José Luis Rocha
Los “dreamers”, los “soñadores”, jóvenes
que llegaron siendo niños a Estados Unidos, estudiaron y estudian en Estados
Unidos y hablan perfectamente el inglés, hasta hace unos años, tan sólo una
porción de los indocumentados, son hoy los más aceptados y hasta queridos de
todos los migrantes. Son unos 800 mil, la mayoría mexicanos y centroamericanos.
Son también un poderoso movimiento que lucha por todos los “ilegales”. ¿Cómo
llegaron hasta ahí?
El 5 de septiembre Donald Trump canceló el
programa Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA), que podemos traducir
como Acción Diferida para los Llegados en la Infancia.
En un abrir y cerrar de ojos, la palabra DACA, hasta entonces del dominio de
los beneficiados y pocos más, pasó del lenguaje especializado al lenguaje de
muchos que antes ni la habían escuchado. Con la aprobación del DACA, Obama no
logró lo que Trump con su rechazo. La supresión fue una más de las medidas
anti-inmigrantes que Trump viene aplicando desde que llegó al salón oval y, sin
duda, la que más manifestaciones y condenas ha desatado.
Las reacciones no sólo se deben al número de los afectados inmediatos, unos 800
mil jóvenes, ni al de potenciales afectados, que podrían superar los 5
millones. Se deben a que el programa había dado vuelos a un movimiento, el de
los dreamers, formado a partir del no-movimiento de los indocumentados. Los
DACAmentados, un segmento de los indocumentados, han sido la porción más
aceptable de una manzana que algunos juzgan podrida. ¿Cómo llegamos a esto?
¿Cómo se construyó una etiqueta que hizo socialmente aceptables a un grupo de
los “ilegales”?
¿QUIÉNES SON LOS DREAMERS?
Los “dreamers” son un grupo particular de indocumentados, entre los que los
centroamericanos tienen una significativa presencia. El término proviene de la
Dream Act (Development, Relief, and Education for Alien Minors Act), un
anteproyecto de ley originalmente patrocinado en 2001 por los senadores Orrin
Hatch de Utah y Richard Durbin de Illinois. Esta ley bipartidista buscaba
facilitar el ingreso de migrantes ilegales menores de edad con título de
bachillerato o por obtenerlo a las instituciones de educación superior.
Según Susan Martin, investigadora de la
Universidad de Georgetown, estos estudiantes tenían problemas para conseguir
trabajo y para continuar sus estudios por los altos costos de la universidad.
La Dream Act autorizaría a los estados a concederles la residencia para poder
acceder a las tarifas preferenciales de los residentes, independientemente de
su estatus migratorio. También suspendería la posibilidad de deportación de los
estudiantes ya admitidos por una universidad o por el ejército. Después de seis
años de espera, los inmigrantes que calificaran en esta categoría podrían
obtener el estatus de residente permanente.
“Dreamers”, soñadores… El acrónimo tiene resonancias: “el sueño americano” y el
“I have a dream” de Martin Luther King. El propósito de la ley era pavimentar
el camino hacia la educación y la residencia legal de un segmento de
indocumentados con potencial positivo tangible. La versión original de este
anteproyecto, sometido a votación en 2006 como parte de la Comprehensive
Immigration Reform Act of 2006 (CIRA), hubiera podido beneficiar posiblemente a
2 millones 100 mil jóvenes indocumentados.
El proyecto de ley no obtuvo consenso, pero dio lugar a diversas iniciativas de
ley que mimetizaron su lógica: conceder un estatus condicional a jóvenes
indocumentados, de probada buena conducta, para acceder a tarifas estatales de
la Universidad y, finalmente, a la residencia legal. La Congressional Budget Office
emitió un informe en el que estimó que la versión de diciembre de 2010 de la
Dream Act (H. R. 9467) incrementaría los ingresos del Estado en 1 mil 700
millones de dólares y reduciría el déficit en alrededor de 2 mil 200 millones
de dólares entre 2011 y 2020.
Refiriéndose a la versión de 2011 (S.952 and H.R.1842), que modificó, entre
otros parámetros, la edad máxima y el costo de aplicación, un estudio realizado
por el Center for American Progress estimó que, de ser aprobada, la Dream Act
añadiría 329 mil millones de dólares a la economía estadounidense y podría
crear 1 millón 400 mil nuevos empleos entre su aprobación y 2030.
Una alternativa a la Dream Act fue la Studying Towards Adjusted Residency
Status, Stars Act de 2012 (H. R. 5869), que restringió aún más el grupo de
potenciales beneficiarios, aumentando los costos de aplicación y reduciendo la
edad máxima de aplicación, de 33 a 19 años de edad. Manufacturada por Marco
Rubio, senador republicano, miembro del Tea Party y precandidato en 2016 a la
Presidencia, la Stars Act también aumentó el período del estatus condicional,
el tiempo para acceder a la residencia, más allá de la culminación de los
estudios universitarios. Un mes después de la promoción de la Stars Act, el presidente
Barack Obama anunció que su administración detendría las deportaciones de
jóvenes indocumentados que calzaran con ciertos criterios propuestos por la
Dream Act y nació así el programa Deferred Action for Childhood Arrivals
(DACA), con el potencial de beneficiar a 1 millón 700 mil jóvenes
indocumentados ya viviendo en Estados Unidos, la mayoría mexicanos y
centroamericanos. En realidad, a muchos más, si tenemos en cuenta las
posibilidades de su ampliación.
CALIFORNIA: LA PUNTA DE LANZA
Adelantándose a este programa, en julio de 2011, el estado de California aprobó
la California Dream Act, que concede a los estudiantes indocumentados que
ingresaron al país cuando eran menores de 16 años y habían estudiado la
secundaria, acceso a fondos de apoyo para costear sus estudios universitarios.
Una investigación de la escuela de leyes de la Universidad de Berkeley informó
que 400 mil menores indocumentados residen en California, la mayoría llevados a
Estados Unidos antes de cumplir los 12 años. Pocos tienen acceso a la educación
superior. Los altos costos de la universidad son la mayor barrera para los
estudiantes indocumentados. De acuerdo a ese estudio, solo 1,620 estudiantes
indocumentados ingresaron en 2005 a las universidades estatales de California.
Diversos análisis han enfatizado las consecuencias que tiene la vulnerabilidad
legal para llegar a la educación universitaria y a otros tipos de formación.
Esta exclusión reduce los ingresos futuros de un grupo particular de la
población: un trabajador con licenciatura gana en promedio 1 millón de dólares
más a lo largo de su vida que un trabajador que sólo tenga título de bachiller.
Por tanto, la ley que California aprobó se presumía tendría un efecto dominó y
lograría una mano de obra más adecuada para los retos futuros de la economía,
elevaría el consumo y proporcionaría más impuestos.
SOFÍA VILLATORO: UNA ENTRE MILLONES DE
SOÑADORES
Entre los centroamericanos que se beneficiaron de DACA está Sofía Villatoro,
guatemalteca de 26 años. Primero fue beneficiaria de la Convention Against
Torture (CAT) y ahora lo es de DACA. Pero en 2005, para sorpresa de sus
maestras y condiscípulos, que la conocían ante todo como una estudiante
dedicada y destacada, estuvo a un paso de ser deportada. Su padre había
ingresado indocumentado en 1991. Sofía lo hizo ocho años después. Llegó a
Estados Unidos a los 9 años huyendo de la violencia y enviada por su abuela sin
más compañía que los coyotes a quienes les pagó por su viaje y que la dejaron
en la puerta de la casa de sus atónitos progenitores en San Francisco. En 2005
su padre quiso montar su propia empresa de limpieza de oficinas y restaurantes.
Legalizarse era imprescindible. Para lograrlo pagó algunos miles de dólares a
unos tinterillos que hicieron un pésimo trabajo, dejando a Sofía a las puertas
de la deportación. Su caso llamó la atención del “San Francisco Chronicle” y el
reportaje que le dedicó atrajo una cadena de reacciones favorables.
Pero eso no solucionó todo el problema. Sólo era una de las 60 mil estudiantes
indocumentadas que cada año se gradúan de la secundaria. Entre las personas que
habían migrado desde Centroamérica, el grupo era relativamente pequeño: el peso
de los centroamericanos con diploma de bachillerato va desde el 21% de
guatemaltecos hasta el 26% de nicaragüenses y hondureños, pasando por el 25% de
salvadoreños. Muchos no tienen planes de ir a la universidad.
“SIEMPRE QUISE VENIR A ESTA UNIVERSIDAD”
Sofía tenía ese sueño desde pequeña. En un
comedor para el personal de la Universidad de San Francisco me relató su
insólito sendero hacia la educación superior:
“Siempre quise venir a esta universidad. Yo ayudaba a mi papá a trabajar y de
camino al trabajo pasaba por acá. Nosotros somos muy cristianos y por eso mi
papá me decía que, si quería esa escuela, Dios me la iba a proveer. Me decía:
“Si tú realmente crees, te reto a que te bajes y que vayas a orar junto a la
pared”. A Sofía le daba vergüenza que se la quedaran mirando los transeúntes:
“Van a decir que yo soy loca”. Yo tenía como 14 años. Pero lo hice por varios
años. Él paraba en Fulton Street y yo me bajaba y ponía las manos en la pared:
“Claro que voy a venir a esta universidad. No sé cómo ni con qué dinero, porque
no tengo los fondos, pero voy a venir”.
La gente se me quedaba viendo como diciendo What’s wrong with her? Yo oraba y
mi papá se me quedaba viendo, y ahí fue que me creyó y dijo: “¡Wow, de verdad
quiere ir ahí!”. Y apliqué. Me aceptaron y uno de los sacerdotes de la
universidad quiso conocerme. Sabía de mi caso porque en mi solicitud yo incluí
el artículo que sobre mi caso apareció en el “San Francisco Chronicle” para que
vieran que no era mentira que yo no tenía dinero. Y obtuve el ingreso, un
trabajo, todo… Y me gradué de Psicología el año pasado. Es un sueño hecho
realidad. Y ahora cada vez que paso por Fulton Street, me recuerdo”.
Sofía estudió su licenciatura con mucho esfuerzo porque su padre cayó enfermo y
ella tuvo que ir por las noches a trabajar con su familia en limpieza de
restaurantes, el oficio de sus padres y la única fuente de ingresos de la
familia. Ahora estudia una maestría y tiene un empleo en la Universidad de San
Francisco.
La condición de indocumentada de Sofía despertó una serie de reacciones
solidarias. En gran parte porque era una dreamer, una etiqueta acuñada en 2001,
pero que hasta 2012 no obtuvo validación legal. Su historia es una sola entre
muchas del impacto que cosechó la mejor etiqueta jamás inventada por los
inmigrantes y sus aliados para multiplicar sus posibilidades de aceptación
social y validación legal.
El especialista en estudios urbanos Walter J. Nicholls, señala que antes de
2001 los dreamers no existían como grupo político. Había cientos y miles de
jóvenes indocumentados enfrentando dificultades por ser personas “entre” dos
países.
SER “DREAMER”: UNA PODEROSA ETIQUETA
POLÍTICA
Los dreamers son una construcción político-social que aspira a la realización
jurídica. La categoría dreamers ha mostrado ser un poderoso artefacto
ideológico para luchar por la inclusión de los migrantes. Del mismo modo que
los desobedientes civiles de los años 60 inventaron -visibilizaron- a una
víctima de la segregación racial cuando Rosa Parks fue a prisión, los
desobedientes migrantes inventaron unas víctimas cuando desgajaron a los
dreamers del conjunto de los inmigrantes no autorizados.
Aunque la segregación y su resistencia existían desde hace tiempo, antes que
Rosa Parks fuera detenida, y aunque la segregación era el pan de cada día para
los afroamericanos y Rosa Parks no fue la primera en desafiarla, tanto Martin
Luther King como la National Association for the Advancement of Colored People
(NAACP) se percataron en seguida de las enormes potencialidades mediáticas del
encarcelamiento de Rosa Parks. El caso de Parks les dio la oportunidad de
presentar la segregación bajo una potente luz ante los periodistas. Fue un exitoso
golpe publicitario.
La práctica de la desobediencia civil necesita de esos golpes de efecto. El
no-movimiento de los indocumentados logró ese golpe mediante la construcción de
la figura de los dreamers. Las etiquetas cumplen la función de hacer visible lo
que pasa desapercibido y anormal, lo que la inercia de la costumbre ha
naturalizado.
Como observaron los científicos sociales William e Iliana Pérez, los
estudiantes indocumentados en todo Estados Unidos adoptaron la etiqueta
dreamers. Esta etiqueta y la identidad política que entraña, ayuda no sólo a
que concilien su estatus estigmatizado, sino también a que refuercen sus
méritos como estudiantes con el activismo. Portando esa nueva etiqueta, los
estudiantes se organizan, reclutan a otros y comparten recursos. Sin haberlo
pretendido, la AB540 de California (en 2001 permitió a los no residentes con
secundaria acceder a las menos caras tarifas universitarias de los residentes)
y la Dream Act fueron moldeando las identidades políticas de los estudiantes activistas
indocumentados, de manera que, para ellos y ellas, esas leyes no sólo
representan acceso a la educación superior y estatus legal, sino también un
reconocimiento formal de su aporte a la sociedad y una señal de apoyo a sus
luchas. Desde que en los años 80 se creó el colectivo de “refugiables”, por los
que lucharon las Iglesias bautistas organizadas en la American Baptist Churches
y sus aliados al demandar al Fiscal General nunca se había creado una etiqueta
de tanta eficacia política.
MIEDO Y PÁNICO A LA INMIGRACIÓN
Podemos calibrar la eficacia de la etiqueta dreamers por sus efectos en los
medios de comunicación. Con el ingenioso y significativo título Covering
immigration,
Veamos apenas cuatro titulares en distintos tiempos y años: Time bomb in
Mexico. Why there’ll be no end to the invasion by “illegals” (Una bomba de
tiempo en México. Por qué no terminará la invasión de “ilegales”, U.S. News and
World Report 4 julio 1977), America’s Uneasy New Melting Pot (El difícil nuevo
crisol de razas en Estados Unidos, Time 13 junio 1983), What will the U.S. be
like when whites are no longer the majority? (Cómo será Estados Unidos cuando
los blancos ya no sean mayoría, Time 9 abril 1990), Go back where you came
from. (Váyanse al lugar de donde vinieron, American Heritage marzo 1994).
El pánico ante la pérdida de control de la frontera, los incómodos efectos del
crisol étnico y los no siempre ocultos deseos de un giro hacia políticas
decididamente anti-inmigrantes son temas centrales en titulares de portadas y
en textos.
Esa tendencia se mantuvo, incluso, se
agudizó después del 9/11. La portada del 20 de septiembre de 2004 de la revista
“Time” reflejó, por un lado, un veredicto del escrutinio público sobre la
Operation Blockade (más adelante denominada Hold the Line), Operation
Gatekeeper, Operation Safeguard y Operation Rio Grande y similares, aplicadas
en los años 90 y reforzadas después de los atentados, triplicando el número de
agentes de la Border Patrol. Por otro lado, preconizaba y justificaba la ley de
2004 (Intelligence Reform and Terrorism Prevention,) que autorizó la
contratación de 2 mil nuevos agentes por año durante los siguientes cinco años
fiscales y la construcción de barreras fronterizas adicionales.
DE ETIQUETA POLÍTICA A ETIQUETA MEDIÁTICA
Ocho años después, en junio de 2012, “Time” rompió su tendencia. Esta vez no se
limitó a una imagen y a un texto: la revista propuso al migrante indocumentado
como “personaje del año”, difundiendo un video en el que varios jóvenes
indocumentados defienden su americanidad en un impecable inglés. Aunque la
personalidad de aquel año fue Barack Obama, los “inmigrantes indocumentados”
obtuvieron un nada despreciable tercer lugar.
¿A qué migrantes indocumentados se refería “Time”? El video no dejaba espacio
para dudas: eran los dreamers. La etiqueta política se había convertido en
etiqueta mediática. Numerosos medios de comunicación empezaron a hablar de los
Undocumented Americans, un término del que no existe ninguna definición
oficial, pero que la Asociación Americana de Psicología difunde y explica
mediante un lúcido video de diez minutos colgado en su sitio web.
Estos “estadounidenses indocumentados” son un fragmento de los que el académico
e inmigrante cubano Rubén Rumbaut bautizó en los años 80 como “la generación
1.5”. Rumbaut y Alejandro Portes los describen como “nacidos en el extranjero,
pero traídos a Estados Unidos a temprana edad”. Dicen que “son muy proclives a
mantener la nacionalidad de sus padres como autoidentificación”. Y como estar
en la escuela y no haber entrado a la pubertad son asideros relativamente
flotantes, para efectos de análisis estadísticos, Rumbaut los ubicó como
migrantes que llegaron de 0 a 12 años, edad en que llegó el mismo Rumbaut.
DEL NO-MOVIMIENTO DE LOS INDOCUMENTADOS AL
MOVIMIENTO DE LOS “DREAMERS”
La etiqueta fue de gran utilidad analítica, pero sólo adquirió su capacidad al
reaparecer -en una versión más restringida- como dreamers. Entre los académicos
está muy establecida la asociación de la generación 1.5 con las pandillas
juveniles. En contraste, tal y como han sido seleccionados por las distintas
versiones de las Dream Acts, los dreamers son el segmento “sano” de la
generación 1.5. Pero, aunque actuaran como un proceso de depuración, las
sucesivas Dream Acts fueron también un proceso de politización. La generación
1.5 pasó de ser un concepto analítico a funcionar como una categoría
sociopolítica que engendró un movimiento.
Del enorme no-movimiento de los indocumentados, diseñadores de políticas,
activistas, académicos y periodistas habían desgajado una fracción susceptible
de tomar forma de movimiento. La etiqueta había creado al actor. Y ese actor
era capaz de suscitar mayor aceptación social que el conjunto de los indocumentados.
Porque condensaba una serie de valores compartidos y de rasgos del buen
ciudadano y del migrante asimilado: esfuerzo, buena conducta, años de
residencia, dominio del inglés, educados en el sistema estadounidense y, lo más
importante, no haber infringido ni siquiera las leyes migratorias, pues fueron
“forzados” a migrar por sus padres cuando no podían oponerse.
Esa construcción, que primero partió de activistas y diseñadores de políticas,
provocó un cambio en los medios. Esa etiqueta motivó el contraste entre las
portadas de la revista “Time”. Entre las de 2012 y las precedentes se habían
multiplicado las películas y documentales favorables a los indocumentados. Y la
industria del entretenimiento había cobrado mayor conciencia del poder
adquisitivo de los latinos. Los medios masivos habían pasado a ser un terreno
sustancialmente más propicio para acoger y proyectar la etiqueta dreamers.
DE LOS MEDIOS A LAS CALLES Y DE LAS CALLES
AL CONGRESO
Introducir la etiqueta en los medios era tanto más importante que introducirla
en el Congreso. En los medios se podía multiplicar el efecto sobre la sociedad
para cultivar complicidades. Manuel Castells sostiene que los medios de
comunicación “no son el cuarto Estado. Son mucho más importantes: son el
espacio donde se forma el poder”. Dice: “Los medios constituyen el espacio
donde las relaciones de poder son decididas entre actores políticos y sociales
en competencia. Por tanto, casi todos los actores y mensajes deben proyectarse
en los medios si quieren alcanzar sus metas. Y tienen que aceptar las reglas
del involucramiento en los medios, el lenguaje de los medios, y los intereses
de los medios”.
La etiqueta jugó en esa cancha y recibió amplia cobertura. Y una vez
catapultada por los medios rindió resultados formidables. El poder de los
medios fue tal que este sector de los indocumentados se convirtió en un actor
con tanta libertad plena de expresión, que hizo el itinerario “de las calles al
Congreso”, como significativamente expresa la socióloga Shannon Gleeson, que
describe un viaje desde la “política callejera” que encomia el sociólogo iraní
Asef Bayat hasta la “política convencional”, en el curso del cual el
no-movimiento de los indocumentados se transmuta en el movimiento de los
dreamers. Sólo después del debut en los medios ocurrió ese ejercicio, que se
tradujo en una avalancha de conferencias de prensa de los dreamers, en
seminarios, peticiones a los congresistas, cartas con sus historias personales,
testimonios ante comités legislativos, vigilias, ayunos y actos de
desobediencia civil explícita, acciones todas que recibieron amplia cobertura
en los medios de comunicación.
ALEX Y HÉCTOR: VETERANOS DE GUERRA QUE
DELINQUIERON
La categoría dreamer fue una construcción
política, jurídica y mediática. En las batallas ideológicas, que saben echar
mano de arquetipos con arrastre, la eficacia de esa etiqueta puede ser sopesada
en contraste con las de las asociaciones de veteranos de guerra migrantes, que
se manifiestan cada domingo, luciendo sus flamantes uniformes militares y
relucientes medallas, en la frontera de Tijuana/San Diego y en otros puntos de
la guardarraya suroeste.
El grupo más importante son los Veterans Without Borders, que en Tijuana está
compuesto por 30 veteranos de guerra deportados por haber cometido algún
delito. Todos eran residentes, todos se consideran ciudadanos con plenos
derechos por haberse jugado el pellejo por Estados Unidos, aunque ahora ni
siquiera puedan cobrar su pensión militar ni acceder a beneficios médicos y a
seguro social. Piden una audiencia en la Casa Blanca.
Alex Murillo sirvió en el ejército de 1996
a 2000, tiene 36 años y cuatro hijos (de 17, 14, 12 y 8 años). Vivía en
Phoenix, Arizona, cuando fue deportado en 2006. Esto me dice Murillo: “Estamos
deportados varios veteranos de diferentes países del mundo, pero somos
americanos. Somos veteranos de la Fuerza Armada de Estados Unidos. Pertenecemos
a Estados Unidos y debemos estar en casa. Ahorita estamos luchando para volver
a nuestro país y con nuestras familias. El Ejército se lava las manos, le echa
la culpa al Presidente o a las leyes de migración. Lo que pasa es que cuando se
comete un delito en que tu sentencia es de más de 365 días y no eres ciudadano
americano, eres deportado después de haber pagado tu deuda a la sociedad.
Nosotros pagamos la deuda con la misma sociedad por la que estuvimos dispuestos
a dar la vida como miembros de las fuerzas armadas”.
Héctor López, veterano de 50 años, deportado en 2007, añade: “A nosotros, por
ley federal, cuando nos muramos nos tienen que enterrar en un panteón de
veteranos de Estados Unidos. Podremos volver muertos, pero no vivos”. Le
pregunté: “¿En qué guerra luchó?”. Y respondió: “En la de Reagan”. Nunca mejor
dicho. La guerra no pareció ser un asunto institucional de un Estado que un día
les pidió jugarse la vida y ahora se desentiende.
LA DE “VETERANO” ES UNA ETIQUETA DÉBIL
Las distintas versiones de la Dream Act han pavimentado una vía hacia la
residencia legal para los inmigrantes no autorizados que ingresen a la
universidad o se enrolen en el ejército. Pero también en todas sus versiones
incluyó la exigencia de buena conducta. Podían ser toleradas hasta dos faltas,
pero la tercera falta o un solo delito bastaban para descalificar al aplicante.
Los veteranos expulsados -originalmente en una mejor posición que los dreamers-
son 3 mil residentes legales que terminaron siendo tratados como los más
indeseables de los ilegales. Fueron afectados por el excesivo traslape entre
legislación penal y legislación migratoria: una vez que un residente nacido en
el exterior comete un delito, la Corte revisa sus antecedentes migratorios y el
hecho de haber nacido en otro país anula su derecho a residir en Estados Unidos
y desestima los servicios que prestaron en Vietnam, Panamá, Kosovo, la Guerra
del Golfo, Irak y Afganistán.
Son otro segmento de la generación 1.5. Algunos llegaron siendo niños de pecho
y tenían 30, 40 años de vivir en Estados Unidos. Algunos tuvieron que aprender
o reaprender el español. No han obtenido libertad de expresión: la etiqueta
“veterano” no ha sido lo suficientemente poderosa para que obtengan audiencia
en la Casa Blanca y sus apariciones en los medios están casi reducidas a una
referencia anual en periódicos locales.
LA LUCHA DE LOS “DREAMERS” POR INCLUIR A
TODOS LOS DEMÁS
Tan pronto como los dreamers se diferenciaron de la masa de indocumentados,
cuando formaron un subgrupo dentro de ese gigantesco no-movimiento, pudieron
constituirse en movimiento. Entonces empezaron a hacer uso de la libertad de
expresión adquirida con la etiqueta diseminada en los medios. Usaron la
etiqueta y su expediente limpio para luchar por los indocumentados en general.
Shannon Gleeson sostiene que “una de las cuestiones centrales que suscita este
movimiento de los estudiantes indocumentados ha sido la pregunta de si los
individuos que fueron traídos a Estados Unidos cuando eran niños deben ser
castigados por los pecados que cometieron sus padres”. Esto podría haber
conducido a una peligrosa dicotomía: padres culpables con hijos forzados a
migrar, padres que no hablan inglés con hijos que lo hablan como cualquier
nativo, padres sin educación con hijos con perspectivas de ser universitarios.
Se estaba dibujando una peligrosa línea divisoria en el no-movimiento de los
indocumentados, la que separaría a las legalizables de los no legalizables, una
línea -sostiene Walter J. Nicholls- “entre inmigrantes que merecen ser
legalizados y aquellos que merecen la deportación”.
Sin embargo, de inmediato se emprendió la
lucha para incluir a los padres. Por eso Gleeson sostiene que “muchos dreamers
han luchado por re-enmarcar la típica etiqueta de estudiantes indocumentados
inocentes versus padres criminales que los trajeron”. Y añade: “Recientes
movilizaciones han complicado la imagen de dreamers con grandes logros que sí
merecen ser sujetos de derechos. Además de involucrarse en actos de desobediencia
civil para presionar en favor de una reforma legislativa y protestar contra la
detención de compañeros dreamers, los activistas también han subrayado la
tragedia de la separación familiar y el impacto devastador de la deportación de
comunidades enteras”.
Los dreamers tomaron ventaja del hecho de que el apoyo a un segmento de los
indocumentados estuviera en vías de ingresar al área de lo políticamente
correcto. Ésa fue la señal que envió la revista “Time” con su portada, su
campaña y su video. Los dreamers fueron una avanzadilla del gran no-movimiento
de los indocumentados. No permitieron ser desgajados del grupo porque se
negaron a que se moralizara el derecho a la inclusión. Como si hubieran tomado
nota de que ése es el talón de Aquiles de los veteranos deportados, no han
aceptado la dicotomía con que políticos, analistas, académicos y periodistas
estaban construyendo una distinción con tintes morales para bifurcar los
destinos legales de dos fracciones del no-movimiento de los indocumentados.
Usaron su etiqueta y la libertad de
expresión adquiridas como movimiento para hablar por todo el conjunto. Y
ocurrió que un segmento logró incrementar la aceptación social en un sector de
los medios y en un grupo de congresistas, se constituyó en movimiento y usó ese
poder en beneficio de todos los demás, en el no-movimiento al que siguen
perteneciendo.
LA DESOBEDIENCIA DE GABRIELA
Pasar de no-movimiento a movimiento implicó un salto de la desobediencia civil
espontánea (un mero desacato a lo que está prohibido: el ingreso y la
permanencia no autorizados) a una desobediencia civil que se presenta
explícitamente como tal. En la Universidad de San Francisco hay un grupo de
dreamers que ahí estudian, se reúnen con regularidad y han llegado a formar un
grupo, el San Francisco Working Project.
A ese grupo pertenece Gabriela García, de 23 años, estudiante de Relaciones
Internacionales, beneficiaria de DACA. Como militante dreamer, Gabriela ha
practicado la desobediencia civil para presionar al gobierno a que detenga las
deportaciones y expanda la cobertura de DACA. El 11 de abril de 2014 se plantó
con esa demanda en un cruce de las principales avenidas de San Francisco,
temblando de miedo, pero segura de estar cumpliendo con su deber. En realidad,
su primer acto de desobediencia lo hizo a los 3 años, cuando cruzó la frontera
por decisión familiar, con sus desobedientes padres, como implícitamente
reconoció a la periodista que cubrió su desacato y asistió al entrenamiento en
desobediencia civil de Gabriela junto a otros 20 dreamers: “García no le está
dando a conocer a su madre sobre la desobediencia civil, ella dice que es la
historia de su mamá la que la impulsó a hacer esto”, dijo la periodista.
Tres días después, en una entrevista que le hice en el campus de su alma mater,
Gabriela fue más específica y me dijo: “Siempre me ha interesado mucho esto del
gobierno, mi situación. Sabía de César Chávez y de Dolores Huerta. Me ponía a
pensar: Wow, ¡qué chéveres! Pero si uno se pone a pensar en lo que ellos
lograron, tal vez no es mucho, porque todavía hay muchas cosas que cambiar.
Cuando me hicieron una entrevista, les dije: Estoy aquí dando la cara. Pero
ésta no es sólo mi historia. Es la historia de mis padres, que tuvieron ese
valor de cruzar la frontera contra la prohibición. Mi mamá fue la primera
rebelde. Yo soy todo lo que soy por ellos, porque ellos nunca se han dado por
vencidos. Todo eso les dije”.
Gabriela establece la filiación de su rebeldía. Puntualiza que su desobediencia
civil hunde sus raíces en el desacato de sus padres, una cadena donde unos
actos políticos engendran otros, porque las decisiones de la primera generación
de inmigrantes moldea las condiciones políticas de la generación 1.5.
¿CÓMO LO LOGRARON?
Según los expertos en estudios religiosos Marie Friedmann Marquardt y Manuel A.
Vásquez, los éxitos parciales de los dreamers la atención que les prestó la
administración de Obama y las simpatías de muchos ciudadanos estadounidenses-
“pueden ser atribuidos, en gran parte, al uso estratégico de prácticas
pacíficas de desobediencia civil, incluyendo marchas y plantones, así como al
extendido uso de testimonios conmovedores, que grupos como United We Dream
tomaron prestados del movimiento de lucha por los derechos civiles”.
Los dreamers supieron empalmar con una tradición bien establecida de
desobediencia civil como herramienta de lucha para incluir a los excluidos. Su
paso por la escuela y la universidad, las relaciones que cosecharon tras la
atención mediática y su protección contra la deportación como segmento de los
indocumentados que podían beneficiarse con el programa DACA, los colocaron en
condiciones de conocer y practicar la desobediencia civil. Y esa práctica ha
mantenido su presencia en los medios y confirmado a los políticos que esta
juventud es un actor político de creciente importancia. Ese reconocimiento lo
obtuvieron con la visita que en la Universidad de San Francisco les hizo Nancy
Pelosi, congresista demócrata que se ha caracterizado por sus posiciones
pro-inmigrantes incluso en la discusión sobre temas espinosos como la revisión
de los casos de inmigrantes haitianos y las barreras puestas a los inmigrantes
con el virus del VIH.
También obtuvieron reconocimiento cuando Obama dijo que los dreamers eran
“estadounidenses en sus corazones, en sus mentes, en todas las formas, excepto
en una: en los documentos”. Sobre todo, lo consiguieron con el éxito en la más
cara de sus luchas: la ampliación de DACA hasta cubrir a más de la mitad del
no-movimiento de los indocumentados por obra de una acción del Ejecutivo
anunciada el 20 de noviembre de 2014. Fue un éxito momentáneo, pero éxito, al
fin y al cabo, porque después de las impugnaciones de políticos xenófobos
abortaron la implementación del decreto.
En suma, el no-movimiento de los indocumentados pudo practicar una
desobediencia civil militante y aumentar su libertad de palabra por haberse
constituido en movimiento, por haber emergido del anonimato cultivando una
etiqueta cautivadora y por explotar las oportunidades de la heterogeneidad
estatal.
¿SÓLO QUEDARÁ LA ETIQUETA?
Tras la abrupta, pero en modo alguno sorprendente supresión del programa DACA
por decisión de Donald Trump, pareciera que sólo nos queda pronunciar las
palabras finales de “El nombre de la rosa”: Stat
rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos (Permanece la rosa primigenia, no
nos queda más que el nombre).
La decisión de Trump no es una derrota. Permanece la rosa -ese segmento de los
indocumentados- y un nombre -la etiqueta- que ha probado ser una poderosa
bandera. Una vez “nombrada la rosa”, creada la etiqueta, no hay marcha atrás.
La formidable construcción de la etiqueta DACA ha hecho de los dreamers un
conjunto diferenciado y también el más aceptable de todos los segmentos de
indocumentados.
Los políticos no han permanecido de brazos cruzados. Los siguen defendiendo.
Ante la previsible supresión de DACA, hubo una sucesión de propuestas
legislativas que deberán someterse a votación en los próximos meses. Una de
ellas es la BRIDGE Act (Bar Removal of Individuals who Dream and Grow our
Economy Act), que los senadores Lindsey Graham y Dick Durbin presentaron en
abril. El proyecto podría garantizar tres años de extensión de DACA. No es más
que una solución temporal, pero podría ser un peldaño hacia una solución
permanente porque gana tiempo -el necesario para que termine el período de
Trump- y, ante todo, es un instrumento legislativo que está a salvo de los
caprichos de Trump o de quien lo suceda.
Otra iniciativa es la Recognizing America’s Children Act, que en marzo fue
presentada por Carlos Curbelo y un grupo de representantes republicanos para
otorgar un “estatus condicional de residente permanente” por cinco años a
quienes cumplan con los requisitos de DACA. Después de esos cinco años, quienes
se enrolen en el Ejército, se gradúen de la secundaria o puedan demostrar que
trabajaron continuamente durante cuatro años serán elegibles para la concesión
de la residencia permanente.
Y finalmente está la DREAM Act, presentada
por primera vez en el 2001 por los senadores Dick Durbin (Illinois) y Orrin
Hatch (Utah), rechazada, presentada y rechazada nuevamente en 2010, base de
inspiración de DACA y ahora, anticipándose a la suspensión de DACA, vuelta a
presentar el 20 de julio por Durbin, junto con el también senador Lindsay
Graham. Son varios intentos en los últimos 16 años. En 2010, la última vez que
la habían presentado, obtuvo el espaldarazo de la Cámara de Representantes,
pero le faltaron 5 votos para completar los 60 que necesitaba su aprobación en
el Senado.
Todas estas iniciativas se enfrentan a los intentos de Trump por cerrarles el
camino a otros millones de indocumentados hacia la residencia legal. En esa
tercia los DACAmentados siguen dando declaraciones y manifestándose en los
espacios públicos que ya no son para ellos un coto vedado. Las fuerzas en puja
definirán si ser dreamer es sólo un nombre, una etiqueta. O si es mucho más.
INVESTIGADOR ASOCIADO DEL INSTITUTO DE INVESTIGACIÓN Y PROYECCIÓN SOBRE
DINÁMICAS GLOBALES Y TERRITORIALES DE LA UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR DE
GUATEMALA Y DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA “JOSÉ SIMEÓN CAÑAS” DE EL
SALVADOR.