Xavier
Pikaza
www.religiondigital.com/231014
Conforme al Sínodo
recién celebrado (6-19 10 14), ha llegado la hora de la "nueva
familia", entendida como principio esencial y como fuente de revolución de
la vida humana, conforme a la experiencia y tarea de la Biblia del Antiguo y
Nuevo Testamento. Desde ese fondo quiero estudiar los dos temas que siguen,
desde la perspectiva de conjunto del libro: La Familia en la Biblia.
1. Lo primero es
conocer los elementos fundantes de la familia, la base de su identidad personal
y social. Así lo mostraré fijando un decálogo fundacional de la familia, en la
línea de conjunto de la Biblia y del mensaje y vida de Jesús.
2. Lo segundo en poner
en marcha una revolución de la familia, pues las revoluciones anteriores
(burguesa y socialista, económica y política) no han llegado al corazón de la
vida humana, ni han resuelto sus grandes problemas. La familia, éste es el
lugar de la revolución pendiente de la vida humana.
1. ELEMENTOS BÁSICOS:
UN DECÁLOGO DE LA FAMILIA
Retomo el “discurso” bíblico y, de un modo general, en contra de aquellos que
piensan que la familia se acaba, quiero decir que ella no sólo permanece sino
que, en un sentido está ganando en importancia, pues no es algo que parece
natural, ya dado, creado desde fuera, sino algo que nosotros mismos vamos
troquelando, a partir de unos principios previos (atracción sexual, acogida de
los hijos, crecimiento compartido en fraternidad…). En esa línea, su futuro no
está decidido, sino que debemos trazarlo nosotros, sabiendo que la tarea de
creación de familia se ha vuelto quizá el tema central de nuestro tiempo.
En medio de las grandes
dificultades, vinculadas a las diversas revoluciones y, sobre todo, a un tipo
de capitalismo que tiende a dominarlo todo, podemos afirmar que la única
solución del ser humano está en la recreación de la familia. La crisis ha
llegado a lo más hondo; antes afectaba sólo a unas formas externas de
producción y bienestar. Ahora ha penetrado en el corazón del mundo de la vida,
es decir, en el espacio de surgimiento y despliegue de lo humano. Éste es el
lugar de la gran decisión, y debemos aprender de nuevo (en un plano más alto) a
ser humanos (y eso sólo podemos hacerlo en familia), pues de lo contrario
corremos el riesgo de destruirnos:
1.
La familia es una relación al mismo tiempo íntima y social.
Es íntima, pero no en
un sentido privado (intimista), sino abriéndose, al mismo tiempo, al espacio de
la vida social, pues sólo ella (la familia) es verdadera creadora de personas.
Sin sociedad (lenguaje) no puede haber familia; pero sin familias no puede
darse sociedad. El mundo moderno ha tendido a dividir dos espacios, con dos
tipos de moralidad y dos formas de conducta.
(a) Por un lado ha
situado a las familias (el mundo de la vida), que se vuelven cada vez más
pequeñas, limitadas a los padres y a los hijos (mientras son menores), y en ese
contexto ha buscado formas de conducta marcadas por la gratuidad, en línea
intimista.
(b) Por otro lado ha
situado el mundo externo, dominado por relaciones estructuradas en forma de
sistema, con leyes objetivas, dictadas por el capitalismo. Esa división tiene
un valor, pero no puede mantenerse de manera radical, por estas razones.
a] El mayor bien de la
sociedad son las familias, pues sólo ellas “engendran” (crean) el valor social
supremo, que son las personas.
b] Las familias no son
algo meramente privado, sino que tienen un valor más amplio, pues sin ellas
(sin amor íntimo, sin creación de nuevos seres humanos) no puede haber
sociedad.
c] El sistema puede “fabricar” cosas ingentes (bombas atómicas y empresas,
drones y bancos, ejércitos y estados…), pero no puede engendrar personas, y sin
ellas todas sus producciones carecen de sentido, pues sin familia el sistema
muere.
2.
La confusión actual puede ser buena, porque nos permite redescubrir el valor
primario del impulso sexual.
Como vengo diciendo, el
sexo en cuanto tal no es todo, sino que debe estar vinculado a la palabra y a
la comunión creadora de amor, pero tiene una importancia esencial y nos permite
retornar sin miedo a las fuentes de la vida. Antes, en un contexto más sacral,
dominado por leyes matrimoniales puritanas, parecía que el sexo estaba sólo al
servicio del buen “honor” familiar y del engendramiento de hijos legítimos,
como si no fuera más que un medio. Ahora, en cambio, volvemos a descubrir su
potencial originario, en sus diversas formas, y eso no solo es bueno, sino muy
bueno, signo de salud humana y de confianza.
Es bueno el sexo” entendido como atracción primera, no sólo físico-biológica,
sino también personal, aceptando de esa forma lo que hay, sin condenas previas,
ni legislaciones limitadoras, y así debemos entenderlo como iniciación humana y
expresión de libertad, en un contexto de autonomía personal, en diálogo y
respeto mutuo, sin imposición de unos sobre otros, sin manipulación de niños o
pequeños.
Así debemos empezar
aceptando y valorando las diversas formas de atracción y comunión humana,
siempre que sean humanizadoras, enriquecedoras, libres. Sólo en ese contexto se
podrá hablar luego de familia como lugar donde la iniciación sexual pueda
desplegarse plenamente en un contexto de estabilidad, no por limitación o veto,
sino por enriquecimiento y profundización personal. Sólo la familia ofrece un
espacio de socialización integral, es decir, de aprendizaje humano, en el nivel
de la palabra y del afecto
3.
En ese contexto debemos valorar y potenciar las relaciones de pareja (es decir) los
matrimonios, entendidos de manera extensa, en línea personal y social, sabiendo
que las relaciones no son iguales, que no todas las vinculaciones son
equivalentes, sino que es privilegiada la relación duradera entre un hombre y
una mujer, que se prometen fidelidad y permanencia, pues sólo en ella tiene
pleno sentido el nacimiento de los niños y se hace posible la pervivencia
humana.
Por eso digo que se
pueden distinguir y valorar diversos tipos de parejas, pero añadiendo que no
todas son igualmente significativas:
‒ Hay parejas matrimoniales donde lo central es
la unión de dos personas, que conviven para compartir así la vida y
acompañarse mutuamente, aunque no tengan hijos, porque no pueden o no quieren
engendrarlos (aunque a veces adopten hijos ajenos o de uno de los cónyuges).
Tienen gran valor si humanizan a los esposos, si les ayudan a vivir, a
convivir, descubriendo y cultivando el don supremo de la vida en compañía, para
descubrirse mutuamente, convirtiendo así su vida en don de amor compartido que
se abre al conjunto social o a la iglesia, como aparece en el Nuevo Testamento
donde hallamos algunas parejas misioneras (como la de Priscila y Áquila, de las
que no se dice que tengan hijos). En línea de matrimonio cristiano, estas
parejas han de tener voluntad de permanencia, como expresión del valor de la
vida compartida.
‒ Hay otras parejas donde el vínculo matrimonial parece
menos claro. Son “parejas de hecho” que conviven sin pretensión de
permanencia, aceptándolas mientras “valgan”. Son parejas que a veces se
mantienen en privado (“en el armario”), de manera que cada miembro actúa hacia
fuera como si fuera soltero; pero pueden hacerse también públicas y buscar
incluso el matrimonio. Están básicamente pensadas para el enriquecimiento
personal de sus miembros, y pueden ser de tipo hetero- u homo-sexual. Algunos
piensan que no deben llamarse matrimonio en el sentido clásico de la palabra;
sea como fuere, ellas pueden y deben ser reguladas y protegidas por ley, si sus
componentes y el grupo social lo quiere. Son en principio un valor, pues todo
compromiso de unión y toda unión fáctica entre personas es buena, si tiene
buenos fines (el enriquecimiento personal, la maduración social).
‒ Parejas generativas con hijos. Son aquellas donde el amor entre dos
se abre y expande hacia otros, de manera que su unión se vuelve principio de
vida, y se expresa sobre todo en el surgimiento y educación de hijos. Son en
principio parejas públicas, aceptadas así por la sociedad, que las reconoce y
debe ofrecerles un tipo de apoyo, pues son ellas las que ofrecen a la sociedad
el mayor don posible: Que se mantenga y expanda. Sólo allí donde surge y es
acogido (educado) por dos, en pareja, el hijo tiene la posibilidad de una
auténtica maduración dialogal: No nace y crece a través de la palabra de una
sola persona, sino del diálogo humano de dos y más personas.
4.
La familia es el nudo central de las relaciones sociales, que se
estabilizan y expresan de un modo dual (dialogal), tanto en el matrimonio
(compromiso de vida compartida), como en el nacimiento y educación de los
hijos.
Entendida así, la
familia es el espacio principal de la palabra compartida, el lugar donde las
personas alcanzan y despliegan su mayor libertad (identidad) en un contexto de
verdadera diferencia, pues la unión más cercana es aquella donde se dan mejor
las distinciones, allí donde se comparten los bienes y la vida, no de forma
aislada (cada uno por sí mismo) o por un breve tiempo, sino en relación
dialogal de permanencia.
Entendida así, la familia es un encuentro (diálogo vital)
de dos personas que se comprometen a compartir y unificar la historia de sus
vidas, a través de la atracción que sienten uno por el otro y, en especial,
por la palabra/promesa de convivencia que se ofrecen, condensando y
actualizando en su relación toda la vida y la cultura de la sociedad a la que
pertenecen.
Sólo ese tipo de
relación puede convertirse normalmente en espacio de surgimiento y creación de
nuevas personas, a lo largo de un proceso relativamente largo de maduración,
que se extiende no sólo en los años de formación básica del niño (de seis a
nueve años), sino hasta su plena independencia (que según la Biblia se alcanza
cuando ellos se casan, dejan a los padres y crean una nueva familia: cf. Gen 2,
24-25). Esto supone que por principios de comunicación personal y de educación
de los hijos, un matrimonio “generador” (con hijos) ha de durar básicamente
para siempre, al menos hasta que los hijos puedan vivir por sí mismos (o se
casen), pues de lo contrario impide su recto crecimiento.
5.
Componentes básicos de la familia, especialmente del matrimonio abierto a la
generación de hijos.
Algunos hablan en este
contexto del “genoma” de la familia, pero esa palabra resulta quizá demasiado
pretenciosa, y además parece situar el tema en un plano biológico. Por eso
prefiero hablar de elementos estructurantes, en línea de amor personal y social
(que yo mismo he precisado y desarrollado en otros libros de diálogo con
exegetas bíblicos y antropólogos, como podrá verse en la bibliografía final).
Son éstos:
‒ No hay familia sin sexualidad (eros), entendida como atracción
vital o potencia unitiva, que tiende a ser engendradora. Evidentemente, la
sexualidad (eros) no tiene sólo un fin reproductor, sino que actúa y se expresa
como lenguaje de relación en otros planos (como puede verse, de formas muy
distintas, en las parejas homosexuales, o en comunidades célibes de vida
religiosa), pero en un sentido fuerte el eros se vincula con la unión sexual y,
sin cerrarse en ella, tiende a la reproducción de la vida. En sus diversas
formas, el eros es principio de toda familia.
‒ Don, ágape. Paradójicamente, siendo espacio de vinculación
erótico-sexual por excelencia, la familia viene a presentarse, al mismo tiempo,
como lugar de gratuidad o generosidad, que se expresa no sólo en el regalo de
la vida que ofrece cada uno a su pareja, sino en el regalo aún más hondo que
ofrecen ambos juntos a los hijos. Allí donde el eros se hace ágape (sin dejar
de ser eros) surge la auténtica familia. Hombre y mujeres existimos porque
otros nos han dado la vida, en gesto de atracción y generosidad personal.
‒
Reciprocidad. Los elementos anteriores se completan y vinculan en forma de relación
o comunión estable, que no es simplemente la adición de dos que siguen estando
separados (dos individuos que se suman), sino una nueva “realidad”, una
identidad más alta. El mayor de todos los dones de familia es descubrir que el
otro puede y quiere responderme, de manera que el “yo doy” (me doy) se
convierte en “yo recibo” (acojo el don del otro, me dejo amar), surgiendo así
un nosotros real, que es la familia.
6.
Familia y creatividad social.
Como he puesto de
relieve en otro lugar, Jesús fue ajusticiado porque su proyecto de familia
resultaba en el fondo inaceptable para soldados romanos y sacerdotes judíos, es
decir, porque su forma de entender y expandir las relaciones humanas tenía
mucho influjo en el mundo social (en el orden de la política y de la economía).
Tanto unos como otros querían mantener sus esquemas familiares, de tipo
patriarcalista, y para eso apelaban al ejército (Roma) o a la ley del templo
(sacerdocio judío).
Pues bien, el
movimiento de Jesús tenía intensas connotaciones sociales, como ha puesto de
relieve la exégesis y la teología de los últimos decenios; pero más que
“políticas” en línea de creación de un Estado judío, esas connotaciones eran de
tipo familiar, como he venido poniendo de relieve.
Es relativamente fácil cambiar los ordenamientos político o militar
de una población, porque forman parte de una superestructura que al fin es
superficial. Más difícil e importante (mucho más duradero) es el cambio en el
plano de la familia, y eso es lo que Jesús ha querido hacer (cf. caps. 9-11), y
por eso le mataron.
En ese contexto resulta
absolutamente necesario recuperar las conexiones que Jesús ha trazado entre el
mundo privado de la pequeña familia y el mundo social, para no caer en la
situación actual de esquizofrenia, con dos morales distintas, una para las
familias regidas por principios (al menos ideales) de generosidad, y otra para
el conjunto social, que ha caído en manos de una dura guerra por el poder
capitalista. Sólo allí donde la familia sea lugar de creatividad, de forma que
sus principios se expandan al conjunto social se podrá hablar de humanidad
real.
7. Celibato “por el Reino”.
Sigue siendo
fundamental el tema. Por un lado, cada hombre o mujer es “todo el Reino”, es
infinito ante los demás seres humanos (y ante Dios); no es una mitad de otra
cosa (como en el mito de Platón, Banquete), sino que tiene un valor definitivo,
empezando por los más pequeños, los expulsados de todas las familias actuales
(leprosos, eunucos…). Eso significa que un hombre o mujer no se tienen que
vincular entre sí básicamente por carencia (para buscar aquello que le falta,
en un nivel de puro eros), sino que lo hace por superabundancia, es decir, por
generosidad (en el plano del ágape)
En este contexto es
posible el celibato por el “reino de los cielos”, no por privación o por miedo
de relacionarse con los demás, sino por amor libre y generoso, como supone el
dicho de los eunucos (cf. Mt 19, 12). El celibato por el Reino no implica
ausencia de familia, sino descubrimiento y creación de una nueva forma de
familia, no por represión del sexo (cosa que sería negativa), sino por
elevación, al servicio del evangelio (de la buena nueva de Jesús a los pobres).
En esa línea han surgido las diversas congregaciones de la vida religiosa que
han sido, hasta el momento actual, los mayores “laboratorios” de familias no
matrimoniales del mundo cristiano. Estoy convencido de que las familias de este
tipo tienen un largo futuro (un gran cometido) en la experiencia y despliegue
futuro del cristianismo y de la humanidad.
8.
Matrimonio por el Reino.
He desarrollado el tema
a lo largo del Antiguo Testamento, centrándome luego, de un modo especial, en
el mensaje de Jesús y de Pablo (La Familia en la Biblia, cap. 11, 13). Como he
señalado al hablar de sus rasgos o genoma (cf. num 5 de este apartado), la
familia tiene un elemento erótico/sexual y otro de ágape/generosidad, y ambos
son fundamentales en el matrimonio estrictamente dicho, como espacio de
encuentro y amor generador entre un hombre y una mujer.
En ese contexto he
podido referirme al “matrimonio por el Reino de los cielos” (cf. cap. 11), que
no se entiende en modo alguno como estado inferior (de tropa) respecto al
celibato, que sería superior (propio de los oficiales del ejército cristiano),
pues todos son importante en la Iglesia de Jesús.
En esa línea, el
matrimonio por el Reino ha de ser espacio de experiencia del Reino de Dios,
lugar donde se expresa y encarna su amor, revelado en Cristo, como ha visto de
formas distintas Efesios y el Apocalipsis. Y así, el matrimonio es un
sacramento del misterio de Cristo, en forma integral, no puramente interior
como pensaba la Gnosis. El Reino se expresa y expande, según eso, en el mismo
amor de los esposos como tales, y en el fruto de ese amor, abierto de manera
generosa hacia los hijos o/y hacia el resto de la Iglesia y, en especial, hacia
los necesitados.
9.
Hijos, creación de Dios.
Ciertamente, son
creación humana de los padres, dentro de un contexto social más amplio en el
que esos padres humanizan a sus hijos, introduciéndoles en un contexto cultural
definido por la palabra, tal como empieza a expresarse ya por el lenguaje. Es
significativo el hecho de que la Biblia no haya elaborado un tipo de “libro de
familia”, un manual para la educación de los hijos, aunque los códigos
domésticos de la tradición paulina tengan rasgos aprovechables, pero que deben
ser resituados en un contexto de igualdad básica del hombre y la mujer (cap.
13). Pero, por encima de esos códigos, puedo y quiero citar dos pasajes
especialmente significativos:
‒ La revelación de la
madre de los macabeos (2 Mac 7, cf. cap 7). Éste es un pasaje incompleto,
porque hubiera sido mejor que la palabra clave la dijeran padre y madre, no
sólo la madre, como sucede de hecho. Pero, tras esa salvedad, debemos valorar
la palabra de la madre, que presenta su maternidad como experiencia creadora
compartida con Dios. Como vengo diciendo, todas las restantes producciones de
los hombres son secundarias (y pueden convertirse en ídolos). Sólo el
“surgimiento” de nuevas personas es creación radical de Dios, pues cada ser
humano que nace es una ventana y presencia de su vida en la humanidad.
‒ Padres que curan a los
hijos (cf. cap. 9). Jesús no ha impulsado directamente la generación de nuevos
hijos, pero ha puesto de relieve la responsabilidad y tarea de los padres que,
en gesto de fe, pueden (deben) “curarles”, ayudándoles a crecer.
En ese nivel resulta
fundamental la experiencia en la que se afirma que los hijos nacen “de los
padres y de Dios”, pero añadiendo que los padre y Dios no se suman como si
estuvieran separados, sino que Dios actúa a través de los padres, despertando
de esa forma su presencia en la vida de cada uno de los seres humanos. La
teología antigua afirmaba que Dios “sigue creando almas” y que cada concepción
y nacimiento es una nueva obra suyo: Dios crea un alma nueva y la introduce en
un cuerpo humano “formado” a partir de los padres. Hoy podemos decir esa
“verdad” de otra manera: Desde su nivel divino, Dios crea (engendra) a cada
nuevo ser humano en/con los padres, por medio de su Espíritu (cf. tema de
Jesús, cap. 12).
10.
Signo trinitario, generación y comunión.
La generación humana
tiene, según eso, un elemento biológico, vinculado a la atracción y amor
sexual, y un aspecto histórico-cultural. En principio, al nacer, cada niño
resulta casi intercambiable con los restantes niños (a pesar de algunos cambios
de pigmentación y de ciertas diferencias genéticas). La gran diferencia de los
niños comienza tras nacer, a partir de la acogida y educación que le ofrecen
los padres. En esa línea, retomando el motivo central del núm. 5 de esta
sección, puedo hablar de una especie de “genética trinitaria”:
‒ Cada niño brota del deseo de la vida, es decir,
del gran “eros” de una humanidad que se expande y despliega a sí misma. En este
momento, podemos afirmar que cada niño nace de la gran naturaleza, enriquecida
e impulsada por un movimiento “erótico” de creatividad.
‒ Pero, al mismo tiempo, el ser humano nace de la
generosidad de los padres, es decir, del amor entendido como “ágape”, don de sí
mismo. Por eso decimos que cada niño es “hijo” de Dios, que le llama a la vida
con su palabra a través de los padres, que no se añaden a Dios desde fuera,
sino que son el mismo Dios actuante en forma humana.
‒ Cada ser humano nace en un contexto de
comunión, no es hijo de alguien que está solo (hombre o mujer), porque la
soledad no puede engendrar a un nuevo ser humano, pues no podría transmitirle
la palabra, que es siempre compartida. La generación humana sólo es posible a
través de la palabra compartida y dialogada, pues engendrar humanamente es
abrir una nueva “ventana” de Dios para el diálogo, es decir, para el Espíritu
Santo, utilizando un lenguaje trinitario.
3.
TAREAS ABIERTAS DE LA FAMILIA, REVOLUCIÓN DE LA FAMILIA
Se viene diciendo desde
antiguo que estamos al final de un largo ciclo, que empezó hace unos 10.000
años, con el neolítico (¡piedras nuevas, pulidas para cortar!), y que está
terminando precisamente ahora, en la era de las comunicaciones digitales, con
el triunfo aparentemente imparable del capitalismo, los teléfonos, las bombas y
las máquinas “smart” (¿inteligentes?), que parecen sustituir a las personas.
En medio de una
escandalosa y obscena injusticia social, con diferencias abismales entre ricos
y pobres, iniciamos la nueva navegación de lo que algunos llaman la
post-modernidad. Desde ese fondo, tomando como base lo dicho en este libro,
quiero señalar diez nuevas tareas
abiertas, en clave de humanidad. En el apartado siguiente, y final, evocaré
algunas otras, desde una perspectiva de iglesia:
1.
Educación en el amor.
Quizá la primera y
mayor de las tareas sea la educación en el amor y la palabra, no sólo para el
matrimonio, sino también para la vida de los niños. Ciertamente, son
importantes nuevas “políticas” sociales, que reconozcan el valor de la familia,
creando condiciones económicas, no al servicio del puro capital (como es
ahora), sino del despliegue y de la comunión de vida. Que hombres y mujeres
puedan quererse y acoger y educar a sus hijos en amor, ese es el mayor de todos
los capitales, la riqueza suprema de un Estado.
Como vengo diciendo, el
hombre (varón y mujer) es un ser biográfico, marcada de un modo especial por
sus padres, desde el mismo vientre de la madre donde va recibiendo de un modo
muy activo (¡no puramente pasivo!), especialmente en los últimos meses de la
gestación, el impacto de la vida, y muchísimo más después del nacimiento. Los
seres humanos no nacen por máquinas, ni por estadísticas, no son producto de
capital y empresa, ni de comercio mundial, sino del cuerpo y de la vida entera
(palabra, cuidado) de unos padres y del entorno social.
Esta es la primera
tarea, la educación en y para el amor, en contra de todos los idealismos
totalitarios (Platón, los nazis, algunos comunistas…), que quisieron
“racionalizar” el surgimiento humano desde una perspectiva social.
2. Más que la pobreza,
el riesgo para la familia es el capitalismo, es decir, una cultura donde la
vida de los hombres y mujeres (y el nacimiento y educación de los niños) está
en manos del capital monetario, al que le importa ante todo su ganancia.
Ciertamente, para mantenerse y “disfrutar” del capital, el sistema necesita
“producir” nuevas vidas humanas, para poder así perpetuarse, pues sin ellas
muere.
Pero como no sabe ni
quiere comprometerse en ellos, y como además las vidas no se producen, sino que
se engendran en amor y generosidad (cosa que no tiene), el sistema corre el
riesgo destruirse a sí mismo (como muestra el descenso demográfico que “sufre”
el occidente rico, que sólo mantiene su población por la llegada de inmigrantes
más “fecundos”). El occidente rico puede producir “todo”, pero al hacerlo se
pierde y se mata a sí mismo (¿qué importa ganar todo el mundo…”; cf. Mt 16,
26), pues su población desciende (se niega a procrear).
El capitalismo puede
así morir de éxito, es decir, de abundancia, precipitando en su caída a una
parte de la humanidad, que directa o indirectamente depende del capital. Éste
es el riesgo mayor de la familia: Que hombres y mujeres quieran bienes
materiales (capital) más que hijos, que hombres y mujeres se busquen a sí
mismos, y prefieran su disfrute cerrado, sin darse ni dar vida (regalarse a los
demás, y en especial a los propios hijos). Esto puede suceder ya pronto, de
manera que el occidente “cristiano” prefiera suicidarse, quedando en manos de
otros grupos sociales o religiosos (quizá musulmanes). Es evidente que sólo los
“pobres”, no dominados por el afán del dinero, podrán salvar a la humanidad.
3.
Fidelidad matrimonial.
En principio, el matrimonio es un compromiso de dos
personas, que quieren vivir en amor fecundo, por encima del “dictado” del puro
dinero, en igualdad dialogal, sin dominio del hombre sobre la mujer.
Entendido así, es una vocación, una llamada al encuentro renovado de unos seres
que, al conocerse progresivamente, descubren su verdad, cada uno en el otro.
Ésta es una vocación de Reino, que los esposos han de actualizar en cada
momento, una experiencia que la Iglesia debe potenciar y ensayar entre los
creyentes, abriéndola a todos los hombres y mujeres, pero sin imponerla.
La
fidelidad en el amor no es ley, sino descubrimiento y tarea de amor, en gesto de
entrega personal, que los profetas de Israel destacaron al vincular el
monoteísmo con la monogamia (cf. cap. 5), como supo Jesús (cf. cap. 11), y en
otro plano el autor de la Carta a los Efesios (cf. tema 13).
Por eso, el acento no
puede ponerse en el rechazo jurídico del divorcio, sino en la afirmación gozosa
del amor mutuo, entendido y vivido en forma de experiencia permanente de
fidelidad, como sabe la tradición cristiana. Pero cuando, de hecho, la Iglesia
descubre que no existe ya el matrimonio, por ruptura profunda y duradera del
compromiso personal, ella puede y debe seguir acompañando a los esposos
cristianos, sin obligarles a mantener un matrimonio roto. En ese plano siguen
siendo normativas las respuestas de Mateo (divorcio real por porneia) y de
Pablo (divorcio por infidelidad de uno).
4.
Paternidad responsable.
Éste es un tema
esencial, que no fue planteado directamente por la Biblia, aunque ella ofrece
unas líneas de interpretación muy significativas. Dos son, a mi juicio, las
opiniones extremas, que no pueden contar con el apoyo de la tradición
cristiana.
(a) La de aquellos que
defienden una paternidad puramente “natural”, que consiste en dejar que la
naturaleza decida, olvidando que el hijo nace también de la palabra, es decir,
de la decisión personal de los padres.
(b) La de aquellos que
defienden una paternidad puramente “responsable”, que dependería sólo de los
padres, que tendrían el poder de aceptar o rechazar al niño cuando se está
gestando (e incluso en el primer momento de su nacimiento).
Ciertamente, según la Biblia, el
nacimiento de un hijo está en manos de la naturaleza, pero dirigida y
personalizada por los padres. Por eso, en principio, es bueno (¡muy bueno!)
que ellos puedan regular el proceso de la concepción y la primera gestación,
para así tener los hijos que decidan en conciencia, y se comprometan a educar
de un modo responsable.
De esa manera, al
separar (al menos en un plano) el ejercicio de la sexualidad y el nacimiento de
los hijos se ha dado un gran paso en el despliegue humano (personal) de la
vida. Los padres ya no están en manos de la pura naturaleza, sino que son
responsables de ellos mismos y de los hijos que quieran tener. Esa
responsabilidad resulta esencial, como sabe el evangelio, cuando destaca la
“fe” de los padres para el crecimiento y salud de los hijos (cf. cap. 9).
5.
Control de la natalidad.
Éste es un problema
médico y antropológico moderno, planteado y formulado en la segunda mitad del
siglo XX por el papa Pablo VI, en su encíclica Humanae Vitae (1968), donde
rechaza el uso de los anticonceptivos químicos y de otros medios físicos
(preservativos), que se empezaban a emplear normalmente para evitar que la
mujer quedara encinta. Esa encíclica, y la doctrina posterior de la Iglesia
Católica mantiene hasta el día de hoy (2014) la misma doctrina, y sólo acepta
como válidos los métodos “naturales” de anti-concepción, vinculados al cálculo
de los días no fecundos de la mujer, entre una menstruación y otra.
Esta doctrina tiene
grandes valores, pues quiere que el “amor total” entre un hombre y una mujer
esté siempre abierto al don de la vida, conforme a los principios de la
naturaleza, que aparece como “mediadora” de la voluntad de Dios, y así debe
mantenerse en principio. Pero muchos católicos no la han aceptado, porque
piensan que ella interpreta a la naturaleza de forma prehumana (en un plano
biológico), en vez de insistir en el valor personal de la concepción, vinculada
a la palabra (libertad y voluntad) de los esposos.
Han pasado casi
cincuenta años, y una parte considerable de la iglesia empieza a plantear el
tema de otra forma, insistiendo en la libertad creadora de los esposos/padres,
para que los niños nazcan de su deseo y amor generoso, no por imposición de la
naturaleza. En ese nivel, el tema físico/químico de los anticonceptivos o
medios de regulación de la natalidad queda en segundo plano. No queremos negar
la importancia suma de la paternidad (cosa que he dejado clara en este libro),
sino situarla en un plano de amor y palabra (decisión personal) de los padres.
El encuentro sexual
queda así liberado de los miedos que le han dominado (de sus consecuencias
puramente “naturales”), para convertirse en signo y ejercicio de un amor
liberado, que ha de abrirse a la generación de nuevos hijos cuando los padres
quieran (por voluntad, no por necesidad). Pienso que en este campo la doctrina
de la iglesia debe ser replanteada.
6.
Aborto y nacimientos no deseados.
En sí mismo, éste es un
tema muy distinto del anterior, pues no se trata de evitar una posible
concepción, sino de interrumpir un embarazo ya iniciado, antes del nacimiento
del niño, con el riesgo de matar a una persona en el vientre de su madre.
En este campo, la
doctrina de la Iglesia católica es tajante, siguiendo el “espíritu” de la Biblia
(que no se pronuncia de manera directa sobre el tema), aunque la doctrina de
los antiguos judíos y cristianos resulta conocida (cf. Didajé, cap. 9). Por
eso, en principio, debería evitarse por todos los medios posibles la
interrupción del embarazo (insistiendo en la educación sexual, en el uso de los
anticonceptivos etc.).
Pero, dicho eso, deben
añadirse algunas consideraciones generales (más que unas leyes estrictas),
dejando el tema legal en manos de la sociedad civil:
‒ Según la experiencia
bíblica, la aportación de la Iglesia no consiste en promover la implantación de
unas leyes civiles (para que condenen un tipo de aborto, cosa que en un plano
pueden y deben hacer, según las circunstancias), sino en educar a los cristianos,
y en ofrecer a todos unos principios de madurez personal y de conocimiento por
el que puedan evitarse todos los verdaderos abortos.
‒ Hay que distinguir
casos y casos, apelando a la ciencia (biología y antropología), para precisar
el momento en que el óvulo fecundado empieza a ser viable, como sujeto nuevo,
individualizado, de manera que se pueda afirmar que, en un plano receptivo,
estamos ya ante una nueva persona. Ese momento no se puede fijar con métodos
religiosos o filosóficos, sino por la medicina y antropología. Es radicalmente
distinto un aborto antes o después de la individualización del feto como
persona.
‒ La iglesia debe
empezar respetando a los que abortan, sin condenarles por principio, sin
cerrarse en las acusaciones, pero insistiendo en su opción a favor de la vida,
conforme a la doctrina expresa de Jesús (cf. cap. 9). Ésta es su tarea: Ofrecer
a los creyentes un camino de amor maduro y responsable, de manera que sea
hermoso el despliegue maduro de la vida (libremente, sin imposiciones
externas), procurando abrir espacios donde ella valga mucho, se valore por
encima del capital y de todos los restantes bienes de este mundo, de manera que
niños puedan ser y sean acogidos amorosamente.
7.
Deseo de amor, educación por la palabra.
En el apartado anterior
he distinguido tres elementos básicos del “genoma” de la familia: eros o deseo
sexual, ágape o fecundidad creadora y reciprocidad en el Espíritu. Entendido
así, el amor de familia es principio y camino de vida, conforme a estos rasgos
o momentos:
‒ Queremos que el amor aumente, en su plano natural y
cultural. En esa línea debemos potenciar el sexo como experiencia de
afirmación de la vida, pero sin dejarlo en un plano puramente físico, de
excitación biológica, sino procurando que ascienda al nivel del encuentro
personal, entendido y realizado como proceso de maduración compartida de dos
seres humanos (en principio un hombre y una mujer, pero sin excluir el amor
homosexual), sin imposiciones exteriores, de manera que sean ellos mismos los
que descubran en su vida el despliegue de la Vida de Dios.
‒ Queremos que aumente el amor inter-personal, y
que se despliegue como poder supremo de la historia, en línea de enamoramiento
duradero, abierto a un diálogo cada vez más profundo. Sólo un amor así,
intensamente cultivado en el nivel de la palabra (comunicación integral) hace
posible el despliegue maduro de la vida. Vivido en esa línea, el amor no es
objeto de ninguna ley (es anterior a todas ellas), pero los cristianos pueden y
deben expresarlo en formas de comunicación sacramental dentro de la Iglesia.
‒ Sólo en ese fondo puede darse una verdadera “educación” humana, que se
abre y expresa a través de los años de nacimiento personal del niño en el
“útero viviente” de la familia donde se va gestando y madurando en amor y
palabra. Ésta es quizá la mayor enseñanza de los relatos de la concepción
virginal de Jesús, en los que se despliega el más hondo sentido de la
maternidad de María, en el nivel de la palabra; así podemos evocar y recuperar
también la paternidad de José, sabiendo que lo más importante no es lo genético
(semen masculino), sino el don de la palabra, la educación que se extiende a lo
largo de doce años (hasta que Jesús asume su independencia personal; cf. Lc 2,
41-52.
9.
¿Revolución de la familia?
Como he dicho ya nos
hallamos en un momento clave como no ha existido quizá desde el neolítico (hace
unos 10.000), cuando los hombres empezaron a dominar de una manera sistemática
la naturaleza, organizando cultivos, domesticando animales, reuniéndose en
ciudades…
De aquel tiempo
provienen las nuevas religiones patriarcales, con el tipo de conocimiento y
ciencia que ha guiado nuestra vida hasta el presente. Pero ahora ya no bastan
las respuestas que empezaron a darse por entonces a los temas de la familia y
de la vida, como sabe y anticipa de algún modo Biblia, cuya propuesta he venido
recogiendo en este libro.
Estamos superando ya un estadio cósmico-biológico de la humanidad y del
conocimiento, que había culminado en el pensamiento racional de Grecia y en la
ciencia moderna.
Lo que ahora empieza es
totalmente distinto, una etapa de la humanidad que ha de fundarse en la palabra
personal: Hombres y mujeres estamos descubriendo con Jesús nuestro “fondo
divino”, pero no en un plano cósmico-biológico (como el de los dioses antiguos
del neolítico), sino a través de la palabra, que nos hace creadores de lo que
somos y de lo que podemos “engendrar” suscitando nueva vida humana.
Hasta ahora,
básicamente, hemos creado familia por impulso de la naturaleza, y hemos
terminado cayendo en manos de la idolatría de un capital anti-humano. Ahora
debemos crearla libremente, por nuestra palabra, en amor gratuito, liberándonos
de la imposición del capital absolutizado. Somos responsables de Dios sobre la
tierra, estamos llamados a crear su familia, con Cristo y desde Cristo (hijo de
Dios).
10.
Más allá del sistema, ante el mundo de la vida.
A partir de la
revolución del neolítico, expresada a través de la ciencia, hemos logrado crear
grandes sistemas científicos, políticos y económicos, que culminan de algún
modo en el “capitalismo”, que ha vinculado por vez primera a todos los hombres
y mujeres de la tierra, convertidos en objeto de un conocimiento global. La
ciencia nos ha permitido no sólo dominar amplias parcelas del mundo,
convirtiendo la tierra en una especie de gran empresa/fábrica destinada
producir bienes de consumo para los más ricos.
Podemos comunicarnos
casi de un modo total e instantáneo, en el plano de los conocimientos
objetivos. Pero hemos dividido la humanidad en dos grupos enfrentados (ricos y
pobres) y, sobre todo, nos hemos perdido en el campo del mundo de la vida.
Eso significa, como he
dicho, que podemos tener casi todo lo que deseamos, pero corremos el riesgo de
destruirnos a nosotros mismos, pues hemos “perdido” la orientación en el mundo
de la vida. Tenemos cosas (¡los privilegiados!), pero no sabemos para qué, ni sabemos
si podremos dejárselas a nuestros hijos, pues posiblemente seamos incapaces de
“engendrarles” en amor, como auténticas personas.
Éste es el problema, y
está centrado en el “mundo de la vida”, es decir, en el campo de las relaciones
familiares donde se sitúa el matrimonio (y las diversas formas de vinculación
personal humana), con la apertura hacia los más pobres. El futuro será de
aquellos que sean capaces de crear vida, de abrir caminos de auténtica familia,
de manera que el recuerdo del pasado se vincule con la esperanza del futuro. Y
con esto pasamos a la aportación de la Iglesia.