Thierry Meyssan
Cuando los yihadistas atacaron su país, en 2011, la
reacción del presidente sirio Bachar al-Assad fue inversa a la que se esperaba.
En vez reforzar los poderes de los servicios de seguridad, optó por reducirlos.
Seis años más tarde, su país está saliendo victorioso de la guerra imperialista
más grande que se haya visto –después de la desatada contra Vietnam. Ese mismo
tipo de agresión está teniendo lugar en Latinoamérica, donde suscita una
respuesta mucho más clásica.
Thierry Meyssan expone la diferencia de análisis y
estrategia del presidente de Siria –Bachar al-Assad–, por un lado, y los presidentes
de Venezuela –Nicolás Maduro– y de Bolivia –Evo Morales. No se trata de
establecer una especie de competencia entre estos líderes sino de llamarnos a
ir más allá de los esquemas políticos y a tener en cuenta la experiencia de las
guerras más recientes.
En mayo de 2017, Thierry Meyssan explicaba en Russia Today que las
élites sudamericanas están cometiendo un grave error ante el imperialismo
estadounidense. En esta entrevista, Meyssan insiste en el cambio de paradigma
de los conflictos armados actuales y subraya la necesidad de un radical
replanteo sobre la manera de defender la patria.
Sigue adelante la operación de desestabilización contra Venezuela. En su
fase inicial, grupúsculos violentos, que realizaban manifestaciones contra el
gobierno, asesinaron a simples transeúntes, e incluso a personas que se habían
unido a sus protestas callejeras. En una segunda etapa, los grandes
distribuidores de alimentos provocaron un desabastecimiento en los
supermercados. Posteriormente, desertores de las fuerzas del orden realizaron
ataques armados contra la sede del ministerio del Interior y el Palacio de
Justicia, llamaron a la rebelión y pasaron a la clandestinidad.
La prensa internacional ha atribuido siempre al «régimen» las
muertes registradas durante las manifestaciones, aunque numerosas grabaciones
de video demuestran que son asesinatos perpetrados deliberadamente por los
propios manifestantes. Basándose en esa información falsa, esa prensa califica
al presidente Nicolás Maduro de «dictador», como lo hizo antes –hace 6 años–
con el guía libio Muammar el-Kadhafi y con el presidente sirio Bachar al-Assad.
Estados Unidos ha utilizado la Organización de Estados Americanos (OEA)
contra el presidente Maduro, como mismo utilizó antes la Liga Árabe contra el
presidente Assad. Sin esperar a ser excluido de la OEA, el gobierno de
Venezuela denunció la maniobra y se retiró de esa organización [1].
No obstante, el gobierno de Maduro ha sufrido 2 reveses:
+ Gran parte de sus electores no acudió a votar en las elecciones
legislativas de diciembre de 2015, permitiendo así que la oposición obtuviera
la mayoría de los escaños en el Parlamento,
+ Y se dejó sorprender por la escasez artificialmente provocada de
alimentos –a pesar de que una maniobra similar ya había tenido lugar en el
pasado en Chile, contra el gobierno de Salvador Allende, y en la misma
Venezuela, contra el presidente Hugo Chávez. Ante esa crisis, el gobierno
necesitó varias semanas para implantar nuevos circuitos de abastecimiento.
Todo indica que el conflicto que está comenzando en Venezuela no se limitará
a las fronteras de ese país. Es probable que abarque todo el noroeste de
Sudamérica y el Caribe.
Se ha dado un paso adicional con el inicio de preparativos militares
contra Venezuela, Bolivia y Ecuador, desde México, Colombia y lo que fue la
Guayana británica. Esta coordinación es obra del equipo de la antigua Oficina
Estratégica para la Democracia Global (Office of Global Democracy Strategy);
unidad creada por el presidente demócrata Bill Clinton y mantenida por el
vicepresidente republicano Dick Cheney y su hija Liz. La existencia de esa
oficina fue confirmada el actual director de la CIA, Mike Pompeo, lo cual llevó
a que la prensa, y posteriormente el propio presidente Trump, hablaran de una
opción militar estadounidense contra Venezuela.
Empeñado en salvar su país, el equipo del presidente Maduro no ha
querido seguir el ejemplo del presidente sirio Assad. Según el análisis imperante
en el seno de ese equipo, se trata de situaciones completamente diferentes.
Estados Unidos, principal potencia capitalista, agrede a Venezuela para
apoderarse de su petróleo, siguiendo un esquema que ya se ha visto muchas veces
en 3 continentes. Ese punto de vista acaba de verse reafirmado por un reciente
discurso del presidente boliviano Evo Morales.
Es importante recordar que el presidente iraquí Saddam Hussein, en 2003,
y el guía Muammar el-Kadhafi, en 2011, así como numerosos consejeros del
presidente sirio Bachar al-Assad razonaban de esa misma manera. Estimaban que
Estados Unidos agredía sucesivamente a Afganistán e Irak, y posteriormente a
Túnez, Egipto, Libia y Siria sólo para derrocar los regímenes que se resistían
a su imperialismo y controlar los recursos energéticos del Medio Oriente
ampliado, o Gran Medio Oriente. Son numerosos los autores antiimperialistas que
aún mantienen ese análisis, tratando, por ejemplo, de explicar la guerra contra
Siria con la interrupción del proyecto de gasoducto qatarí.
Pero los hechos han echado abajo ese razonamiento. El objetivo de
Estados Unidos no era derrocar los gobiernos progresistas –en los casos de Libia y Siria–, ni robar el
petróleo y el gas de la región sino destruir los Estados, hacer retroceder sus
pueblos a los tiempos de la prehistoria, a la época en que «el hombre era el
lobo del hombre».
Los derrocamientos sucesivos de Saddam Hussein y de Muammar el-Kadhafi
no dieron paso al restablecimiento de la paz. Las guerras continuaron a pesar
de la instalación de un gobierno de ocupación en Irak y, en otros países de la
región, de regímenes que incluían a colaboradores del imperialismo
completamente contrarios a la independencia nacional.
Esas guerras prosiguen actualmente, demostrando que Washington y Londres
no aspiraban simplemente a derrocar regímenes, ni a defender la democracia sino
a aplastar a los pueblos. Esta es una constatación fundamental que modifica por
completo nuestra comprensión del imperialismo contemporáneo.
Esa estrategia, radicalmente nueva, comenzó a ser impartida como
enseñanza por Thomas P. M. Barnett desde el 11 de septiembre de 2001. Fue dada
a conocer y se expuso públicamente en marzo de 2003 –o sea justo antes de la
guerra contra Irak– en un artículo de la revista estadounidense Esquire,
y posteriormente en el libro titulado The Pentagon’s New Map, pero
parece tan cruel que nadie ha creído que pudiera llegar a aplicarse.
Para el imperialismo se trata de dividir el mundo en dos: una zona
estable que goza de los beneficios del sistema y otra zona donde el caos
alcanza proporciones tan espantosas que nadie piensa ya en resistir sino sólo
en sobrevivir, zona donde las transnacionales pueden extraer las materias
primas que necesitan sin rendir cuentas a nadie.
Según este mapa, extraído de un Powerpoint que Thomas P. M. Barnett
presentó en 2003 durante una conferencia impartida en el Pentágono, los Estados
de todos los países incluidos en la zona rosada deben ser destruidos. Ese
proyecto no tiene nada que ver con la lucha de clases en el plano nacional, ni con
la explotación de los recursos naturales. Después de destruir el Medio Oriente ampliado, los estrategas estadounidenses se preparan para
acabar con los Estados en los países del noroeste de Latinoamérica.
Desde el siglo XVII y la guerra civil británica, Occidente se desarrolló
temiendo siempre el surgimiento del caos. Thomas Hobbes enseñó a los pueblos de
Occidente a someterse a la «razón de Estado» con tal de evitar el
tormento que sería el caos. La noción de caos volvió a aparecer con Leo Strauss,
después de la Segunda Guerra Mundial. Ese filósofo, que formó personalmente a
numerosas personalidades del Pentágono, pretendía establecer una nueva forma de
poder sumiendo una parte del mundo en el infierno.
La experiencia del yihadismo en el Medio Oriente ampliado nos ha
mostrado lo que es el caos.
Después de haber reaccionado ante los acontecimientos de Deraa –en marzo
y abril de 2011– como se esperaba que lo hiciera, utilizando el ejército para
enfrentar a los yihadistas de la mezquita al-Omari, el presidente Assad fue el
primero en entender lo que estaba sucediendo. En vez de reforzar los poderes de
los servicios de seguridad para enfrentar la agresión exterior, Assad puso en
manos del pueblo los medios necesarios para defender el país.
Comenzó por levantar el estado de emergencia, disolvió los tribunales de
excepción, liberó las comunicaciones vía internet y prohibió a las fuerzas
armadas hacer uso de sus armas si con ello ponían en peligro las vidas de
personas inocentes.
Esas decisiones, que parecían ir contra la lógica de los hechos,
tuvieron importantes consecuencias. Por ejemplo, al ser atacados en la región
de Banias, los soldados de un convoy militar, en vez de utilizar sus armas para
defenderse, optaron por quedar mutilados bajo las bombas de los atacantes, e
incluso morir, antes que disparar y correr el riesgo de herir a los pobladores
que los veían dejarse masacrar sin intervenir para evitarlo.
Como tantos otros en aquel momento, yo mismo creí que Assad era un presidente
débil con soldados demasiados leales y que Siria iba a ser destruida. Pero, 6
años más tarde, Bachar al-Assad y las fuerzas armadas de la República Árabe
Siria han ganado la apuesta. Al principio, sus soldados lucharon solos contra
la agresión externa. Pero poco a poco cada ciudadano fue implicándose, cada uno
desde su puesto, en la defensa del país. Y los que no pudieron o no quisieron
resistir, optaron por el exilio. Es cierto que los sirios han sufrido mucho,
pero Siria es el único país del mundo, desde la guerra de Vietnam, que ha logrado
resistir la agresión militar externa hasta lograr que el imperialismo
renunciara por cansancio.
En segundo lugar, ante la invasión del país por un sinnúmero de
yihadistas provenientes de todos los países y poblaciones musulmanes, desde
Marruecos hasta China, el presidente Assad decidió renunciar a la defensa de
una parte del territorio nacional con tal de garantizar la posibilidad de
salvar a su pueblo.
El Ejército Árabe Sirio se replegó en la «Siria útil», o sea en
las ciudades, dejando a los agresores el campo y los desiertos. Mientras tanto
el gobierno sirio velaba constantemente por el abastecimiento en alimentos de
todas las regiones que controlaba. Contrariamente a lo que se cree en
Occidente, el hambre ha afectado sólo las zonas bajo control de los yihadistas
y algunas ciudades que se han visto bajo el asedio de esos elementos. Los «rebeldes
extranjeros» –y esperamos que los lectores nos disculpen por lo que puede
parecer un oxímoron–, con abundante abastecimiento garantizado por las asociaciones
«humanitarias» occidentales, utilizaron su propio control sobre la
distribución de alimentos para someter poblaciones enteras imponiéndoles un
régimen de hambre.
El pueblo sirio comprobó por sí mismo que era el Estado sirio, la República
Árabe Siria, quien le garantizaba alimentación y protección, no los yihadistas.
El tercer factor es que el presidente Assad explicó, en un discurso que
pronunció el 12 de diciembre de 2012, de qué manera esperaba restablecer la
unidad política de Siria. Resaltó específicamente la necesidad de redactar una
nueva Constitución y de someterla a la aprobación del pueblo por mayoría
calificada, para realizar después una elección democrática de la totalidad de
los responsables de las instituciones, incluyendo –por supuesto– al presidente.
En aquel momento, los occidentales se burlaron de la decisión del
presidente Assad de convocar a elecciones en medio de la guerra. Hoy, todos los
diplomáticos implicados en la resolución del conflicto, incluyendo a los de la ONU,
respaldan el plan Assad.
A pesar de que los comandos yihadistas circulaban por todo el país,
incluyendo la capital, y asesinaban a los políticos hasta en sus casas y junto
a sus familias, el presidente Assad estimuló a los miembros de la oposición
interna a hacer uso de la palabra. Assad garantizó la seguridad del liberal
Hassan el-Nouri y del marxista Maher el-Hajjar para que aceptaran, al igual que
él mismo, correr el riesgo de presentarse como candidatos en la elección
presidencial de junio de 2014. A despecho del llamado al boicot que lanzaron la
Hermandad Musulmana y los gobiernos occidentales, y desafiando el terror
yihadista, a pesar de que millones de sirios habían salido del país, el 73,42%
de los electores respondió al llamado de las urnas.
Por otro lado, desde el principio mismo del conflicto, el presidente
Assad creó un ministerio de Reconciliación Nacional, algo nunca visto en un
país en guerra. Confió ese ministerio al presidente de un partido aliado, el
PSNS, Alí Haidar, quien negoció y concluyó más de un millar de acuerdos de amnistía
a favor de ciudadanos que habían tomado las armas contra la República, muchos
de los cuales decidieron incluso convertirse en miembros del Ejercitó Árabe
Sirio.
A lo largo de esta guerra, y a pesar de lo que afirman quienes lo acusan
injustamente de haber generalizado la tortura, el presidente Assad no ha recurrido
nunca a medidas coercitivas en contra de su propio pueblo. No ha instaurado ni
siquiera un reclutamiento masivo o un servicio militar obligatorio. Todo joven
tiene siempre la posibilidad de sustraerse a sus obligaciones militares y una serie
de pasos administrativos permite a cualquier varón evitar el servicio militar
si no desea defender su país con las armas en la mano. Sólo los exiliados que
no han realizado esos trámites pueden verse en situación irregular en relación
con esas leyes.
A lo largo de 6 años, el presidente Assad ha recurrido constantemente al
respaldo de su pueblo, otorgándole responsabilidades, y ha hecho a la vez todo
lo posible por alimentarlo y protegerlo. Y ha corrido siempre el riesgo de dar
antes de recibir. Así se ha ganado la confianza de su pueblo y por eso hoy
cuenta con su activo respaldo.
Las élites sudamericanas se equivocan al ver en la situación de hoy la
simple continuación de la lucha de las pasadas décadas por una distribución más
justa de la riqueza. La lucha principal ya no es entre la mayoría del pueblo y
una pequeña clase de privilegiados. La opción que se planteó a los pueblos del
Gran Medio Oriente, y a la que pronto tendrán que responder también los
sudamericanos, no es otra que defender la Patria o morir.
Los hechos así lo demuestran. El imperialismo contemporáneo ya no tiene
como prioridad apoderarse de los recursos naturales. Hoy domina el mundo y lo saquea
sin escrúpulos. Ahora apunta a aplastar a los pueblos y destruir las sociedades
de las regiones cuyos recursos ya explota hoy.
En esta nueva época de violencia, sólo la estrategia de Assad permite
mantenerse en pie y preservar la libertad.
(II parte)
Aunque todos los expertos
concuerdan en que los acontecimientos en Venezuela siguen el mismo modelo que
los de Siria, hay quienes cuestionan el anterior artículo de Thierry Meyssan
sobre las interpretaciones divergentes de esos hechos en el campo
antiimperialista. Este artículo responde a esas dudas. Pero no se trata aquí de
una simple querella entre especialistas sino de un debate de fondo sobre el viraje
histórico que estamos viviendo desde el 11 de septiembre de 2001 y que afecta
las vidas de todos los que habitamos este planeta.
En la primera
parte de este artículo subrayé que el presidente sirio Bachar al-Assad es en
este momento la única personalidad que ha sabido adaptarse a la nueva «gran estrategia
estadounidense», mientras que las demás siguen pensando como si los
conflictos que hoy se desarrollan fuesen similares a los que ya vimos desde el
final de la Segunda Guerra Mundial. Siguen interpretando los acontecimientos
como intentos de Estados Unidos para derrocar gobiernos como medio de acaparar
los recursos naturales para sí mismo.
Pienso, y voy
a explicarlo aquí, que esa interpretación es errónea y que ese error puede
sumir la humanidad en un verdadero infierno.
El pensamiento estratégico estadounidense
Hace 70 años
que los estrategas estadounidenses sufren una obsesión que no tiene nada que
ver con la defensa de su pueblo. Lo que les obsesiona es mantener la
superioridad militar de Estados Unidos sobre el resto del mundo. Durante el
decenio transcurrido entre la disolución de la URSS y los atentados del 11 de
septiembre de 2001, estuvieron buscando diferentes maneras de intimidar a todo
el que se resistía a la dominación estadounidense.
Harlan K.
Ullman desarrollaba la idea de aterrorizar a los pueblos asestándoles golpes
brutales (Shock and awe o “shock y pavor”) [1]. Se trataba,
idealmente, de algo como el uso de la bomba atómica contra los japoneses. Eso
se concretó, en la práctica, bombardeando Bagdad con una lluvia de misiles crucero.
Los discípulos
del filósofo Leo Strauss soñaban con librar y ganar varias guerras a la vez (Full-spectrum
dominance o “dominio en todos los sentidos”). Vimos entonces las guerras
contra Afganistán e Irak, que se desarrollaron bajo un mando común [2].
El almirante
Arthur K. Cebrowski predicaba que había que reorganizar los ejércitos de
Estados Unidos de manera tal que fuese posible procesar y compartir una multitud
de datos de forma simultánea. Eso haría posible algún día el uso de robots
capaces de indicar instantáneamente las mejores tácticas [3].
Como veremos más adelante, las profundas reformas que el almirante Cebrowski
inició no tardaron en producir frutos… venenosos.
El pensamiento neoimperialista estadounidense
Esas ideas y
obsesiones primeramente llevaron al presidente George W. Bush y la US Navy a
organizar el más extenso sistema internacional de secuestro y tortura, que
contó 80,000 víctimas. Posteriormente, llevaron al presidente Obama a poner en
marcha todo un aparato para perpetrar asesinatos, principalmente mediante el uso
de drones pero también recurriendo a comandos armados. Ese sistema opera en 80 países
y dispone de un presupuesto anual de 14,000 millones de dólares [4].
A partir de
los hechos del 11 de septiembre de 2001, el asistente del almirante Cebrowski,
Thomas P. M. Barnet, impartió en el Pentágono y en las academias militares
estadounidenses numerosas conferencias anunciando lo que sería el nuevo mapa
del mundo según el Pentágono [5]. Ese
proyecto se ha hecho posible debido a las reformas estructurales realizadas en
los ejércitos estadounidenses, reformas en las que se percibe una nueva visión
del mundo. El proyecto en sí parecía tan descabellado que los observadores
extranjeros lo consideraron, apresuradamente, sólo una forma de retórica más
entre tantas otras tendientes a sembrar el miedo en los pueblos que Estados Unidos
pretende dominar.
Barnett
afirmaba que, para mantener su hegemonía mundial, Estados Unidos tendría que
dividir el mundo en dos partes. Quedarían de un lado los Estados estables (los
miembros del G8 y sus aliados) y del otro lado estaría el resto del mundo, considerado
simplemente como un “tanque” de recursos naturales. Barnett se diferenciaba de
sus predecesores en un punto fundamental: ya no consideraba que el acceso a
esos recursos fuese crucial para Washington sino que afirmaba que los Estados
estables sólo tendrían acceso a esos recursos recurriendo a los ejércitos
estadounidenses. Para eso habría que destruir sistemáticamente toda la
estructura estatal en los países que serían parte de ese “tanque” de recursos,
de manera que nadie pudiese oponerse en ellos a la voluntad de Washington, ni tampoco
tratar directamente con los Estados estables.
En su discurso
de enero de 1980 sobre el Estado de la Unión, el presidente Carter enunció su doctrina:
Washington consideraba el acceso al petróleo del Golfo para garantizar el
abastecimiento de su propia economía como una cuestión de seguridad nacional [6]. El Pentágono
creó entonces el CentCom para controlar esa región. Sin embargo, Washington
está sacando actualmente menos petróleo de Irak y de Libia que antes de las
guerras contra esos países… ¡pero no le importa!
La destrucción
de las estructuras estatales equivale a regresar a los tiempos del caos,
concepto ya enunciado por Leo Strauss pero al que Barnett confiere un sentido
nuevo. Para el filósofo judío Leo Strauss, después del fracaso de la República
de Weimar y la Shoa (el Holocausto), el pueblo judío no puede seguir confiando
en las democracias, así que la única vía que le queda para protegerse de un
nuevo nazismo es instaurar su propia dictadura mundial –claro, ¡en aras del
Bien! Para eso tendrá que destruir algunos Estados que oponen resistencia,
hacerlos retroceder a la era del caos y reconstruirlos según nuevas leyes [7].
Eso
corresponde con lo que decía Condoleezza Rice durante los primeros días de la
agresión de 2006 contra el Líbano, cuando aún parecía que Israel saldría
victorioso:
«No veo el
interés de la diplomacia si es para volver al statu quo ante entre Israel
y el Líbano. Creo que sería un error. Lo que aquí vemos es, en cierta forma, el
comienzo, las contracciones del nacimiento de un nuevo Medio Oriente y,
hagamos lo que hagamos, tenemos que estar seguros de que avanzamos hacia el
nuevo Medio Oriente y de que no volvemos al antiguo.»
Para Barnett,
sin embargo, habría que hacer retroceder a la era del caos no sólo a los pueblos
que oponen resistencia sino a todos los países que no han alcanzado cierto
nivel de vida. Y cuando estén sumidos en el caos… habrá que mantenerlos en él.
La influencia
de los seguidores de Leo Strauss ha disminuido en el Pentágono después del
fallecimiento de Andrew Marshall, creador del «giro hacia Asia» [8].
Una de las
grandes rupturas entre el pensamiento de Barnett y lo que pensaban sus
predecesores reside en que Barnet piensa que no hay que desatar guerras contra
tal o más cual país por razones políticas sino contra regiones enteras del
mundo porque no están integradas al sistema económico global. Por supuesto,
siempre habrá que empezar por un país en particular, pero se hará favoreciendo
la extensión del conflicto, hasta destruirlo todo… como en el Medio Oriente
ampliado (o Gran Medio Oriente). En este momento sigue la guerra, incluso con
despliegue de blindados, tanto en Túnez, Libia, Egipto (en el Sinaí), Palestina,
Líbano (en Ain el-Helue y Ras Baalbeck), como en Siria, Irak, Arabia Saudita
(en la ciudad de Qatif), Bahréin, Yemen, Turquía (en Diyarbakir) y Afganistán.
Por eso, la
estrategia neoimperialista de Barnett tendrá que apoyarse obligatoriamente en
ciertos elementos de la retórica de Bernard Lewis y de Samuel Huntington, la «guerra
de civilizaciones» [9]. Pero como
será imposible justificar que permanezcamos indiferentes ante las desgracias de
los pueblos de los países condenados a ser parte del “tanque” de recursos
naturales, habrá que convencernos de que nuestras civilizaciones son
incompatibles.
La aplicación del neoimperialismo estadounidense
Esa
exactamente es la política que ha venido aplicándose desde el 11 de septiembre
de 2001. No se ha terminado ninguna de las guerras desatadas desde entonces.
Desde hace 16 años, las condiciones de vida de los afganos son cada día más
terribles y peligrosas. La reconstrucción del Estado que alguna vez tuvieron,
reconstrucción que supuestamente seguiría el modelo aplicado en Alemania o
Japón al término de la Segunda Guerra Mundial, nunca llegó a concretarse. La
presencia de las tropas de la OTAN no mejoró la vida de los afganos que, por el
contrario, se deterioró aún más. Todo indica que esa presencia militar de la
OTAN es actualmente la causa del problema. A pesar de todos los discursos que
alaban la ayuda internacional, las tropas de la OTAN sólo están en Afganistán
para mantener y agravar el caos.
No hay un solo
caso de intervención de la OTAN en que los motivos oficiales de la guerra hayan
resultado ciertos. No fue cierta la justificación oficial de la guerra contra Afganistán
(motivo invocado: una supuesta responsabilidad de los talibanes en los atentados
del 11 de septiembre de 2001), como tampoco lo fue en la guerra contra Irak
(motivo invocado: un supuesto respaldo del presidente Saddam Hussein a los
terroristas del 11 de septiembre y la preparación de armas de destrucción
masiva que planeaba utilizar contra Estados Unidos), ni en Libia (supuesto
bombardeo del ejército libio contra su propio pueblo), ni en Siria (dictadura
del presidente Assad y de la secta de los alauitas). Y en ningún caso el
derrocamiento de un gobierno ha puesto fin a la guerra. Todas esas guerras se mantienen
hoy, sin importar la tendencia o el grado de sumisión de los dirigentes en el
poder.
Las «primaveras
árabes», si bien son fruto de una idea del MI6 que sigue el modelo de la «revuelta
árabe» de 1916 y de las hazañas de Lawrence de Arabia, fueron incorporadas
a la misma estrategia de Estados Unidos. Túnez se ha convertido en un país
ingobernable. En Egipto, donde el ejército nacional logró recuperar el control
de la situación, el país está tratando poco a poco de levantar cabeza. Libia se
ha convertido en un campo de batalla, no desde que el Consejo de Seguridad de
la ONU adoptó su resolución llamando a proteger la población libia sino después
del asesinato de Muammar el-Kadhafi y la victoria de la OTAN.
Siria es un
caso excepcional ya que el Estado nunca pasó a manos de la Hermandad Musulmana
y que esta no ha logrado imponer el caos en todo el país. Pero numerosos grupos
yihadistas, vinculados precisamente a esa cofradía, lograron controlar –y
todavía controlan– partes del territorio nacional, instaurando en ellas el
caos. Ni el califato del Emirato Islámico (Daesh), ni Idlib bajo al-Qaeda,
constituyen Estados donde el islam pueda florecer. Son sólo zonas de terror sin
escuelas ni hospitales.
Es probable
que gracias a su pueblo, a su ejército y a sus aliados rusos, libaneses e
iraníes, Siria logre escapar al destino que Washington había diseñado para
ella. Pero el Medio Oriente ampliado seguirá siendo pasto del fuego hasta que
los pueblos entiendan los planes de sus enemigos.
Ahora vemos
como el mismo proceso de destrucción se inicia en el noroeste de Latinoamérica.
Los medios de difusión occidentales hablan con desdén de los desórdenes en
Venezuela, pero la guerra que así comienza no habrá de limitarse a ese país. Se
extenderá a toda esa región, a pesar de que son muy diferentes las condiciones
económicas y políticas de sus países.
Los límites del neoimperialismo estadounidense
A los
estrategas estadounidenses les gusta comparar el poder de Estados Unidos al del
imperio romano. Pero los romanos aportaban seguridad y opulencia a los pueblos
que conquistaban y los incorporaban a su imperio. El imperio romano construía
monumentos y racionalizaba las sociedades de esos pueblos. El neoimperialismo
estadounidense no tiene intenciones de aportar nada, ni a los pueblos de los
Estados estables, ni a los de los países incluidos en el “tanque” de recursos
naturales. Lo que tiene previsto es extorsionar a los primeros y destruir los
vínculos sociales en los que se sustenta la unión nacional de los segundos. Ni
siquiera le interesa exterminar a estos últimos sino hacerlos sufrir para que
el caos en el que viven convenza a los Estados estables de que para ir a buscar
los recursos que necesitan tienen que contar con la protección de los ejércitos
estadounidenses.
El proyecto
imperialista consideraba hasta ahora que «no se puede hacer la tortilla sin romper
huevos», o sea admitía que tiene que cometer masacres colaterales para
extender su dominación. En adelante, lo que planifica son masacres generalizadas
para imponer definitivamente su autoridad.
El
neoimperialismo estadounidense implica que los demás Estados del G8 y sus aliados
acepten que la «protección» de sus intereses en el extranjero quede en manos
de los ejércitos de Estados Unidos. Ese condicionamiento no constituye un
problema para la Unión Europea, ya sometida desde hace mucho a la voluntad del
amo estadounidense, pero plantea una dura discusión con el Reino Unido y será
imposible que Rusia y China la acepten.
Recordando su
«relación especial» con Washington, Londres ya exigió participar como
socio en el proyecto estadounidense para gobernar el mundo. Fue ese el sentido
del viaje de Theresa May a Estados Unidos, en enero de 2017, pero quedó sin
respuesta [10].
Es además
inconcebible que los ejércitos de Estados Unidos garanticen la seguridad de las
«rutas de la seda», como hoy lo hacen –junto a las fuerzas británicas–
con las vías marítimas y aéreas que utiliza Occidente. Es también inimaginable
que Rusia acepte ahora ponerse de rodillas, después de su exclusión del G8,
debido a su implicación en Siria y en Crimea.
[1]
Shock and awe: achieving rapid dominance, Harlan K. Ullman y otros
autores, ACT Center for Advanced Concepts and Technology, 1996.
[2]
Full Spectrum Dominance. U.S. Power in Iraq and Beyond, Rahul Mahajan,
Seven Stories Press, 2003.
[3]
Network Centric Warfare: Developing and Leveraging Information Superiority,
David S. Alberts, John J. Garstka y Frederick P. Stein, CCRP, 1999.
[4]
Predator empire: drone warfare and full spectrum dominance, Ian G. R.
Shaw, University of Minnesota Press, 2016.
[5]
The Pentagon’s New Map, Thomas P. M. Barnett, Putnam Publishing Group,
2004.
[7]
Algunos especialistas en el estudio del pensamiento de Leo Strauss lo interpretan
de manera completamente diferente. Pero lo importante aquí no es lo que
realmente pensaba ese filósofo sino lo que profesan quienes, con razón o sin
ella, se dicen seguidores de su pensamiento en el Pentágono. Political
Ideas of Leo Strauss, Shadia B. Drury, Palgrave Macmillan, 1988. Leo Strauss
and the Politics of American Empire, Anne Norton, Yale University Press,
2005. Leo Strauss and the conservative movement in America:
a critical appraisal, Paul Edward Gottfried, Cambridge University
Press, 2011. Straussophobia: Defending Leo Strauss and Straussians Against
Shadia Drury and Other Accusers, Peter Minowitz, Lexington Books, 2016.
[8]
The Last Warrior: Andrew Marshall and the Shaping of Modern American Defense
Strategy, Chapter 9, Andrew F. Krepinevich y Barry D. Watts, Basic Books,
2015.
[9]
«The Clash of Civilizations?» y «The West Unique, Not Universal», Foreign Affairs,
1993 y 1996; The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order,
Samuel Huntington, Simon & Schuster, 1996.