José I. González Faus
www.cpalsocial.com/081216
Es tópica la afirmación de que la derecha está siempre
unida porque la unen intereses, y la izquierda siempre desunida porque la unen
ideales.
La imagen vuelve a ser desgraciadamente actual. Pero, para afrontarla mejor,
convendría examinar un poco más la identidad de la izquierda.
En realidad hay dos clases de izquierda.
Cabría llamarlas
izquierda-Voltaire e izquierda-Marx. La primera es anticlerical,
antimonárquica, irónica y simpática; pero profundamente burguesa: recordemos el
célebre verso de Voltaire (“lo superfluo ¡tan necesario!”) y su defensa de la
esclavitud para que no subiera el precio del cacao.
La segunda está marcada
por el carácter judío de Marx y su conocimiento de los profetas de Israel. Con
todos sus defectos, Marx vivió pobre y sólo para una causa: la apuesta
incondicional por las víctimas de este sistema cruel. Sus supersticiones sobre
el paraíso futuro son muy ingenuas, aunque comprensibles como estímulo para mantener
esa lucha.
Nuestras izquierdas deben
preguntarse si llevan el apellido de Voltaire o el de Marx. Las
reivindicaciones culturales del primero, por legítimas que sean algunas, son
secundarias respecto a las exigencias sociales del segundo; y pueden esperar.
Pero no es así: antaño dije que el PSOE comenzó a desnaturalizarse cuando Cuca
Solana proclamó que “los socialistas también tenemos derecho a veranear en
Marbella”. Y no: mientras
exista un solo hambriento en este país, ningún verdadero izquierdista tiene
derecho a eso. Eso queda para los Granados y demás. También ERC está
sacrificando los aspectos verdaderamente izquierdosos (la causa de los pobres)
a otras reivindicaciones menos significativas hoy, como la república. Decir que
somos un partido con vocación de gobierno es una sandez: hay que procurar
ser un partido que merezca ser llamado a gobernar, un mérito que no parece
tenerlo un PSOE convertido en una olla de grillos.
Tras el 26J, los líderes
de nuestras izquierdas no fueron capaces de encontrarse ninguna culpa que
justificara su fracaso. Más bien entonaron himnos a su grupo, como si fueran
fundamentalistas religiosos gringos. Pablo Iglesias podrá decir que la gente
les ha tenido miedo: pero evita reconocer cuánta culpa han tenido ellos en ese miedo,
anunciando paraísos cuando, a lo más que se podía aspirar, era a pasar de lo
malo a lo regular…
En un país con una deuda
grande, con la probabilidad de una multa de Bruselas (más probable si ganan las
izquierdas), con lo mejor de su juventud emigrada y donde un gobierno sin
escrúpulos se ha comido en 4 años casi dos terceras partes del fondo de la
seguridad social, el miedo no se debía sólo a las sórdidas calumnias del PP
(“financiados por Venezuela e Irán”, como las cuentas de Trías en Suiza, etc.),
sino sobre todo a que ellos daban la sensación de no saber en qué país estaban.
Es como si, ante un enfermo con cáncer, el médico que lo lleva (y que es
responsable en buena parte) promete seguir con el tratamiento habitual,
mientras otro médico promete que en dos semanas el enfermo podrá participar
como atleta en los juegos olímpicos. ¿Qué elección quedaría a la pobre familia?
Pero no hace falta apelar
a Marx: quizás podríamos haber hablado directamente de la “izquierda-Jesús”:
esa izquierda es esencialmente ética. Y, en la medida en que quiera ser
verdaderamente cristiana, implicará erigir a las víctimas del planeta en
señores absolutos, sin caer en la ingenua vanidad de creerse mejor por eso.
Eso permite concluir que la palabra que mejor puede
designar la identidad de izquierdas es la palabra igualdad. Lo cual
implica dos cosas: por un lado, el trabajo por una sociedad mucho más justa e
igualitaria que la nuestra. Y por otro lado, el diálogo: precisamente porque
todos los seres humanos son iguales, todos merecen respeto y pueden ser
considerados como interlocutores, para ver qué se puede sacar de ellos que no
debilite mis convicciones pero quizá las complete.
En Jesús, la denuncia de
injusticias, que fue tan dura, nunca estuvo reñida con su apertura a todos los
seres humanos concretos. Y ello sólo brotará de una izquierda no hinchada por
la vanidad sino henchida de amor a las víctimas de este sistema cruel. La
izquierda es esencialmente dialogante: esas posturas ultras de “conmigo o
contra mí”, de yo soy la verdad absoluta y los demás el eje del mal, y de que
sólo nosotros podemos “echar demonios”, están bien para el inefable Bush
junior, pero han contaminado demasiado a nuestras izquierdas.
Pero toda ética auténtica
reclama realismo si no quiere acabar en fariseísmo o en cuento de
hadas. La izquierda debe abandonar ese engaño de que nuestra sociedad es
mayoritariamente de izquierdas. Eso valdría quizá para la izquierda-Voltaire (o
para la ambigua palabra “progresismo”), pero no vale para la izquierda-Marx.
Entre “progres” y “pobres” está el verdadero dilema.
Nuestras izquierdas deben
saber que nuestra sociedad
es mayoritariamente conservadora porque: a) está conducida por el miedo:
miedo de los potentados y corruptos a perder sus privilegios; y miedo de las
clases medias a perder lo poco que tienen. Y b) el bajo nivel de nuestra educación, centrada hoy en formar
técnicos más que personas, en olvidar las humanidades (que, por lo menos
te enseñan que las cosas son complicadas y los simplismos nefastos), y en
predicar el derecho al placer más que la llamada a la solidaridad, fomenta ese
conservadurismo.
Por poner un ejemplo de
hoy: en Badalona se ha creado un conflicto innecesario e inútil, con la manía
de no celebrar como festivo el 12 de octubre porque es aniversario de un
genocidio. No dudo de la buena voluntad de la alcaldesa, y creo también que
hubo genocidio. Pero seguramente esa alcaldesa bienintencionada desconoce que,
además del genocidio, hubo una serie de nombres como Antonio de Montesinos, Bartolomé
de Las Casas, Toribio de Mogrovejo, Cristóbal Pedraza, A. de Valdivieso y
varios más (Francisco de Vitoria en España), que plantaron cara a los
conquistadores y gracias a ellos se han conservado el guaraní, el quechua, el
aimara, el náhuatl en México y varias lenguas más. Cosa que no pasó en el norte
de América. Sería mucho más hábil celebrar estos nombres y dar así la vuelta a
la ambigüedad de esta fiesta. En cambio, tal como se ha hecho, más que como un
acto revolucionario, se queda como un nuevo episodio para el “Celtiberia Show”
del amigo Carandell.
Otro ejemplo para
concluir: M.H. Enzensberger (premio Príncipe de Asturias) tiene una breve
novelita (Siempre el dinero), en la que una tía supermillonaria (“lista y
cínica”) explica a sus sobrinos cómo funciona eso de la economía: con absoluta
lucidez sobre sus injusticias pero para añadir luego que eso no puede cambiarse
porque los que pretendan cambiarlo caerán víctimas de su propia codicia en
cuanto toquen un poco de poder. Luego de eso, como la tía no necesita falsas
justificaciones, se permite añadir:
“(…) a lo mejor Marx era
un tipo despreciable pero, por lo menos, no era un charlatán y un hipócrita,
(sino) un hombre inteligente e incorruptible… Tenía una vista de lince para
darse cuenta de lo que sucedía… ¡Me hubiera gustado hablar con él!… Hace más de
150 años auguró que el capitalismo iba a terminar mal. Yo también lo veo así
-le habría dicho-. Pero ¿cuándo se derrumbará exactamente? Mientras usted y yo
vivamos no, ¿verdad?”.
Quizá pues la izquierda debería recuperar lo mejor de
Marx, lo que hace que se tache al papa Francisco de “comunista” cuando proclama
el evangelio: denunciar un sistema que mata, y las mil pseudojustificaciones
que buscan cohonestarlo: que “las ideas dominantes son sólo las
ideas de los que dominan”.
Decir estas cosas molesta
mucho, pero creo que alguien tiene que decirlas. Y soy de los que menos tienen
que perder por ello.