Hace exactamente
seis años, el 20 de octubre de 2011, Muammar Gaddafi fue asesinado, con lo que
se unió a la lista de revolucionarios africanos martirizados por Occidente por
osar soñar con la independencia del continente.
Temprano aquel día
la ciudad natal de Gaddafi, Sirte, había sido ocupada por las milicias
respaldadas por Occidente después de una batalla de un mes de duración durante
la que la OTAN y sus aliados “rebeldes” destrozaron con artillería los
hospitales y casas de la ciudad, cortaron el agua y la electricidad, y
proclamaron públicamente su deseo de “someter [a la ciudad] al hambre hasta que
se sometiera”. Los últimos defensores de la ciudad, incluido Gaddafi, huyeron
de Sirte aquella mañana pero los aviones de la OTAN siguieron el rastro de su
convoy, lo bombardearon y mataron a 95 personas. Gaddafi escapó de los restos
del convoy pero fue capturado poco después. Les ahorraré los detalles
truculentos que los medios de comunicación occidentales se regodearon en
difundir por todo el mundo como una triunfal película snuff (1). Basta decir
que fue torturado y finalmente murió de un disparo.
De creer el
testimonio del aliado clave libio de la OTAN, Mahmoud Jibril, ahora sabemos que
fue un agente extranjero, probablemente francés, quien disparó el tiro fatal.
La muerte de Gaddafi fue la culminación no solo de siete meses de agresión de
la OTAN sino también de una campaña contra el propio Gaddafi y su movimiento
que Occidente había mantenido durante más de tres décadas.
Sin embargo,
también fue el pistoletazo de salida de una nueva guerra, una guerra por la
recolonización militar de África.
El año 2009, dos
años antes del asesinato de Gaddafi, fue un año fundamental para las relaciones
entre Estados Unidos y África. En primer lugar, porque China pasó por delante
de Estados Unidos como principal socio comercial del continente y en segundo
lugar porque Gaddafi fue elegido presidente de la Unión Africana.
No podía ser más
clara la importancia de ambos hechos para el declive de la influencia
estadounidense. Mientras Gaddafi enbezacaba los intentos de unir políticamente
África y empleaba enormes cantidades de la riqueza producida por el petróleo
libio para hacer realidad este sueño, China destrozaba sigilosamente el
monopolio de Occidente sobre los mercados de exportación y la financiación de
inversiones. África ya no tenía que recurrir como un mendigo al FMI para
obtener préstamos ni aceptar los términos contraproducentes que se le
ofrecieran sino que podía acudir a China, e incluso a Libia, para conseguir
inversiones. Y si Estados Unidos amenazaba con cortarle el acceso a sus
mercados China compraría encantada cualquier cosa que se ofertara. La
dominación occidental de África estaba amenazada como nunca lo había estado
antes.
La respuesta de
Occidente fue, por supuesto, militar. La dependencia económica que tenía África
de Occidente, que China y Libia estaban destrozando a toda velocidad, se
sustituiría por una nueva dependencia militar. Si los países africanos ya no
iban a mendigar préstamos, mercados de exportación y financiación de
inversiones de Occidente, habría que ponerlos en una posición en la que
acudieran a mendigar ayuda militar de Occidente.
Para ello se había
lanzado AFRICOM (el nuevo “comando africano” del ejército estadounidense) el
año anterior, pero para humillación de George W. Bush ni un solo país africano
quiso albergar su sede, con lo que se vio obligado a abrirla en Stuttgart,
Alemania. Gaddafi había liderado la oposición africana a AFRICOM como dejaron
claro unos exasperados memorandos diplomáticos estadounidenses revelados por
WikiLeaks. Y las peticiones de Estados Unidos a los líderes africanos a unirse
a AFRICOM en la “lucha contra el terrorismo” cayeron en oídos sordos.
Como había
explicado el jefe de la seguridad libia Mutassim Gaddafi a Hillary Clinton en
2009, a fin de cuentas el Norte de África ya contaba con un sistema de
seguridad eficaz gracias a, por una parte, las “fuerzas de reserva” de la Unión
Africana y, por otra, el CEN-SAD [Comunidad de Estados de Sahel-Saharianos],
una organización de seguridad regional de los Estados del Sahel y saharianos
con un sistema de seguridad que funcionaba bien y cuyo eje fundamental era
Libia. La sofisticada estructura antiterrorista dirigida por Libia significaba
que simplemente no se necesitaba la presencia militar estadounidense. Por lo
tanto, la tarea de los planificadores occidentales fue crear esa necesidad.
La destrucción de
Libia por parte de la OTAN logró simultáneamente tres objetivos estratégicos
para los planes de Occidente de expansión militar en África. El más obvio, eliminó
al mayor obstáculo y oponente a esa expansión, el propio Gaddafi. Una vez
eliminado Gaddafi y con un inactivo gobierno títere pro-OTAN al cargo de Libia
ya no había ninguna posibilidad de que este país actuara como una fuerza
poderosa en contra del militarismo occidental. Todo lo contrario, el nuevo
gobierno de Libia dependía totalmente de dicho militarismo y lo sabía.
En segundo lugar, la
agresión de la OTAN sirvió para provocar el colapso total del delicado aunque
eficaz sistema de seguridad norteafricano que había sido respaldado por Libia.
Y, por último, la aniquilación de Libia por parte de la OTAN puso al país en
manos de los escuadrones de la muerte y los grupos terroristas de la región,
que entonces pudieron saquear los arsenales militares de Libia y establecer a
su antojo campamentos de adiestramiento, que utilizaron para operar por toda la
región.
No es casual que
casi todos los atentados terroristas recientes cometidos en el norte de África,
por no mencionar Manchester, se hayan preparado en Libia o los hayan perpetrado
combatientes adiestrados ahí. Boko Haram, al-Qaeda en el Maghreb Islámico,
ISIS, Ansar Dine de Mali y decenas de otros grupos se han beneficiado
extraordinariamente de la destrucción de Libia.
Al garantizar que
se propagaban los grupos terroristas por toda la región, las potencias
occidentales habían creado mágicamente una demanda de su ayuda militar que
hasta entonces no existía. Literalmente, habían creado una “red de extorsión a
cambio de protección (2)” para África.
En un excelente
artículo de investigación publicado el año pasado Nick Turse afirmaba que el
aumento de las operaciones de AFRICOM en todo el continente guardaba una
correlación precisa con el aumento de amenazas terroristas. Este aumento,
afirmaba, había ido acompañado de “cantidades cada vez mayores de atentados
terroristas letales en todo el continente, incluidos los de Burkina Faso,
Burundi, Camerún, República Centroafricana, Chad, Costa de Marfil, República
Democrática de Congo, Etiopía, Kenia, Mali, Níger, Nigeria, Somalia, Sudán del
Sur y Túnez.
De hecho, los
datos del Consorcio Nacional para el Estudio del Terrorismo y de las Respuestas
al Terrorismo de la Universidad de Maryland muestran que los atentados se han
disparado en la última década, lo que viene a coincidir con el establecimiento
de AFRICOM. En 2007, justo antes de que se convirtiera en un comando
independiente, hubo menos de 400 incidentes de este tipo en el África
subsahariana. El año pasado la cantidad llegó a los 2.000. Según los propios
criterios oficiales de AFRICOM es, por supuesto, un enorme fracaso. Sin
embargo, visto desde la perspectiva de la “red de extorsión a cambio de
protección” es un éxito rotundo en el que el poderío militar estadounidense
reproduce sin problemas las condiciones para su propia expansión.
Esta es la
política respecto a África que Trump ha heredado ahora. Pero dado que esta
política raramente se ha entendido como la “red de extorsión a cambio de
protección” que realmente es, muchos comentaristas han creído erróneamente, lo
mismo que respecto a muchas de las políticas de Trump, que en cierto modo este
“ignora” o “revoca” la estrategia de sus predecesores. De hecho, lejos de
abandonar esta estrategia Trump la está intensificando con fruición.
Lo que está
haciendo el gobierno Trump, como está haciendo en prácticamente cada área
política, es despojar a la política anterior de sus sutilezas de “poder blando”
para mostrar y extender el puño de hierro que de hecho ha llevado las riendas
todo el tiempo. Con su patente desdén por África, Trump ha acabado con la ayuda
al desarrollo estadounidense a África al reducir a un tercio la ayuda africana
y transferir la mayor parte de la responsabilidad lo que queda desde la Agencia
de Desarrollo Internacional al Pentágono, al tiempo que vincula abiertamente la
ayuda al avance de “los objetivos de seguridad nacional estadounidenses”.
En otras palabras,
Estados Unidos ha tomado la decisión estratégica de dejar la zanahoria a favor
del palo. No es sorprendente dada la abrumadora superioridad de la ayuda al
desarrollo china. Estados Unidos ha decidido dejar de tratar de competir en
este terreno y en vez de ello continuar implacable e inequívocamente el
criterio militar que ya habían trazado los gobiernos Bush y Obama.
Para ello Trump ha
aumentado los ataques con drones eliminando las (limitadas) restricciones
establecidas durante la era Obama. Esto ha tenido como resultado un aumento de
las víctimas civiles y, a consecuencia de ello, del resentimiento y el odio que
alimentan en reclutamiento de milicianos. Por ejemplo, no es probable que sea
una coincidencia que el camión bomba de la organización al Shabaab que mató a
más de 300 personas en Mogadiscio el fin de semana pasado lo llevara a cabo un
hombre de una ciudad que en agosto había sufrido un importante ataque con
drones a civiles entre los que había mujeres y niños.
De hecho, un
detallado estudio de la ONU concluía recientemente que en “la mayoría de los
casos la acción del Estado parece ser la causa fundamental que lleva en última
instancia a los individuos al extremismo violento en África”. De los más de 500
ex miembros de organizaciones violentas entrevistados para el estudio, un 71%
indicaba que una “acción del gobierno”, incluido “el matar a un miembro de la
familia o a un amigo” o “la detención de un miembro de la familia o a un amigo”
había sido el incidente que le llevó a unirse a un grupo. Y así el ciclo
continúa: los ataques con drones generan reclutamiento, que produce más atentados
terroristas, lo que hace que los Estados implicados sean más dependientes del
apoyo militar estadounidense. Así es como Occidente crea la demanda de sus
propios “productos”.
También lo hace de
otra manera. Alexander Cockburn explica en su libro Kill Chain [Cadena de muerte] que la política de “asesinatos
selectivos” (otra política de Obama que se multiplicó con Trump) también
aumenta la militancia en los grupos insurgentes. Al informar sobre una
discusión con soldados estadounidenses acerca de la eficacia de los asesinatos
selectivos Cockburn escribía: “‘Cuando el tema de la discusión se centró en las
formas de derrotar las bombas [en la carretera] todos estaban de acuerdo.
Tenían gráficos en la pared en los que se mostraban las células de insurgentes a
las que se enfrentaban, a menudo con los nombres y las fotos de los tipos que
las dirigían’, recuerda Rivolo. ‘Cuando preguntábamos acerca de ir detrás
de individuos muy valiosos y qué efecto tenía, decían: ‘Sí, matamos a ese tipo
el mes pasado y estamos consiguiendo más IED [artefactos explosivos
improvisados] (3) que nunca’. Todos decían lo mismo, categóricos: ‘Cuando
acabas con uno, al día siguiente tienes a otro tipo que es más listo, más
joven, más agresivo y con ganas de vengarse’.”
Alex de Waal ha
escrito acerca de lo cierto que es esto en Somalia donde, afirma, “a cada líder
muerto sigue un sustituto más radical. Tras un intento fallido en enero de 2007,
Estados Unidos asesinó al comandante de al Shabaab, Aden Hashi Farah Ayro, en
el ataque aéreo de mayo de 2008. El sucesor de Ayro, Ahmed Abdi Godane (alias
Mukhtar Abu Zubair), era peor y unió su organización a al-Qaeda. Estados Unidos
logró asesinar a Godane en septiembre de 2014. Godane, a su vez, fue sucedido
por un extremista aún más determinado, Ahmad Omar (Abu Ubaidah). Es de suponer
que fue él quien ordenó el reciente atentado de Mogadiscio, el peor de la
historia reciente del país. Si los asesinatos selectivos continúan siendo una
estrategia fundamental de la guerra contra el terrorismo”, escribió De Waal
wrote, “va a ser una guerra sin fin”.
Pero la guerra sin
fin es precisamente el objetivo ya que no solo obliga a los países africanos,
libres al fin de la dependencia del FMI, a depender del AFRICOM, sino que
también mina las florecientes relaciones de China con África.
El comercio y las
inversiones chinas en África siguen creciendo a toda velocidad. Según la China-Africa Research
Initiative de la Universidad John Hopkins, las
existencias chinas de Inversiones Directas Extranjeras (FDI, por sus siglas en
inglés) en África han aumentado desde solo el 2 % de valor de las
estadounidenses en 2003 al 55 % en 2015, cuando sumaron un total de 35.000
millones de dólares. Es probable que esta proporción aumente rápidamente dado
que “entre 2009 y 2012 la inversión directa de China en África aumentó a una
tasa anual del 20.5%, mientras que el nivel del flujo de FDI estadounidense a
África disminuyó 8.000 millones de dólares tras la crisis financiera global”.
Mientras tanto, el comercio entre China y África superó los 200.000 millones de
dólares en 2015.
La aprobación por
parte de China de la política “One Belt One Road” (4), a la que el presidente
Xi Jinping ha prometido destinar 124.000 millones de dólares para crear rutas
de comercio global destinadas a facilitar un comercio anual por valor de 2
billones de dólares, también contribuirá a mejorar las relaciones de África con
China. La política de Trump respecto al proyecto fue resumida por Steve Bannon,
su mentor ideológico y ex estratega jefe, en solo siete palabras: “Vamos a
cargarnos One Belt One Road”. La política de Occidente, que desestabiliza
profundamente África y consiste en crear las condiciones para que prosperen los
grupos armados al tiempo que se ofrece protección contra ellos, se encamina en
cierto modo hacia la realización de este ambicioso objetivo. Eliminar a Gaddafi
solo fue el primer paso.
Notas de la
traductora:
(1) Las películas snuff
(del inglés snuff out, que significa “morir” en sentido figurado) son
grabaciones de asesinatos, violaciones, torturas, suicidios, necrofilia,
infanticidio, entre otros crímenes reales (sin la ayuda de efectos especiales
ni de cualquier otro truco) con la finalidad de distribuirlas comercialmente
para entretenimiento.
(2) El término en inglés es “protection racket”, esto
es, “un sistema criminal de obtener dinero de unas personas a cambio de
comprometerse a no hacerles daño a ellas o a sus propiedades”.
(3) Los artefactos explosivos improvisados (en inglés
Improvised Explosive Device) son bombas caseras construidas y utilizadas de
formas no convencionales de acción militar.
(4) “Una franja, una carretera”, más conocido como “La
nueva ruta de la seda”.
Dan
Glazebrook es un periodista freelance que colabora con RT, Counterpunch, Z
magazine, The Morning Star, The Guardian, The New Statesman, The Independent y
Middle East Eye, entre otros medios. Su primer libro, Divide and Ruin: The West’s
Imperial Strategy in an Age of Crisis, fue publicado por Liberation Media en
octubre de 2013.