, el país tenía un 20 % de analfabetos, una tasa de mortalidad infantil del 50 % que afectaba de formas diferentes a las diversas «razas», el 70 % los negros, el 40% a los mestizos y el 12 % a los blancos. A título de comparación, en la misma época, la tasa de mortalidad infantil en Francia era del 5 %.



En el año 2000 solo el 1,2 % de los blancos sudafricanos de más de 20 años no había ido a la escuela frente al 24,3 % de los africanos. El desempleo afectaba al 50 % de la población negra en edad de trabajar, el paro entre los africanos era siete veces mayor que el de los blancos. El 50 % de la población vivía por debajo del umbral nacional de la pobreza, 300 rands, es decir, 22 euros mensuales. De repente el 40 % de la población activa se contabiliza como desempleada frente al 17 % en los últimos tiempos del apartheid.



En 1994 solo el 50 % de los hogares tenían acceso a la sanidad, el 65 % al agua potable y el 50 % a la electricidad.



La llegada al poder el Congreso Nacional Africano, con Nelson Mandela al frente, cambio el panorama. Inició una larga serie de programas de reformas económicas y sociales en los que la discriminación positiva de los blancos se convirtió en la piedra angular. Esos programas diversos inevitablemente se revisaron a la baja a lo largo de los años ante la evidencia de los problemas estructurales del país.



Aunque el primer programa de enderezamiento del país llevaba una huella de socialismo y una voluntad de reducción de las desigualdades por la redistribución de la riqueza, los siguientes se orientaron cada vez más hacia una visión liberal con el fin de favorecer las inversiones extranjeras y animar a las empresas a contratar. Sin embargo, aunque no es fácil encontrar a un sudafricano satisfecho con los servicios públicos, todos reconocen la mejora en los accesos a los servicios básicos de las poblaciones necesitadas.



En 2012 el 83 % de los hogares tenía acceso a la sanidad, el 95 % al agua potable y el 86 % a la electricidad.



En la actualidad el principal problema no es realmente la creación de infraestructuras elementales en el siglo XXI, sino un acceso real sobre el terreno, la democratización y el pago de los impuestos correspondientes a los servicios públicos.



Durante el apartheid el rechazo a pagar los impuestos y las tasas se consideraba una forma de protesta contra el régimen. En la actualidad esa cultura del rechazo no ha dejado de ser una costumbre a pesar del reclutamiento de numerosos mediadores sociales encargados de esta problemática, la justificación del rechazo simplemente ha pasado de la política a la pobreza.



II.- Dos naciones en un país  



«Two nations in one country» son palabras de Thabo Mbeki para tratar de los blancos y los negros, así como de los pobres y los ricos, en un discurso del 29 de mayo de 1998:



«Una de esas naciones es blanca, relativamente rica, sin diferencias remarcables debidas al género o a la localización geográfica. Esa nación ya tiene acceso a las infraestructuras económicas, físicas, educativas, de comunicación, etc., desarrolladas (…) La segunda y mayor nación sudafricana es negra y pobre, siendo las más afectadas las mujeres en las zonas rurales, la población negra rural y los discapacitados.... Esta nación vive en las condiciones características de las infraestructuras económicas, físicas, educativas, de comunicación, etc., ampliamente subdesarrolladas».



El coste de esos servicios está en el centro del problema, a saber, la imposibilidad de conciliación entre las «dos naciones» sudafricanas. Mientras que el gobierno del CNA dedica desde hace 20 años dos tercios de su presupuesto a las ayudas sociales y a la reducción de las desigualdades, el porcentaje de personas pertenecientes a la clase media no aumenta más deprisa que el de la «nación» pobre, contrariamente a la voluntad fijada por los dirigentes políticos.



En los países de Europa occidental las clases medias establecen un vínculo, con muchos matices, entre la pobreza y la riqueza. Ante el aumento del coste de la vida y el estancamiento de los recursos necesarios para el crecimiento económico, es posible vislumbrar en la situación sudafricana, a pesar de las diferencias históricas, la potencial situación social europea del futuro.

Sudáfrica padece el mismo mal que los países europeos mientras que al contrario de éstos su subsuelo alberga las mayores riquezas del mundo actual: oro, platino, petróleo y otros minerales primordiales para la fabricación de material tecnológico. La lógica de la globalización empuja siempre a buscar el beneficio permitiendo comprar nuevas tecnologías a un mayor número de personas mientras los salarios de las personas que participan en la elaboración material de esos productos no lo permiten casi nunca.



Esta lógica no hará más que acentuarse con el tiempo debido al agotamiento progresivo de los recursos naturales. Ese modelo de desarrollo de los siglos pasados no se adapta al siglo XXI.



Así el abismo que separa las «dos naciones» de Thabo Mbéki se ahonda por la acentuada disparidad en el acceso al bienestar. A partir de ahí se justifican los muros y alambradas electrificadas y los vigilantes armados, cuatro veces más numerosos que las fuerzas de policía del país, para proteger las conquistas de la «nación privilegiada» frente a la codicia de la otra «nación» y se pierde la esperanza del ascensor social descrito por la ley. De la misma forma que Europa Sudáfrica es víctima del sistema que impone el mundo moderno.



III. ¿Hacia un pasaporte internacional reservado a una franja de ingresos?  



Sea cual sea el país, sea cual sea el partido en el poder, el primer objetivo es la reelección. El mejor medio para conseguirlo es encontrar soluciones a las preocupaciones más importantes del electorado.



La primera preocupación de la mayoría de las democracias es el desempleo. Sin entrar en detalles del carácter perfectible de las políticas públicas, cualquier democracia funcional tiende a hacer todo lo posible para luchar contra el desempleo, sin embargo la curva del paro global no tiene tendencia a bajar porque la democracia se subordina a un sistema económico incompatible.



La política ya tiende a no poder responder a las aspiraciones concretas de la ciudadanía debido a las estructuras internas y externas de la economía actual, lo que se materializa en la subida constante de la abstención y en la desaparición del voto de opinión, dejando lugar al voto de sanción clientelizado.

Esta mutación progresiva del voto en los países democráticos conlleva una mayor demagogia en los discursos políticos. Eso favorece a los particos extremos a la busca de chivos expiatorios sociales, lo que acentúa las rupturas al señalar a ciertas comunidades para finalmente debilitar sistemáticamente la identidad nacional y la eficacia de la nacionalidad.



¿Acabaremos viendo un pasaporte internacional reservado a un determinado sector de ingresos mientras el resto sólo podrá soñar con librarse de su miseria?



Sudáfrica se puede ver como un modelo del mecanismo de las democracias modernas. Si la democracia del país, centro de muchos problemas, zozobra en el callejón sin salida de la economía, es muy probable que los países europeos sigan un camino parecido.

'Esos idiotas peligrosos': los medios progresistas, Trump y los estadounidenses de clase obrera


Sarah Smarsh

www.eldiario.es/231016



En marzo mi abuela Betty, una anciana de 71 años, hizo tres horas de cola para poder votar a Bernie Sanders en el caucus del Partido Demócrata en el estado de Kansas. Era la primera vez que votaba en unas primarias y aunque fue un suplicio, en ningún momento se planteó regresar a casa sin haber votado. Betty, una mujer blanca que no terminó sus estudios de secundaria, que tuvo a su primer hijo a los dieciséis años y vivió en la más absoluta pobreza la mayor parte de su vida, quería votar.



Esperó su turno a pesar de sus debilitadas rodillas; las mismas que en el pasado la mantuvieron de pie durante horas en una fábrica. Esperó su turno a pesar del enfisema pulmonar provocado por el tabaquismo y de la dentadura postiza que ha lucido desde que era una veinteañera, dos señales claras de la clase social a la que pertenecemos. En la década de los sesenta, antes de la sentencia Roe contra Wade, la mujer que esperó su turno pagó a un desconocido para que le introdujera un gancho de alambre en el útero tras descubrir que estaba embarazada de un hombre del que huyó después de que le rompiera la mandíbula.



Durante muchos años, Betty trabajó como funcionaria de libertad condicional para el sistema judicial de Wichita, en Kansas. Su trabajo consistía en hacer un seguimiento de violadores y de asesinos. Por eso, está curada de espantos. Sin embargo, no ha dudado en afirmar que el candidato republicano Donald Trump es un sociópata “con la boca llena de mierda”.



Nadie detesta a Trump más que ella. El candidato dijo que debe castigarse a las mujeres que aborten y ha dicho cosas horribles de colectivos que ella conoce desde su infancia y con los que ha trabajado codo a codo. Su estilo pomposo e indecente ofende su sensibilidad humilde y del medio oeste americano.



La clase trabajadora, integrada por personas como Betty, se ha convertido en la obsesión de todos aquellos que cuando comentan estas elecciones presidenciales hablan de “clases”: ¿Quién está detrás de esta bestia feroz y por qué apoya a Trump?



Los votantes de Trump no son tan pobres



Las cifras cuantitativas ponen en duda, o niegan de plano, la tan regurgitada teoría de que el nivel de educación o de ingresos permite predecir el apoyo a Trump, o la afirmación de que la clase trabajadora blanca lo apoya desproporcionadamente.



El mes pasado, el resultado de una encuesta elaborada por Gallup sobre una muestra de 87.000 personas dejó entrever que los partidarios de Trump no tienen más problemas económicos o derivados de la inmigración que aquellos que se oponen al candidato republicano.



Según este estudio, sus seguidores no tienen ingresos más bajos o una tasa de desempleo más alta que otros estadounidenses. La información relativa a los ingresos se pierde elementos importantes: aquellos con ingresos altos también pueden tener problemas de salud o ser propensos a empeorar económicamente.



Sin embargo, la mayoría de encuestados no se aferraban a trabajos que podrían perder. Uno de los analistas de Gallup explicó que, sorprendentemente, “parece no haber ningún tipo de relación entre sufrir la amenaza de la competencia comercial con otro país y apoyar políticas nacionalistas en Estados Unidos”.



A principios de año, los sondeos que se llevaron a cabo antes de las primarias mostraron que aquellos que votaron a Trump tienen un mayor poder adquisitivo que el resto de estadounidenses, con unos ingresos familiares de 72.000 dólares, lo cual supera los ingresos de los que votaron a Hillary Clinton o a Bernie Sanders. El 44% tiene un título universitario; en comparación con la media nacional, que es del 29% para el conjunto de la población, o del 33% en el caso de la población blanca.



En enero, el politólogo Matthew MacWilliams indicó que uno de los factores que permite predecir el apoyo a Trump es una cierta tendencia al autoritarismo, mientras que los ingresos, la educación, el género, la edad o la raza no son factores determinantes.

Sin embargo, todos estos hechos objetivos no han servido para que los expertos y los periodistas dejen de repetir hasta la saciedad que la clase obrera blanca ha decidido apoyar a un demagogo que se distingue por su grandilocuente verborrea.



Para explicar correctamente por qué parte de la ciudadanía se siente atraída por Trump, una cobertura mediática equilibrada debería incluir más reportajes sobre el racismo y la misoginia en los barrios acomodados donde viven algunos votantes de Trump. O, en el supuesto de que se esté valorando la amargura de la clase trabajadora causada por la situación económica, también deberían publicarse reportajes sobre legisladores demócratas que en las últimas décadas han decidido destruir la red de bienestar, se subieron al carro de Wall Street y se olvidaron de los trabajadores estadounidenses cuando negociaron acuerdos comerciales internacionales.



Sin embargo, para los medios de comunicación nacionales, integrados, en su mayoría, por progresistas de clase alta o de clase media, eso supondría tener que mostrar los rostros de sus semejantes.



Si bien es cierto que los rostros que los periodistas muestran en televisión –rostros enfurecidos que hacen comentarios sexistas cerca de una bandera de la Confederación– se merecen algún tipo de cobertura mediática, no son un reflejo de las comunidades que yo conozco tan bien. El hecho de que los medios de comunicación hayan ignorado comunidades como la mía ha creado una falta de comprensión tan grave que con un primer vistazo a un blanco con problemas económicos parece servir para describir a la totalidad.



El ejemplo antropológico de JD Vance



Un vistazo a la actualidad nos lleva hasta JD Vance, autor de una autobiografía que ha sido éxito de ventas, Hillbilly Elegy (Elegía del palurdo). Es la historia de un abogado de éxito que creció en una pequeña ciudad siderúrgica de Ohio y cuya familia, a pesar de ser de clase media, lidiaba con la precariedad. El libro nos habla del caos que suele perseguir a una familia que ha quedado atrapada en un ciclo de pobreza durante generaciones.



Vance se autodefine como conservador y afirma que no votará a Trump. Sin embargo, intenta comprender por qué muchas personas de clase trabajadora sí lo harán. Tiene que ver con una ansiedad cultural que surge cuando muchos amigos consumen opiáceos y mueren por sobredosis y la casta política ya te ha dejado claro que no te ayudará. Si bien su experiencia es extrapolable a la de otras personas de zonas concretas, los periodistas de la Costa Este han convertido a Vance en portavoz de toda la clase obrera blanca.



Los entrevistadores y los críticos literarios parecen sentirse aliviados por el hecho de haber encontrado a alguien que tiene unas opiniones que confirman las suyas. The Run-Up, el podcast de las elecciones del The New York Times, afirmó que la autobiografía de Vance también es un estudio de antropología cultural de la clase obrera blanca que ha apoyado la candidatura de Trump (al tuitear la crítica del libro, The New York Times ironizó con la pregunta: “¿Quieren saber más sobre las personas que le han dado alas a Donald Trump?”.



Si bien los orígenes de Vance se remontan a la industria minera de Kentucky, la mayoría de los blancos con dificultades económicas no son hombres conservadores y protestantes de los Apalaches. A veces parece ser el único elemento del imaginario colectivo: un tipo escondido en una chabola situada en una montaña remota, como un fantasma polvoriento, como si la pobreza de los blancos no estuviera delante de nuestras narices, pasando nuestras tarjetas de crédito en una tienda de rebajas en Denver o pidiendo limosna en una calle de Los Ángeles.



Los estereotipos simplones suelen penetrar allí donde el periodismo no consigue llegar. La última vez que la clase a la que pertenezco por nacimiento recibió una atención mediática de estas proporciones fue 20 años atrás. No salió en los informativos sino en una serie de televisión, Roseanne. El guión de esta serie resulta más riguroso y certero que las reflexiones de los comentaristas de las cadenas de televisión de Nueva York.



Las imágenes de personas blancas de clase trabajadora y progresistas, entre las que se incluyen mujeres como Betty, no son mostradas por unos medios de comunicación obsesionados por las audiencias y que cubren estas elecciones como si se tratara de una carrera de caballos.



Los pobres, idiotas peligrosos



Este paradigma de los medios de comunicación ha alimentado la leyenda de un Estados Unidos polarizado, el azul demócrata contra el rojo republicano, en el que el 42% de los habitantes de Kansas que votaron a Barack Obama en 2008 han quedado silenciados.



En estas primarias, el número de habitantes de Kansas que participó en el caucus demócrata superó el de aquellos que votaron en el caucus de Donald Trump. Se trata de una información relevante y lo cierto es que ningún periódico nacional la ha mencionado, tal vez porque no pudo entender que en esa zona que observa desde la lejanía viven millones de estadounidenses más progresistas que los que se pueden encontrar en los bastiones de Clinton.



En lugar de dar este tipo de información, los medios han presentado a los blancos de clase trabajadora como un todo y han creado un imaginario caduco y traicionero que resulta muy conveniente para el capitalismo. Según este mensaje, los pobres son unos idiotas peligrosos.



La superioridad moral que siente la clase adinerada de Estados Unidos ha dado alas a esta leyenda urbana relativa a los blancos de clase trabajadora y que los presenta como los culpables del auge de Donald Trump y que presupone que aquellos que lo apoyan por los peores motivos representan al conjunto de partidarios.



Esta noción se repite en todos los análisis sobre estas elecciones, como también la creencia de que los blancos pobres no solo tienen problemas económicos sino también de personalidad.



En un artículo sobre estas elecciones publicado por el National Review en marzo, Kevin Williamson escribió un análisis sobre los votantes blancos con pocos recursos. En las últimas décadas este colectivo ha visto como su tasa de mortalidad ha aumentado considerablemente. Su artículo se hace eco de una creencia compartida por conservadores y progresistas cuando indica que estas comunidades, devastadas por la oxicodona, “se merecen morir”.



“Los blancos de clase baja están instalados en una subcultura tóxica y egoísta cuyas consecuencias son la miseria y el consumo de heroína”, afirma. “Los discursos de Donald Trump hacen que se sientan bien. Como la oxicodona”.



Para confirmar que muchos periodistas no comprenden a este colectivo y que no se trata de un fenómeno limitado a los conservadores más provocadores, solo hace falta leer una serie de reportajes publicada por el The Washington Post que analiza por qué la tasa de mortalidad de las mujeres blancas que viven en zonas rurales se ha disparado. Se centra en sus hábitos como fumadoras y describe con todo detalle “sus caras demacradas” y el proceso de embalsamamiento de sus cuerpos. Es difícil imaginar un reportaje que analizara a mujeres blancas de clase alta tras su fallecimiento. La indignación de sus familiares y amigos con la educación, el tiempo y la voluntad de escribir cartas a los directores de los periódicos sería descomunal.



Dignidad y tristeza en la clase trabajadora



Un sentimiento que me parece incluso más ridículo que el desprecio y la humillación es su “primo pobre”: la piedad.



En una columna de opinión que publicó recientemente David Brooks en el The New York Times, titulada Dignity and Sadness in the Working Class (Dignidad y tristeza de la clase trabajadora), el periodista nos habla de un obrero del sector de la metalurgia que vive en el estado de Kentucky y que ha perdido su trabajo. En su último día en la fábrica, el hombre se dirige hacia la salida mientras es vitoreado por sus compañeros, una escena que a mí me parece triunfal pero que a Brooks le parece lamentable. El periodista señala que el hombre trabajó muy duro por una miseria y que era muy capaz pero su trabajo no se valoraba. Según él “irradiaba la tristeza residual de un corazón solitario”.



Me resulta difícil imaginar un desprecio mayor. Estos profesionales de la comunicación han ignorado los problemas de la clase trabajadora durante décadas y ahora suplican al país que tenga compasión. No necesitamos sus análisis y todavía menos sus lágrimas. Lo que necesitamos es que alguien explique nuestra situación; a ser posible un periodista que pueda entrar en una fábrica sin que una niebla de culpabilidad empañe sus gafas.

Uno de estos periodistas, Alexander Zaitchik, viajó durante varios meses a lo largo y ancho de seis estados del país para conocer de primera mano a blancos de clase trabajadora que apoyan a Trump. Quería que el libro que publicará – The Gilded Rage (La Furia Dorada, en un juego de palabras con 'the Gilded Age', la edad dorada)– reflejase la complejidad de las historias humanas que son ignoradas por la cobertura mediática diaria. Zaitchik explica que el proyecto nació como consecuencia de los duros comentarios realizados por personas que viven en un huso horario completamente distinto al de estas comunidades y que tienen unos niveles de ingresos completamente distintos.



Zaitchik describe de forma inteligente su encuentro con la clase media trabajadora, integrada en su mayoría por blancos que han trabajado duro y que han sufrido graves pérdidas, tanto durante la crisis financiera de 2008 como por los cierres de fábricas y despidos de los últimos años. Descubrió que el apoyo a Trump se debe en gran medida a motivos económicos, de principio a fin. Pudo constatar la ira de estas personas y descubrió que están indignados con los de arriba, no con los de abajo. Están enfadados con todos aquellos que negociaron acuerdos comerciales globales, no con las minorías.



Al mismo tiempo, es cierto que en estas comunidades se dan actitudes racistas y nacionalistas, como también se dan entre los demócratas y las personas con una situación más privilegiada.



Una encuesta realizada la pasada primavera por Reuters refleja que un tercio de los demócratas encuestados apoyarían que temporalmente se prohibiera la entrada de musulmanes en Estados Unidos. En otra encuesta, en este caso de YouGov, el 45% de los demócratas encuestados reconocieron que tienen una mala opinión del Islam, sin que se apreciaran diferencias entre los encuestados con distinto nivel de ingresos. Muchos de los que no votarán a Trump no son un dechado de virtudes mientras que los que sí lo harán se convierten en un blanco de ataque fácil y se les considera la plaga moral del país.



El clasismo y “una panda de abominables”



Cuando recientemente Hillary Clinton afirmó que la mitad de los que apoyan a Trump son “una panda de abominables”, Zaitchik le comentó a otro periodista que esta expresión se podía interpretar como otra forma de decir “otro cubo de basura blanca”. Clinton no tardó en disculparse por este comentario. Sin embargo, generalizar de este modo en un acto que se celebró en la parte baja de Manhattan, en el que se recaudaron 6 millones de dólares, con asistentes que llegaron a pagar entradas de hasta 50.000 dólares, me evocó algunas escenas de la comedia televisiva Veep; una sátira política en la que un poderoso político de Washington habla con desdén sobre “la gente corriente”.



Cuando hablamos, Zaitchik mencionó al presentador de la cadena HBO Bill Maher, “cuyas opiniones sobre los que votan a Trump se fundamentan en la eugenesia, ya que considera que tiene defectos congénitos. Sería imposible hablar de otro grupo de personas en estos términos y no ser despedido”.



Tal vez Maher es un ejemplo extremo de petulancia clasista. En el verano de 1998, cuando tenía 17 años y me acababa de graduar del instituto, trabajé en un elevador de grano durante la siega del trigo. Un elevador que estaba situado a unos 80 kilómetros, en Haysville, Kansas, explotó (el polvo del trigo es muy inflamable) y siete trabajadores murieron en la explosión. El accidente sacudió a mi comunidad, a mi familia y a mí y nos sirvió de recordatorio de todos los peligros que corremos cuando trabajamos como agricultores.



Como todos los demás, seguí haciendo mi trabajo. Tras una larga jornada transportando sacos pesados y cargando camiones que transportan trigo, solía ver el programa de televisión Politically Incorrect, un programa de ABC que por aquel entonces presentaba Maher. En un contexto en el que todavía se estaba buscando el cuerpo de uno de los trabajadores muertos en la explosión de Haysville, Maher bromeó acerca de que la gente debería tener mucho cuidado con las rebanadas de pan.



Creo que por primera vez tomé conciencia del hecho de que a lo largo de mi vida me iba a identificar políticamente con aquellos que insultan mis orígenes.



Este tipo de bromas están tan generalizadas que los más privilegiados económicamente no suelen darse cuenta. Los que escriben, debaten y publican periódicos, libros y revistas con la mejor de las intenciones suelen ofender desde la ignorancia.



Por ejemplo, fueron muchos los que me recomendaron el éxito de ventas White Trash (Basura blanca), de Nancy Isenberg, sin percatarse de que el título me ofende a mí y a las personas que quiero. El alivio que sentía por el hecho de que alguien hubiera escrito sobre un pasado que compartimos se esfumaba cada vez que lo veía en mi biblioteca, hasta el punto que al final opté por quitarle la portada. Sorprendentemente, los ejemplares promocionales del libro reflejan el tipo de nociones elitistas que Isenberg quiere denunciar: “Este libro parte de nuestros mitos reconfortantes sobre la igualdad y deja al descubierto el legado fundamental de la omnipresente y embarazosa, aunque a veces entretenida, basura blanca pobre”.



El libro, en cambio, está escrito con más tacto y expone hechos que deberían servir para terminar con los prejuicios a los que se refiere el título. Aunque lo cierto es que ni siquiera Isenberg consigue librarse del marco clasista.



Cuando a principios de año la presentadora de On the Media, Brooke Gladstone, le pidió a Isenberg que hablara de prejuicios que presentan a los blancos pobres como personas intolerantes, la autora habló del problema: “Tienen ciertas actitudes que sin duda son racistas y no puedes esconderlas y hacer como que no existen. Forma parte de su mentalidad”.



¿Solo los ignorantes son racistas?



Todas estas generalizaciones sobre los grupos más vulnerables nos permiten ver que los debates en torno a las clases en un país que es relativamente joven y que creía que no tenía castas son extremadamente simplones.



“El problema es que muchos intentan presentar a los blancos pobres como los únicos racistas del país”, le explicó Isenberg a Gladstone: “Como si fueran más racistas que el resto”.



La raíz de este problema reside en la creencia de que la clase alta tiene una moral más elevada. Como escribió la periodista Lorraine Berry en un artículo publicado el mes pasado, se ha consolidado la noción de que solo los ignorantes son racistas. Según este discurso, el racismo desaparece con la educación. Soy la primera persona de mi familia con un título universitario y les puedo asegurar que ningún miembro de mi familia necesitó pasar por una universidad para aprender qué es tener un mínimo de decencia humana.

Berry señala que los republicanos formados en las universidades de élite están detrás de esta creencia. De hecho, no fueron los blancos pobres, ni siquiera los blancos republicanos, los que promulgaron leyes para mantener la segregación racial o los que durante décadas observaban cómo las banderas confederadas ondeaban en los capitolios estatales. No fueron los blancos pobres los que convirtieron a los negros en criminales con leyes que prohibían la marihuana y la guerra contra las drogas. Tampoco fueron los blancos pobres los que se inventaron el fantasma de la “reina de la beneficencia” para referirse a los afroamericanos.



Con ello no quiero minimizar la importancia del racismo en los estratos más bajos de la sociedad pero sí recordar que estos comportamientos horribles también están presentes en las clases más altas de distinta forma y con mucha más fuerza.



Los periodistas y los comentaristas también deberían señalar con el dedo a otro tipo de blancos: conservadores sociales que donan dinero a la campaña de Trump pero que son demasiado civilizados como para ir a un mitin y chillar para expresar sus opiniones.



Según el discurso de la campaña de Trump y la información disponible, lo votarán personas a las que les va bastante bien pero que se consideran víctimas del sistema.



Los medios no parecen entender que gran parte de la clase trabajadora blanca preferiría cerrar filas con cualquier otro sentimiento que no sea el de victimismo. En la actualidad, fichan cuando entran y salen de su trabajo, guardan los cupones de descuentos de los supermercados, educan a sus hijos en el respeto e intentan esquivar la cobertura mediática.



Brecha entre realidad y política



Barack Obama, un hombre negro formado a partir de la experiencia negra, suele citar a sus descendientes por parte de madre; gente blanca de clase trabajadora: “Muchas de mis influencias proceden de mis abuelos maternos, que crecieron en el interior de Kansas”, indicó este mes a propósito de un encuentro celebrado en la Casa Blanca sobre cuestiones rurales.

El año pasado, en una conversación con la autora Marilynne Robinson, del The New York Review of Books, Obama lamentó todos estos conceptos erróneos y tan comunes sobre las pequeñas localidades del interior de Estados Unidos, por las que él siente admiración. “Hay una brecha enorme entre la realidad de las vidas diarias de estas personas y cómo hablamos de la realidad de Estados Unidos y de la vida política”. Señaló que uno de los elementos que contribuyen a ampliar esta brecha son “los filtros entre las personas corrientes” que hacen lo que pueden por sobrevivir, así como los debates políticos demasiado complejos.



"Nos debería hacer reflexionar el hecho de que destacados comentaristas progresistas consideren que el término “populismo” tiene connotaciones negativas"



“Me siento muy reconfortado cuando tengo la oportunidad de conocer a estas personas en su contexto”, explicó: “Por algún motivo, el filtro hace que en el ámbito político nacional sus realidades no se presenten de forma alentadora”.



Sin duda, una de estas descripciones desalentadoras, la caricatura del votante blanco que destila odio y que lleva vaqueros grasientos, responde a una realidad. En mi pueblo conocí a uno o dos; el típico grandulón que amenaza a personas todavía más débiles que él y que amenaza a las personas de color para que huyan del pueblo, insulta a las mujeres y utiliza pistolas de aire comprimido para disparar contra gatos. Así sería Trump si hubiera nacido donde yo nací.



La fascinación de los medios de comunicación hacia el votante de Trump alimenta la teoría, tan de moda, de que detrás de su apoyo se esconde la intolerancia. Es cierto que los problemas económicos de la clase trabajadora blanca son un punto más para Trump, como también lo es la falta de dinero de las personas de color, que al mismo tiempo son el blanco de ataque de sus comentarios racistas y xenófobos y que por este motivo le han dado la espalda. Sin embargo, uno creería que a los progresistas blancos que pertenecen a la élite y que a lo largo de esta campaña han transmitido una imagen de grandeza ética les costaría más pensar en términos globales sobre relaciones comerciales e inmigración si hubieran tenido que cerrar su fábrica o su comunidad hubiera sido diezmada.





Analistas acomodados



Los analistas acomodados que se oponen a Trump suelen examinar los males sociales desde un determinado punto de vista; están convencidos de que sus tendencias políticas son un reflejo de sus valores y de su personalidad. Cabe suponer que muchos de ellos heredaron estas ideas, de la misma forma que muchos estadounidenses que crecieron en los estados republicanos heredaron las suyas. Si creciste en un ambiente progresista, no deberías estar tan orgulloso de ti mismo por votar en contra de Trump.



También está de más esta idea condescendiente de que los demócratas que en las últimas décadas no se han sentido representados por su partido y que se han unido al Partido Republicano “están votando en contra de sus intereses. Esta noción tiene un trasfondo antidemocrático, ya que parte de la premisa de que un gran número de estadounidenses carece de las condiciones mentales que se precisan para votar”.



Son muchos los que siguen apoyando a Trump a pesar de todo lo publicado sobre su trato a las mujeres, sus actitudes racistas y otras actitudes temerarias. Son capaces de decidir su voto y de tomar sus propias decisiones. Cuando intentemos discernir de quién estamos hablando, debemos ser conscientes de nuestros prejuicios de clase.



¿Periodista? No de clase obrera



Un artículo publicado recientemente en la edición impresa del The New York Times describía a un hombre de Kentucky así: “Mitch Hedges cultiva ganado y suelda herramientas que se utilizan en las minas de carbón. Cree que va a perder su trabajo en seis meses pero no apoya a Trump, al que considera un idiota”.



Celebré que, por una vez, se hablara de un hombre blanco de clase obrera que no vota a Trump. Me hizo reír la expresión “cultivar ganado” ya que uno puede cultivar la cosecha o criar animales. Para una periodista que durante su juventud hizo ambas cosas, es difícil tomarse en serio este reportaje de The New York Times.



La principal razón por la cual los medios de comunicación más importantes no parecen comprender las cuestiones de clase es precisamente que no hay diversidad socioeconómica en las redacciones.



Pocas personas que crecieron rodeadas de pobreza terminan trabajando en las redacciones o publicando libros. De hecho, son tan pocas que me pareció necesario dar un giro a mi carrera y especializarme en cuestiones de clase en un sector rico y privilegiado de la misma forma que los periodistas negros hablan de raza en un sector que está integrado mayoritariamente por blancos.



Con esto no quiero decir que uno debe pertenecer a un determinado grupo o lugar para hacerles justicia, como han demostrado los buenos periodistas de investigación y los comentaristas en el último siglo e incluso antes.



Escuchen la serie sobre pobreza que ha emitido la radio On the Media. El segundo episodio de esta serie incluye la siguiente reflexión de Gladstone: “Los pobres, en su conjunto, son un grupo tan poco homogéneo como cualquier otro”.



Sé que muchos periodistas son personas muy trabajadoras que quieren presentar la historia bajo el ángulo correcto y no me gusta criticar a los medios de comunicación. El clasismo de los presentadores de la televisión por cable es simplemente un reflejo del clasismo del sector más privilegiado de Estados Unidos. Lo vemos en todas partes, desde los tuits que presentan a los votantes de Trump como palurdos sin remedio hasta en el hecho de que el Partido Demócrata que no se tomó la molestia de crear una plataforma centrada en las medidas de reducción de la pobreza hasta un mes antes de las elecciones presidenciales.



Medios deliberadamente obtusos



La distancia económica que separa al periodista de los protagonistas de sus reportajes nunca ha sido tan peligrosa como en la actualidad, marcada por una histórica disparidad entre ricos y pobres. A menudo los reportajes se centran en el mercado de valores y no en las personas que nunca tuvieron acciones.



Durante décadas, los medios de comunicación de Estados Unidos han sido deliberadamente obtusos cuando han tenido que informar de las quejas de los ciudadanos de a pie. Este ha sido un factor que sin duda ha ayudado a crear el espacio de resentimiento que Trump ahora ocupa. Nos debería hacer reflexionar el hecho de que destacados comentaristas progresistas consideren que el término “populismo” tiene connotaciones negativas.



Estamos ante un periodismo que integra la plutocracia que debería criticar, que no ha sabido cumplir con su deber de guardián de la verdad y que ha perdido el respeto hacia todas aquellas personas que no dudan en llamar las cosas por su nombre.



Mi abuelo Arnie, que ya ha fallecido, era una de estas personas. Hombres parecidos a Trump pasaban con sus lujosos vehículos por nuestra granja, con la intención de hacer negocios. Mi abuelo sabía reconocer a los que eran unos embusteros y unos estafadores, los trataba con amabilidad y los mandaba a paseo. Si por algún motivo te despedías de alguno de ellos con un apretón de manos, mi abuelo se reía y te decía: “mejor que cuentes tus dedos”.



En un mundo en el que las “Bettys” y los “Arnies” prácticamente no tienen voz, los que tienen una plataforma desde la que lanzar sus opiniones deberían reflexionar antes de despotricar sobre ellos.



Tal vez quieras generalizar y crear un estereotipo para presentar a un grupo de personas y especular sobre sus ideas políticas o creerte superior a ellos, por ejemplo, los que hacían un tercer turno en una fábrica de Boeing mientras otros viajaban a México de vacaciones, los que limpiaban el suelo de un McDonalds mientras otros debatían en las redes sociales en torno al salario mínimo, los que tuvieron que vaciar sus casilleros cuando se cerró la fábrica de cerveza Pabst, mientras otros bebían cervezas artesanales en bares de moda, los que regresaron de Oriente Medio dentro de un ataúd mientras otros escribían columnas de opinión sobre política exterior. Si este es el caso, deberías aceptar el hecho de que tal vez te pareces más a Trump de lo que te gustaría.