www.rebelion.org/081216
Las
elecciones que cambiaron todo y podrían ser el factor decisivo de la Historia
Durante décadas,
Washington tuvo la costumbre de utilizar la Agencia Central de Inteligencia
(CIA) para sabotear a gobiernos del pueblo, ejercidos por el pueblo y para el
pueblo, que no eran de su gusto y reemplazarlos con gobiernos sumisos [elija el
tipo de su preferencia: junta militar, shah, autócrata, dictador...] en todo el
planeta.
Hubo el tristemente
célebre golpe de Estado organizado por la CIA y los ingleses que en 1953 derribó al gobierno democrático iraní
de Mohammad Mosadegh y en su lugar colocó en el poder al Shah (y a su policía
secreta, la SAVAK).
En 1954, hubo el golpe de Estado de la CIA
contra el gobierno de Jacobo Arbenz que instaló a la dictadura militar de
Carlos Castillo Armas, en Guatemala;
también en 1954, hubo la acción de la CIA para hacer que Ngo Dinh Diem se
hiciera con el mando en Vietnam
del Sur; en 1961,
hubo la conspiración –CIA+belgas– para asesinar al primer ministro Patrice
Lumumba –el primero de ese país–, que se concretó finalmente en la dictadura
militar de Mobutu Sese Seko, en el Congo; en 1964,
hubo el golpe de Estado realizado por los militares y respaldado por la CIA que
derribó al presidente –elegido democráticamente– João Goulart –en Brasil- y entregó el
poder a una junta militar; y, por supuesto, en septiembre de 1973 (el primer 11-S),
hubo el golpe de Estado militar, respaldado por Estados Unidos, que derrocó y
asesinó al presidente de Chile,
Salvador Allende. Bueno, el lector ya está haciéndose una idea...
De este modo, en su
calidad de guía de lo que entonces se llamaba “el mundo libre”, Washington ha
trabajado sin cesar y a su antojo. A pesar de que esas operaciones eran
llevadas a cabo en forma encubierta, cuando llegaban a conocerse, los
estadounidenses, orgullosos de sus tradiciones democráticas, generalmente han
permanecido imperturbables en relación con lo que en su nombre la CIA había
hecho a las democracias (y a otros tipos de gobierno) más allá de sus fronteras.
Si Washington otorgaba repetidamente el poder a regímenes de un tipo que los
estadounidenses hubiéramos considerado inaceptables para nosotros mismos, en el
contexto de la guerra fría, no se trataba de algo que nos quitara el sueño.
Esas acciones han permanecido
como mínimo encubiertas; esto sin duda, muestra que no se trataba de algo que
pueda pregonarse con orgullo a la luz del día. Sin embargo, en los primeros
años de este siglo surgió otro modo de pensar. En la estela de los ataques del segundo
11-S, la expresión “cambio de régimen” adquirió categoría de normalidad. Como
un curso de acción posible, ya no había nada que debiera ocultarse. En lugar de
ello, la cuestión fue discutida abiertamente y llevada adelante a la luz plena
de la atención mediática.
Washington ya no
recurriría a una CIA que conspiraba en la oscuridad para deshacerse de algún
gobierno aborrecido y poner en su lugar a otro más manejable. En lugar de eso,
en se calidad de “única superpotencia” del planeta, con unas fuerzas armadas
presumiblemente más allá de toda comparación o desafío, la administración Bush
reclamaría el derecho de desplazar sin rodeos, expeditiva y descaradamente a
los gobiernos que ella despreciaba mediante el sencillo empleo de la fuerza
militar.
Después, la administración Obama tomaría
el mismo camino recurriendo a los lemas “intervención humanitaria” o
“responsabilidad de proteger” (R2P, por sus “siglas” en inglés). En este
sentido, el cambio de regímenes y la R2P se convertirían en una abreviatura del
derecho –de la derecha de Washington– de derrocar gobiernos a plena luz del día
mediante misiles de crucero, drones y helicópteros Apache, por no hablar de las
tropas, si eran necesarias (por supuesto, el Irak de Saddam Hussein sería el
primer objeto de exposición; le seguiría en importancia la Libia de Muhammar
Gaddafi).
Con esta historia y los
resultados de las últimas elecciones en la mente, hace poco tiempo empecé a
preguntarme si acaso, en 2016, el pueblo estadounidense había dejado a un lado
a la CIA y empezado –como posibilidad– a hacer él mismo lo que la Agencia (y
más recientemente las fuerzas armadas de Estados Unidos) había hecho a los
demás. En otras palabras, en la más extraña de las elecciones de nuestra vida,
¿puede ser que solo hayamos visto algo parecido a un golpe de Estado
democrático en cámara lenta o alguna forma de cambio de régimen en el ámbito
nacional?
Solo el tiempo lo dirá,
pero he aquí un indicio de esa posibilidad: por primera vez, una parte de la seguridad nacional
intervino directamente en las elecciones de Estados Unidos. En este
caso, no fue la CIA sino nuestro principal organismo de investigación en el
entorno nacional: el FBI.
En su interior, como hoy lo sabemos, se ha despotricado y conspirado contra uno
de los dos candidatos a la presidencia antes de que su director, James Comey,
con franqueza –incluso, con descaro– entró en la disputa cuando faltaban 11
días para el desenlace. Y lo hizo con un asunto que, aun en su momento, parecía
al menos flojo –si no sencillamente falso– y se llevó por delante firmes
tradiciones del FBI respecto de los periodos electorales. Al hacerlo, es por
cierto muy probable que esa intervención haya cambiado el curso del proceso
eleccionario, un tópico en el resto del mundo pero un momento único en este
país.
La administración de Donald Trump, que en estos momentos
se está llenando de racistas, islamófobos, iranófobos y un surtido de colegas
multimillonarios, ya tiene el aire de un gobierno en formación crecientemente
militarizado y autocrático, que favorece a militaristas blancos y poco dados
al humor, que no se toman las críticas a la ligera y reaccionan rápidamente
ante un golpe.
Además, el 20 de enero,
este equipo verá que tendrá en sus manos unas enormes potestades represivas de
todo tipo, unas potestades que van desde la tortura hasta la vigilancia
generalizada, unos poderes que han sido extraordinariamente institucionalizadas
a partir de los años posteriores al 11-S en coincidencia con el surgimiento del
estado de la seguridad nacional como el cuarto poder de gobierno, unos poderes
que algunos de ellos están claramente impacientes por probar.
Retroceso
e impulso hacia adelante: la historia de nuestro tiempo
Después de que Washington decidiera en 1979 encargar a la
CIA el pertrechamiento, la financiación y el adiestramiento de los más
extremistas y fundamentalistas musulmanes afganos (y otros) para que la Unión
Soviética se enfrentara con una situación parecida a la sufrida por Estados
Unidos en Vietnam, hicieron falta 22 años para que la inversión estadounidense
en los radicales islámicos se hiciera notar en casa con toda su fuerza.
En la cuenta de las
reacciones habría una instalación militar estadounidense en Arabia Saudí hecha
saltar por los aires, dos embajadas de Estados Unidos atacadas con bomba y un
destructor estadounidense gravemente averiado en el puerto de Aden. Pero fueron
las atentados del 11-S los que de verdad pusieron la reacción enemiga en el
mapa de este país (y, muy apropiadamente, convirtió el libro de Chalmers
Johnson* con ese título en un éxito editorial).
Esos ataques de al-Qaeda,
cuyo costo estimado no pasó de los 400.000 dólares apuntaron a tres edificios
paradigmáticos: el World Trade Center (la representación del poder económico de
Estados Unidos), en Manhattan; el Pentágono (el poder militar), en Washington;
y, presumiblemente, la Casa Blanca o el Capitolio (el poder político), hacia
donde sin duda se dirigía el avión del vuelo 93 de United Airlines cuando se
estrelló en un campo de Pennsylvania. La intención de estos ataques, realizados
por 19 secuestradores aéreos –saudíes en su mayor parte–, era asestar un golpe
devastador a la autoestima estadounidense, y lo consiguieron.
En respuesta, la
administración Bush lanzó la guerra global contra el terror (GWOT –por sus
siglas en inglés–, uno de los peores acrónimos de la historia), conocida
también por sus furibundos promotores como “la guerra prolongada” o la “cuarta guerra
mundial”. Considere el lector esta “guerra”, que incluyó en ella la invasión y
ocupación de dos países –Afganistán e Irak– como una especie de “impulso hacia
adelante”, o una segunda inversión –enorme y de largo plazo– de tiempo, dinero
y vidas de extremistas islámicos, que no hizo otra cosa que consolidar más aún
el fenómeno en nuestro mundo, ayudar a reclutar más militantes y a propagarlo
en todo el planeta.
Para decirlo con otras
palabras, la relativamente
modesta inversión de 400.000 dólares de Osama bin Laden, llevaría a que
Washington literalmente se lanzara a derrochar billones de dólares en unas
guerras e insurrecciones que no han hecho más que extenderse y a poner
en su mira a organizaciones terroristas –cada vez más cambiantes– del Oriente
Medio y África. El resultado de años de acciones bélicas que han escapado a
todo control y llevado al desastre a una vasta región ha acabado en lo que yo
he llamado el “imperio del caos” y propiciado un tipo de reacciones enemigas en
el ámbito nacional, reacciones que cambiarían y distorsionarían la naturaleza
del gobierno y la sociedad de Estados Unidos.
Hoy, después de 37 años de
la primera intervención en Afganistán y 15 años después de la segunda, en la
estela de unas elecciones en este país, la reacción contraria respecto de la
guerra contra el terror –sus mandos, su mentalidad, sus obsesiones, su ansiedad
por militarizarlo todo– ha llegado a casa con mucha fuerza.
De hecho, acabamos de
tener lo que algún día quizá sea visto como las primeras elecciones al estilo
11-S. Y, con ellas, vistas las enloquecidas propuestas de expulsar o registrar
a los musulmanes, o a quienes se les parezcan. La guerra literal contra el
terror está amenazando con aposentarse también en casa con toda intensidad.
Sabiendo lo que sabemos
sobre los “resultados” en tierras distantes en los últimos 15 años, esto de
ninguna manera puede ser una buena noticia (por ejemplo, según un informe muy
reciente [de The Daily Beast] el temor a ser perseguidos está creciendo
entre los musulmanes que trabajan en el Pentágono, la CIA, y el departamento de
Seguridad Interior; con los sentimientos islamofóbicos que ya se hacen notar en
la administración Trump que se está formando, es posible concluir que esto no
acabará bien).
¿El
factor decisivo de la Historia?
El 12 de septiembre de
2001 era muy difícil tratar de adivinar qué consecuencias tendría en Estados
Unidos y el mundo el impacto producido por los ataques del día anterior, por
eso no tiene sentido perder el tiempo en especular adónde nos conducirán, en
los años venideros, los acontecimientos del 8 de noviembre de 2016.
En el mejor de los
tiempos, la predicción es un ejercicio arriesgado; generalmente, el futuro es
un agujero ‘negro’. Pero hay una cosa que parece ser probable en medio de las
tinieblas: con los generales (y otros oficiales de alta graduación) que han
conducido las fracasadas guerras de Estados Unidos estos últimos años dominando
en la estructura de la seguridad nacional de una futura administración Trump,
nuestro imperio del caos (incluyendo tal vez el cambio de régimen) ciertamente
ha llegado a casa.
Es algo razonable ver el
triunfo de Donald Trump y su fracción de derecha corporativista –o “populismo”
multimillonario– y la marea de creciente racismo blanco que ha acompañado a
este racismo como un impacto estilo 11-S en el mundo de la política, aunque
acabe siendo una versión en cámara lenta del acontecimiento que propició su
aparición.
Al igual que con el 11-S,
una historia –larga y cargada de reacciones hostiles– precedió a la victoria de
Donald Trump del 8 de noviembre. Esa historia incluye la institucionalización de
la guerra permanente como una forma de vida en Washington, el crecimiento de un
poder autónomo y la preeminencia del estado de seguridad nacional; todo esto
acompañado del desarrollo y la legalización de los poderes más opresivos del
Estado, entre ellos la invasiva vigilancia de todos los tipos imaginables, el
regreso, desde los campos de batalla más remotos, de la tecnología y la
mentalidad de la guerra permanente y la capacidad de asesinar a quienquiera que
la Casa Blanca elija matar (incluso a ciudadanos estadounidenses).
Además, en relación con
las reacciones contrarias, en el ámbito nacional sería necesario incluir el
resultado del fallo de 2010 llamado “Citizens Unites” (Ciudadanos unidos) del
Tribunal Supremo, que permitió liberar pasmosas sumas de dinero corporativo y
del 1 por ciento que está en la cúspide de una sociedad cada vez más desigual
para llenar las arcas de un sistema político (sin el cual habría sido
impensable la existencia de una presidencia y un gabinete de multimillonarios).
Tal como escribí a
principios de octubre, “...una parte significativa de la clase trabajadora
blanca siente como si –sea económica, sea psicológicamente– tuviera la espalda
contra el muro y ya no quedara un sitio adónde ir. Es evidente que en estas
circunstancias, muchos de esos votantes han decidido que están preparados para
lanzarse literalmente contra la Casa Blanca; están dispuestos a aprovechar el
derrumbe del tejado, incluso aunque éste les caiga encima.”. Entonces, tomemos
la elección de Donald Trump como el triunfo del terrorista suicida –en este
caso, el trabajador blanco– enviado al Despacho Oval para que, como dicen todos
ahora muy educadamente, “sacudir las cosas”.
En un momento que, en
tantos sentidos, está lleno de extremismo y en el que los yihadistas del estado
de seguridad nacional están claramente dispuestos a todo, es posible quizás que las
elecciones de 2016 acaben siendo el equivalente en cámara lenta a un golpe de
Estado en Estados Unidos.
Donald Trump, como otros populistas de derecha antes que
él, tiene un temperamento con tendencia no solo a la demagogia (como lo
demostró en la campaña presidencial), sino también al autoritarismo en su versión
estadounidense, sobre todo desde que en los últimos años –en términos de
pérdida de derechos y de reforzamiento de los poderes del Estado– este país ya
se ha movido hacia la autocracia, aunque esta realidad sea poco percibida.
Fuera cual fuera la forma
en que los acontecimientos del 8 de noviembre hayan sido presentados a los
estadounidenses, hay una cosa que cada día es más cierta acerca del país que
gobernará Donald Trump. Olvidemos a Valdimir Putin y su destartalado
petro-estado: en este
momento, el país más peligroso del planeta es el nuestro. Conducido por
un hombre que –aparte de la forma de manipular a los medios (en lo que es un
genio innato)– sabe bien poco y, al menos en parte, por los frustrados
generales provenientes de la guerra estadounidense contra el terror, es probable que Estados Unidos
sea un país más extremo, beligerante, irracional, obsesivo; un país que
cuenta con unas fuerzas armadas poderosamente pertrechadas, financiadas en un
nivel cada vez mayor –al que ningún otro país puede siquiera acercarse– y con
pasmosos poderes para intervenir, interferir y reprimir.
No es un cuadro muy
atractivo. Aun así, es apenas una introducción a lo que indudablemente debería
ser considerado lo más importante del Estados Unidos de Donald Trump: con todo
lo que sabemos de la historia golpista de la CIA y la tradición de cambios de
régimen por la fuerza de las armas, ¿podría también Estados Unidos hacer pedazos un planeta?
Sí, en lo más alto de lo que ya es
el segundo país emisor de gases de efecto invernadero del mundo, Trump lleva
adelante las futuras políticas energéticas que prometió durante la campaña
electoral –desfinanciar las ciencias relacionadas con el clima, denunciar o
ignorar los acuerdos contra el cambio climático, quitarle importancia al
desarrollo de energías alternativas, dar luz verde a los oleoductos y al
fracking, alentar aún más otras formas de extracción de combustibles fósiles y
repensar completamente a Estados Unidos para convertirlo en la Arabia Saudí de
América del Norte–, estará efectivamente iniciando una acción de cambio de
régimen contra el planeta Tierra.
Todo lo demás que pueda
hacer la administración Trump, incluso introducirnos en un periodo de
autocracia estadounidense, formaría parte inherente de la historia de la
humanidad. Los despotismos vienen y van. Los déspotas surgen y mueren. Las
rebeliones estallan y fracasan. Las democracias un día funcionan y un día dejan
de funcionar. La vida continúa. Sin embargo, el cambio climático no tiene nada
que ver con todo eso. Puede formar parte de la historia del universo, pero no
de la historia humana. En cambio, puede ser un factor decisivo en la historia.
Lo que nos haga la
administración Trump en los venideros años puede dar lugar a un periodo muy oscuro
pero será algo pasajero, al menos en comparación con la posible
desestabilización total de la vida sobre la tierra y de la historia tal como
las hemos conocido en los últimos miles de años.
Esto, por supuesto,
eclipsa al 11-S. En última instancia, el triunfo electoral del 8-N podría
llegar a ser el impacto de una vida, de cualquier vida, durante muchísimos
años. Este es el peligro que está ante nosotros desde ese día; no nos
equivoquemos, puede ser devastador.
* El título (en inglés)
del libro de Ch. Johnson es Blowback: The Costs and Consequences of
American Empire, que podría traducirse como “Retroceso: el costo y las
consecuencias del Imperio estadounidense”. (N. del T.)
Tom Engelhardt es cofundador
del American Empire Project, autor de The United States of
Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture.
Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador
de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government:
Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower
World.