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Esto no traerá paz a Israel; todo lo contrario

Robert Fisk

Me llamaron de una radio irlandesa de Dublín para conocer mi postura ante la decisión del presidente Donald Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel. ¿Qué pienso que ocurre dentro de la mente del presidente de Estados Unidos?, me preguntaron.

No tengo la llave del asilo de lunáticos, respondí de inmediato. Lo que alguna vez pudo haber sido una absurda y exagerada declaración fue aceptada simplemente como una reacción normal a lo dicho por el líder de la principal potencia mundial. Al volver a escuchar el discurso que Trump dio en la Casa Blanca me di cuenta de que pude haberme expresado incluso con mayor libertad. Lo dicho en el documento es loco, descabellado, vergonzoso.

Adiós, Palestina. Adiós a la solución de dos estados. Adiós a los palestinos. Porque esta nueva capital israelí no es para ellos. Trump ni siquiera usó la palabra Palestina. Habló de Israel y los palestinos: en otras palabras, de un Estado y aquellos que no merecen –y no deben aspirar más– a un Estado.

No me sorprende haber recibido anoche la llamada desde Beirut de una mujer palestina que acababa de escuchar a Trump destruir el proceso de paz.

“¿Recuerdas El reino del paraíso?”, me preguntó en referencia a la gran película de Ridley Scott sobre la caída de Jerusalén en 1187. Bueno, pues ahora es el reino del infierno.

No es el reino del infierno. Los palestinos han vivido en una especie de infierno durante 100 años, desde que en la Declaración de Balfour, Gran Bretaña manifestó su apoyo a la patria judía en Palestina con una sola frase –misma que le da tanto orgullo a nuestra amada Theresa May– y que se volvió el libro de texto de los refugiados y de los futuros árabes palestinos desposeídos de sus tierras.

Como siempre la respuesta árabe fue repugnante, al advertir de los peligros de la decisión de Trump, que fue injustificada e irresponsable, como dijo de manera insustancial el rey Salman, de Arabia Saudita, el así llamado protector de uno de los dos lugares más sagrados del islam (el tercero está en Jerusalén, pero no llegó a señalar este hecho). Podemos estar seguros de que en los próximos días, instituciones árabes y musulmanas formarán un comité de emergencia para enfrentar el peligro. Y como bien sabemos, sus medidas no tendrán valor alguno.

Fue el análisis lingüístico de Noam Chomsky que aprendí cuando estaba en la universidad –después él y yo nos volvimos buenos amigos– el que apliqué al discurso de Trump. Lo primero que noté, como mencioné antes, fue la ausencia de Palestina. Siempre pongo esta palabra entre comillas porque no creo que jamás llegue a existir como Estado. Vayan y vean las colonias judías en Cisjordania y les quedará claro que Israel no tiene la intención de que éste exista en el futuro. Pero eso no es una excusa para Trump. Está presente el espíritu de la Declaración de Balfour, que se refiere a los judíos pero define a los árabes como comunidades no judías existentes en Palestina. Trump disminuyó aún más el nivel de los árabes de Palestina al llamarlos simplemente palestinos.

Desde el principio comienzan las artimañas. Trump habló de una manera fresca de pensar y nuevos enfoques. Pero no hay nada nuevo sobre Jerusalén como la capital de Israel, dado que los israelíes han insistido en esto durante décadas. Lo que es nuevo es que, para el beneficio de su partido, los cristianos evangélicos que afirman apoyar a Israel desde Estados Unidos, Trump simplemente ha dado la espalda a cualquier noción de justicia en las negociaciones de paz y echado a correr con la pelota de Israel.

Presidentes anteriores han tomado medidas para postergar la adopción de la Ley del Congreso para Jerusalén de 1995 no porque retrasar el reconocimiento de Jerusalén promueva la causa de la paz, sino porque tal reconocimiento debe ser otorgado a una ciudad como capital de dos pueblos y dos estados, no sólo uno.

Luego Trump nos dice que su decisión es lo mejor para los intereses de Estados Unidos. Sin embargo, no logra explicar cómo al retirar a Estados Unidos de hecho de las futuras negociaciones de paz y destruir la aseveración (que ahora es más dudosa que nunca) de que Estados Unidos es un facilitador honesto de estas pláticas, puede beneficiar a Washington.

Claramente no lo hará (aunque seguramente ayudará al partido de Trump a recaudar fondos), pero disminuye el prestigio y la posición de Estados Unidos en todo Medio Oriente. Además, asegura que, como cualquier otra nación soberana, Israel tiene derecho a determinar cuál es su capital. Hasta cierto punto, lord Copper. Cuando otro pueblo –los árabes más que los judíos– también reclaman a dicha ciudad como su capital (al menos la parte este de la misma), dicho derecho queda suspendido hasta que llega a existir una paz final.

Israel podrá reclamar a Jerusalén como su capital eterna y sin divisiones –de la misma manera en que Netayahu afirma que Israel es el Estado judío a pesar de que más de 20 por ciento de su población es de árabes musulmanes que viven dentro de sus fronteras– pero el reconocimiento de Estados Unidos de esta aseveración implica que Jerusalén jamás podrá ser capital de ninguna otra nación. Ahí está el punto de fricción. No tenemos ni la más mínima idea de las verdaderas fronteras de esta capital. Trump de hecho ha admitido esto en una frase que fue casi del todo ignorada, cuando dijo: “no estamos tomando una posición (…) sobre las fronteras específicas de la soberanía israelí sobre Jerusalén”. En otras palabras, reconoció la soberanía de un país sobre toda Jerusalén sin saber exactamente la delimitación de dicha ciudad.

De hecho, no tenemos la menor idea de dónde está la frontera este de Jerusalén. ¿Está acaso a lo largo de la vieja línea fronteriza que dividía a Jerusalén? ¿Se encuentra a unos dos kilómetros de distancia al este de Jerusalén oriental? ¿O está a lo largo del río Jordán? En ese caso, adiós a Palestina. Trump le ha otorgado a Israel el derecho sobre toda la ciudad como su capital sin tener la más pálida idea de dónde está la frontera este del país, ya no digamos la frontera de Jerusalén.

El mundo estuvo contento de aceptar a Tel Aviv como capital temporal de la misma forma en que se hizo como que Jericó o Ramalá eran la capital de la Autoridad Nacional Palestina después de que Arafat llegó ahí. Pero no se iba a reconocer Jerusalén como capital israelí aunque Israel la reclamara como tal.

Entonces, cuando Trump comenzó su más exitosa democracia, afirmó que la gente de todas las creencias es libre de vivir y venerar según su conciencia. Confío en que no vaya a decirle eso a los 2 millones y medio de palestinos de Cisjordania que no son libres de entrar a Jerusalén para ejercer su religión sin un pase especial, o a la sitiada de Gaza que ni siquiera tienen esperanzas de llegar a la ciudad santa.
Pese a todo, Trump proclama que su decisión no es más que reconocer la realidad. Supongo que su embajador en Tel Aviv –quien presumiblemente se mudará a Jerusalén, aunque sea a una habitación de hotel-, se cree esta patraña, porque fue él quien aseguró que Israel tiene bajo ocupación sólo 2 por ciento de Cisjordania.

Esa nueva embajada, cuando se complete, se convertirá en un magnífico tributo a la paz según Trump. Viendo los búnkers en que se han convertido la mayoría de las embajadas estadunidenses en Medio Oriente, será un lugar rodeado de rejas blindadas y paredes de concreto reforzado en cuyo interior habrá pequeños búnkers para el personal diplomático. Pero para entonces Trump ya se habrá ido (...) ¿o no?

Como de costumbre, nos enfrentamos a uno de los revoltijos de Trump. Quiere un gran acuerdo para los israelíes y palestinos, un acuerdo de paz que sea aceptable para ambas partes, pese a que esto no es posible ahora que él le concedió la totalidad de Jerusalén a Israel como su capital antes de que existieran las conversaciones sobre el estatus final que el mundo aún tiene la esperanza de que ocurra entre ambas partes. Pero si Jerusalén es uno de los temas más sensibles de estas pláticas, si iba a haber desacuerdo y disenso sobre su anuncio –todo lo cual él admitió– entonces ¿para qué demonios tomó la decisión?

Para cuando cayó en la verbosidad estilo Blair, diciendo que el futuro de la región se ha postergado por el derramamiento de sangre, la ignorancia y el terror, el discurso de Trump se volvió ya insoportable porque nadie tiene estómago para semejante cantidad de mentiras.

Si se supone que la gente va a responder al desacuerdo con un debate razonado y no con violencia, ¿cuál es el objetivo de reconocer a Jerusalén como capital de Israel? ¿Promover un debate, por todos los cielos? ¿Es eso lo que quiso decir cuando habló de “repensar viejas suposiciones”?

Pero ya fue suficiente de estas tonterías. ¿Qué nueva temeridad se le puede ocurrir a este miserable para decir más mentiras? ¿Qué pasaba por su mente confusa cuando tomó esta decisión? Claro: quiere cumplir sus promesas de campaña. Pero ¿cómo es que puede cumplir su promesa y no fue capaz, en abril pasado, de decir que la matanza masiva de millón y medio de armenios en 1917 constituyó un acto de genocidio? Seguramente porque temió molestar a los turcos, quienes niegan el primer holocausto industrial del siglo XX. Bueno, pues los turcos están muy molestos ahora. Quiero pensar que tomó eso en consideración.


Pero olvídenlo. El hombre está loco. Y le va a tomar muchos años a su país recuperarse de su último acto de insensatez.

¿Por qué la cooperación para el desarrollo no funciona?

Belén Fernández
www.eldiario.es / 08/12/17

Hay que trabajar para desenmascarar los intereses escondidos tras las políticas de desarrollo, para trasladar al Norte las responsabilidades de los problemas del Sur que le corresponden, para reforzar las soberanías de los pueblos sobre sus recursos, para poner en marcha políticas públicas coherentes con los objetivos de desarrollo en ambos hemisferios


En 2016, el Estado Español destinó 4.096 millones de dólares a Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD). Muchos, muchos euros que, aun siendo más del doble que el año anterior, suponen sólo el 0,33% de la RNB (Renta Nacional Bruta) de ese mismo año 2016, bien lejos del famoso 0.7% demandado por numerosos colectivos en defensa de los Derechos Humanos a nivel internacional.

En aquellas campañas se exigía más dinero de los gobiernos para solventar “los problemas del Sur”. El hambre, el SIDA, el analfabetismo… Esas cosas tan de los “países pobres”. Es cierto que, si todos los países de la Unión Europea, o si nos ponemos soñadoras, todos los Estados occidentales, todo el Norte opulento, dedicara ese 0.7% a AOD, las ONG, los Estados del Sur o quien sea que se pusiera a ello, contaría con cantidades más que suculentas para invertir en desarrollo. Pero, aun así…, ¿sería suficiente?

Rotundamente, no. Y es que el problema del “desarrollo” no es una cuestión de cuánto, sino de qué, cómo y por qué.

Qué, como punto de partida para poner la lupa sobre el concepto mismo de desarrollo, que será el que guíe la Inversión Oficial al Desarrollo (sí, inversión y no ayuda). Quizá haya que revisar el discurso del desarrollo lineal, a imagen y semejanza de un Norte que destruye, saquea y empobrece a otras en su camino al éxito. Quizá. No obstante, a propósito de este artículo y para no disertar sobre lo que no compete ahora mismo, nos quedaremos con el concepto de desarrollo más compartido por todos y todas: escuelas accesibles, sanidad pública de calidad, industria, empresas exitosas, economías solventes y demás.

Cómo, para darnos cuenta de que no todo vale. Que no es lo mismo enviar 500 toneladas de excedente agrícola con valor de X montón de euros, que financiar la construcción de una escuela en Chitipa bajo la coordinación de una organización local. No voy a entrar a valorar lo bueno, malo o regular de cada opción. Simplemente, no es lo mismo. El cómo importa, y mucho.

Y finalmente, por qué. No sólo un por qué, de hecho, si no varios. ¿Por qué destinan los Estados del Norte esos dinerales a “ayudar” al Sur?, ¿filantropía?, ¿solidaridad simple y llana? ¿Por qué unos Estados ayudan a unos, y otros a otros?, ¿quién decide el quién? Pero, sobre todo, el por qué que debería hacer saltar todas nuestras alarmas: ¿por qué no funciona? ¿Por qué tras más de sesenta años de cooperación internacional para el desarrollo (CID), siguen sin haberse alcanzado los objetivos deseados?, ¿por qué hemos tenido que pedir una prórroga y rediseñar los Objetivos de Desarrollo del Milenio, ahora transformados en Objetivos de Desarrollo Sostenible?

Más de seis décadas, y el Desarrollo, así con mayúsculas, es aún un horizonte demasiado lejano. Ante semejante panorama, veo más que necesario replantearse al asunto. Que los Estados y demás agentes de CID atiendan a todas las que piden a gritos echar el freno, evaluar, redirigir. A todas las que se han preguntado y se siguen preguntando: ¿¡qué pasa!? ¿Estamos haciéndolo todo mal?, ¿hay que invertir de otra manera?, ¿son el hambre y la pobreza realidades insolventables y debemos tirar la toalla?

Quizá, quizá toda la culpa sea de las ONG, de las cooperantes, de los Ministros de Exteriores, o incluso de las poblaciones del Sur. O, quizá, es que hay fuerzas empujando en la dirección opuesta que impiden el avance. Quizá.

Quizá sea imprescindible echar ese freno, levantar la mirada del Sur y abrir los ojos para analizar la miríada de conexiones o interferencias a nivel global, entre unos Estados y otros, entre Estados y comunidades locales, entre comunidades y multinacionales, entre multinacionales y… Entre Norte y Sur. En estas interferencias, profundas, plurales y demasiado poco exploradas, se esconden las claves para entender el fracaso de la CID.

Las palabras, cómo no, importan. Por eso hablo aquí de interferencias y no simplemente de relaciones -internacionales-, para poner el énfasis en la direccionalidad, para utilizar un concepto más realista, despojado de ese aire de neutralidad que envuelve las Relaciones Internacionales. Porque las RRII están muy lejos de ser neutras, tanto en intereses como en efectos. Así podemos empezar a indagar y descubrir que estas interferencias entre Norte y Sur – o más certeramente, del Norte hacia el Sur – tienen efectos positivos, algunas, y negativos, muchas, sobre las poblaciones y el medio al otro lado del mundo.

Aquí resulta muy útil utilizar los términos desarrollados por David Llistar en su libro Anticooperación, y hablar de “cooperación” cuando estas interferencias tienen un efecto positivo en el Sur, y de “anticooperación” cuando hacen más mal que bien. Este análisis nos permite poner en una balanza todas las interacciones Norte – Sur, incluida la AOD – desgranada en todos los pequeños mecanismos y acciones que conlleva-, y acompañada de las relaciones financieras y comerciales, la inversión extranjera directa, los flujos y las políticas migratorias, la exportación de residuos, la importación de materias primas… En fin, todas las pequeñas y grandes interferencias políticas, económicas, culturales y sociales que podemos encontrar si revisamos en profundidad las “Relaciones Internacionales” entre el Norte y el Sur.

Entonces, con esta balanza bien cargada, ¿hacia qué lado creéis que va a oscilar? De un lado, la ayuda útil y verdaderamente solidaria, sin intereses escondidos y que responde a necesidades reales de las poblaciones del Sur. De otro lado, cositas como la reprimarización del Sur y la consiguiente pérdida de su capacidad y autonomía productiva, motivada por los acuerdos comerciales con potencias del Norte; la dinámica económica y las políticas liberalizadoras de organismos como el FMI, el BM o la OMC, donde los gobiernos del Sur se encuentran notablemente menos representados; el neocolonialismo cultural embarcado en los medios de masas y la industria cultural occidental… Y podríamos seguir con una larga lista, pero creo que nos hacemos una idea.
Observando esta balanza, parece más fácil entender por qué la CID no funciona. Por qué ni el dinero, ni los proyectos, ni el tiempo y esfuerzo de tantísima gente está dando los frutos que esperamos, que queremos. Rescatando el subtítulo de la obra de Llistar, porque “los problemas del Sur no se resuelven con más ayuda internacional”, sino con un cambio profundo en el Norte, en la estructura económica internacional y en las dinámicas de poder globales. Lo cual, obviamente, no es tan fácil como construir una escuela en Chitipa.

No quiero decir con esto que nos batamos en retirada, abandonando al Sur a su suerte. “Dejarles en paz” ya no es una opción, el daño está hecho y es nuestra responsabilidad (incluyéndonos a ti y a mí en ese Norte culpable, aunque tengamos algo menos de carga que otros) ayudar a repararlo. Por supuesto, en el corto plazo esos proyectos de ayuda útil y verdaderamente solidaria son necesarios, pero si queremos que exista un futuro donde no haya que hablar de hambre, hace falta trabajar también con la vista en el largo plazo.

Trabajar para desenmascarar los intereses escondidos tras las políticas de desarrollo, para trasladar al Norte las responsabilidades de los problemas del Sur que le corresponden, para reforzar las soberanías de los pueblos sobre sus recursos, para poner en marcha políticas públicas coherentes con los objetivos de desarrollo en ambos hemisferios. Trabajar, en definitiva, sobre las causas y los orígenes de los problemas globales, en lugar de seguir poniendo tiritas sobre las consecuencias hasta el fin de los tiempos, sin detener jamás la hemorragia.