José
M. Castillo S.
www.religiondigital.com/031216
Escribo esta breve nota el día 3 de diciembre, fiesta de san Francisco
Javier. Acabo de leer el Evangelio que corresponde a la misa de hoy, el texto
de Mt 9, 35 – 10, 1. 6-8. Y he recordado enseguida lo que el papa Francisco
indicaba, hace pocos días: una de la cosa que más daño hace a la Iglesia es el clericalismo. El Evangelio afirma que
Jesús, al ver a las pobres gentes de Galilea, “sentía compasión”, le daba pena.
Porque aquellas gentes andaban y vivían “como ovejas que no tienen pastor”. Al
decir esto, el Evangelio no
culpa a la gente. Culpa a los “pastores”, que, en el lenguaje
de los profetas de la Biblia, eran los “sacerdotes”.
Pues bien, al llegar a este punto, resulta inevitable recordar la
amenaza impresionante que el profeta Ezequiel les lanza (y les sigue lanzando)
a los sacerdotes, los de entonces y los de ahora: “Me voy a enfrentar con los
pastores: les reclamaré mis ovejas, los quitaré de pastores de mis ovejas, para
que dejen de apacentarse a sí mismos, los pastores” (Ez 34, 8-7. 10).
Jesús no fundó el clero. Ni fundó sacerdocio alguno. Eso no consta en ninguna parte, en todo el Nuevo Testamento. Y mucho menos, a Jesús ni se le ocurrió instituir un cuerpo o estamento de “hombres sagrados”, una especie de funcionarios de “lo santo”, que viven de eso y con eso salen del anonimato de los hombres corrientes, para constituirse en una “clase superior”. Jesús no pensó en nada de esto.
Lo que Jesús quiso
es “discípulos” que le
“siguen”, es decir, que
viven como vivió Jesús. Dedicado a curar dolencias, aliviar penas y
sufrimientos, acoger a las gentes más perdidas y extraviadas. Así nació el
“movimiento de Jesús”. Y así se expandió por el Imperio. Hasta que,
progresivamente, la creciente importancia del clero y sus ceremonias, sus
templos, sus normas… desplazando el
centro: del Evangelio a la Religión. De la compasión por los
que sufren a la observancia y la sumisión a la religiosidad establecida.
Y así, paulatinamente, insensiblemente,
el discipulado evangélico se convirtió en carrera, en dignidad, en poder
sagrado, en rango y jerarquía, en clero, con el consiguiente peligro de
derivar hacia el clericalismo. Justamente, lo que el papa Francisco ha
lamentado recientemente. Y aprovecho la ocasión para insistir, una vez más, que
los cánones de la Sesión VII del concilio de Trento, sobre los sacramentos, no
son definiciones dogmáticas, vinculantes para la Fe católica. Porque los Padres
del concilio no llegaron a ponerse de acuerdo sobre si lo que condenaban o
prohibían eran “errores” o “herejías” (cf. DH 1600).
Nos quejamos de la falta de clero, de los abusos de no pocos clérigos,
de los privilegios que se le conceden a la Iglesia, de la falta de ejemplaridad
de no pocos curas…. Todo eso se puede discutir. Todo eso se debe precisar y
ajustar a la realidad, para no difamar a todas las buenas personas, que, desde
su vocación religiosa, trabajan por los demás. Esto es verdad. Y se ha de tener
muy en cuenta.
Pero más importante y más apremiante, que todo lo dicho, es el hecho de
que, paulatinamente, progresivamente, el desplazamiento, del “discipulado evangélico” al “clero
eclesiástico”, ha sido –y sigue siendo – la raíz y la causa de la descomposición del proyecto
original de Jesús. El Evangelio
perdió a costa del poder que alcanzó y sigue ejerciendo el clero y, lo que es
peor, el clericalismo.
Mientras este
problema no se afronte y se resuelva, hasta sus últimas consecuencias, la
Iglesia seguirá como se encuentra ahora mismo: desplazada, en unos casos, y
desorientada (sin saber qué hacer) en tantas ocasiones. Los incesantes
enfrentamientos (o desacuerdos disimulados) de tantos clérigos con el Papa
actual son la prueba más patente de que este asunto es capital y decisivo para
la Iglesia en este momento.