Olivia Carballar
Adriano Zacarías conversa con varias
personas en el centro de tuberculosis. O. C.
CUBAL, ANGOLA // “¿Alguno
de vosotros ha vivido una guerra?”. Agostinho Pessela lanza la pregunta a un
grupo de españoles delante de su bar tienda mientras beben Cucas, la cerveza
original de Angola. La luz del establecimiento es la única señal eléctrica en
muchos metros a la redonda. Solo algunas linternas difusas salpican la
oscuridad, magnificada por el ladrido de los perros. Los niños juegan sin hacer
caso a la noche.
“Pero hablo de
vivir una guerra de verdad, de tener que salir corriendo”, prosigue Agostinho
recogiendo los brazos y el cuerpo hacia su corazón en un movimiento abrupto,
como si esquivara un disparo, una bomba. La tierra ensucia sus pies
enchancletados a medida que los encoge hacia las pantorrillas. Arriba, la vía
láctea, observa la escena con una nitidez que asusta. En cualquier momento
–parece– millones de estrellas pueden venirse abajo. Agostinho tiene 42 años:
en 27 de ellos, más de la mitad de su vida, estuvo haciendo esos mismos
ademanes para protegerse de una guerra extendida a lo largo de diez años, y
otros diez y diez más y otros diez. Cuatro décadas.
La tienda recuerda
a los ultramarinos de otros tiempos en España, donde el trigo y los garbanzos
salían de grandes sacos a granel hacia las bocas hambrientas de otros 40 años
de dictadura. Estanterías al fondo y un mostrador alto. “Ha habido una
evacuación por un brote de malaria. Más de 18.000 mosquiteros serán
repartidos”, avisa un titular en la parte baja de una tele pequeña mal
sintonizada. Nadie lo ve. Nadie lo lee. Una niña desdobla de su mano un billete
de 100 kwanzas, 25 céntimos de euros al mejor cambio. Compra una vela.
Agostinho vende todo lo que puede llegar a Cubal, un pueblo de 300.000
habitantes en el centro de Angola. “De noche soy comerciante y de día soy
médico”, dice con una amplia sonrisa de dientes muy blancos, lo poco que a esas
horas ilumina su rostro negro.
Agostinho Pessela,
en el hospital. O. CARBALLAR
Al día siguiente
presentará un estudio sobre la rabia en unas jornadas científicas
organizadas por el Hospital Nossa Senhora da Paz, un centro de la red pública
gestionado por las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús que
mantiene desde hace diez años un convenio con el Hospital Vall d’Hebron de
Barcelona.
El sol sale a las
seis en Cubal. El ruido de las motos sobre los baches de tierra simula el
bostezo de una ciudad que duerme poco. Hay bullicio a la entrada del hospital,
un rellano con varias instalaciones y algún baobab en medio. Allí llegó
Agostinho hace dos décadas, cuando no sabía nada de Medicina. Hoy es el adjunto
de la Dirección Clínica. Tiene cinco hijos. Florentina, la mayor, se prepara para
hacer las pruebas de acceso a la carrera. Él no tiene título, como casi todos
los médicos del centro. La mayoría, explica el director general del hospital,
Ignacio Puche, se han formado como técnicos de salud y en el camino, por las
peculiaridades del contexto, se han visto en la necesidad de asumir
responsabilidades clínicas. “Algunos de ellos han superado con creces las
expectativas en cuanto a sus capacidades y su desempeño”, explica. Quienes
conocen a Pessela afirman que posee la cátedra de los que aprenden a base de la
experiencia.
Aquí no se curan
resfriados. Aquí las enfermedades tienen nombres serios. Se llaman malaria,
tuberculosis, se llaman cólera, se llaman rabia, se llaman lepra, se llaman sida.
Aquí se concentran casi todas las patologías olvidadas, desatendidas en la
clasificación de la OMS.
Y cuando no saben
cuál es su nombre tampoco saben que están enfermos. Aunque crean que orinar
sangre es normal. Están enfermos. Aquí, lo que se podría curar con una
pastilla, se complica hasta la muerte por falta de conocimiento, de
saneamiento, de inversión y educación.
Por el círculo
vicioso de la desigualdad y la pobreza, paradójicamente, en uno de los países
africanos con más riqueza per cápita. El gasto en salud en Angola apenas supera
el 3% del PIB, la esperanza de vida no alcanza los 55 años y uno de cada seis
niños no llega a los cinco. En estas condiciones se hace medicina en Cubal,
donde el 70% de la población no tiene acceso a agua potable y solo el 12%
dispone de letrinas. Las enfermedades infecciosas y la desnutrición son el pan
nuestro de cada día.
De
campo de refugiados a hospital de referencia
“Esto empezó
siendo un dispensario en 1973. De aquí para abajo era todo tiendas de
refugiados“, señala la doctora Milagros Moreno, 60 años. Ella inició hace 26
este viaje a lo desconocido, una aventura de amor, como titula el libro que
está a punto de publicar. Milagros nació en Melilla y se licenció en Barcelona,
donde se especializó en Pediatría. En la sala de desnutrición hay ocho niños.
Una madre muestra a la enfermera las llagas que a su hijo, de menos de dos
años, le comen el cuerpo. Es un caso grave. La mujer llora porque asegura que
no tiene nada que darle de comer. Sofía Rodrigues, una médica voluntaria
portuguesa, mira impotente a Milagros, que insiste en que tienen que hacer
pedagogía con las madres. “Echa el huevo, bátelo muy bien y se lo dais mezclado
con leche”, pide la doctora. Milagros, durante 25 años directora general del
hospital, es de esas personas a las que no les gusta posar ni las poses. Ha
visto de todo. Ha operado de todo. Ha trabajado sin descanso. Y ha llorado sin
parar. Cada día se levanta a las cuatro de la mañana. Y después de misa de las
seis, al hospital.
Una mujer abraza a
su hijo en una sala del Hospital Nossa Senhora da Paz. O. CARBALLAR
“Vamos a ver si ha
subido algo de peso”, confía junto a una cuna con una bolsa de cacahuetes
molidos en la mano. Paulino tiene once meses y pesa tres kilos. Su madre lo
acurruca en una tela estampada de flores. Con delicadeza, Milagros descubre al
bebé y posa sus huesos en la balanza, colgada del techo. La aguja se mantiene
impasible en los tres kilos. El pequeño también tiene tuberculosis. “Vamos a
ver si mañana sube algún gramo más”, consuela a su madre.
Estos días, Jorge
Cordón, un cocinero voluntario, ayuda a preparar menús nutritivos. “Ten mucho
coraje”, le pide a Paulino, que la mira con más profundidad que sus ojos
hundidos. En otra cama, un niño sufre una convulsión. En una cuna, una niña y
su madre duermen abrazadas. Milagros no se rinde con facilidad. Reclama
recursos cada vez que una autoridad visita el centro. Dice que sin un trabajo
en conjunto, nada aquí es posible. “Estoy disfrutando tanto…”, comenta en un
descanso de las jornadas. “Es que he aprendido mucho sobre el carbunco”,
desvela con la misma felicidad que una niña pequeña. Su ponencia versa sobre
esta enfermedad zoonótica con un 29% de mortalidad en la zona.
En el camino para
que un campamento de heridos de guerra esté hoy realizando estudios punteros en
este país se cruzó Israel Molina, el director de la Unidad de Medicina Tropical
del Vall d’Hebron. “Yo viajé a España porque mi hermano estaba enfermo y el
nefrólogo, que conocía a Israel, me lo presentó. Él tenía un proyecto para
Sierra Leona. Pero al cabo del tiempo, me llamó, me contó que lo de Sierra
Leona no había salido y me preguntó si podía venir”. Israel cogió su mochila y
atravesó más de medio continente para llegar a aquel lugar recóndito ubicado en
la misión católica de Tchambungo. Una vez que aterrizas en Luanda tras ocho
horas de avión, quedan diez horas más de autobús hasta Benguela, la capital de
la provincia. Y aún no hemos llegado. Faltan tres más para ver las primeras
casitas de adobe de Cubal.
Romeo y sus amigos
juegan delante de varias chozas. Están descalzos. Tienen entre 11 y 13 años.
Ven los mismos amaneceres, atardeceres y anocheceres todos los días. Son
terriblemente bellos. Pero no verán otras bellezas en toda su vida. Ni otros
horizontes. “Hacer medicina aquí es un desafío constante. Hay que venir al
terreno a investigar para transformar y mejorar la vida de la gente. El
objetivo ahora es atraer a talentos, que vengan las generaciones de médicos que
están saliendo de la facultad y que la universidad y los hospitales trabajen
juntos y que sean ellos los que sacan esto adelante”, reflexiona Molina tras un
viaje relámpago a la Universidad de Benguela, donde ultima los detalles para
construir un futuro centro de investigación junto al hospital.
De 42 años, antes
que por África, conoció por su madre, emigrante sevillana en la posguerra, lo
que es la pobreza. “Libertad”, reza su camiseta. Es lo único que reza. Ateo
confeso, creyó en Milagros y así comenzó el milagro de hacer medicina todos los
días en Cubal. No ha sido fácil llegar hasta ahí. El centro de investigación
será construido a la espalda del centro de tuberculosis, una referencia en
Angola.
Adriano Zacarías
es uno de los pacientes que logró salvar su vida. No trabajaba. No tenía
estudios. Tras superar la enfermedad, continuó formándose observando a miles y
miles de pacientes. Treinta años después, es el responsable de la unidad. Su
hija mayor está estudiando la licenciatura de Análisis Clínicos: “Aquí está el
tchambungo pero yo quiero que mi hija vea otras cosas, vea más lejos de lo que
yo pude ver y si quiere que vuelva después para que podamos aprender de su
experiencia”. Para poder pagarle los estudios, la mujer de Zacarías se ha
puesto a vender zapatos de segunda mano en el mercado.
La unidad de
tuberculosis tiene 70 camas y una ampliación añadirá espacio para 40 internos
más. Al año pasan unos 700 enfermos. En algunas de sus paredes lucen dibujos
infantiles esperanzadores. Ana, antigua paciente, inventó una canción: “Doctor
Zacarías me cura o tumbe, há que ter valor para apanhar pica (en portugués, hay
que ser valiente para aguantar las inyecciones)”. Los enfermos yacen tendidos
en camas bajas cubiertas por mosquiteros. Hace calor. Tosen y se les ve las
costillas. Con un 20%, las infecciones respiratorias representan la primera
causa de muerte en Angola.
“Esta realidad
existe”, confirma Zacarías en uno de los dos momentos en los que pierde la
sonrisa. En el otro habla de su otra hija. Ella no superó la enfermedad, que se
convirtió en multirresistente, cuando la bacteria ya no responde a los
tratamientos convencionales. Tenía 11 años. En ese tiempo no disponían de
medicamentos para aquella fase, denominados de segunda línea. En ese tiempo,
las hermanas pidieron la medicación a España. Y llegó. Llegó a Angola. Pero no
a Cubal. El conductor tuvo un accidente por el camino. La pequeña murió un mes
después.
Es mayo de 2017 y
tampoco hay fármacos de primera línea, explican en la sesión clínica que abre
cada día el trabajo en el hospital. En la de hoy participan también los médicos
españoles que han venido a las jornadas. Torres atiende sin pestañear. Lleva
zapatos blancos y marrones como una estrella del jazz negro de los años 20. En
realidad no se apellida Torres. Torres se llama Alberto Filipe. Lo de Torres le
viene por el histórico jugador del Benfica. Lo que resulta incomprensible, a la
vista de su parecido de verdad, es por qué nadie le puso doctor Mandela.
Cuenta Eva Gil,
del Vall d’Hebron, que a ella este hombre la ayudó mucho: “Cuando llegué no
sabía nada. No tenía ni idea de las enfermedades que había aquí”. Eva vino por
dos meses en un primer viaje. Luego de voluntaria, y ahora lleva dos años en la
zona. “A veces me preguntan cosas y no sé qué responderles. Son médicos, solo
les falta el título”. Cuenta también que Armindo Zaje, que acaba de
licenciarse, llama “jefe” a Pessela.
El doctor Armindo
es joven, tiene 26 años y lleva un solo mes en el hospital. Calza deportivas y
viste vaqueros rotos. Él y Nicolau Maliengue son los dos únicos médicos
angoleños titulados en el centro. La primera generación en Benguela y Huambo,
las dos ciudades más cercanas, data de 2013. “Lo peor es hacer entender a las
personas que tienen que venir a tratarse”, reflexionan. O ver cómo un joven
cualquiera con una neumonía no tuberculosa en una situación estable muere en
menos de 72 horas. O cómo roban medicamentos para comerciar con ellos en la
calle. La sesión clínica está presidida por las enormes manchas blancas que
presentan las radiografías. A la salida del cónclave, los médicos del Vall d’Hebrón
muestran su admiración por la evolución de estos profesionales, que de no tener
futuro han pasado a jugar un papel fundamental en el futuro de los demás a
través de la ciencia.
Trabajar
sin fármacos
Arleth Nindia es
feminista. No tiene miedo. Tiene cinco hijos y los mismos resortes que Rosa
Park para sentarse en su puesto de trabajo. Es la responsable del laboratorio.
Con traje de chaqueta entallada y pantalón beiges, con un moño alto en su
cabeza y unas sandalias de cuñas blancas en sus pies presenta un estudio sobre
patologías parasitarias intestinales, casi todas prevenibles y tratables. El
44% de la prevalencia se da en niños. “Tomen nota”, advierte a las autoridades
allí presentes con la autoridad que la confianza en una misma otorga. Arleth no
es solo la jefa del laboratorio. Arleth es la jefa de un grupo de hombres, que
habla de parásitos por la mañana y de las preocupaciones por sus hijos
adolescentes por la tarde. Si Arleth hubiera nacido en España, habría tenido un
hijo –”en vuestro país solo se tiene uno o dos”, reflexiona–.
Arleth Nindia, en
el laboratorio. O. CARBALLAR
Domingas Piedade,
43 años, es la responsable del banco de Urgencias. Al principio, no quería
asumir el puesto. “Yo quería ser solo enfermera”. Al final, consultó a su
entorno y aceptó. Si Domingas hubiera nacido en España, como Arleth, sus vidas
serían otras. Pero nacieron en Cubal, como todos ellos, como todas ellas. Y hay
que ser pobre y negro para saber cuántas veces te pueden dar un porrazo solo
por intentar algo tan sencillo, que escribía Billie Holiday en sus memorias.
Helena Malessu, 52
años, es la limpiadora del laboratorio. Procedente de Ganda, llegó al hospital
con dos hijos desnutridos. Tiene tres más. Después se quedó a trabajar. Es
curiosa, todo le interesa, quiere saber cómo son otras vidas lejos de la suya.
“La pobreza es no tener oportunidades, la pobreza es no poder ir a la escuela, la
pobreza son las consecuencias de la desnutrición, de la anemia, de unas
enfermedades que afectan al desarrollo intelectual de los más pequeños”, señala
Cristina Bocanegra, médica de la unidad catalana. Durante dos años también
trabajó en este rincón de Angola. Hay pocas personas que no griten a su paso
con alegría: ¡Doctora Cristina, doctora Cristina! Los niños se arremolinan en
sus pies. En un estudio sobre la esquistosomiasis demostró una alta prevalencia
de la enfermedad en la zona hasta ese momento desconocida.
Aparatos
revolucionarios
El número de
pacientes ingresados anualmente en el hospital oscila entre 5.000 y 6.000. Unas
25.000 personas son atendidas de forma ambulatoria. En las consultas externas,
Raquel María Mateus Filipe, 55 años, responsable del programa de VIH-SIDA,
atiende a una niña de 11. Se contagió de VIH tras una transfusión, tuvo
tuberculosis a los cinco años, luego otra infección grave y ahora puede que la
tuberculosis haya vuelto para quedarse. Espera quieta, en el regazo de su madre,
seria, con el miedo metido sin saber muy bien dónde. Se llama Angelina. A la
mañana siguiente, harán la prueba definitiva mediante una técnica que permite
un diagnóstico más sensible y detecta la resistencia a los fármacos
antituberculosos.
El aparato
revolucionario se llama genexpert y ha llegado a Cubal gracias a un acuerdo con
la Fundación Probitas, que en los próximos días firmará un convenio para
mejorar las condiciones del laboratorio. “Es que, por ejemplo, no pueden tener
algo tan básico como un banco de sangre en condiciones correctas porque no hay
luz ni agua las 24 horas.
En un lugar en el
que cinco de cada cien personas muere como consecuencia de una transfusión”,
asegura Elena Sulleiro. Ella y Mercé Claret han trabajado estos días con Arleth
y sus compañeros en nuevas técnicas que permitirán un conocimiento
epidemiológico de la tuberculosis y de la resistencia a los fármacos que se
utilizan para su tratamiento, crucial para elaborar guías terapéuticas
adecuadas que reduzcan la morbi-mortalidad de la enfermedad en la zona y, en su
caso, reevaluar las pautas establecidas en el Plan Nacional de Salud de Angola.
Al día siguiente no pudieron hacer la prueba porque Angelina no acudió.
En una sala
aledaña se esconde un ecógrafo. “Se nos ha acabado el gel”, muestra Marcos
Ibáñez, un médico voluntario de Zaragoza que ha adelantado el dinero para la
compra del material. Está enseñando a Zeferino Pintar, 41 años, a hacer
ecografías de mediastino, una ayuda más en el difícil diagnóstico de la tuberculosis
infantil y una herramienta que apenas es utilizada en España. Zeferino es una
pieza clave en el funcionamiento del hospital. Ahora solo trabaja tres días a
la semana para compatibilizar sus estudios de licenciatura. Fue uno de los
primeros que se planteó formarse a raíz de la colaboración con el Vall
d’Hebron. Hace un par de años viajó a Barcelona, donde permaneció dos meses en
el Servicio de Radiología. La colaboración con el hospital catalán se traduce,
además, en sesiones de telemedicina cada 15 días. En ellas, los profesionales
exponen las historias clínicas más complicadas y, entre todos, los de Angola y
los de España, con una pantalla vía Skype, intentan dar con la solución.
El caso de esta
semana es el siguiente: un hombre de 41 años presenta un cuadro de toxicodermia
en su rostro, manos y pies alarmante. “Sospechamos que es una consecuencia
adversa del tratamiento de segunda línea para la tuberculosis”, analiza Eva
Gil. “¿Qué hacemos? ¿Suspendemos el tratamiento?”. Ya lo hicieron y mejoró. “Pero
si lo suspendemos definitivamente morirá de tuberculosis”. Tras un largo
debate, deciden administrar de uno en uno los fármacos para saber cuál produce
la afección a la piel. Y deciden que sea así para evitar que el hombre tenga
que venir todos los días al hospital a ponerse una inyección. La razón
principal para llegar a esta conclusión es que puede dejar de venir, como la
pequeña Angelina. Eva avisa de que uno de los fármacos está caducado.
El contexto
también forma parte del tratamiento en Angola. Pessela se quita la bata blanca
y se vuelve a su bar tienda: “La gente se piensa que aprender es sentarse en
una silla y escuchar un rollo que te explica otro. Los médicos que vengan de
aquí a unos años van a darles mil vueltas a los demás porque este hospital es
un aula constante”.
Son las seis y
media. Cae la noche en Cubal. Hoy no hay Cucas. Fernando Salvador, que también
supo lo que era hacer medicina en este pueblo, prepara la cena junto a su jefe,
Israel Molina. Es el único momento de distensión. Tras jugar a las cartas y
cantar por Alejandro Sanz y Laura Paussini, el equipo, compuesto también por la
farmacéutica Hermisenda Cortés y el zoólogo Alberto Martínez, continúa con el
tema que no han soltado desde que subieron al primero de los aviones que los trajo
a Cubal: gusanos, estrongiloides, heces, praziquantel, fasciolas, PCR,
mosquitos, vectores…
“Verlos trabajar
me alimenta. Sigo aquí por ellos. Pero cuando esto funcione sin nombres, yo me
voy con mis tomates híbridos”, concluye Israel diez años después de presentarse
en aquel hospital de monjas. “Quiero decir que estoy muy contenta y que he
aprendido muchísimo en estas jornadas”, expresó una hermana, con un crucifijo
en el cuello, en el último turno de palabra.