Jon Sobrino: El impacto del Pacto de las Catacumbas en la Iglesia
de hoy
Discurso en la Universitá Urbaniana, Roma 14 de Noviembre. 2015
Poco antes del Concilio volvió a surgir con fuerza lo que en mi opinión
es el problema histórico fundamental de una Iglesia que se remite a Jesús de
Nazaret y que, en fe, confesamos como su cuerpo en la historia. Este problema fundamental
es la relación de la Iglesia con los
pobres reales, los que no dan la vida por supuesto, ni la seguridad, ni la dignidad.
Lo que acabamos de decir no es rutinario. Ni es una manera de defender la
teología de la liberación, ni de
apoyar al Papa Francisco, ni de
recordar al poverelo de Asís. Es
central en nuestra fe. Jesús de Nazaret anunció la buena noticia a los pobres,
y, escandalosamente, únicamente a los
pobres. Y además los defendió y se enfrentó a los empobrecedores. Y por ello murió
una muerte de esclavos, vil y muy cruel: fue crucificado.
En otro pasaje de los orígenes del cristianismo, no muy recordado pero muy
importante, Pablo se defiende de los judeocristianos, que sospecharon mucho de
él y nunca le dejaron en paz, con este argumento contundente: “en la reunión de
Jerusalén solo nos pusieron una condición: que no olvidásemos a los pobres de
Jerusalén”. Pablo lo cumplió a rajatabla, dio vueltas por el imperio recogiendo
limosnas y volvió a Jerusalén, corriendo allí grandes peligros, para entregar
las limosnas para aliviar a los pobres.
Desde sus orígenes en Jesús y en las comunidades de Pablo es esencial
para la Iglesia hacer de los pobres reales una realidad central. Si los ignora,
no es la Iglesia de Jesús.
1.
Juan XXIII y el Concilio. “La
Iglesia de los pobres”. 1962.
Hace cincuenta años un grupo de obispos retomaron el
tema fundamental de la iglesia y los
pobres. Firmaron un pacto, no muy
conocido, pero que estos días vuelve a salir a la luz. Fue un acontecimiento
extraordinario, nada normal. Con este pacto quisieron apoyar al Papa Juan XXIII,
y animarse unos a otros.
En efecto, poco antes de la inauguración del Vaticano II
Juan XXIII había dicho en un radiomensaje, sosegada pero incisivamente, estas sorprendentes
palabras: “Para los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como
es y como quiere ser, como Iglesia de todos, y en particular como la Iglesia de los pobres”.
Ya existían ideas e impulsos novedosos
en esa dirección: los sacerdotes obreros en Francia con el apoyo del cardenal
Suhard, voces del tercer mundo como la de Don Helder Cámara en Brasil y la de
monseñor Georges Mercier de los misioneros de África. Y es importante recordar
que estos grupos también propugnaban una ruptura con la civilización del
capitalismo con el que la Iglesia católica se había avenido a pactar.
Comenzado el concilio, otros
obispos iban en la misma dirección. El cardenal Gerlier, arzobispo de Lyon, en
una reunión en el colegio belga el 26 de octubre de 1962 habló del deber de la iglesia
de adaptarse con la mayor sensibilidad posible al sufrimiento de muchìsima
gente. Refiriéndose a las tareas del concilio dijo: “Si no examinamos y
estudiamos esto, todo lo demás corre el riesgo de no valer para nada. Es
indispensable que a esta Iglesia, que no quiere ser rica, la despojemos de
todos los signos de riqueza. Es necesario que la Iglesia se presente como
lo que es: la madre de los pobres, preocupada sobre todo por dar a sus hijos el
pan del cuerpo y del alma”.
Y añadió las palabras citadas de Juan XXIII.
Sin embargo, el 6 de diciembre,
dos meses después de comenzado el concilio, el cardenal Lercaro dijo con cierto
patetismo: “[Tras] dos meses de fatigas y de búsqueda verdaderamente generosa,
humilde, libre y fraterna… todos sentimos que al Concilio le ha faltado hasta
ahora algo”. Y también él prosiguió con las palabras de Juan XXIII: “Si es la Iglesia de todos, hoy es
especialmente ‘la Iglesia
de los pobres”.
Ese día un periodista comentó que “el gran momento de la sesión de hoy se ha
vivido durante la intervención del cardenal Lercaro. Se podía cortar el
silencio con un cuchillo”. Al término del discurso de Lercaro la asamblea
conciliar estalló en aplausos.
Pero la Iglesia de los pobres no
prosperó. Es una notoria laguna en el concilio, con importantes excepciones
como la de Mons. Charles Marie Himmer, obispo de Tournai, quien dijo
lapidariamente “primus locus in ecclesia pauperibus
reservandus est”. Es importante reconocerlo. Y en mi opinión no hace ningún
bien ignorarlo aduciendo textos por muy importantes que sean por otros
capítulos. Uno de ellos es el de LG 8.
La Iglesia debe recorrer los mismos caminos de Cristo, quien realizó la obra de
la redención en pobreza y persecución”. Debe imitar y seguir a Cristo, quien se anonadó a sí mismo tomando la forma de
siervo (Fil 2, 6-7) y quien por nosotros siendo rico se hizo pobre (2Cor, 8-9), y por ello la Iglesia “no fue instituida
para buscar la gloria humana, sino para proclamar la humildad y la abnegación,
también con su propio ejemplo”. La
Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad, pues “Cristo
fue enviado a evangelizar a los pobres y
levantar a los oprimidos (Lc 4, 18)”. Finalmente, el texto hace una
importante afirmación sobre el lugar en que se puede encontrar a Cristo en la
historia: “la Iglesia
reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre y
paciente”. Y sobre lo que hay que hacer con ellos: “se esfuerza en remediar sus
necesidades y procura servir en ellos a Cristo“ (LG 8).
El texto es magnífico, pero no
aborda el ser pobre de la Iglesia en sus diversos
ámbitos de realidad, ni lo que los pobres hacen por la Iglesia, ni el destino de persecución que le sobreviene
por defender a los pobres, con la radicalidad con que le sobrevino a Jesús.
El segundo texto es el más citado.
“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias… sobre todo de los
pobres y de cuantos sufren son gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo” (GS 1). Es otro
texto magnífico. Expresa lo que la
Iglesia debe tener muy presente al estar en el mundo y ante
el mundo, e implica en qué dirección ético-histórica debe moverse su misión. En
el texto sin embargo, no se dice cómo
los pobres reales configuran a la
Iglesia real en su identidad de Iglesia ni cómo la hacen ser
sacramento de Jesús en la totalidad de sus dimensiones, ni cómo ellos son
principios de salvación para la humanidad y para la Iglesia.
2.
El pacto de las catacumbas. “Una
Iglesia servidora y pobre”. 1965
En el Concilio varios obispos
captaron pronto que para la mayoría de la asamblea una Iglesia volcada ella
misma hacia los pobres en pobreza y
sin poder no era asunto central. Los
tiempos no estaban para eso. El grupo
compartía la inspiración de Juan XXIII, y se reunió confidencialmente y con
regularidad en Domus Mariae a las
afueras de Roma, evitando conscientemente dar la impresión de querer dar una
lección a sus hermanos en el aula. Pensaron a fondo cómo debía ser la pobreza
de la Iglesia. Y
pocos días antes de la clausura del Concilio, el 16 de noviembre de 1965 cerca
de 40 obispos celebraron una eucaristía en las catacumbas de santa Domitila.
Fue presidida por Monseñor
Himmer, quien pronunció la homilía. Los obispos pidieron “ser fieles al
espíritu de Jesús”, y al terminar la celebración firmaron lo que llamaron
“pacto de las catacumbas: una Iglesia servidora y pobre”. El pacto era, objetivamente, un reto a los “hermanos en el episcopado”
a llevar una vida de pobreza y a ser una Iglesia servidora y pobre. Y
subjetivamente era una forma de animarse los firmantes, unos a otros, a cumplir
una tarea nada fácil. Los signatarios, latinoamericanos, de otros lugares del
mundo pobre, y también de países del primer mundo,
se comprometían a vivir ellos mismos en pobreza, a rechazar todos los símbolos
o privilegios de poder y a colocar a los pobres en el centro de su ministerio
pastoral. Así comienza el texto:
“Nosotros,
obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias
de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos por los otros
en una iniciativa en la que cada uno de nosotros ha evitado el sobresalir y la
presunción […] con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también
con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia
suya, nos comprometemos a lo que sigue”.
El texto es magnífico, y varias
cosas llaman poderosamente la atención.
La primera palabra del texto es
de absoluta importancia: “nosotros”. Hablan, pues, obispos, pero no hablan doctrinalmente
ni siquiera solo pastoralmente como obispos, sino –cosa rara- hablan personal y
existencialmente. No hablan a otros ni de otros, sino hablan a sí mismos y de
sì mismos. Y por la naturaleza del asunto, de lo que ellos hagan dependerá en
buena medida que el pacto comience a ser fructífero o no.
Firmar ese pacto supone una
sacudida importante para ellos y una llamada a su propia conversión. Tienen que
pedir al Señor fuerza y energía para ellos mismos para actuar como Jesús. Desean
que ese nuevo modo de vivir ellos como obispos anime a todos los demás, pero
sin delegar en otros la exigencia de vivir en pobreza y servicio.
Enumeran su compromiso en 13
puntos, se obligan a sí mismos a su cumplimiento y lo hacen con palabras claras
para que el texto no se evapore en palabras generales. Así se comprometen a
vivir ellos mismos la pobreza real de las mayorías, y a sufrir los menosprecios
que ocasiona la pobreza real. Y lo deciden, no por razones ascéticas, sino para
incorporar e introducir la pobreza real de la humanidad al interior de la
Iglesia (nn.1-5). Exigen evitar favoritismos hacia los ricos (n. 6), y luchar
en favor de la justicia y la caridad (n. 9). Animan a que los gobernantes
pongan en práctica leyes, estructuras e instituciones en favor de la justicia,
la igualdad, el desarrollo armónico (n.10). Hacia el final constatan el hecho
de que en el mundo existen “mayorías en miseria física, cultural y moral, dos
tercios de la humanidad”. Y recalcan el discurso de Pablo VI en Naciones
Unidas, exigiendo estructuras económicas “que no fabriquen naciones pobres en
un mundo cada vez más rico” (n.11). Si se me permite dar ya un salto
de cincuenta años, estas palabras de aquellos obispos son de absoluta
actualidad para que sean escuchadas y puestas en práctica por Naciones Unidas,
Estados Unidos, la OEA, la Comunidad Europea…
El texto del pacto termina con
el compromiso a compartir con todos los seres humanos y ser acogedores de todos
ellos (n. 12), y a dar a conocer el pacto a sus diocesanos, pidiendo su
comprensión, colaboración y oraciones.
El pacto de las catacumbas ha
sido raíz de reflexiones y textos posteriores. Pero no hay que olvidar que exige
a los obispos –a todos- una decisión existencial a ponerlo en práctica
personalmente.
3.
Medellín. “Pobreza de la Iglesia”
y “Justicia”. 1968.
No conozco bien si y en qué grado después del concilio el pacto de las catacumbas fue recogido,
al menos en lo fundamental, por las iglesias alrededor del mundo. Sí lo fue en
Medellín. Y vamos a fijarnos en dos de sus documentos.
3.1
“Pobreza de la Iglesia”
El texto de Medellín que se
relaciona más inmediatamente con el pacto de las catacumbas es “Pobreza de la Iglesia”. Comienza con una
doble afirmación.
La primera es la constatación de
la realidad objetiva del continente:
injusticia social, pobreza, inhumana miseria, que en su mera existencia es una exigencia a los obispos. “El Episcopado
latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias
sociales existentes en América Latina, que mantienen a la mayoría de nuestros
pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana
miseria” (n.1). El hecho es presentado como realidad evidente sin necesidad de discernimiento.
Y la reacción solo puede ser la compasión del
episcopado, la que por implicación
tiene prioridad absoluta.
La segunda es la constatación de
que esa miseria es un clamor que ellos,
los obispos, no pueden desoír. “Un sordo clamor brota de millones de hombres,
pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte (n. 2).
Y a ello añaden con honradez lo que no se suele mencionar normalmente: “Llega
también hasta nosotros las quejas de que la Jerarquía, el clero, los
religiosos, son ricos y aliados de los ricos” (n. 2). Los obispos de Medellín aclaran
que a veces se confunde la apariencia con la realidad, pero reconocen que hay cosas
que han contribuido a crear la imagen de una Iglesia institucional rica: los
grandes edificios, las casas de párrocos y religiosos, cuando son superiores a
las del barrio en que viven; los vehículos propios, a veces lujosos; la manera
de vestir heredada de otras épocas…
Esclarecidas las exageraciones, y
hablando en primera persona los obispos reconocen lo que de verdad hay en las
quejas. “En el contexto de pobreza y aun miseria en que vive la gran mayoría
del pueblo latinoamericano, los obispos, sacerdotes y religiosos tenemos lo
necesario para la vida y una cierta seguridad, mientras los pobres carecen de
lo indispensable y se debaten entre la angustia y la incertidumbre” (n. 3).
Reconocen también casos de
distanciamiento y desinterés que los pobres resienten. “No faltan casos en que
los pobres sienten que sus obispos, o sus párrocos y religiosos, no se
identifican realmente con ellos, con sus problemas y angustias, que no siempre
apoyan a los que trabajan con ellos o abogan por su suerte” (n.3).
Estas palabras concretas y
detalladas hacen comprender que los obispos tomaron personalmente en serio el clamor
de los pobres.
La conclusión es que la Iglesia
debe “denuncia[r] la carencia injusta de los bienes de este mundo y el pecado
que la engendra”, “predica[r] y viv[ir] la pobreza espiritual, como actitud de
infancia espiritual y apertura al Señor”. Y comprometerse ella misma “en la
pobreza material” (n. 5).
El documento exige por último el
“testimonio” en el modo de vida y en la administración de los bienes (nn.12-17).
Y que la Iglesia
se distancie del poder. “Queremos que nuestra Iglesia latinoamericana esté
libre de ataduras temporales, de connivencia y de prestigio ambiguo; que ‘libre
de espíritu respecto a los vínculos de la riqueza’ sea más transparente y
fuerte su misión de servicio” (n. 18).
No son estas palabras piadosas y
de buenas intenciones. Apuntan a realidades y a modos de actuar. Dan que pensar
sobre cómo no ser y sobre cómo ser Iglesia.
3.2. “Justicia”
El segundo documento es el de
“Justicia”. Con él comienza Medellín, y estas son sus primeras palabras:
“Existen muchos estudios sobre
la situación del hombre latinoamericano. En todos ellos se describe la miseria
que margina a grandes grupos humanos. Esa miseria, como hecho colectivo, es una
injusticia que clama al cielo” (n.1).
El texto es de importancia
absoluta. Se insiste en que la Iglesia debe tener en cuenta a agrandes grupos
humanos, a todos sin distinción, creyentes, musulmanes, budistas, agnósticos, diríamos
hoy. Al ponerlo al comienzo de todo el documento los obispos confiesan con
claridad lo que está en su mente y en su corazón. Y llama poderosamente la
atención que, siendo un texto escrito por obispos, creyentes en Dios, amantes
de Jesucristo y servidores en la
Iglesia, sus primeras palabras no sean palabras religiosas,
ni bíblicas, ni dogmáticas. Son palabras sobre la realidad de este mundo; más
en directo, sobre su pecado. Mencionan a quienes lo sufren, y, por implicación,
a quienes lo cometen. En lo que K. Rahner llamó palabra-símbolo, los obispos lo
centran todo en la palabra “injusticia”. Las palabras “clama al cielo” pueden
ser el equivalente al término español “desorbitante”, pero también se pueden
entender como en Éxodo 3, 9: “El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta
mí”, dice Jahvé.
A mi modo de ver el contenido y el
vigor desconocidos de este lenguaje se debe a que alrededor de Medellín ocurrió
una irrupción de realidad. No fue la serena conclusión de un proceso discursivo, sino la explosión de algo que se impone por sí mismo. Tampoco fue solo de-velamiento
de algo que es fácticamente verdadero,
sino aparición de una realidad con espíritu propio, con potencial para exigir una reacción, personal y grupalmente, y
para ofrecer salvación. El pobre irrumpió.
El
pobre había sido realidad secular en América Latina, pero de repente se
convirtió en realidad inocultable e interpelante. En expresión, de nuevo de
Karl Rahner, “la realidad tomó la palabra”. La irrupción alrededor de Medellín
hizo despertar, sin necesidad de discernimiento, del sueño que en 1511 denunció
Antonio Montesinos: “¿Cómo estáis en sueño tan letárgico dormidos?”. Siglos
después, en América Latina muchos tuvieron el coraje de “despertar del sueño de
cruel inhumanidad”, así como Kant había exigido a los humanos el coraje de
“despertar del sueño dogmático”.
Y la irrupción del pobre también
hizo inocultable el pecado que denunció Montesinos: “¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni
curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais
incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir
oro cada día?”.
La realidad del pobre caracterizaba a nuestro mundo
ciertamente como un signo de los tiempos, pero sobre todo proclamaba su última verdad sin posibilidad de error. Más peligroso
que no atinar en el discernimiento es no ver lo evidente, pero la miseria
producto de la opresión y los sufrimientos provocados por ella, más el deseo de
que pronto tuvieran fin, se hizo evidente. Y también se hizo evidente la
absoluta necesidad de la praxis de justicia para conseguir la liberación de la
injusticia. Todo ello estaba fuera de discusión.
Aunque lo disimulemos, creo que hoy vivimos en una situación muy semejante
A la irrupción del pobre,
oprimido y perseguido, en América Latina acompañó muy pronto otra irrupción: la
persecución. El padre Arrupe lo diría después en 1975: “No llevaremos a cabo la
lucha crucial de nuestro tiempo, la lucha por la fe y la lucha por la justicia que
exige la fe sin pagar un precio”. Y de esa forma también irrumpió un mayor
amor: el martirio por defender al pobre. Desde entonces, perdonen que hable
como jesuita, alrededor de 60 jesuitas han sido asesinados en el tercer mundo.
Y muchísimos otros hombres y mujeres.
Volviendo a Medellín, por lo que alcanzo a ver, a diferencia de lo
ocurrido después del concilio, Medellín, por hacer central a los pobres y su
necesaria liberación, tuvo en su contra desde el principio a los poderes
económicos, financieros, militares, policiales, y en muy buena parte también
mediáticos, del continente. Y con buenas razones. El informe Rockefeller de
1968 afirmó que “si se lleva a la práctica lo que los obispos han dicho en
Medellín los intereses de Estados Unidos están en peligro”. Algo semejante
dijeron los asesores de Reagan en la reunión de Santa Fe en 1980. Y más
recurrentemente en las reuniones de militares en el cono sur, ciertamente, y en
Centroamérica, en la década de los ochenta. Estos poderes -a los que a veces se
unió parte de la Iglesia
institucional- desencadenaron campañas contrarias a Medellín y una cruel
persecución. Desde
entonces, en América Latina siempre que la Iglesia se ha mantenido fiel a Medellín ha
sufrido la persecución. No así cuando ha estado a buenas o en componendas con
los poderosos.
En el Concilio no se habló de
persecución, y menos de martirio, de esa forma. Se contenta con citar las
bellas palabras de Agustín: “la iglesia peregrina entre las persecuciones del
mundo y los consuelos de Dios”. Pero el texto no tiene la fuerza de la
realidad. Hoy ha aumentado la exigencia a la solidaridad, a trabajar con
esfuerzo, a la inserción. Pero no se habla mucho de martirio -ni del pueblo
crucificado del que hablaremos a continuación- ni se toman muy en serio los
martirios de épocas todavía muy recientes.
Además de lo dicho, la
institución eclesiástica vio con temor cómo Medellín y obispos prominentes -más
la teología de la liberación- otorgaba adultez
y libertad a los cristianos que defendían a los pobres. Y ello ocurría no
porque Medellín propiciase una abstracta “libertad de los hijos de Dios”, sino porque
emergía conjuntamente con la decisión de liberar a los pobres. Se captó como
real lo que dice Metz: la última autoridad es “la autoridad de los que sufren”.
Y ese sufrimiento
nos otorga “máxima libertad”.
Al interior de la Iglesia algunos jerarcas sintieron
también que Medellín hacía tambalearse el poder de la jerarquía, lo que
juzgaron como grave mal, y entonce, también dentro de la Iglesia, surgió la persecución.
Varios obispos –permítaseme mencionar solo a algunos de ellos: Angelelli, Don
Samuel Ruiz, Leonidas Proaño- fueron maltratados por algunos jerarcas en sus
países y en el Vaticano.
El caso de Monseñor Romero fue especialmente
indignante. En el retiro espiritual que hizo un mes antes de su asesinato,
habló con su confesor, el Padre Azkue, sobre los tres problemas que le preocupaban.
El primero de ellos, no ser suficientemente cuidadoso en las prácticas de
piedad- a lo que el padre Azkue le contestó animándole a superar escrúpulos. El
segundo, miedo a una muerte violenta –el padre Azkue le sosegó diciéndole que
más importante que el momento de morir es la vida, y que Dios le acompañará en
el momento de la muerte, sea esta cual fuere.
El tercer punto es el que ahora
nos atañe: su dificultad muy grande de vivir y trabajar con sus hermanos
obispos, lo que le hizo sufrir mucho en vida. A su funeral solo asistió uno de
los obispos, su gran amigo Arturo Rivera Damas. Y cuando en 1996, el Papa Juan
Pablo II de visita en El Salvador invitó a comer a la Conferencia Episcopal preguntó
a los obispos qué pensaban sobre la beatificación de Monseñor Romero. La
mayoría contestaron que les parecía bien. El obispo Monseñor Revelo, sin
embargo, dijo que Monseñor Romero “era responsable de la muerte de 70.000
salvadoreños”.
Y además de varios obispos,
también fue combatida la teología de la liberación. Con mayor vileza también lo
fue la CLAR. Y tristemente, muchas religiosas.
En conjunto la Iglesia de los
pobres fue condenada por la jerarquía, y dieron la razón: es la “Iglesia
popular”. La inquina, y estupidez, es notoria, pues en el Nuevo Testamento y en
el Concilio Vaticano II la Iglesia es llamada, “pueblo” de “Dios”.
Adelantándonos, digamos que no hay que extrañarse de que el Papa Francisco sea
atacado. Ha recogido los temas mencionados después de Medellín.
Y no hay que olvidar lo más fundamental.
Después de Medellín hubo un derroche del
mayor amor. Fueron épocas de martirio. A los asesinados, hombres y mujeres,
en gran número, los llamamos mártires jesuánicos. Como Jesús, trabajaron para
traer la liberación a los pobres, anunciaron el reino de Dios y denunciaron el
antirreino. Y como Jesús, murieron asesinados.: si se ignoran o minusvaloran
estos mártires, numerosos hombres y Digamos desde ahora que ignorarlos o minusvalorarlos
es el fin de la Iglesia de Jesús.
4.
Puebla. “La opción por los pobres”.
1979.
Es sabido que los obispos en Puebla formularon la opción por los pobres. Fue una forma importante de poner en
relación Iglesia y pobres. En América Latina se ha convertido en ortodoxia de la cual, al menos de
palabra, casi nadie se aparta. Más costó que la opción por los pobres se
convirtiese en ortopraxis, por la
novedad de la empresa y por sus costos: persecución, difamación y martirio.
En mi opinión, lo más novedoso en la teoría y lo más poderoso en la
práctica fue elevar dicha opción a nivel teologal.
Al hablar de la opción por los pobres dice Puebla: “independientemente de su
condición personal y moral, por el mero hecho de ser pobres Dios los defiende y
los ama”. Habla del misterio de Dios, con gran audacia y con grandísimas
consecuencias. Permítaseme dos breves reflexiones:
1) Puebla insiste en la realidad de los pobres, independientemente de su
condición personal y moral. Nosotros hemos hablado sobre la santidad primordial, que consiste en
buscar y mantener vida, en épocas de cercanía a la muerte, caminando unos con
otros y unos para otros. La expresión santidad
primordial me vino a la mente hace veinte años cuando vi en televisión
caravanas de miles de mujeres caminando con niños pequeños agarrados de sus
manos y con la casa en la cabeza, una gran cesta en la que habían puesto todo lo
que podían llevarse. A esa ultimidad, más allá de virtudes y pecados, he
llamado santidad primordial. Es lo equivalen te a “independientemente de su
condición personal y moral”-
2) Puebla habla de cómo reacciona Dios ante los pobres, y menciona la
totalidad de lo que hace: defender y amar. Normalmente se suele comprender el
núcleo de la opción por los pobres como amor, ayuda, solidaridad –y Dios quiera
que abunde. Pero no se suele insistir en lo que Puebla menciona en primer
lugar: a los pobres hay que defenderlos.
Los pobres son carentes y por eso hay que ayudarles, pero históricamente llegan
a ser pobres porque son empobrecidos. Son ofendidos porque hay ofensores. Y en
esa situación lo primordial de la opción es defender al pobre. Y correr los
riesgos que eso implica. Estas reflexiones van un poco más allá del pacto de
las catacumbas, pero ese pacto de hace cincuenta años dio impulso a la opción, a
la defensa de los pobres y los riesgos quue hay que correr po defenderlos.
5.
Monseñor Romero e Ignacio
Ellacuría. “El pueblo crucificado”. 1977 – 1989.
En América Latina el ideal de
Iglesia que surgió en Medellín, con mayor o menor intensidad se hizo realidad en
varios lugares y con varios obispos. Con Leonidas Proaño en Ecuador, defensor
de los indígenas, con don Samuel Ruiz en México, defensor de indígenas y
obreros, con don Pedro Casaldáliga en la Amazonia, defensor de los campesinos a quienes
arrebatan la tierra. Y con muchos otros. Todos ellos impulsaron la Iglesia de los pobres.
Me voy a concentrar ahora en El Salvador
pues la Iglesia tomó características específicas que me tocó conocer. Monseñor
Romero e Ignacio Ellacuría, simultáneamente, desde el ministerio y desde la
teología, pensaron e impulsaron la construcción de “una Iglesia de los pobres”. Debido en parte a la situación histórica en que les tocó vivir, cobró una
notable profundidad. Llegó a ser “Iglesia de los perseguidos” e “Iglesia de los
crucificados”. Este lenguaje no suele ser usado, ni se recuerda suficientemente
la genialidad y la creatividad de Monseñor Romero e Ignacio Ellacuría al hablar
así de la verdadera Iglesia de Jesús. Veámoslo muy brevemente, entremezclando las
ideas de Monseñor y las de Ellacuría.
5.1 “Iglesia
de los pobres”
A
mi entender Ellacuría es quien mejor conceptualizó la Iglesia de los pobres,
doce años después del pacto de las catacumbas. Esta conceptualización pudiera parecer
innecesaria, pero no lo es. Veámoslo. En la Iglesia
de los pobres, los pobres no son “parte de la Iglesia”
junto a otros, lo que no pasaría de ser un enfoque regional, dice Ellacurìa. Ni tampoco es suficiente el enfoque ético -aunque en esto, mucho hay que
avanzar-, pues la Iglesia
de los pobres “no es aquella que, estando fuera del mundo de los pobres, le
ofrece generosamente su ayuda”.
En
otras palabras, la Iglesia no se constituye con independencia de ellos para –después-
poder y deber preguntarse qué hacer con ellos, sino que “los pobres son su
principal sujeto y su principio de estructuración interna”.
En términos operativos esto significa que cómo deba ser la pastoral de la
Iglesia, la administración de los sacramentos, los ministerios, el derecho
canónico, el ejercicio de la autoridad, la teología, la doctrina social, todo
ello debe estar configurado e historizado en cada época, de forma importante, según
la realidad de los pobres. Y sin olvidar que en la mejor tradición cristiana “los
pobres son vicarios de Cristo”.
Los
pobres son entonces el lugar real desde
el cual hay que pensar y configurar las diversas realidades en la Iglesia. Y la razón es
teologal-cristológica. “La unión de Dios con los hombres, tal como se da en
Jesucristo, es históricamente una unión de un Dios vaciado en su versión
primaria al mundo de los pobres”.
Los pobres configuran a la
Iglesia desde dentro. Y volcándose hacia ellos, se convierte en
sacramento de salvación para todos. “Encarnándose entre los pobres, dedicando
últimamente su vida a ellos y muriendo por ellos, es el modo como puede
constituirse cristianamente en signo eficaz de salvación de todos los hombres”.
E insiste en que “los pobres y … solo los pobres puestos en comunidad pueden
lograr que la Iglesia
evite tanto la institucionalización excesiva como su mundanización”. Que los pobres pueden ayudar a
ambas cosas es bendición, pues institucionalización
y mundanización son dos dimensiones graves
de la pecaminosidad de la iglesia.
También Monseñor Romero pensó la realidad de la Iglesia, y lo hizo desde
una visión cristológica. Su segunda carta pastoral lleva por título “La Iglesia cuerpo de Cristo
en la historia”.
Pero antes de pensar así la realidad
de la Iglesia,
la construyó. Recuerdo bien la noche
del 12 de marzo de 1977 en que asesinaron a Rutilio Grande, junto con el niño
Nelson y el señor Manuel. Allí estaba Monseñor Romero, nervioso, impactado,
afectado. Me impresionó mucho la valentía y libertad con que hablaba denunciando
el crimen. Pero pensándolo bien, después me vino a la mente que lo primero que
hizo Monseñor fue “crear cuerpo eclesial”. En efecto, a todos pidió que le
acompañásemos y le ayudásemos. Y sin saberlo, estaba construyendo corpus, iglesia. Durante las siguientes
semanas convocó a muchas reuniones en el arzobispado. En El Salvador ese corpus alrededor de tres cadáveres hizo
crecer a la Iglesia. Y la hizo crecer como Iglesia de los pobres.
En el día a día Monseñor Romero tuvo
contacto directo e inmediato con los
pobres reales, con su humanidad, sus sufrimientos y esperanzas, con sus valores
para construir humanidad y cristianismo, y también con sus fallos. Él mismo vivió en un hospital para mujeres pobres
con cáncer incurable, y en una casita cercano a ellas. A los pobres los visitó con mucha frecuencia en sus
cantones, y los recibió en el
arzobispado con mayor dedicación que a visitantes distinguidos. También la
catedral, su cátedra dominical, fue pobre.
Había quedado a medio reconstruir tras el incendio de 1951, pero la gente de
dinero no le ofreció reconstruirla. Sí le habían ofrecido construirle un
palacio arzobispal al comienzo de su arzobispado. Monseñor no aceptó.
Todo ello estaba de acuerdo con
el pacto de las catacumbas. Y a Monseñor le tocó dar pasos históricos hacia adelante.
5.2 “Iglesia
de los crucificados”
Tanto
Monseñor Romero como Ignacio Ellacuría fueron muy sensibles al estado de
pobreza de los salvadoreños, pero con mayor apasionamiento fueron sensibles a
la represión bajo la que vivían: su estado de crucifixión. No toleraron que la cruz del pueblo quedara en la
ignorancia, sino que denunciaron la realidad con palabras nunca escuchadas en
el país. Analizaron la cruz histórica y bíblicamente. Y ello, tanto al hablar
del pueblo como de la Iglesia.
Ellacuría
teorizó qué es el pueblo crucificado en
tres importantes artículos. El primero “Pobres”, 1978 “Se entiende aquí
por pueblo
crucificado
aquella colectividad que, siendo la mayoría de la humanidad”, está
privada e impedida por unas minorías de disfrutar de los recursos básicos para
vivir”.
El
segundo es “El
pueblo crucificado, ensayo de soteriología histórica”.
En él afirma, en un difícil acto de fe, que ese pueblo trae salvación. El
pueblo crucificado ilumina nuestra realidad, ofreciendo un discernimiento sobre
nuestro mundo. Muestra que las soluciones presentadas por el Primer Mundo no
son verdaderas, al no ser universalizables, además de ser malas éticamente,
porque deshumanizan. El pueblo crucificado ilumina lo que históricamente puede
y debe ser la utopía. Esa utopía en el mundo de hoy no puede ser otra cosa que
la civilización de la pobreza,
el compartir todos austeramente los recursos de la tierra, y la civilización del trabajo,
que ha de prevalecer sobre la del capital.
En otro artículo de 1981 “Discernir
el signo de los tiempos”
afirma que el pueblo crucificado es
siempre lo que caracteriza a una época y en lo que se hace presente el
siervo de Jahvé.
Y formuló existencialmente qué debemos hacer ante el pueblo
crucificado. En una conferencia pronunciada en Valladolid, concluyó con estas
palabras:
"Lo único que quisiera -porque eso de interpelación suena muy
fuerte- son dos cosas: que pusieran ustedes sus ojos y su corazón en esos
pueblos que están sufriendo tanto -unos de miseria y hambre, otros de opresión
y represión- y después (ya que soy jesuita), que ante ese pueblo crucificado
hicieran el Coloquio de San Ignacio en la Primera semana de los Ejercicios,
preguntándose: ¿qué he hecho yo para crucificarlo?, ¿qué hago para que lo
descrucifiquen?, ¿qué debo hacer para que ese pueblo resucite?”.
Monseñor
Romero habló muchas veces del pueblo crucificado por implicación, pero con gran
vigor, Y ciertamente lo hizo en sus denuncias. No redujo la pobreza a la
carencia, sino que la extendió a la opresión y muerte del pobre. “Yo denuncio, sobre todo la
absolutización de la riqueza. Este es el gran mal de El Salvador: la riqueza,
la propiedad privada como un absoluto intocable, y ¡ay del que toque ese
alambre de alta tensión, se quema!”.
“Se manipulan muchedumbres, porque se le tiene cogida del hambre a mucha gente”.
”No me cansaré de denunciar el atropello por capturas arbitrarias, por
desaparecimientos, por torturas”.
“La violencia, el asesinato, la tortura, donde se quedan tantos muertos, el
machetear y tirar al mar, el botar a la gente: todo esto es el imperio del
infierno”.
Y Monseñor
comparó al pueblo crucificado con Cristo crucificado.
El 19 de junio de 1977 Monseñor fue a Aguilares, cuando
el ejército salió del pueblo tras un mes de haberlo ocupado y perpetrado unos
cien asesinatos de campesinos. Recuerdo perfectamente como comenzó su homilía:
“A mí me toca ir recogiendo cadáveres”. En la homilía fue duro con los
criminales y les recordó las palabras de la Escritura:”Quien a hierro mata, a
hierro muere”. En el ofertorio presentó a Dios a las cuatro religiosas que se
había ofrecido a sustituir a los sacerdotes expulsados de Aguilares. Y a los
campesinos que, atemorizados, no habían ido al templo, pero que podían
escuchare sus palabras les dijo: “Ustedes son la imagen del Divino Traspasado…
[Este pueblo] es la imagen de todos los pueblos que, como Aguilares, serán
atravesados, serán ultrajados”.
También pensando
en el pueblo crucificado preparaba Monseñor sus
homilías. Así lo dijo en su última homilía dominical, la víspera de ser
asesinado: “Le pido al Señor durante la semana, mientras voy recogiendo el
clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia,
que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al
arrepentimiento, y, aunque siga siendo una voz que clama en el desierto, sé que
la iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir su misión”.
Con el
pueblo crucificado se comprometió hasta el final. “Quiero asegurarles a
ustedes, y les pido oraciones para ser fiel a esta promesa, que no abandonaré a
mi pueblo, sino que correré con él todos los riesgos que mi ministerio me
exige”.
No
es normal hablar de la verdadera Iglesia como de una Iglesia perseguida. Y menos
lo es declararla bienaventurada y alegrarse de ello. Sí lo hizo Monseñor Romero
en un arrebato evangélico: “Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea
perseguida, precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar
de encarnarse en el interés de los pobres”. Y en un arrebato mayor confesó:
“Sería triste que, en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente,
no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de
una Iglesia encarnada en los problemas de su pueblo”.
Y
fue un hombre feliz. Al director de una delegación de Iglesias hermanas de
Estados Unidos, en 1979, le dijo al comienzo de la homilía: “Quiero que a su
regreso exprese simplemente lo que ha visto y oído, y lleve el testimonio de
que con este pueblo no cuesta ser buen pastor; es un pueblo que empuja a su
servicio… Más que un servicio… significa para mí un deber que me llena de
satisfacción”.
6. El
Papa Francisco. La reforma de la Iglesia. 2015
No
me siento capacitado para juzgar sobre cómo está hoy la Iglesia en su conjunto ni
cómo vive –o no vive-- en ella el pacto de las catacumbas. Voy a terminar con
unas breves reflexiones sobre la irrupción del Papa Francisco. Trabaja por la
reforma de la Iglesia. Se mueve entre la denuncia y la misericordia. Genera
esperanza y anima a todos a hacer un pacto para rehacer hoy una Iglesia pobre y
servidora. Es su modo de hacer presente el pacto de las catacumbas.
El papa Francisco y la verdad de nuestro
mundo. Pienso que la mentira fundamental consiste en ignorar el mal, o más
sofisticadamente en inculcar que ya hemos encontrado caminos correctos. Es
cierto que se dan pequeños pasos, pero la globalización que se invoca no
significa homogeneización de un planeta que cubre las necesidades básicas de
todos. Ni mucho menos la eliminación de Lampedusa,
Siria, Eslovenia, El Salvador, Haití, Kenia... Son recurrentes. Ni la vida ni la
dignidad humana son asuntos resueltos ni están en vía de ser resueltos. Un
tercio de la población salvadoreña ya no vive en su país, y algo semejante, y
peor, ocurre en Siria. El modo de emigrar es con gran frecuencia inhumano. Lo
que está ocurriendo en el Mediterráneo es sobrecogedor. Y la inhibición eficaz de
los países poderosos clama al cielo: se ponen de acuerdo en muchas cosas, pero
no en qué hacer con los emigrantes. El papa Francisco lo desenmascara.
El papa Francisco y la verdad de la Iglesia. El pacto de las catacumbas fue un pacto de obispos, del nosotros, y de ahí que debemos preguntarnos cómo anda el episcopado,
ciertamente hoy. Estos días hemos tenido un sínodo,
es decir, una reunión, de obispos sobre la familia. Han surgido muchas
preguntas importantes sobre la familia, sobre qué hacer con la doctrina, y
sobre la voluntad de usar de misericordia. Pero por ocurrir en un sínodo de obispos el Papa Francisco ha hecho
resonar el pacto de las catacumbas.
El nosotros que escriben los obispos del pacto, está muy presente. Es
claro el aliento que da a los obispos y su alegría cuando éstos se comportan
cristianamente. Pero es claro también la seriedad con que reacciona hacia ese nosotros cuando se comportan mal. A
veces con claridad y con gran dureza.
Los obispos, ¿somos pobres? ¿Seguimos
decididos a seguir siendo pobres o a comenzar a serlo? ¿Servimos a los pobres,
sin que nada, dentro o fuera de la Iglesia, debilite nuestra decisión? “La
Iglesia debe hablar con la verdad y también con el testimonio: el testimonio de
la pobreza. Un creyente no puede hablar sobre la pobreza o sobre los ‘sin
techo' y llevar una vida de faraón”
El Papa Francisco ha puesto a
la Iglesia en una dirección cristiana. Sin dar ultimidad a la doctrina, incluso
sin saber a veces cómo compaginarla con la vida cristiana, ha dado ultimidad a
la compasión y la misericordia, como J. B. Metz, como Monseñor Romero, como
Jesús de Nazaret. Y visto todo su discurso ha insistido en la justicia.
El papa Francisco y Monseñor Romero. Por coincidencia el Papa Francisco ha mencionado estos
días a Monseñor Romero. Hace
dos semanas dijo a un grupo de salvadoreños que le visitaban en Roma que el
episcopado salvadoreño difamó y calumnió a Monseñor Romero: "Lo estaban
lapidando con la piedra más dura que existe en el mundo: la lengua”. Es una
forma seria de insistir en la verdad de la Iglesia.
Y más me impacta cómo, en lo
personal, el papa Francisco me recuerda a Monseñor Romero cuando dice estas
palabras: “Yo quisiera un mundo sin pobres”. También Monseñor. Y lo explicó
bien. En la homilía del 23 de septiembre de 1979 se sintió obligado a explicar
cómo contestó a una pregunta que podía ponerle en aprietos. “Me pregunta
alguno: ’Y cuando mañana se arreglen las cosas, ¿qué va a hacer la Iglesia?’. Le digo: ‘Seguirá
haciendo lo mismo’… Dichosa se sentirá si mañana, en un orden más justo, ella
no tiene que denunciar tantas injusticias; pero siempre tendrá su trabajo de construirse
sobra la base del Evangelio. Este trabajo lo tendremos haya paz o haya
persecución”.
Estas
palabras de Monseñor me hacen pensar en el papa Francisco y en nosotros hoy.
Creo que el Papa contestaría más o menos como Monseñor. El asunto somos
nosotros, que escuchamos a Francisco. Es
comprensible que en los medios se especule sobre su popularidad mayor o menor,
sobre cuánto puede durar –incluso si lo pueden eliminar-, sobre cuán poderosos
son sus adversarios, y así sucesivamente. Sobre esto, no tengo nada que decir.
El
Papa Francisco ha dado un paso que por su naturaleza deja huella en la historia
y en la Iglesia. Pero en lo que quiero insistir es en que el asunto no es el
Papa Francisco, si nos agrada o desagrada , si le aplaudimos en público o le
abucheamos en silencio. El asunto somos nosotros, si ponemos en práctica lo que
nos parece bueno del Papa, y si rehuimos poner en práctica lo que, según nuestra conciencia, no nos parece bueno.
Termino con una sincera
palabra de agradecimiento en un mundo que no anda bien y en una Iglesia de ambigüedades
Entre los que ya no están
entre nosotros, doy gracias a Monseñor Romero, a los mártires de la UCA, cuyo
aniversario celebramos pasado mañana. Y a muchos otros mártires. Han
enriquecido el pacto de las catacumbas.
Y entre los que están entre
nosotros, quiero dar gracias muy sinceras a Monseñor Luigi Bettazzi, único
superviviente y símbolo de los obispos que firmaron el pacto de las catacumbas.
Todos ellos y muchísimos otros
hombres y mujeres, nos siguen dando ánimo y aliento.
Muchas gracias.
En la
“captación de la irrupción” hay algo de mayor profundidad cognitiva que en el
proceso de “escrutar y discernir lo real”. Personalmente esto me recuerda unas
palabras de san Ignacio de Loyola. Es sabido que san Ignacio fue un convencido
de “buscar la voluntad de Dios” y ponerla por obra. De ahí sus importantes
reflexiones sobre el “discernimiento” y las sabias reglas que nos dejó para
llegar a practicarlo, lo que hoy es considerado como central en la espiritualidad
ignaciana y tiene buena acogida en retiros espirituales. En lo personal, sin
embargo, más me ha llamado la atención lo que dice san Ignacio al hablar de la
elección de estado, asunto no de poca monta. Indudablemente hay que llegar a
discernir lo que Dios quiere para la persona individual, y para ello da sabios
consejos. Pero la prioridad está en el “primer tiempo para hacer buena y sana
elección” (n.175). Eso ocurre cuando la elección se hace “sin dubitar ni poder
dubitar”. La razón es que “Dios nuestro Señor” atrae al alma de tal manera que
no hay duda posible. En este contexto suelo repetir que la comunidad de
jesuitas que fueron asesinados en El Salvador, aun ante abundantes y serias
amenazas, nunca discernió si quedarse en el país o abandonarlo. Eso no fue
objeto de discernimiento. Había algo del “sin dubitar ni poder dubitar”.
“La
Iglesia de los pobres”..
Lo escribió en 1978 a petición del Centro de Reflexión Teológica de México como
preparación a Puebla. Tras su muerte fue publicado en Revista Latinoamericana de Teología 18 (1989) 318. Antes había
aparecido en Cruz y Resurrección,
México, 1978, pp. 49-82. Lo escribió en 1978 a petición del Centro de
Reflexión Teológica de México como preparación a Puebla.
Homilía del 18 de noviembre, 1979, V 543s.