Andrés Torres Queiruga
/>
Cielo
e infierno
/>
Frescos
del Infierno en una iglesia
El texto está tomado del no 93 de Encrucillada: Revista Galega de
Pensamento Cristián, y existe una versión más amplia en un pequeño libro publicado por Sal
Terrae, 1995. Empieza afirmando que, afortunadamente, del infierno se habla
poco, pues bastantes estragos ha hecho; pero que es preciso hablar, porque los
tópicos y las aberraciones siguen proliferando. Por brevedad, omite la
introducción, que aclara los presupuestos hermenéuticos e insiste en una
lectura no fundamentalista de la Biblia.
2. Lo intolerable en el tratamiento del
infierno
Criticar la historia pasada
es nuestro derecho, pero los juicios están siempre expuestos al riesgo de la
injusticia y de la intolerancia. Lo advierto, porque la intención primaria de
lo que aquí intento decir no se dirige a juzgar el pasado, sino -mucho más
modestamente- a iluminar el presente. Más de una vez, algo que hoy resulta
realmente inconcebible, pudo estar justificado en su época histórica.
¿Quién puede, por ejemplo,
calibrar el efecto moralizador que la predicación del infierno tuvo sobre
costumbres bárbaras e inhumanas o frente a autoridades ante las que no cabía
otro freno ni control? Aparte de que los significados reales funcionan en sus
contextos concretos, de forma que palabras, imágenes o conceptos perfectamente
asimilables en un momento dado pueden resultar insoportables en otro distinto.
Hablar de "intolerable", por tanto, se refiere aquí, ante todo, a lo
que hoy no debe ser afirmado por una teología "honesta con Dios" ni
anunciado por una predicación respetuosa con la dignidad de los oyentes
actuales (por otra parte, trabajados en nuestro tiempo por una larga y nueva
tradición de libertad y tolerancia).
2.1 No "castigo", sino
"tragedia" para Dios
En este sentido conviene
empezar afirmando que de ningún modo resulta ya lícito hablar del infierno como
castigo por parte de Dios o, mucho menos aún, como venganza. Hemos oído tantas
veces este tipo de expresiones, que puede acabar escapándosenos lo monstruoso
que en sí mismas insinúan. Pues convierten a Dios en un ser interesado, que
castiga a quien no le rinde el debido "servicio"; en un juez
implacable, que persigue al culpable por toda una eternidad; y, en definitiva,
en un tirano injusto, que crea sin permiso, que no deja más alternativa que la
de servirlo o de exponerse a su ira y que castiga con penas
"infinitas" fallos de criaturas radicalmente débiles y limitadas.
No digamos ya si, encima,
por una lectura literalista de ciertos pasajes (sobre todo Rm 9-11, que en el
fondo quieren decir lo contrario), se habla de predestinación al infierno. Y no
de modo metafórico, sino ateniéndose a una literalidad que proviene de autores
tan grandes como San Agustín, quien con toda seriedad la interpreta como
decisión definitiva e incondicional de Dios, en el sentido de que, con total
independencia de la conducta futura de las personas -ante praevisa merita-,
destina sólo unas a la salvación, mientras deja a otras -vassa irae, vasos de
ira- destinadas de manera irreversible a la condenación como una massa damnata
(en definitiva, culpable, que para eso pecó Adán...).
Por fortuna, esta doctrina,
que, como justamente dice Berthold Altaner, "parte de una idea de Dios que
nos hace estremecer", nunca ha sido plenamente acogida en la iglesia. Pero
tampoco cabe negar su influjo, obscuro y subterráneo, a lo largo de la
teología, reforzando sombras y fantasmas que nunca hubieran debido acercarse
siquiera a nuestra idea ni a nuestro hablar de Dios. En todo caso, su evocación
sirve de aviso saludable para no mantener conceptos o representaciones con una
carga tan peligrosamente negativa.
Para comprender la gravedad
del peligro, basta con traer a la memoria que el despertar crítico de la
Ilustración encontró aquí uno de los más graves motivos de escándalo y rechazo
de la fe, con enormes consecuencias culturales. No cabe ignorar que, si se da
por válida esa concepción, los argumentos resultan muy difícilmente
refutables. De modo paradigmático argumenta Hume: 1) que resulta inaceptable
un castigo eterno para ofensas limitadas de una criatura frágil, y 2) que,
encima, ese castigo no sirve para nada, puesto que sucede cuando ya "toda
la escena ha concluido".
Este tipo de críticas tiene
siempre algo de esquemático e injusto; pero, en lugar de protestar contra
ellas, lo que conviene es hacerlas imposibles, revisando conceptos obsoletos y
recuperando el sentido genuino de la experiencia cristiana. Porque desde la
intuición de un Dios que crea por amor, más aún, que desde Jesús acabamos
descubriendo como "Padre" que consiste en amar (1 Jn 4,8.16), en la
condenación -sea ella lo que sea, dejémoslo por ahora- de cualquier hombre o
mujer sólo cabe ver no algo que Dios desea, quiere o impone, sino todo lo
contrario: algo que El padece, con lo que sufre, pero que no puede evitar.
¿Cómo podría ser de otro modo, si crea únicamente por nosotros y para nosotros:
para comunicarnos su amor y su salvación, buscando tan sólo nuestra realización
y nuestra felicidad?
Apena ver que algo tan
obvio haya podido quedar tanto tiempo recubierto por lógicas extrañas al
evangelio o por simples rutinas del pensamiento. Cuando además basta la razón
normal para verlo, siempre que se acerque a este campo con la actitud y las
categorías apropiadas. ¿No es esto lo que sucede con un padre o una madre
simplemente honestos y normales, cuando ven que un hijo entra en el camino de
la autodestrucción: en la droga, pongamos por caso? Le darán sus mejores
consejos y lo ayudarán con todas sus fuerzas; pero, si persiste, no lo
"castigarán", añadiendo desgracia a su desgracia o haciendo aún más
perdurable el proceso de su autodestrucción. Más bien sucederá lo contrario (y
cualquiera que tenga el mínimo contacto con alguno de estos casos
desgraciados, sabe muy bien que esto no es retórica): sufrirán con él y aún más
que él, sentirán como propio el fracaso de su hijo.
Si, alertados por la
crítica y animados por una razón verdaderamente humana, prestamos atención a
la revelación evangélica, eso mismo resulta evidente más allá de toda
comparación. Ya sé que hay algunos pasajes -en realidad, para una lectura
crítica del Nuevo Testamento, muy pocos y en directa contradicción con otros-
que parecen no cuadrar con esto, pues hablan de castigo, de gehenna o de
tinieblas... Pero veremos que tienen otra explicación. Y, desde luego, en una elemental corrección hermenéutica,
deben ser leídos desde la clave central de la experiencia bíblica: todo lo que
Dios hace o manifiesta va exclusivamente dirigido a la salvación.
Basta con mirar la actitud
de Jesús con los pecadores, o simplemente leer con corazón limpio la parábola
del hijo pródigo, para ver por dónde va aquella clave. O, para verlo afirmado
de manera explícita, examinar las palabras en las que San Pablo intenta
descubrir el núcleo de la actitud divina ante el destino humano:
"¿Cabe decir más? Si
Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que no escatimó
a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que
con él no nos regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios,
el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió, o
mejor dicho, el que resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo
que intercede en favor nuestro (Rom 8, 31-34).
Se comprende bien que Hans
Urs von Balthasar no exagera, sino que expresa la dinámica más fina y más
sensible de la actitud de Dios en cuanto nos es dado entreverla, cuando califica
de "trágica" la situación:
Trágica no solo para el
hombre que puede frustrar el sentido de su existencia, su propia salvación,
sino para Dios mismo, que se ve forzado a tener que juzgar allí donde quería
salvar y -en el caso extremo- a tener que juzgar justo porque únicamente quería
aportar amor. De este modo el tener-que-ser-repudiado del hombre que repudia el
amor de Dios, aparece como una derrota de Dios, que fracasa en su propia obra
de salvación.
Estas ideas pueden sonar
novedosas y aun atrevidas. En realidad, enlazan con lo más profundo y mejor de
la tradición cristiana sobre Dios. Véase, si no, lo que dice el maestro Eckhart
en uno de sus sermones:
La verdad es que Dios
sentiría una alegría tan grande e inefable por el que le fuese fiel, que el que
frustrase esa alegría le frustraría totalmente en su vida, su ser, su
deidad..., le quitaría la vida, si es que uno puede hablar así.
En inmediata continuidad
con las palabras antes citadas, von Balthasar prosigue con toda razón afirmando
que "este aspecto del juicio debe ser hecho patente desde los escritos
neotestamentarios: no como punto final sino más bien como punto de partida para
una ulterior reflexión más profunda".
2.2 Contra el abuso moralizante
Punto de partida, pues. Y
cabría decir más: también principio que debe sustentar toda la reflexión,
determinando su lógica, sin que en ningún momento pueda ser anulado o puesto en
cuestión por intereses ajenos o lógicas divergentes, que acaben por anularlo.
Con lo cual se están enunciando dos capítulos de verdadera transcendencia en la
cuestión.
El primero se refiere a su
falsa moralización. Especialmente importante y difícil, porque en él tiende a
producirse la mezcla sutil de un interés justo y legítimo con otro injusto y
bastardo.
No cabe dudar, en efecto,
de que, como ya queda insinuado, históricamente el infierno ha funcionado
muchas veces como factor de moralización. Y sería injusto no ver que, en
definitiva, esa ha sido casi siempre la intención que movió la insistencia en
su realidad y la enfatización imaginativa de su carácter de amenaza terrible.
Lo demuestra el hecho obvio de que en la historia de las religiones las que más
insistieron en el infierno fueron aquellas que, como el zoroastrismo, el
judeo-cristianismo y el islam, ponen el acento en el carácter moral de la divinidad
(y a nivel más inmediato, baste, como muestra, el recuerdo que muchos de
nosotros guardamos de las predicaciones de ciertos ejercicios espirituales: un
tormento, pero por gente bien intencionada).
La desgracia es que en ese interés subjetivo interfirió casi siempre una
perversa confusión objetiva, debida a una equivocación radical en la ubicación
de los motivos.
Porque, en el fondo,
siempre se ha percibido el auténtico motivo fundamental, a saber, el riesgo
constitutivo que para la existencia humana supone el posible mal uso de la
libertad. Que la persona puede perderse entrando por el camino de la
degradación moral y de la autodestrucción existencial: he aquí la verdad de
toda reflexión sobre la condenación, y la justificación de todo énfasis en las
advertencias. La perversión aparece cuando ese riesgo se convierte en amenaza
externa, acudiendo nada menos, que al recurso de utilizar a Dios como mero
instrumento, sea identificándolo a Él mismo con esa amenaza, sea evocando su
poder y su justicia para reforzarla (muchas veces hasta los límites de la
neurosis).
Tengo la impresión de que
el simple enunciado de la trampa resulta más que suficiente para hacer percibir
su realidad y su perversión (repito: perversión objetiva, a pesar casi siempre
de las intenciones que la mueven).
Pero se verá todavía con
más claridad retomando el ejemplo puesto líneas arriba. Es terrible la droga, y
todos comprendemos que alguien, para apartar de ella, insista en la grave
amenaza que supone para la salud y para la vida, resaltando con todo el énfasis
de que se sea capaz sus tremendos efectos destructivos. Pero resultaría una
injuria insoportable para los padres, que un amigo se empeñase en convencer a
su hijo de que esa amenaza consiste, no en la autodestrucción a que él mismo se
expone, sino en un "castigo" que van a infligirle sus propios padres.
Si esto sucede, aún con
buenas intenciones, ya se comprende el horror en que se puede incurrir cuando
de manera expresa se instrumentaliza el miedo al "castigo de Dios"
para controlar las conciencias, reforzar una educación autoritaria, afirmar el poder
o poner las instituciones a cubierto de la crítica. Muchas acusaciones hechas
en la modernidad contra el cristianismo tienen aquí toda la razón de su parte,
y resultan mucho más "cristianas" que esas actitudes fomentadoras de una
"pastoral del miedo", que no sólo acaba llevando al fracaso y al
ateísmo, como mostró Delumeau, sino que, como ya no cabe ignorar después de
Kant, paraliza el auténtico proceso moral. De este modo, en el nombre de una
falsa imagen de Dios -de un "ídolo"- se estorba la auténtica
realización de su bondad creadora.
La conclusión de Andrés
Tornos, que analiza con energía este aspecto, debería ser tomada con toda
seriedad, sin escapar a ninguna de sus consecuencias:
Habría, pues, tras las representaciones del
infierno, una psicología enferma, una sociedad mentirosa y una cosmología
degradante. Esta estimación repercute
en muchas tomas de postura negativas frente a la fe de la iglesia histórica y
frente a la fe en la iglesia de Cristo. Ante tales valoraciones la teología no
puede callar, ni evadirse, ni acorazarse en pronunciamientos ambiguos, puesto
que tiene como uno de sus objetivos prioritarios el aportar claridad en cuanto
a semejantes tomas de postura.
2.3 Contra las lógicas del horror
Justamente, si algo tiene
que cuidar con esmero la teología, es la lógica con la que el vocabulario, la
imaginación y los razonamientos se deben mover en este terreno tan delicado.
Apoyándose, por un lado, en el principio formal de que todo lo que se diga
sobre el infierno no puede consistir en una "descripción objetiva"
del más allá, sino en un desvelamiento del sentido definitivo de la existencia
histórica; por otro y sobre todo, asegurándose en la evidencia fundamental de
que Dios quiere tan solo la vida y la salvación, es necesario mantener con toda
decisión la reserva del discurso y cuidar esmeradamente su pureza teológica.
2.3.1 Eso implica ante todo no dejarse
arrastrar por la lógica de los fantasmas de la imaginación.
Los textos primitivos del
cristianismo son al respecto de una austeridad notable, que en el peor de los
casos no pasó de algunas metáforas, duras, pero simplemente alusivas a lo
terrible que resulta colocarse fuera de la salvación. Se aprecia comparándolos
con su entorno, y, sobre todo, se echa de menos cuando se compara aquella
sobriedad con la exuberante imaginería que se le fue añadiendo a lo largo de la
historia. La mayor parte de las imágenes llegaron desde fuera: de Platón, de
cierta apocalíptica, de Virgilio..., pero poco a poco fueron entrando en el
terreno cristiano. Y hay que reconocer que incluso llegaron a dar origen a
grandes obras de arte, como la Divina Comedia o ciertos cuadros del Bosco.
Pero lo que en el arte, con
su expresa conciencia simbólica y su atmósfera metafórica, todavía puede
resultar tolerable, en la imaginación popular, en la predicación y en la literatura
edificante acaba imponiendo un realismo craso y sumamente peligroso. De hecho,
las descripciones del infierno se multiplicaron como hongos venenosos, hasta
acaparar muchas veces el espacio más vivo de la preocupación por las
postrimerías. Su "barbarización" moralizante, las pretendidas
visiones que van desde Beda el venerable al libro de Tungdal y al purgatorio
de san Patricio..., todo eso ampliado en la elocuencia de los predicadores fue
conformando una visión tenebrosa, que acabó convirtiéndose en una especie de
crónica de horrores o en un museo de atrocidades.
De ese modo el infierno perdió su carácter de advertencia existencial, de recia
y severa pero digna llamada a la autenticidad, para solidificarse en una
realidad monstruosa y alienante, hasta llegar a constituir "el terror de
generaciones de creyentes".
2.3.2 Todo lo cual dio pie a que la
imaginación enganchase con los estratos más obscuros del inconsciente colectivo.
Y se hiciese más
manipulable por los intereses del poder y, sobre todo, acabase devorada, al
menos en parte, por la lógica del resentimiento: tal fue la gran acusación de
Nietzsche, y que después de él se convirtió en uno de los tópicos más eficaces
de la polémica antirreligiosa. Se cita, ordinariamente, como ejemplo típico,
un texto de Tertuliano, en verdad tremendo:
¡Qué espectáculo tan grandioso! ¡De cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas
cosas me reiré! ¡Allí gozaré! ¡Allí saltaré de júbilo contemplando como tantos
y tan grandes reyes, de los que se decía que habían sido recibidos en el cielo,
gimen en profundas tinieblas junto con el mismo Júpiter y con sus mismos
testigos! ¡Viendo también a los presidentes perseguidores...! ¡Y viendo además
como aquellos grandes filósofos se llenan de rubor!... ¡Viendo asimismo cómo
los poetas tiemblan...! La visión de tales espectáculos, la posibilidad de
alegrarse de tales cosas, ¿qué pretor, o cónsul, o cuestor, o sacerdote podrá
ofrecértela por mucha generosidad que tenga?
En el ambiente de
persecución que vivía el apologeta, un texto así puede aún merecer cierta
comprensión. Pero, fuera de ella, se presta, -y de hecho se ha prestado- a
grandes trampas psicoanalíticas. Hoy no cabe ignorar que pueden ser muy fuertes:
una "virtud" más o menos forzada acaba generando resentimiento, que
luego, de un modo inconsciente, acaba cargándose sobre los
"pecadores", muchas veces con envidia secreta y no reconocida; todo
seguramente disimulado bajo el afán justiciero de un pretendido
"castigo" divino. Resulta imposible leer bastantes textos de la
tradición en este punto, sin que, a pesar de todo, pueda pasar inadvertida una
buena dosis de resentimiento. Con la lúcida agudeza del adversario, Nietzsche a
dicho aquí cosas importantes, y desde Freud la ingenuidad no tendría disculpa.
2.3.3 Es posible que la misma teología
sistemática no quedase inmune de esta contaminación. Pero en ella ha sido sobre todo una lógica jurisdicista y objetivante
la que causó más estragos.
Ya se ha aludido más arriba
a la increíble prolijidad de los manuales en el tratamiento del problema.
Incluso en un autor tan austero como Tomás de Aquino no deja de asombrar que
sea la "justicia vindicativa" el eje principal de los razonamientos y
que, en consecuencia, Dios sea el agente causal de la condenación. Y menos mal
que se nos advierte que "Dios no se deleita en las penas de los condenados
por ellas mismas, sino que se deleita en el orden de su justicia, que exige
esto". Pero eso mismo indica qué lejos se está aquí del Dios del
Evangelio, donde su prioridad no es jamás "el orden objetivo del
universo" sino la salvación de los hombres, donde su justicia consiste en
el perdón, y donde toda su actividad se ejerce desde la "lógica del amor".
El no situarse en esta
lógica, tiende incluso a hacer de Dios la causa de la obstinación de los
condenados, aunque sea "no causando o conservando la malicia, sino en
cuanto no imparte la gracia". Más aún, "la justicia divina que
castiga" tiene que modificar expresamente la acción del "fuego"
del infierno, para que, a pesar de ser material, pueda atormentar las almas de
los condenados, que son espirituales.
Pero todo alcanza un
extremo inconcebible cuando el santo llega a una afirmación asombrosa, que
resulta literalmente increíble para una sensibilidad normal, y desde luego debe
resultarlo aún más para una sensibilidad educada en el perdón sin límite, en el
amor incondicional y en la ternura infinita del Dios cristiano:
A los bienaventurados no se
les debe substraer nada que pertenezca a la perfección. Pero cada cosa se
conoce mejor por su comparación con la contraria, puesto que ‘los contrarios
contrapuestos entre sí brillan más'. Y por eso, a fin de que la bienaventuranza
de los santos los complazca más y den por ella abundantes gracias a Dios, se
les concede que contemplen con toda nitidez (perfecte) las penas de los impíos.
Para ser justo con el gran
teólogo, conviene tener en cuenta el peculiar sentido medieval del honor y de
la justicia (él, ciertamente, no arguye desde el resentimiento), así como el
hecho de que, aunque no muchos, encontraba, por desgracia, en la tradición, una
serie de textos que insistían en esta idea.
2.3.4 Sin embargo, es muy necesario recordar
este fenómeno, y considerarlo en toda su crudeza.
No por una cierta complacencia
masoquista, ni siquiera por simple honestidad histórica (en cualquier caso,
siempre sobrará quien lo recuerde), sino porque encierra una lección decisiva:
la de que la lógica no es inocente, y que el modo de enfocar el problema puede
ser definitorio para una justa comprensión.
Desde luego, sin necesidad de caer en una estrecha intolerancia con el pasado,
es urgente escarmentar en la cabeza de los errores históricos, para no incurrir
en lo que hoy resulta de todo punto intolerable. Una mala lógica - una
auténtica lógica infernal- torció las más elementales evidencias evangélicas,
convirtiendo en horrible monumento a la más fría justicia algo misterioso, pero
que sólo quiere ser una llamada saludable, y que, en todo caso, constituye una
dolorosa "tragedia" para el Dios que es amor.
Verdaderamente en pocas
materias resulta tan certera la afilada advertencia goyesca: el sueño de la
razón produce monstruos. Transformando en rígidos conceptos racionales los
fantasmas de la imaginación (imaginación a veces torturada, a veces perversa),
una teología que no supo mantener la lógica del amor, acabó construyendo la
"máquina más implacable, la más completa y la más desesperanzadora, de
triturar a los infieles que el genio humano haya podido jamás inventar".
¡Cuánto más cerca de la
genuina experiencia cristiana percibimos aquella sentencia atribuida a
Orígenes: "Cristo permanece en la cruz, mientras un solo pecador quede en
el infierno"! Obviamente, se trata también de una frase metafórica, pero
algo dice que, en todo caso, obedece a una lógica más justa y apunta mucho
mejor al corazón de la verdad. Y, desde luego, desenmascara por contraste lo
intolerable de esa otra lógica fría y abstracta que eclipsa el amor y desemboca
en la pesadilla. El hecho de que tenga una presencia muy apreciable en la
tradición, indica que nunca las deformaciones pudieron acabar con la intuición
fundamental: el amor solidario y entregado de Dios.
3. Lo que de verdad sabemos
Desenmascarado así en su atrocidad,
lo intolerable tiene, por lo menos la ventaja, de cortar de raíz falsos caminos
y de situar la reflexión en la dirección justa. Porque, sin perder el sentido
de la austera reserva que impone la hermenéutica de las afirmaciones
escatológicas, ese enfoque permite "orientarse en el pensar" dentro
de esa zona oscura e incontrolable a donde, como indica el título kantiano, no
puede llegar el pensamiento objetivante.
3.1. El infierno "es" la
no-salvación
Decir que el infierno es la
no-salvación, parece poco; pero, en realidad, constituye lo que podemos saber
con mayor exactitud y más segura firmeza. El infierno es negatividad. Y eso
significa que sólo le podemos aplicar un discurso negativo. En rigor, pues,
deberíamos decir: el infierno no es. Por eso, de lo que la revelación habla,
de lo que verdaderamente quiere hablar, es de la salvación: ésta recoge toda la
intención de Dios en la creación y constituye toda su acción en la historia
humana.
La salvación sí que es, y,
por lo mismo podemos saber positivamente de ella. Cierto que, aun así, se trata
de un saber precario, en tanteo y proyección: un saber que debe expresarse en
el modo del símbolo. Pero, contra lo que ha solido pensarse, el símbolo no
implica ninguna deficiencia en el objeto, sino únicamente una limitación en
nuestra capacidad cognoscitiva. Se trata, más bien, de insuficiencia subjetiva
por sobreabundancia objetiva, hasta el punto que nunca acabaremos de caminar
hacia dentro del sentido que abre ante nosotros. De ahí que, al referirnos a la
salvación, nunca afirmaremos bastante todo lo positivo que hay en ella: ni la
riqueza de lo que se nos ofrece ni el Amor con que se nos ofrece. En ella reina
la lógica sobreabundante del don, de forma que el esfuerzo comprensivo se
siente llamado a una búsqueda siempre más decidida y a una afirmación cada vez
más plena.
Lo contrario de lo que
sucede con el infierno: el infierno es lo que Dios no quiere, aquello que nunca
debería ser. De ahí, que por contraste, la salvación nos dice algo acerca de
él. En realidad, tal contraste es lo único que, en rigor estricto, podemos
saber acerca de él. Es, por lo mismo, lo único que tenemos derecho a proclamar:
En el Nuevo Testamento, el sentido del anuncio del juicio venidero no es sino
una invitación a pasar por la puerta del evangelio, actualmente abierta ante
nosotros. También la amenaza del juicio está al servicio de la gracia. El mero
hecho de centrarse en lo que me sucederá a mí y a los demás, si no acepto esta
invitación, significa sustraerse a ella y eludirla. Un discurso teológico sobre
la condenación eterna debe ceñirse a poner de manifiesto que Dios no la
quiere, sino que desea la bienaventuranza eterna de los hombres.
Pero, por paradójico que
parezca, en esa contención radica también la posibilidad de poder saber y decir
algo más. No se trata de una mera y muda negatividad: puesto que niega la
salvación, el infierno es negatividad determinada. Podemos hablar de él porque
sabemos de aquello a lo que se opone: lo conocemos como a su negativo. Lo cual,
a su vez, implica ciertamente que, en definitiva, sólo podemos saber en cuanto
niega. El infierno es la no-salvación: aventurarse más allá solo será lícito
mientras no se rompan los precarios hilos de unión con algún aspecto de
aquello que niega, con alguna dimensión de la salvación.
Tal vez de entrada el
resultado parezca precario en exceso, y el carácter abstracto de las
reflexiones puede contribuir a reforzar esa impresión. En cualquier caso, esa
es la realidad que hay que aceptar: la marca de nuestra comprensión, finita y
tanteante; y el carácter del objeto mismo, sombra de la salvación y negación
del ser. Con todo, bien mirado, no es tan poco lo que se obtiene. Porque ahora
aparece con claridad cómo ese resultado, en cuanto negación determinada, ofrece
un principio interpretativo fundamental, en la doble valencia indicada:
precaviendo contra desvíos fatales y propiciando una orientación apropiada.
En concreto, confirma lo
dicho en el apartado anterior, pues hace brillar con toda su fuerza la
evidencia de que el infierno no puede ser considerado, de ninguna manera y bajo
ningún pretexto, como una acción positiva de Dios: ni como un castigo que
inflige directamente ni como una condición que pone para que sea posible (más
adelante se verá la importancia de este segundo aspecto). El infierno aparece
así como la culminación del mal, como su rostro último y definitivo, como el
paroxismo de su carácter autodestructivo. Todo cuanto se dijo del mal cobra
aquí su suprema verdad: el infierno está siempre al otro lado de Dios, como lo
que Él no quiere y contra lo que combate. El infierno está contra Dios en la
misma y precisa medida en que está contra el hombre.
En segundo lugar, marca el
carácter terrible de la condenación, al mismo tiempo que hace caer en la cuenta
del riesgo de toda la mitología de la imaginación; más aún, deja patente su
patética banalidad. Lo terriblemente duro del infierno no está dado por los
demonios con tridentes o por las calderas con fuego: eso resulta hoy más bien
ridículo y sólo puede asustar a imaginaciones indefensas o previamente deformadas.
Lo duro, lo verdaderamente trágico, está en la pérdida que supone. Pérdida que,
claro está, se mide por la grandeza de lo perdido: la salvación, es decir, la
culminación de los deseos y de los impulsos que nos constituyen, la realización
definitiva de la persona, el todo del ser.
Claro que este tipo de
consideración escapa a las ingenuidades del juego imaginativo, para entrar en
una más grave seriedad existencial: la captación de la gravedad no nace del
"miedo al coco", sino del compromiso íntimo, de la profundidad y
autenticidad con que se toma el propio ser persona, de la genuina vivencia de
lo que de verdad representa la salvación. Hasta el punto de que nuestro modo de
comprender constituye aquí nuestro juicio, porque al hablar del infierno
estamos, en realidad, hablando de nuestro modo de comprender la salvación. Una
comprensión extrínseca, juridicista y heterónoma sólo tiene miedo al castigo,
pero en eso mismo delata que no sabe lo que es la salvación. La importancia
hermenéutica de esta constatación se verá en el apartado siguiente.
Ahora conviene abordar con
detalle el tercer aspecto que se desprende del carácter negativo de la
no-salvación: si no es ni puede ser una acción positiva de Dios, su origen y
aquello en que pueda consistir tienen que estar "al otro lado" de
Dios, en la impotencia y/o en la malicia de la creatura.
3.2 El infierno, en nosotros, "al otro
lado de Dios"
Esta afirmación constituye
una consecuencia evidente y, como queda repetido, debe mantenerse como
principio fundante de toda la reflexión. Dios crea por amor y para la
salvación: el infierno -sea lo que sea- es el no lograrse y la frustración de
ese propósito.
Por tanto, algo que le
"duele" a Dios como el mal último de sus criaturas, y por lo mismo,
algo que Dios "no puede" evitar. No claro está, por impotencia
propia, sino por la incapacidad constitutiva de la creatura finita como tal, en
concreto, de la libertad humana. Una libertad que Dios quiere y apoya como el
bien más precioso, pero que, siendo finita, está inevitablemente expuesta al
fallo y al fracaso moral.
Dios, en la justa e
idéntica medida en que quiere esa libertad y su realización, tiene que
respetar -y lo hace con delicadeza infinita- la falibilidad que pertenece a su
constitución. Por eso, hablando con propiedad, no debe decirse que Dios
"no puede", sino, como ya reconocieron los mismos padres de la iglesia
y después de ellos la tradición, que "es imposible" la creación de
una libertad-finita-impecable: bajo su apariencia correcta, esa expresión es un
sin-sentido, un círculo-cuadrado.
Así se explica que la idea
de que no es Dios quien condena, sino que es el pecador quien se condena a sí
mismo, tenga tan seria y constante presencia en la tradición. Y no es casual
que cuando con la Ilustración se eleva al nivel de la conciencia crítica, esta
idea pase al primer plano. Ya el joven Leibniz la presenta con toda la fuerza,
afirmando que es el condenado quien quiere seguir obstinado contra Dios, de
forma que está siempre haciendo recomenzar el infierno.
Y, con toda certeza, el
modelo de las penas vindicativas, y por tanto del infierno como castigo, hizo
crisis definitiva en esta época, pues no se puede ignorar la nueva exigencia
que se impone a partir de Kant. Toda su obra práctica pone como principio
incuestionable que la actuación por amor al premio o por miedo al castigo
corrompe la moralidad en su misma raíz. En el opúsculo dedicado a la
escatología expresa su convicción con enorme delicadeza en el tono y al mismo
tiempo con aguda firmeza hermenéutica:
Así pues, aunque el maestro
del mismo [del cristianismo]
también anuncia castigos, no debe, sin embargo, entenderse -por lo menos no es
adecuado a la constitución específica del cristianismo aclararlo así- como si
esos castigos fuesen los motivos impulsores para seguir sus mandatos: porque
entonces dejaría de ser digno de estima. Al contrario, esto debe explicarse
únicamente como un aviso lleno de amor, que nace de la benevolencia del Legislador,
para precaverse del daño que de modo inevitable surgiría de la transgresión de
la ley.
Este enfoque pudo sentirse
en algún tiempo como amenaza para la fe. En realidad pertenece al más profundo
y auténtico proceso de su actualización, puesto que propicia una nueva lectura
de la Biblia y una justa reinterpretación -digamos "postgalileana" y
verdaderamente religiosa- del proceso revelador. En el presente problema
aparece con especial claridad, puesto que sitúa la posible inteligibilidad del
infierno en su lugar natural, tal como queda analizado al comienzo: en la
experiencia actual de la libertad en cuanto constitutivamente amenazada por
un posible mal uso de la misma.
Es la libertad misma, sólo
ella, la que puede crear la propia perdición. Ahí radica su riesgo, pero
también su grandeza. Afortunadamente, no es verdad que "el infierno sean
los otros". Los otros podrán herir o hacer daño, pero no pueden nunca
llegar a lo más íntimo, allí donde cada uno decide su destino: nadie puede
suplantar la libertad. Tampoco Dios: Él
funda y respeta, promueve y ayuda, pero no suplanta. Ni siquiera impone
aquello que en su actuar busca y quiere ante todo: nuestra salvación. Nos
asegura la posibilidad de conseguirla. Pero podemos no aceptarla, podemos con
la libertad torcer el uso de la libertad, podemos frustrar la propia
realización. Podemos "condenarnos".
Y así aparece con toda
claridad otro aspecto importante: el irrompible enraizamiento en la experiencia
actual de cuanto resulta posible decir acerca del "infierno". El
significado ordinario de la palabra remite a la eclosión última y definitiva,
pero su inteligibilidad efectiva se nos da en cuanto ya ahora experimentamos un
anticipo de su realidad en la amenaza que supone en nosotros el mal uso actual
de la libertad: en la frustración de posibilidades genuinas, en la corrupción
de la autenticidad, en la vida mala, perdida, condenada...
Obsérvese que esto no
equivale a lo que muchas veces se insinúa, cuando, refiriéndose a la dureza de
la vida, se afirma: "bastante infierno tenemos aquí". Ahí hay una
intuición verdadera: un Dios que ve nuestro sufrimiento, sólo puede pensar en
salvarnos. Pero eso mismo indica que no es ahí donde está el mal verdaderamente
definitivo: con la ayuda de Dios podemos acabar convirtiéndolo en bien (Rm
8,28); en todo caso, Él acabará rescatándonos de sus garras en la salvación
definitiva.
El verdadero infierno en la
tierra acontece en la medida en que un ser se experimenta a sí mismo como
torciendo la propia vida, frustrando la propia existencia y corrompiendo a su
alrededor el orden de la historia o de la creación. En esa misma medida
anticipa y conoce de algún modo aquello que intenta mentar esa terrible
posibilidad llamada "condenación". Algo muy vivo en determinados
casos extremos, como cuando en algunas descripciones de Dostoievski las
tendencias más tenebrosas se apoderan de un ser: "Con semejante infierno
en el pecho, ¿cómo es posible vivir?", exclama Iván en Los hermanos Karamásovi.
Pero, en última instancia,
mientras persiste una chispa de libertad, todo permanece provisional y siempre
resulta posible la otra posibilidad: la salvación. En Crimen y castigo, Raskolnikov
revive iluminado por el amor de Sonia, y para Iván Karamásov la presencia de
Aliosha es siempre un reflejo de la salvación posible. Por eso el infierno aún
no existe mientras dura la vida y la historia: está únicamente su sombra
anticipada, como amenaza, como el "huevo de la serpiente" que puede
acabar eclosionado. Y las palabras que expresan esta amenaza, sólo pueden ser
interpretadas en este preciso sentido, tomándolas única y exclusivamente así:
no como lenguaje "descriptivo", que alimente los peores fantasmas de
la imaginación; sino como lenguaje "performativo", que llame a la más
íntima autenticidad y suscite responsabilidad y esperanza.
Justamente ese carácter de
llamada define su tipo de verdad: no una verdad "objetivante" y menos
una verdad "moralizante", como arma arrojadiza contra los demás, sea
para amedrentar sea para someter. Se trata de una verdad para mí, es decir, de
una verdad que es tal en cuanto yo me la apropio como alerta saludable en el
camino, como acogida existencial de la fuerza que puede nacer del peligro; aún
cuando todo eso deba hacerse -y el lograrlo precisa mucha madurez - no bajo la
pauta del miedo heterónomo, sino como impulso de realización auténtica.
Un mínimo de sentido
realista ante las complejidades del corazón humano enseña que no se trata de
sutilezas teóricas, sino de leyes muy profundas en la maduración de una
libertad finita. De hecho, impresiona ver como esta idea tan subrayada por Hans
Urs von Balthasar, que a su vez se inspira en Karl Barth, estaba ya presente de
manera expresa en Kant, cuando avisaba que estas proposiciones solo se pueden
usar "con intención práctica, en el sentido de cómo ha de juzgarse cada
hombre a sí mismo (aunque no está autorizado para juzgar a otros)".
3.3 Lo definitivo: qué se revela acerca del
infierno
Se notará que las últimas
observaciones devuelven la reflexión a las consideraciones hermenéuticas del
principio. La revelación no pretende ser un reportaje del más allá: lo que en
ella se dice, responde a la captación de lo que Dios está siempre intentando
manifestar, no por medios externos -no existen altavoces celestiales- sino
desde dentro: en y a través del modo de ser la realidad de todos y cada uno de
nosotros.
Captación lograda en un
largo proceso por mediadores "inspirados", pero al fin y al cabo,
hechos del mismo barro que nosotros: son los primeros, pero captan lo mismo que
a todos se nos está intentando decir, y lo captan con una subjetividad que no
es ajena a la nuestra. Una vez que nos lo dicen -gracias al efecto mayéutico de
su palabra-, no sólo podemos sino que debemos descubrir por nosotros mismos la
verdad de lo revelado: tenemos que "veri-ficarlo", es decir, hacerlo
verdadero en la propia vida (no repetir meras fórmulas o vivir "de
memoria" la religión).
La comprensión queda,
entonces, remitida de modo indisoluble a la experiencia, tal como nos es dado
irla comprendiendo en la singularidad de cada indicio y en la coherencia del
conjunto. De manera que esa experiencia constituye la matriz viva en donde
podemos descubrir algo de lo que, de verdad, significa eso a lo que se refiere
todo hablar acerca de la condenación. Después de lo dicho, cabe sintetizarlo
en los rasgos siguientes:
1) El infierno es, por su
carácter más esencial, algo negativo, lo "otro" de lo que única y
exclusivamente interesa: la salvación. Consiste por tanto en la no-salvación,
como posibilidad inscrita en la libertad humana, tal como la experimentamos en
su fragilidad y en su capacidad de malicia y frustración.
2) Esto implica que el
infierno es, ante todo y sobre todo, lo que Dios no quiere, lo que desde la
libertad humana frustra sus planes de salvación para todos y cada uno de los
hombres y mujeres. Nunca, pues, debe ser
interpretado como una acción positiva de Dios, como un "castigo" y
menos aún -so pena de incurrir en blasfemia- como una "venganza".
3) En consecuencia, el
infierno cae siempre de nuestro lado, nace de la limitación o malicia de la
propia libertad: sea lo que sea, significa algo que, de realizarse, es porque
nosotros lo escogemos. Por eso ya ahora puede ser anunciado en una existencia
torcida, entregada a la frustración y al vacío, como anticipo parcial de lo que
un día puede llegar a la eclosión plena.
4) Sólo en este sentido se
nos habla del infierno en la revelación y sólo en este sentido podemos
"saber" algo de él: como llamada a no frustrar la salvación y como
apropiación de la posibilidad latente en esa amenaza, convirtiéndola en conciencia
de nuestra fragilidad y en fuerza hacia la autenticidad.
5) A nivel objetivo no
sabemos nada más de esa posibilidad, excepto su carácter terrible. Carácter
que podemos intuir no por los sueños monstruosos de una razón que subyugada por
los fantasmas de la imaginación se entrega a una "lógica infernal",
sino como el contrapolo de aquello que perdemos: la inmensa grandeza y plenitud
que se nos anuncian en la promesa viva de la salvación.
Podemos afirmar que a esto
se reduce lo fundamental, lo que interesa con seriedad definitiva, lo que de
verdad basta para orientar la vida hacia la plenitud, hacia la salvación.
Cuando se leen desde una hermenéutica apropiada -que no busca
"información" objetivante, sino orientación existencial-, ni las
palabras de la Biblia, ni las declaraciones del magisterio, ni las reflexiones
de la tradición imponen aceptar otra cosa.
Desde aquí se ve con
claridad el uso desenfocado que ciertas interpretaciones literalistas hacen de
las declaraciones conciliares, intentando sacar consecuencias
"informativas" de un lenguaje que -aparte de ser muchas veces
indirecto y ocasional- se sitúa sobre todo en la dimensión pragmática, es decir,
de interpelación moral y llamada a la acción correcta.
4. Lo que cabe conjeturar
En realidad, la reflexión
podría detener su paso en las conclusiones del apartado anterior. Con toda
probabilidad, sería la opción mejor y más prudente. Pero también es cierto que,
una vez puestas, las cuestiones no pueden ser esquivadas. Y son muchas las que
la historia ha suscitado en este punto. Se impone afrontarlas.
Sin embargo, ya se
comprende que ahora el estilo debe cambiar. En el plano objetivo, entramos en
el terreno de lo secundario y no decisivo. En el subjetivo, intentamos
adentrarnos en problemas acerca de los que carecemos de evidencias, en los que
nuestra comprensión tiene pocas agarraderas y donde, por tanto, las certezas
deben ceder el lugar a las conjeturas.
Se trata, pues, de un
discurso modesto, que busca una claridad más bien indirecta: apoyándose, como
decía ya el mismo Vaticano I, "en la conexión mutua de los misterios
entre sí y con el destino último del hombre" (DS 3016). De este modo, los
dogmatismos doctrinales quedan, obviamente, fuera de lugar. Aunque también es
cierto que el mismo enfoque indica también que las posturas no carecen de
importancia, pues apunta, por un lado, a la coherencia objetiva en la propuesta
de la fe, y por otro, al modo de su vivencia subjetiva.
El tratamiento se comprende
por sí mismo. Supuesto lo anterior, se trata ahora, por modo tan sólo
conjetural, de analizar las principales posibilidades de concretar nuestro
"saber" acerca del infierno, intentando lograr una visión que guarde
la mayor coherencia posible con el amor salvador de Dios y con la dignidad de
la persona humana. Examinaré las tres que me parecen fundamentales, sin ocultar
mi preferencia, indecisa, por la tercera.
4.1. El infierno como
"auto-condena"
Cabe considerar esta
interpretación como la más común entre los teólogos, por lo menos hasta el
momento. Como queda indicado en el apartado anterior (3.2), tiene el mérito
evidente de reconocer la necesidad de una nueva visión, ajena a la "lógica
punitiva", jurisdicista y objetivante que hacía tan inhumanas -y tan
antidivinas- gran parte de las teorías tradicionales. Por otra parte, hizo de
clara mediación histórica, pues responde a la nueva conciencia de la modernidad
acerca del valor de la libertad y autonomía humanas.
Salva de ese modo valores
fundamentales e irrenunciables. Dios aparece como el salvador que sólo quiere
el bien y la felicidad de los hombres y mujeres; al mismo tiempo, estos son
respetados en su dignidad de sujetos responsables, que escogen y deciden su
destino: el infierno aparece así como obra de la propia libertad. Más aun,
siempre que se excluya toda idea de venganza, parece salvar un aspecto
importante en la lógica de la justicia: aquel que no parece recuperable por
ninguna instancia intrahistórica. En efecto, como dice P. Berger, existen
"aquellas acciones que no son malas, sino monstruosamente malas",
acciones que "claman al cielo", rompiendo todas las posibilidades de
reparación humana y que, por tanto, parecen merecer una condenación eterna.
Sólo desde una postura que
no toma en toda su inevitabilidad el problema del mal, cabría, como hace John
Hick, argumentar que esa visión hace imposible la teodicea, porque pondría en
peligro o bien la bondad de Dios (no querría que todas las personas se salven)
o bien su omnipotencia (queriéndolo, no podría salvarlas). Sin embargo, cuando
se tiene en cuenta el carácter inevitable del mal, la acusación carece de base
o por lo menos no es concluyente: Dios es bueno puesto que quiere la salvación
de todos, pero es absurdo salvar a alguien a la fuerza; y es omnipotente, pues
puede hacer todo lo que sea "algo", pero un absurdo no es
"nada" (carece de sentido decir que Dios no lo puede todo porque
"no puede" hacer un círculo-cuadrado).
Las dificultades vienen más bien por otra parte. De dos capítulos principales.
El primero, aparte de un indudable fundamento teológico, tiene una fuerte carga
psicológica: una parte de la humanidad que permaneciera condenada para siempre
-como una sombra terrible de la felicidad de los justos- representa algo que
parece insoportable.
Recordemos la lógica de
Orígenes: ¿puede Cristo, puede Dios, pueden los bienaventurados ser felices
sabiendo que existen personas condenadas para siempre (personas que son en
definitiva hijos e hijas de Dios y, además, siempre seres queridos para
alguien)? Por otro lado, toda una línea de pensamiento en la Escritura apunta
a una reconciliación final y definitiva, en donde "Dios será todo en
todos" (1 Cor 15,28). Esta idea es tan fuerte que a lo largo de la
historia constituye el fundamento, siempre latente y nunca borrable, que hace
pensar en la posibilidad de la apocatástasis, desde Orígenes hasta, en el
fondo, Karl Barth y Hans Urs von Balthasar.
La percepción de esta
incomodidad de fondo posee tal poder de convicción, que acaba manifestándose en
los mismos que sostienen la opinión que estamos comentando. Pero, al no
afrontarla con toda claridad, recurren de ordinario a la "lógica de los
atenuantes": una lógica bien intencionada y cordial, pero incómoda y, en
definitiva, siempre ineficaz. Se hizo muy corriente, por ejemplo, la
afirmación de Teresa de Lisieux: "creo en el infierno, pero pienso que
está vacío". Me parece un mal camino: sí, pero no; existe, pero no
funciona...
Más incómodos resultan aún
razonamientos, igualmente cordiales, pero que acaban sonando a disculpa
desesperada: el infierno sería nada menos que una prueba del amor de Dios,
pues, "si Dios amase menos, el condenado sería menos torturado por el
odio". ¿No sería mejor reconocer clara y sencillamente que algo no
funciona, que esa postura no resulta sostenible?
Pero más fuerte es aún el
segundo motivo. En el fondo de esa interpretación está latente un presupuesto
que, por tradicional, no se cuestiona y se da como obvio: la inmortalidad
natural del alma humana. Desde él la consecuencia puede parecer inevitable: un
ser inmortal que se agarra al mal, no puede existir más que condenado; o por lo
menos se comprende bien que así pueda ser.
En cambio, todo resulta
distinto cuando no se admite este presupuesto. Y conviene reconocer que cada
vez son menos los que lo hacen. A nivel filosófico resulta muy difícil
comprender cómo un ser que nace no va a estar destinado naturalmente a la
muerte. Algo que, por lo demás, confirma la terrible evidencia del cadáver: lo
evidente es la muerte, la inmortalidad es su preciosa pero oscura y difícil
posibilidad. Tan difícil, que únicamente por el rodeo de Dios -de su amor
poderoso- cabe conjeturar la posibilidad de que el hombre supere ese destino. Y
por ahí va justamente la lógica de la revelación: el hombre es mortal; la
inmortalidad en la Biblia es siempre un don de Dios. Por eso estar unido a Dios
equivale a estar unido a la vida; apartarse de El significa permanecer en el
dominio de la muerte.
Se comprende que desde este
presupuesto la perspectiva cambia de modo radical. Porque entonces una
"inmortalidad para la condenación" resulta, si no estrictamente
contradictoria, cuando menos muy difícil de comprender y de aceptar. Que Dios,
acogiendo nuestro esfuerzo y nuestro deseo, nos haga inmortales para ser
eternamente felices, está en la lógica de su creación por amor y constituye el
sentido mismo de la salvación. Pero que Dios hiciese inmortal a alguien con el
fin de poder condenarlo, que lo librase de su natural caída en la nada y lo
mantuviese en su ser sólo para hacerlo sufrir... a mí, al menos, me resulta
inconcebible.
Por eso parece mejor
avanzar hacia los otros intentos de interpretación.
4.2. El infierno como "muerte
definitiva"
Continuando el razonamiento
anterior, parece seguirse con lógica espontánea otra conclusión: si la vida
eterna es un don, quien no lo acepte queda privado de él, no se salva, muere. Y
desde luego difícilmente cabe negar que esta consecuencia se sitúa en la línea
más íntima de todo el dinamismo de la visión bíblica. Desde el principio al
final aparece la alternativa: la vida o la muerte. En el Deuteronomio se dice
de modo tajante: "Pongo delante de ti la vida y la muerte" (Deut
30,19; cf. 30,15-20;11,26-28; Jr 21,8). Y al final, en la gran síntesis que es
la Carta a los Romanos: "El pago del pecado es la muerte, pero el regalo
de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús nuestro Señor" (Rom 6,23).
En idéntica dirección va
todo el pensamiento acerca de la resurrección. Esta aparece, fundamental y
prioritariamente, para explicar y compensar la muerte violenta de los justos
(Macabeos y Daniel) y también como intuición de la imposibilidad de que la
muerte pueda romper definitivamente la unión con Yavé (cf., por ejemplo, Sal
73). En el Nuevo testamento resulta aún más claro:
La resurrección de los
pecadores sólo se menciona en Juan 5,28; Hch 24,15. Esto depende del hecho de
que la noción de resurrección está enteramente condicionada por la concepción
según la cual la vida (y por tanto también la vuelta a la vida) es una
bendición incomparable (Mt 16,26). Así, pues, no era lógico hablar de resurrección
a propósito de los pecadores, ya que estos habían perdido el derecho a la vida
como consecuencia de su perversidad; su suerte definitiva se señalaba
preferentemente como ‘perdición' y ‘ruina'.
La idea de salvación va
igualmente por el mismo camino. Si se me permite una alusión personal, debo
decir que el intento de pensar en todas las consecuencias de la experiencia
cristiana de la salvación me llevó, ya en 1977, a sacar esta conclusión:
Dios anuncia y realiza la salvación; de la condenación no sabemos más -ni
tenemos derecho a saberlo- que el hecho puramente negativo de que ella es la
no-salvación. Hasta el punto de que, posiblemente, sería muy acorde con el
espíritu más genuino de la Biblia el concebirla como la negatividad total: a
este ser impotente y mortal que es el hombre, Dios le ofrece la gracia infinita
de la vida eterna; aceptarla es la salvación, vivir para siempre; no aceptarla
es la condenación, la muerte.
Y aseguraba ya también la
legitimidad cristiana del razonamiento:
Y no se tema que pensar así
llevaría a ‘aguar' el cristianismo. Sólo una concepción mezquina del valor de
la existencia y de la salvación, sólo la trágica miopía de quien no se da
cuenta de lo irreparable e inmenso que es exponerse a perder la Vida, podría
sacar una conclusión de este estilo. Unamuno, que sabía algo de las verdaderas
angustias del hombre, llegó a decir: ‘prefiero el fuego eterno del infierno al
frío absoluto de la nada'.
Después, mis lecturas me
llevaron a comprobar que, en realidad, esta idea tiene una presencia muy fuerte
en la tradición.
Ya san Ireneo insinúa lo
fundamental: "La comunión con Dios es la vida, la luz y el gozo de los
bienes que vienen de Él. Al contrario, a los que se separan voluntariamente de
Él, les inflige la separación que ellos mismos escogieron. Ahora bien, la separación
de Dios es la muerte". Si bien, como señala el padre Orbe, Ireneo no saca
la conclusión de la caída en la nada, sino la de una "muerte paralela a la
eterna vida de los justos".
Fue sobre todo a partir de
la Ilustración, influida en este punto por los socinianos, cuando la idea se
extendió con fuerza, principalmente en la tradición inglesa. Vale la pena
expresar este estado de opinión nada menos que con las precisas y limpias
palabras de Jorge Luis Borges:
Dos argumentos importantes
y hermosos hay para invalidar esa eternidad. El más antiguo es el de la
inmortalidad condicional o aniquilación. La inmortalidad, arguye ese
comprensivo razonamiento, no es atributo de la naturaleza humana caída, es don
de Dios en Cristo. No puede ser movilizada, por consiguiente, contra el mismo
individuo a quien se le otorga. No es una maldición, es un don. Quien la merece
la merece con cielo; quien se prueba indigno de recibirla, muere para morir,
como escribe Bunyan, muere sin resto. El infierno, según esta piadosa teoría,
es el nombre humano blasfematorio del olvido de Dios. Uno de sus propagadores
fue Whately, el autor de ese opúsculo de famosa recordación: Dudas históricas
sobre Napoleón Bonaparte.
En nuestros días la idea se
va extendiendo con cierta fuerza. Christian Duquoc, aunque sólo como hipótesis,
la expuso con fuerza en 1984. Entre nosotros le dedica mucha atención Andrés
Tornos, que se esfuerza sobre todo en elaborar con exquisito cuidado el
contexto hermenéutico en que deben ser leídos hoy los datos tradicionales.
Después de pasar revista a las diversas teorías, se inclina por interpretar la
no-salvación como "no-existencia", como "no-existencia
total".
Últimamente la expone E. Schillebeeckx
con su habitual finura teológica. Lo hace con modestia -"aunque con cierto
temor esto es lo que me represento como solución cristiana más plausible"-,
pero con fuerza de convicción. Insiste en la asimetría entre salvación y
condenación, en el carácter no bíblico de la idea de inmortalidad natural, en
la consiguiente coherencia de la "muerte segunda", que responde a la
lógica interna del mal, y en el triunfo final del bien sin la terrible sombra
de un mal positivo que lo flanquee por toda la eternidad: los condenados
"sencillamente, ya no son, y no pueden tener ni siquiera noción de la
dicha que están gozando los buenos. Pero no existe reino infernal de las
sombras junto al reino eternamente feliz de Dios".
Espero que el lector se
habrá dado cuenta de que, si hago tan densas las referencias en este punto, es
porque la delicadeza y seriedad del tema así lo postula. No se trata de una
opinión ligera o que no tenga en cuenta la fuerza de la tradición. Igual que
lo hecho para la opinión anterior, digo para ésta: nadie tiene derecho a
acusarla de poner en peligro los datos fundamentales de la fe. Más bien ofrece
una coherente visión de ella, al mismo tiempo que preserva el respeto para la
dignidad de la libertad humana.
Personalmente durante tiempo me ha parecido la salida más plausible. Hoy
concedo más importancia a una dificultad, que me hace pensar en la posibilidad
de ir aún más allá de ella, tal como pretende la tercera opción.
4.3 El infierno como "condenación"
de lo malo en cada uno.
4.3.1 Sentido de la propuesta
El punto más crítico de la
primera postura radicaba en el problema de la inmortalidad natural: sin ella
resulta muy difícil pensar en una existencia de tormento eterno, pues tendría
que ser mantenida directamente por Dios con esa finalidad. El punto crítico de
la segunda está en el problema de la finitud de la libertad. Dada la delicadeza
y complejidad de la cuestión, enunciaré primero de manera global la intención
de esta postura. Luego será más fácil seguir los razonamientos de detalle.
La cuestión es esta. Se
entiende bien que Dios no quiera ni "pueda" forzar la libertad
humana: si alguien libremente se niega a acoger la Vida, Dios tiene que
respetarlo y, con dolor de Padre, dejarlo desaparecer, caer en la "muerte
segunda", pues eso es lo que el no-salvado ha escogido. Aquí radica la
fuerza de la postura anterior. Pero ahora surge otra dificultad: ¿puede una
libertad finita, y por tanto condicionada, tener una opción tan absoluta que
la lleve a escoger la nada? ¿Non resultará más plausible una salida intermedia?
Ahí radica, en efecto, el
fundamento principal para una tercera opción: la libertad es algo muy serio y
tiene consecuencias graves y terribles, pero no tan incondicionada que pueda
llevar a la negatividad absoluta de la nada.
De ese modo conjugando los
dos polos -un Dios que lo quiere hacer todo por salvar y una libertad que es
tan sólo limitada- se llegaría a una auténtica mediación: Dios salva cuanto
"puede", es decir, cuanto la libertad finita le permite. Dado que
ésta no es total, Dios salva aquel resto de bondad que parece no poder quedar
nunca anulado por ninguna acción mala.
Habría, pues, condenación real y definitiva, pues se pierde todo aquello que no
se le permite salvar a Dios; pero desaparecería la desproporción que parece
intolerable entre lo finito de la culpa y lo infinito de las consecuencias.
La visión final de
"Dios todo en todos" alcanzaría así toda su gloria objetiva y toda su
positividad subjetiva, pues no habría por toda la eternidad ni la sombra
tremenda de los condenados (primera postura) ni siquiera el hueco doloroso e
irreparable de la ausencia para siempre de tantos seres queridos (segunda
postura).
Sería la gloria total, y en
ella la desigualdad real no sería impedimento: asumida en la gratitud
reconocida y en la comunión sin rivalidades, sería para todos el modo de la
felicidad, pues cada uno se lograría a sí mismo en la medida total de su propio
ser ya plenamente aceptado, gozado, y reconocido. Ya lo dijo San Pablo,
hablando de la resurrección: "Aún entre estrella y estrella hay diferencia
de brillo" (1 Cor 15,41), sin que eso merme en nada la gloria y la
felicidad de la plenitud definitiva.
Intentemos ahora aclarar
algo los problemas de detalle.
4.3.2 Transcendencia y finitud de la libertad
El punto clave está en la
transcendencia decisiva de la libertad: frágil, pero que representa, sin duda,
el constitutivo más fundamental de la libertad humana. Algo en lo que insistió
siempre con especial énfasis Karl Rahner, y que no deja de aplicar a este
problema. Hasta el punto de que -aunque no sin ciertas vacilaciones- explica
para él la posibilidad de la condenación total. La ve, en efecto, como la
"facultad de lo definitivo":
Por esto, la libertad no es
precisamente la capacidad de revisar siempre de nuevo, sino la única facultad
de lo definitivo, la facultad del sujeto que mediante esa libertad ha de ser
llevado a su situación definitiva e irrevocable; por ello, y en este sentido,
la libertad es la facultad de lo eterno. Si queremos saber qué es ‘definitivo',
entonces hemos que experimentar aquella libertad transcendental que es
realmente algo eterno, pues precisamente ella pone un carácter definitivo,
que desde dentro ya no quiere ni puede ser otra cosa.
Cierto, pero cuando se baja
a lo concreto, no resulta tan fácil definir el alcance de tal definitividad.
¿Puede una libertad finita llegar a disponer totalmente de sí misma? ¿Puede
una libertad que, como ya había observado Kant, es "retorcida" pero
no "demoníaca", es decir, capaz de querer el mal por el mal, optar
por la infelicidad total, por la nada absoluta? ¿Puede, dicho en términos más
concretos, hacerse tan totalmente mala, que no quede en ella nada bueno?
Hoy, cuando la psicología
de las profundidades nos ha hecho tan conscientes de los condicionamientos
tan hondos y nunca totalmente clarificables de nuestra libertad, percibimos
bien la gran fuerza de estas preguntas.
De hecho, el mismo Rahner
reconoce, de manera muy clara, la imposibilidad de una total transparencia de
la libertad finita en sus actuaciones concretas: "el sujeto nunca tiene
una seguridad absoluta en relación con el carácter subjetivo y, en
consecuencia, con la cualidad moral de tales acciones particulares";
hasta el punto de que "bajo el crimen aparentemente más grande puede a
veces no ocultarse nada, por tratarse tan sólo de un fenómeno propio de una
situación que todavía no es personal". Más aún, insiste en un aspecto que
por su calado ontológico tiene especial relevancia para la cuestión: "la
desigualdad del sí frente al no", en el sentido de que el "sí"
representa la fuerza y dinamismo constitutivos de la libertad, mientras que el
"no" es por naturaleza algo secundario, en cuanto responde tan sólo a
un desvío o a una impotencia de ese dinamismo:
El no de la libertad frente
a Dios, puesto que está llevado por un sí transcendentalmente necesario a Dios
en la transcendencia, y de otro modo no podría existir en absoluto -o sea,
significa una autodestrucción libre del sujeto y una contradicción interna de
su acto-, no puede concebirse como una posibilidad de la libertad igualmente
poderosa en el plano ontológico-existencial que el sí a Dios. (...) todo ‘no'
recibe un préstamo del sí a la vida que tiene, ya que el ‘no' se hará siempre
comprensible desde el sí y no a la inversa.
A través del difícil texto
de Rahner tal vez no resulte imposible intuir la figura de la tercera
posibilidad: la de que el no de la libertad humana a la salvación de Dios, sea
real sin ser total, sea rechazo terrible y destructivo sin llegar a la
anulación: sea condenación real y verdadera -por la inmensa pérdida que, en
todo caso, supone- sin aniquilar el resto de bondad que existe siempre en toda
persona.
Si también aquí se me
permite una alusión de carácter personal, debo decir que esta posibilidad me
fue sugerida por primera vez en una charla de Tony de Mello. Con su
incomparable capacidad de fabulación parabólica, él lo expresaba diciendo que
las ovejas y los cabritos del juicio final no se refieren a dos clases de personas,
sino a dos realidades dentro de cada persona. Se salvará, pues, lo bueno que
hay en cada uno y se perderá, anulándose, lo malo. Lo curioso es que, más
tarde, pude aprender en Hans Urs von Balthasar que esta idea había sido
expuesta ya a la letra nada menos que por San Ambrosio de Milán: idem homo et
salvatur ex parte, et condemnatur ex parte, "la misma persona se salva en
parte y se condena en parte". O, como el mismo Balthasar explicita con
palabras de Adrianne von Speyr: "Cada pecador escuchará ambas palabras:
‘apártate de mí al fuego eterno', y: ‘venid, benditos de mi Padre'".
Rahner mismo, que no saca
la conclusión, pone, con validez adaptable al presente contexto, la base para
la posibilidad de esta interpretación:
Si aplicamos correctamente
una hermenéutica exacta de los enunciados escatológicos, estas descripciones
bíblicas del final del individuo y de la humanidad entera pueden entenderse de
todo punto como enunciados sobre posibilidades del hombre y como advertencia
sobre la seriedad absoluta de la decisión.
Un pensador tan agudo como
Juan Luis Segundo, que sintoniza muy bien con Rahner, estima que desde su
concepción de la libertad -"si se examinan cuidadosamente sus palabras,
más allá de su apariencia"- cabría muy bien defender esta tercera postura.
La "seriedad mortal" de la libertad no implica "la posibilidad
de opción por el mal absoluto por parte del hombre". El mismo Rahner
había mostrado en su estudio sobre el concepto teológico de la concupiscencia
que la libertad humana no es capaz de personalizar todo lo que hay en ella de
naturaleza, es decir, siempre queda algo que no resulta transparente a su
dominio ni moldeable por sus opciones.
De forma más positiva, el
teólogo sudamericano ya había buscado antes un apoyo en aquel conocido texto en
donde San Pablo enseña que todas las personas tienen algo que salvar, incluso
aquellas cuyas malas obras quedan anuladas en el juicio: "quedará sin
paga, pero él personalmente se ha de salvar, aunque como quien ha escapado del
fuego" (1 Cor 3,15). Expresa así la coherencia cristiana de su postura:
La libertad del hombre no
consigue nunca personificar totalmente el mundo natural (y a la segunda
naturaleza que es la sociedad). (...)
La gracia increada,
ilimitada, del amor divino se vuelve gracia creada que se abre paso, con
dificultad, en el mundo de los determinismos naturales. Dios es amor sin
medida, pero, al darse a nosotros, entra en el mundo de la medida, propio de
todos los seres finitos.
Se explica así, a la vez,
que el amor salga siempre vencedor. Lo que hay de vida divina en el hombre es
indestructible, irreversible, fiel. Y ni la muerte ni el pecado pueden
destruir ese amor. Esa es la base de la certeza de la resurrección".
Cabe pensar que de esta manera está dicho lo fundamental. Pero podría quedar
aún la impresión injusta de que se trata de una opinión no suficientemente
fundada o carente de todo apoyo en la tradición. Vale la pena consagrar unas
breves reflexiones a clarificar, aunque sea de modo esquemático, algunos
aspectos más relevantes.
4.3.3 El "agradecimiento" de Dios
Pensar "de arriba a abajo",
es decir en este caso, pensar desde Dios, poniéndose de algún modo en su lugar,
resulta siempre una tarea osada y debe hacerse con suma cautela. Sólo puede
conseguir una cierta legitimidad cuando se apoya en intuiciones claramente
seguras desde la experiencia de la revelación y trata de no salirse de los
concretos aspectos iluminados por ellas.
En este sentido hay algo
que, en perfecta consonancia con todo lo anterior, llama la atención en la
actitud divina tal como se nos refleja en textos fundamentales que pueden tener
relación con nuestro problema. Se trata de lo que pudiéramos llamar el
agradecimiento de Dios. Recuérdese simplemente la motivación que aparece en la
simbología del juicio final: "porque tuve hambre..., porque estaba [yo] enfermo...". Palabras que hacen eco estrictamente simétrico a las
que acompañan a la llamada central del amor: "a mí me lo hicisteis",
"a mí me acoge"... y que delatan por parte de Jesús una implicación
personalísima, una identificación total y agradecida con la persona
beneficiada.
El nazareno agradece como
propios los beneficios hechos a los demás, sea cual sea su magnitud: "ni
siquiera un vaso de agua quedará sin recompensa". Y es obvio que en estas
expresiones él aparece con especial intensidad como la "parábola de
Dios", como la expresión más genuina de su actitud para con nosotros.
Reflejo, pues, de ese Dios que se preocupa únicamente del huérfano y la viuda,
del oprimido y el marginado; en definitiva, de todo hombre y mujer a quien,
como "hijo" e "hija", prefiere a cualquier sacrificio u
holocausto en su honor (recuérdense los profetas en el Antiguo Testamento y la
palabra de Jesús en el Nuevo: "deja tu ofrenda delante del altar, y ve
primero a reconciliarte con tu hermano": Mt 5,23).
Pues bien, es evidente que
no existe nadie que alguna vez no haya hecho el bien a alguien. Ni el más
perverso de los humanos ha estado sin ningún tipo de amor, ni el peor de los
criminales dejó de hacer en muchas ocasiones el bien a algún prójimo, es decir,
a un hijo o hija de Dios...; en definitiva, a Dios. La conclusión se comprende,
y cabría expresarla así, aunque sea en palabras demasiado humanas: el Dios que
agradece y recuerda -la memoria amorosa del Señor como fuente de vida
constituye un motivo muy importante de la visión bíblica- hará todo lo posible,
aprovechará todo resquicio, para mantener viva por siempre cualquier brizna de
bondad que en algún momento haya germinado en la más apartada de sus creaturas.
Repitámoslo: salvará lo
posible, rescatará, aunque sea "como a través del fuego", todo cuando
le permita la libertad humana, en ese juego misterioso que sólo Él resolverá
-en la infinita gratuidad del amor- entre la comprensión infinita por su fragilidad
y el respeto exquisito por su autonomía. En cualquier caso, parece que por aquí
recibe un refuerzo importante y cordial la tercera posibilidad que estamos
examinando.
4.3.4 El "infierno" como salvación
definitiva de lo real
A estas alturas y
debidamente contextualizada, cabe incluso aventurar la paradoja: el infierno
así entendido acaba revelándose como el último rostro de la salvación.
Para que se entienda
debidamente esto, que mal entendido pudiera sonar o a barata bisutería
conceptual o a cruel sarcasmo psicológico, adelantemos ya el sentido de la
proposición: eliminado el mal, es decir, extinguida toda negatividad y
rescatado hasta el último resto del bien, es decir, todo lo positivo del
esfuerzo humano y del dinamismo creador, se instaurará la plenitud definitiva,
como gozo y gloria para todos. Será la "plenitud" largamente
esperada, el "cumplimiento" de los tiempos, el "pléroma"
anticipado en Cristo.
En la carta a los Romanos
aparece como espera en trance de alumbramiento:
De hecho, la creación entera otea impaciente aguardando a que se revele lo que
es ser hijos de Dios; porque, aunque sometida al fracaso (...), esta misma
creación abriga una esperanza: que se verá liberada de la esclavitud a la
decadencia, para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios.
Sabemos que hasta el
presente la creación entera sigue lanzando un gemido universal con los dolores
de su parto. Más aún: incluso nosotros, que poseemos el Espíritu como primicia,
gemimos en lo íntimo a la espera de la plena condición de hijos, del rescate de
nuestro ser, pues con esta esperanza nos salvaron (Rm 8,19-24)71.
En el Apocalipsis la
esperanza se convierte ya en visión anticipada de lo que será todo, cuando la
negatividad haya sido anulada y no quede ya sombra de ningún tipo: ni lo que
sería el hueco oscuro de los para siempre desaparecidos ni, peor, lo que sería
el abismo espantoso de los para siempre atormentados. Limpiado lo caduco,
purificado lo torcido, rescatado el sufrimiento y plenificado el gozo, todo
"se hará nuevo" y será "un cielo nuevo y una tierra nueva".
Más allá del juicio y por encima de cualquier matemática de premio o castigo,
la voz proclama para toda la eternidad:
Esta es la morada de Dios con los hombres; Él habitará con ellos y ellos serán
su pueblo; Dios en persona estará con ellos y será su Dios. Él enjugará las
lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo de
antes ha pasado (Ap 21,3-4).
Largos siglos de tradición
alertan contra todo dogmatismo, impidiendo afirmar que sólo la tercera
alternativa, a que nos estamos refiriendo, puede dar cuenta de estos datos y
conservar una cierta coherencia. Pero ciertamente no parece en exceso
aventurado decir que en ella brillan con luz más espontánea y pueden ser
mantenidos en todo su esplendor.
El "infierno"
comprendido de ese modo, por lo que supone de pérdida irreparable de plenitud
posible, deja sentir su aspecto trágico, su dura y apremiante llamada; pero al
mismo tiempo pierde su absolutización estática, para acabar integrado como un
momento dinámico en la plenitud real que, ya sin sombra de ningún tipo,
constituirá el gozo y la gloria en que, cada cual a su modo, vivirán todos los
seres que un día se han abierto a la conciencia y con ella al ansia de
felicidad total. El sueño del Creador se verá cumplido, pues, aunque -como el
Cordero del Apocalipsis- no haya podido evitar las heridas de la historia, al
final, con toda verdad y con seguridad irreversible, "Dios será todo en
todos" (1 Cr 15,28)72.
4.3.5 Anticipaciones y presencia en la tradición
Para terminar esta ya larga
exposición, vale la pena volver de nuevo a la historia, para restablecer de
algún modo esa dialéctica de continuidad en la novedad que es tan típica de la
fe cuando se renueva desde sus raíces más auténticas. Porque lo cierto es que,
siendo minoritario, este modo de ver no estuvo nunca ausente de la tradición.
Todo lo contrario: ha
habido siempre una corriente de profundo calado, que no renunció a esta
posibilidad. Basta con traer a la memoria la doctrina de la apocatástasis o
"restauración de todas las cosas" por medio de Cristo (cf. Hech
3,21). Orígenes fue el gran defensor, pero no estuvo solo; lo siguieron muchos
y no pequeños: Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Dídimo el Ciego, Evagrio
Póntico, Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, quizás Juan Crisóstomo. EL
rechazo oficial cortó el movimiento; pero, aun así, aparecerá más tarde en
Escoto Eriúgena, Amalrico de Bene, los Hermanos y Hermanas del Libre Espíritu y
los Anabaptistas.
A partir de la Ilustración,
aunque de ordinario con cierto aire esotérico, fueron muchas las personalidades
teológicas que defendieron la idea o simpatizaron con ella: Schleiermacher fue
acaso el más influyente. En la teología actual las sostenidas y complejas
reflexiones de Karl Barth y Hans Urs von Balthasar le han conferido una matizada
pero fuerte presencia. Desde la filosofía de la religión -muy marcada por el
diálogo con las religiones no cristianas- se les une John Hick, con un
pensamiento de resonancia creciente.
La fuerza de esta postura,
que en realidad la convierte en una raíz nunca desarraigable del todo y siempre
dispuesta a rebrotar, está, por un lado, en la percepción del poder de la
gracia de Dios y de su voluntad salvadora, siempre dispuesta al perdón; y, por
otro, en toda una línea de la Escritura que sugiere de diversos modos una
reconciliación total para el final de los tiempos. Su debilidad -tal como suele
presentarse- puede venirle de dos puntos principales, que por eso vale la pena
aclarar.
1) El primero consiste en
su (excesivo) verticalismo teocéntrico. Los defensores dan muchas veces la
impresión de razonar casi en exclusiva desde Dios: desde su sabiduría y su
poder. Pero, a mi parecer, no está ahí el polo decisivo del problema. Porque
es obvio que de Dios siempre podemos estar seguros. Él obra por amor y hace
cuanto está en su mano para salvarnos: si "puede" -es decir, si es
posible, si no es algo contradictorio, una nada, un sin-sentido-, ha
demostrado que lo hace. La dificultad real radica en saber lo que es posible
desde nosotros: de qué es capaz nuestro ser finito, en qué medida le permite a
Dios que lo salve.
Obviamente, tratándose de
autores de esta categoría, habría que matizar mucho. Pero acaso no sea del todo
injusto afirmar que, al proceder "desde arriba", tienden a colocar el
problema allí donde no está. Sus soluciones, dentro de una cierta grandeza,
resultan entonces artificiosas y poco convincentes. Barth insiste en la
predestinación, aunque transformándola radicalmente: el pecador, a pesar de su
apartarse de Dios, es un predestinado; la condenación que él merece cae sobre
Jesucristo, que la supera soportándola en la cruz (incide así en su típica y
peligrosa retórica del castigo y abandono del Hijo por parte del Padre, que,
bien mirado, puede llegar a lo teológicamente horrible).
Urs von Balthasar realiza
un esfuerzo admirable por la tenaz generosidad de su intención, que llegó a
causarle serios disgustos; pero más de una vez se tiene la impresión de que sólo
la fuerza de su genio le impide caer en un discurso "gnóstico".
Difícilmente puede convencer cuando razona que el pecador abandonado en su
perdición puede, más allá del tiempo, ser convertido por Dios que le presenta
a Cristo aún más abandonado que él:
Cabe -dice citándose a sí
mismo- ‘reflexionar si no le es posible a Dios salir al encuentro del pecador,
que se apartó de Él, en la figura del Hermano crucificado y abandonado por
Dios; y hacerlo de tal modo que el que se apartó comprenda: éste que (como yo)
está abandonado por Dios, lo está por mi causa. Aquí ya no se podría hablar de
una violación de la libertad, si Dios a aquel que escogió (o acaso debamos
decir cree que escogió) la total soledad de ser-sólo-para-sí, se le aparece en
su soledad como el más solo aún. El pobre, dice Claudel en una poesía, no tiene
amigo más fiable que aquel que es aún más pobre.
John Hick es más concreto,
pero gasta también mucho esfuerzo en cuadrar el círculo de mostrar cómo le es
posible a Dios lograr que el hombre acabe haciendo libremente lo que Él quiere
que haga. Distinguiendo entre el aspecto "lógico" y el aspecto
"moral" del problema, concluye:
Parece imposible moralmente
(aunque no lógicamente) que los recursos infinitos del amor infinito actuando
en el tiempo ilimitado puedan ser frustrados eternamente y que la criatura
rechace su propio bien, que le es presentado en una serie ilimitada de
recursos.
Tal tipo de argumentos y
razones puede resultar agudo. Pero suena demasiado artificioso. En su lugar,
resulta mucho más sencillo -y creo que más realista y verdadero- partir de que
Dios hace, efectivamente, todo lo que le es posible; después, apoyados en esta
confianza, concentrarse en las posibilidades de la creatura. De este modo, por
un lado, respetamos la transcendencia y el amor divino y, por otro, operamos
con datos, siempre de algún modo verificables, de nuestra experiencia. Es lo
que aquí hemos intentado al partir de la limitación de la libertad humana -dato
cierto y evidente-, para desde ella explorar las posibilidades concretas: desde
una libertad no absoluta parece, en efecto, posible concebir -sin artificio
lógico de ningún tipo- que siempre quede en ella algo de bondad que le permita
a Dios ejercer la fuerza absoluta de su amor.
Y aquí tal vez convenga
aprender, sobre todo de Hick, a tener más en cuenta una posibilidad, presente
en la tradición, pero poco explotada: la de que después de la muerte quepa aún
un ejercicio efectivo de la libertad.
Al hablar de esto, nos
movemos en lo desconocido y por principio inverificable; pero por eso mismo
acaso no debemos descartar a priori tal posibilidad. Sobre todo, cuando en la
propia tradición encontramos intuiciones que apuntan por ahí: tal el tema
medieval -renovado últimamente por Ladislao Boros- de la iluminación en el
momento de la muerte; y, con mucho más calado teológico, el del purgatorio,
como posibilidad transmundana de conversión (uso a propósito conversión y no
"purificación", para insistir en la necesaria participación de la
libertad, sin la cual, aún supuesta la iniciativa de Dios, no puede existir un
real proceso salvífico). Idea que, como se sabe, tiene profundas raíces en la
tradición de las religiones orientales, y en la que Hick pone especial énfasis.
(Aquí prefiero dejarla como sugerencia posible, sin hacer depender de ella el
razonamiento).
2) Pero hablábamos de dos
puntos débiles en la propuesta ordinaria de esta tercera postura. Pues bien, el
segundo consiste en la tendencia a ver la apocatástasis como una simple
restauración, como un volver al principio igualando todo. Con lo cual quedaría
muy desdibujada la seriedad existencial de la libertad. La consecuencia más
grave sería entonces que el lenguaje dual acerca de la salvación y de la
condenación quedaría completamente vacío de sentido.
Bien mirado, este punto va íntimamente unido al primero, a su exagerado
verticalismo. La visión desde arriba, al fijarse casi en exclusiva en lo que
Dios hace, pierde de vista la base antropológica, es decir, el hecho de que la
salvación divina sólo puede salvar lo que la libertad humana le permite (aunque
sea, claro está, en la intensificación inconmensurable de la gracia). Pero ese
simple cambio en el énfasis hace ver que en esta perspectiva ya no se trata de
una mera restauración: en la medida en que la libertad se cierra, se produce
pérdida real en la posibilidad de la salvación. Pérdida, por un lado,
irreparable -eterna- y, por otro, enorme, dado el valor supremo de lo perdido
-de lo que resulta condenado-.
Comprendo que a primera vista esto pueda dar la impresión de una interpretación
artificiosa, casi de un juego con las palabras. Y lo sería, si en estos
asuntos rigiese una lógica "comercial", que interpretase la salvación
de una manera objetivante y mezquina: "si me salvo, ya está; lo demás no
importa: me he librado del castigo". En cambio, en una "lógica del
amor", donde lo que importa es la profundidad de la comunión, el avance en
la intimidad, el gozo en la alegría del otro... la mínima pérdida tiene siempre
algo de tragedia irreparable.
Porque no se trata de un
premio añadido desde fuera, sino de la realización del ser en lo que tiene de
más íntimo y precioso.
Sólo quien ama de verdad intuye lo tremendo de la oportunidad perdida, de la
frustración infligida al amor, de la riqueza que se le sustrae a la esencia del
mundo... Cuando lo que está en juego es el Amor fundante, la realidad última,
la felicidad definitiva, nuestras medidas resultan literalmente incapaces de
calibrar la transcendencia inmensa de lo perdido, de lo ya para siempre frustrado.
Eso no anulará la realidad
de la salvación, pues ya aquí la misteriosa lógica del amor permite intuir la
paradoja de la felicidad de sentirse perdonado a pesar de todo, de gozarse en
la dicha que ya no puede ser la propia, pero que otros -los que se aman sin
rivalidad posible en la luz de la verdad definitiva- disfrutan y que por eso de
algún modo es también nuestra... Pero también nadie mejor que los que aman
sabrá qué seriedad mortal -qué "condenación"- significa para siempre
la pérdida eterna de lo no realizado en el tiempo, la frustración
definitivamente irreparable de la oportunidad que no podrá volver.
De nuevo, palabras que se exponen a no significar o, peor, que corren el riesgo
de la retórica. Pero acaso también, palabras que nos juzgan, porque no
asomarse siquiera a lo que ellas intentan anunciar, puede delatar que, en el
fondo, todavía no sabemos -no saboreamos- nada de lo que es la salvación.
Presos en el juego infantil del premio y del castigo, o acaso víctimas
inconscientes del espíritu de resentimiento o deseo de venganza, no intuimos
siquiera de lejos, ni la misteriosa maravilla de la salvación ni la terrible
apuesta de la libertad. Como esos cristianos que cuando descubren que Dios
salva de verdad en todas las religiones, piensan que entonces ya no sirve para
nada la dicha de descubrirlo como el Abbá que ha logrado revelársenos en Jesús
de Nazaret...
* * *
Pero la misma dificultad de
estas palabras nos trae a la memoria la cautela fundamental de la que partía
toda esta parte final. Estamos en el terreno de la conjetura. Hablamos de lo
que, por definición, sobrepasa nuestra capacidad de certeza y que, por tanto,
sólo nos es lícito proponer en la modestia de una propuesta en diálogo.
La seguridad está
únicamente en lo fundamental, en lo que verdaderamente importa: que Dios es
amor y que sólo quiere y busca por todos los medios nuestra salvación; que lo
hace en el respeto, exquisito y absoluto, a nuestra libertad, la cual, sí,
puede resistirse a su salvación; que sólo de esa resistencia procede la
no-salvación o "infierno"; que, sea éste lo que sea y consista en lo
que consista, tiene siempre algo de terrible e irreparable para nosotros, pero
que no es nunca un castigo de Dios, sino ante todo un dolor y una "tragedia"
para Él.
A partir de ahí, todo es
conjetura que únicamente puede aspirar a la legitimidad en la medida en que
trata de aclarar la seguridad de fondo; de tal manera que, por un lado, deje
patente del mejor modo posible el amor incondicional de Dios y, por otro, preserve
la frágil pero irrenunciable dignidad de la libertad humana.