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Habrá que analizar sus
consecuencias y alertar sobre los peligros, pero a nadie puede extrañar lo ocurrido.
Era cuestión de tiempo. Tanto el asesinato del embajador ruso en Ankara como el
atentado de Berlín se inscriben en una lógica imparable que, fruto a su vez de
una acumulación histórica anterior, comenzó hace ya cinco años: eso que la
revista Esprit llamó “nuevo
desorden global” y Pablo Bustinduy, del modo más elocuente, “geopolítica del desastre”.
Para entender ese marco
catastrófico que demanda nuevas catástrofes, en un rebote sin fin entre paredes
cerradas, conviene abordar el contexto desde la denuncia de una ilusión muy
peligrosa que parece imponerse entre la izquierda, y ello precisamente cuando
la izquierda retrocede en todo el mundo. Conocidos militantes
anti-imperialistas latinoamericanos, por ejemplo, interpretan el asesinato del
embajador ruso en Turquía como una “respuesta” al creciente protagonismo de
Rusia y China en el mundo, describiendo ese protagonismo, en tono positivo,
como “la peor pesadilla para EEUU”.
Esta interpretación
incurre, a mi juicio, en una doble ceguera. La primera es la de considerar que
el pistolero turco, al disparar sobre el diplomático, estaba defendiendo de
algún modo los intereses estadounidenses, si es que no estaba dirigido o
comandado directamente desde Washington. La segunda, más grave, es la de
considerar que una “pesadilla para los EEUU” es necesariamente una liberación
para la humanidad; que cualquier acontecimiento o alianza o cambio
geoestratégico que ponga en dificultad a los EEUU se corresponde
automáticamente con una erosión del capitalismo y un fortalecimiento de la
democracia, la justicia social y los ddhh en todo el mundo.
Se diría más bien que está
ocurriendo lo contrario de lo que esperábamos y deseábamos. El declive
indudable de los EEUU se corresponde con una desdemocratización radical que anticipa
a escala ampliada y global una repetición oscura del sangriento siglo XX, pero
con una nueva polarización autista y sin esperanza.
Estamos de nuevo
–podríamos decir– en 1914, si bien no hay ninguna revolución de octubre a la
vista y sí, en cambio, un aumento colosal de las “fuerzas destructivas” y de
los imperialismos –y neofascismos– que las gestionan. Los radicales van ganando
y, aún más, están ya en los gobiernos; no somos “nosotros” ni “la clase obrera”
ni el “proletariado en armas construyendo el socialismo”. Los radicales son los
otros y sería un error imaginarse como “alternativa radical” –cuando la
“alternativa radical” también son los otros– y no menos apostar por uno de los
radicales enfrentados arguyendo que sus bombardeos aéreos, sus violaciones de
los ddhh, su autoritarismo y su capitalismo mafioso pone en aprietos a los
EEUU.
La justa indignación contra un mal concreto no introduce
necesariamente en el mundo ningún bien concreto y, si no tenemos recursos para
proponer materialmente una alternativa, podemos acabar multiplicando y hasta
magnificando los males concretos.
La izquierda tiene razón
en obsesionarse con Siria. Hay que comenzar por alguna parte. Podríamos empezar
por Sykes-Picot o por el pacto del Quincey o por Afganistán o por la más
reciente y criminal invasión de Irak. Cualquier punto es al mismo tiempo una
condensación y una oportunidad de intervención. Pero es bueno comenzar allí
donde de pronto son los pueblos los que toman la palabra. Empecemos en 2011.
Una parte de la izquierda
insiste en reprochar a esos pueblos –sospechosamente “árabes”– su inoportunidad
y torpeza, como culpables de esta nueva geopolítica del desastre, en una
acusación semejante a la del juez machista que exime de responsabilidad al
violador porque su víctima llevaba una falda corta o tenía pelo y cuerpo o
sencillamente respiraba. Si esos pueblos, que no podían ganar, no se hubieran
levantado contra el opresor…
Este argumento es tan
ultraconservador –tan “soviético” si se quiere– que en realidad es tremendamente
“de derechas”. Lo es hasta el punto de proporcionar argumentos a las nostalgias
imperiales: cuánto mejor hubiera sido que los filipinos hubieran aceptado el
yugo español en 1898, más benigno que el estadounidense que lo siguió; y qué
error el de los árabes en 1914 al rebelarse contra el imperio otomano,
sustituido por el atroz colonialismo inglés y francés; y qué locura la de los
palestinos en 1936, cuando se rebelaron contra el protectorado británico sin
comprender que iban a caer en las garras de Israel. Eso por no hablar de los
revolucionarios rusos que en 1917 no comprendieron que su levantamiento contra
el zarismo iba a traer consigo la guerra civil, el estalinismo, los gulags y,
setenta años más tarde, la más catastrófica restauración del capitalismo (y del
zarismo).
Ahora bien, es cierto que
Siria es de alguna manera la vía muerta de la revolución democrática que
comenzó en 2011, así como el principio de la desdemocratización que, desde
allí, se extiende hoy por el mundo. Siria devuelve el protagonismo a las
dictaduras: las ya existentes se envalentonan (Arabia Saudí o Irán), las nuevas
son aún más severas que las derrocadas (Sisi en Egipto y la sombra de Hafter en
Libia) y las que parecían superadas se contraen (la deriva autoritaria de Erdogan
en Turquía).
Siria es también la causa
de la doble radicalización que caracteriza el neofascismo europeo: el ascenso
de la extrema derecha y la reactivación del yihadismo terrorista. Siria es
también la causa de la decadencia de la hegemonía estadounidense que, de manera
indirecta, explica a su vez el triunfo electoral del neofascista Trump en
Washington. Siria es también la causa, en fin, del retorno de la Rusia putinesca,
hipernacionalista y mafiosa, a la escena internacional, mediante bombas no
menos destructivas ni más liberadoras que las de EEUU en Irak y en Afganistán o
las de Israel en Gaza.
De todas estas
calamidades, cierto, son responsables los pueblos que reclamaron pacíficamente una
pizca de democracia, unos gramos de dignidad, unos centímetros de justicia
social y no la dictadura que les respondió con bombas de barril; las potencias
occidentales que los abandonaron; las teocracias del golfo que aprovecharon la
ocasión para imponer sus agendas; las milicias yihadistas que se nutrieron de
huérfanos desesperados y nihilistas europeos y los países –Rusia e Irán– que
utilizaron todos los medios a su alcance –los mismos que EEUU tantas veces en
América Latina o en Vietnam o en Irak– para sostener hasta el límite a un
tirano asesino al que no le gusta que su pueblo tenga pelo y cuerpo y respire.
De la desdemocratización
del planeta tienen la culpa las mujeres y hombres que pedían democracia, ¿o
todos aquellos que, de derechas y de izquierdas, de forma activa o pasiva, los
han sacrificado? El paralelismo de la guerra civil española no es ni exagerado
ni fraudulento: la victoria allí del fascismo fue el umbral, no lo olvidemos,
de la segunda guerra mundial.
La diferencia hoy es que
la izquierda no juega ningún papel y por lo tanto la “guerra mundial” que se
avecina –terror contra terror en metástasis locales– no dejará ningún margen a
las luchas democráticas. La democracia ha muerto. Los ddhh –apenas una buena
idea– pertenecen al pasado. Asad, gran triunfador, es el modelo; y a la
izquierda impotente y vencida le gusta ese modelo porque incluso en EEUU se ha
impuesto, como ellos querían, un protodictador. El mundo multipolar es un mundo
multidespótico, lo que sin duda es un gran progreso para los que creen que los
pueblos del mundo llevan medio siglo pidiendo a gritos (¡libertad! ¡libertad!)
bombas multinacionales –rusas, iraníes, chinas, indias, sirias, egipcias– en
lugar de solo “americanas”.
No me gusta la palabra
“fascismo”. En primer lugar porque funciona ya como una lítote: es decir, a
fuerza de utilizarla sin criterio para subrayar la gravedad de un fenómeno ha
acabado por quitar importancia a su objeto. A nadie la asusta el “fascismo”,
que pertenece al pasado y no define sino nuestro deseo subjetivo de
indignación. Y sin embargo hay motivos para asustarse. No sabemos cómo llamar
al nuevo fascismo, que es además muy diferente del de los años 20 y 30 del
siglo pasado.
El fascismo clásico era
antirreligioso, anticonservador y “revolucionario”; incluso “anticapitalista”
en su discurso y su liderazgo. Al mismo tiempo arraigó y se extendió en una
Europa ideológicamente polarizada y realmente revolucionaria que ya no existe.
Pero podemos llamar “fascismo” con prudencia a lo que viene –a lo que se está
imponiendo– en el sentido de que el fascismo clásico fue el resultado de y
acompañó a un proceso de desdemocratización radical, exactamente igual que
ahora.
Si Siria es, de alguna
manera, la fuente contaminante –o una de ellas– la responsabilidad de las
grandes potencias y de la propia izquierda en este proceso de
desdemocratización es innegable y reprobable. En un mundo en el que ya no hay
alternativa sistémica, ni siquiera imaginaria, y en el que los medios de
destrucción se han multiplicado al infinito, se va cerrando cada vez más el
campo de nuestras elecciones políticas. En un mundo así la lucha por la
democracia, los DDHH y la justicia social queda postergada sine die -y
prohibida y criminalizada– en nombre de la seguridad física y “cultural”. En un
mundo así, entre bombardeos y atentados terroristas, habrá que buscar y
encontraremos sin duda buenos motivos egoístas, antropológicos, de pura
supervivencia geopolítica, para escoger entre una dictadura u otra: Trump,
Putin, Asad, Le Pen o el ISIS. Pero ninguno de esos motivos podrá ser nunca “de
izquierdas”.
En la historia todo ha
empezado siempre ya. Pero todo empezó esta vez porque unos pueblos locos
quisieron respirar y reclamaron democracia, justicia y dignidad. Y todos los
gobiernos y todos los partidos –sin excepción– corrieron a enterrarlos e
imponer, contra ellos, contra todos nosotros, un neofascismo global. Alepo, Ankara,
Berlín son algunos de sus terrenos de juego.