El Reino Predicado por Jesús:
¿Profecía Incumplida o Promesa por Realizar?
Imanol ZUBERO
La idea cristiana del seguimiento y la
idea apocalíptica de expectativa cercana van necesariamente unidas. El
seguimiento de Jesús, entendido de modo radical, esto es, en su raíz, no puede
vivirse “si no se abrevia el tiempo”. La llamada de Jesús: “¡Sígueme!” y la
invocación de los cristianos: “¡Ven, Señor Jesús!”, son inseparables.
¿Profecía incumplida?
El Reino de Dios constituye el centro de
la predicación de Jesús; el Reino es “la última voluntad de Dios para este mundo”. Proclama Jesús desde el inicio de su predicación: “El tiempo se
ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena
Nueva” (Mc 1, 14-15). Sus destinatarios primarios son las víctimas, los sujetos
frágiles, todas aquellas personas a las que el presente excluye:
“Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.
Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados
los que lloráis ahora, porque reiréis” (Lc 6, 20-21). Suyo es el futuro, suyo;
de todas aquellas personas a las que el control de su presente les ha sido
expropiado. Dios las acogerá en sus amorosas manos y serán sujetos principales
en su Reino. Un Reino que, sin embargo, ya es aún cuando todavía no lo sea en
plenitud. “Sin acontecimientos históricos liberadores no hay crecimiento del
reino”, escribe Gustavo Gutiérrez.
Sólo en la medida en que se producen hechos concretos de liberación –ciegos que
recuperan la vista, paralíticos que vuelven a caminar, leprosos que son
curados, endemoniados que son liberados, hambrientos que son alimentados...- el
Reino, a la vez promesa y realidad, se vuelve parcial pero suficientemente
inteligible a los hombres. Como señala Jon Sobrino: Formalmente los milagros son signos de
que el reino de Dios se acerca con poder, “clamores del reino”, como se les ha
llamado. No son por lo tanto el reino en su totalidad ni presentan una solución
totalizante a los males que el reino debe remediar. En cuanto signos del reino
los milagros son ante todo salvación, realidades benéficas y realidades
liberadoras en presencia de la opresión. De ahí que los milagros generan gozo
por lo benéfico y generan esperanza por lo liberador (...) Los milagros no son
sólo salvación sino estricta liberación.
Pero si nos aproximamos esta cuestión
desde la perspectiva de una Humanidad en la que la pobreza, el hambre y el
llanto han sido a lo largo del tiempo el pan de cada día de cientos de millones
de personas, no es difícil acabar archivando la promesa del Reino al lado de
tantas y tantas otras promesas de liberación que el tiempo ha dejado reducidas,
en el mejor de los casos, a combustible utópico para minorías tozudas, cuando
no simplemente a profecías incumplidas que alimentan el escepticismo de
mayorías integradas. Venga a nosotros tu Reino... Ya, muy bien: ¿pero cuándo?
¿cuándo vendrá a los pobres el Reino de Dios? ¿cuándo serán los hambrientos
saciados? ¿cuándo reirán por fin los que hoy lloran? ¿para cuando el
cumplimiento de esa última voluntad de Dios para este mundo? ¿o es que, tal
vez, no hablamos de este mundo? Como sostiene Albert Camus: “Desde hace veinte
siglos no ha disminuido en el mundo la suma total del mal. Ninguna parusía, ni
divina ni revolucionaria, se ha cumplido”.
Porque lo cierto es que, digan lo que
digan Davos y sus legionarios ideológicos, no es fácil imaginar tiempos peores
que estos. La globalización capitalista sólo es posible en un mundo como el
que describe el Informe sobre Desarrollo Humano 1999 de las Naciones
Unidas: un mundo en el que la diferencia entre países ricos y pobres no ha
dejado de aumentar desde el siglo XIX, de manera que si en 1820 la diferencia
de rentas entre los más ricos y los más pobres era de aproximadamente de 3 a 1,
en 1913 ya era de 11 a 1, en 1950 de 35 a 1, en 1973 de 44 a 1 y en 1992 era de
72 a 1. Es preciso que a muchos les vaya mal apara que a unos pocos les vaya
tan bien. Cada día, todos los días, 40.000 seres humanos mueren de malnutrición
o de hambre. El modelo de desarrollo de Occidente provoca el equivalente de un
Hiroshima cada dos días. Y sin embargo, ofrecemos nuestro modelo de vida a todo
el planeta, como si fuese efectivamente universalizable. Cuando no lo es, ni
siquiera para la totalidad de las sociedades más desarrolladas.
En el provocador libro titulado Informe
Lugano Susan George responde a la pregunta de cómo garantizar la
continuidad del capitalismo en el siglo XXI sin modificar para ello ninguno de
sus fundamentos y objetivos. Su conclusión, impecable e implacablemente lógica, es la
siguiente (cito casi textualmente): El neoliberalismo global no puede
comprender dentro de sí a todos, ni siquiera en las naciones más prósperas. No
cabe duda de que no puede incluir a 6.000 u 8.000 millones de personas de todo
el mundo. Por ello, el objetivo para el 2020 debe ser reducir en una tercera
parte el número actual de habitantes, de aproximadamente 6.000 millones a 4.000
millones, reduciendo en la mitad la estimación de la variante alta de la ONU de
8.000 millones de habitantes. Dicho de otra manera, la población mundial debe
disminuir una media de 100 millones de personas al año durante dos décadas.
Nueve décimas partes o más de la reducción deberá producirse en los países
menos desarrollados.
Y sin embargo, vivimos en el mejor de
los mundos posibles, o al menos eso es lo que nos repiten machaconamente. Ni
siquiera hace falta ya esforzarse por justificar moralmente este mundo. ¿Que no
es un buen mundo? No hay otro posible, así que dejémonos de utopías moralistas.
Lasciate ogni speranza, voi che entrate! “¡Quien entre aquí, renuncie a
toda esperanza!”: ¿acaso no dejamos de repetir mansamente lo que el
genio de Dante contempló escrito en las puertas del infierno? A pesar de que
“ninguno de los problemas que intentaba resolver el comunismo ha desaparecido
con éste” (Bossetti) y de que para la mayoría de la Humanidad “el capitalismo
no es un sueño a realizar, sino una pesadilla realizada” (Galeano); aunque “fue
el capitalismo el que en el siglo XIX nos trajo las masacres de las poblaciones
autóctonas en tres continentes, y en este siglo dos guerras mundiales”
(Halliday); a pesar de que “los pobres y los desamparados todavía están
condenados a vivir en un mundo de injusticias terribles, aplastados por
magnates económicos inalcanzables y aparentemente inalterables, de quienes
dependen casi siempre las autoridades políticas, incluso cuando son formalmente
democráticas” (Bobbio); a pesar de todo esto, mientras todo esto ocurre bajo el
dominio capitalista, a causa del dominio capitalista, la izquierda
reconoce mansamente que “no hay alternativas al capitalismo” (Giddens). Ya
está. Se acabó El pensamiento único y su primer y fundamental principio -la
economía está por encima de la política- es realmente contagioso. En una época
de inversión semántica en la que, como denuncia Ernesto Sabato, “el epíteto de
realistas señala a individuos que se caracterizan por destruir todo género de
realidad, desde la más candorosa naturaleza, hasta el alma de hombres y de
niños”, la cultura emancipatoria duda de sí misma. No me refiero a dudas
razonables sobre la institucionalización práctica de la propuesta emancipatoria
–si socialismo o comunismo, si tercera vía o sí socialiberalismo, si reforma o
revolución- sino a dudas incapacitantes sobre el sentido mismo de la propuesta.
Lo que se cuestiona, en el fondo, es la posibilidad de construir un futuro que
no sea “el presente y un par de cosillas más”. Lo que se cuestiona es, por tanto, la posibilidad misma de un
futuro que sea transformación del presente.
En estas condiciones, cuando todo parece
indicar que el capitalismo continuará su “epopeya mortífera” (Gallo), de manera
que la pobreza, el hambre y el llanto seguirán dominando la vida de millones de
personas, ¿cómo sostener razonablemente el mensaje del Reino predicado por
Jesús?
La promesa del Reino corre en nuestras
sociedades la misma suerte que los planteamientos de Marx: salvo contadas
excepciones, incluso sus herederos intelectuales han abandonado la dimensión
visionaria de su propuesta. De ahí que, con facilidad, el Reino de Dios se
convierta en el “Reino de los Cielos”, no en el sentido en que Mateo utiliza
esta expresión (como sinónimo que evite pronunciar el sagrado nombre de Dios), sino como reinterpretación de la promesa: no tiene nada que ver
con nuestra historia, sólo se realizará “en la otra vida”.
¿Promesa irrelevante?
Básicamente estoy de acuerdo con el
diagnóstico de Metz sobre la denominada crisis de identidad histórica del
cristianismo: no se trata tanto de una crisis de los contenidos de fe cuanto de
los sujetos y las instituciones cristianos, “que se cierran al sentido práctico
de estos contenidos: al seguimiento”.
Por exceso o por defecto, la promesa
escatológica de Jesús de Nazaret encuentra crecientes dificultades para hacerse
un sitio en nuestras sociedades industriales avanzadas. Por defecto: una de las
fuentes más consistentes del ateismo moderno ha sido la distancia existente
entre las promesas de Jesús y la tozuda realidad de pobreza, de hambre y de
tristeza a lo largo de la historia. Por exceso: otra fuente de ateismo práctico
ha sido la experiencia cotidiana de una existencia lo suficientemente satisfactoria
como para reducir a la irrelevancia cualquier promesa de futuro que no se
sustancie en propuesta de nuevos y mayores niveles de consumo.
Si las cosas van bien (o para quienes
les van bien las cosas), el proyecto de Jesús acaba siendo irrelevante porque
el futuro mesiánico se confunde con un futuro burgués que reduce el mañana a
mera prolongación del presente.
Del mismo modo que elaboran una cultura de la satisfacción (Galbraith), las
sociedades satisfechas sólo pueden segregar una religiosidad de la
satisfacción, una teodicea de los satisfechos que legitima y reafirma su
privilegiada posición: ¿cómo, si no es mediante la autoafirmación
justificadora, podría recibir un mensaje sobre el futuro una sociedad rica,
voraz hasta la glotonería y puerilmente risueña? De ahí que con el tiempo, para
una sociedad así la promesa de Dios de un futuro distinto del presente sólo
puede acabar volviéndose radicalmente irrelevante. Una vez que se vive en el
mejor de los mundos posibles (en el que las cosas son como son y no pueden ser
de otra manera, en el que cada cual tiene lo que se merece, en el que todo
acabará encontrando solución) la sensación de haber alcanzado el final de la Historia
se convierte en experiencia cotidiana, el presente se extiende ilimitadamente y
el mañana no promete nada que no sea más de lo mismo.
Cualquier otra interpretación del futuro
–en particular aquella que exija la conversión “desde una praxis social de
insolidaridad y de autoafirmación individual y grupal a costa de los muchos y
la vida de los demás, a una praxis social de solidaridad y de comunión” - simplemente no interesa. No interesa porque, como he recordado
en muchas ocasiones, la única solidaridad que de verdad puede impulsar
transformaciones de la realidad que permitan reir a quienes ahora lloran, alimentarse
a quienes ahora tienen hambre y salir de la pobreza a quienes hoy mueren de
miseria, es una solidaridad que necesariamente va en contra de nuestros
intereses. Recientemente, Zigmunt Bauman escribía lo siguiente:
La cuestión ética no es tanto la
de si los nuevos desposeídos o desfavorecidos se levantan y se suman a la lucha
por la justicia, que no pueden entender más que como rectificación de la
injusticia cometida contra ellos, sino la de si los acomodados y, por ende,
privilegiados, la nueva “mayoría satisfecha” de John Kenneth Galbraith, se
ponen por encima de sus intereses singulares o grupales y se consideran
responsables de la humanidad de los Otros, los menos afortunados. En otras
palabras, si están dispuestos a suscribir, en pensamiento y en acto, y antes de
que se los obligue a ello, y no por miedo a verse obligados, unos principios de
justicia tales que no puedan satisfacerse a menos que se conceda a los Otros el
mismo grado de libertad práctica, positiva, del que ellos mismos han venido gozando.
En efecto, en un mundo como el que
describe el Informe Lugano de Susan George, un mundo en el que el
20 por ciento de la población mundial consume el 80 por ciento de los recursos
totales del planeta (por lo que no es demagógico afirmar que una pequeña parte
de la Humanidad vive a costa de consumir las oportunidades vitales de la
mayoría, consolidando así un sistema de canibalismo estructural), no hay praxis
de solidaridad que no pase por una justa redistribución de las oportunidades
vitales de todos los seres humanos, lo que en la práctica significa aplicar
hasta sus últimas consecuencias la propuesta de Peter Glotz: “La izquierda debe
poner en pie una coalición que apele a la solidaridad del mayor número posible
de fuertes con los débiles, en contra de sus propios intereses; para los
materialistas estrictos, que consideran que la eficacia de los intereses es
mayor que la de los ideales, ésta puede parecer una misión paradójica, pero es
la misión que hay que realizar en el presente”. Es evidente que para quienes están (estamos) en la cima de la
pirámide ecológica, la promesa de Jesús, como la propuesta de Glotz, resulta no
ya irrelevante, sino claramente amenazadora. En cualquier caso, se trata de una propuesta que no interesa y,
por lo mismo, que no moviliza. Al contrario: hacemos cuentas y fácilmente
llegamos a la conclusión de que el Reino de justicia predicado por Jesús no va
con nosotros.
El problema es que en esta situación la
promesa de un Reino de justicia puede acabar siendo irrelevante incluso para
quienes auténticamente pretenden la transformación del mundo. Y es que si las
cosas no van bien, si formamos parte del mundo de las víctimas o si hemos
tomado partido por ellas, la promesa del Reino puede resultar demasiado débil,
demasiado etérea como para sostener la esperanza en un futuro de emancipación y
justicia. En su obra Los justos, Albert Camus presenta un diálogo entre
Kaliayev, preso por atentar contra el régimen zarista, y Foka, preso común
encargado de limpiar su celda, que refleja perfectamente una determinada
relación con la propuesta liberadora de Jesús característica de las izquierdas
históricamente más comprometidas con el cambio:
Kaliayev.- (...) Todos seremos hermanos y la justicia hará transparentes
nuestros corazones. ¿Sabes de qué te hablo?
Foka.-
Sí, del reino de Dios (...)
Kaliayev.- No hay que decir eso, hermano. Dios no puede nada. ¡La justicia
es cosa nuestra! ¿No comprendes? ¿Conoces la leyenda de San Demetrio? (...)
Tenía cita en la estepa con le mismo Dios, y allá iba de prisa cuando encontró
a un campesino con el carro atascado. Entonces San Demetrio lo ayudó. El barro
era espeso, el bache profundo. Hubo que luchar durante una hora. Y al terminar,
San Demetrio corrió a la cita, pero Dios ya no estaba.
Foka.-
¿Y entonces?
Kaliayev.- Y entonces están los que siempre llegarán tarde a la cita
porque hay demasiadas carretas atascadas y demasiados humanos que socorrer.
Cuando es tanto lo que hay por hacer,
cuando la miseria desgarra todas las costuras del mundo, cuando los gritos de
las víctimas se elevan a lo alto en horrísono coro, la “impaciencia
revolucionaria”, políticamente cuestionable pero éticamente irreprochable, suele acabar, paradójicamente, en nihilismo que carcome los
cimientos de la rebelión: cuando lo único que cabe hacer es hacerlo todo, todo
lo que hagamos, sea poco o mucho, será nada. De ahí que sean hijos de la
impaciencia tanto el terrorismo contra el pueblo como la desafección política.
La actualidad del Reino anunciado por
Jesús
Sin embargo, la realidad de injusticia
de la que hemos partido no tiene por qué alimentar necesariamente una actitud y
una práctica de acomodo o de adaptación a la realidad presente. El hecho de que
las cosas estén como están lo mismo puede llevarnos a la conclusión de que no
hay nada que hacer como a la de que todo o casi todo está aún por hacer. Como
plantea, provocador como siempre, Eduardo Galeano:
Fin de siglo, fin del milenio: ¿fin del
mundo? ¿Cuántos aires no envenenados nos quedan todavía? ¿Cuántas tierras no
arrasadas, cuántas aguas no muertas? ¿Cuántas almas no enfermas? En su versión
hebrea, la palabra enfermo significa “sin proyecto”, y ésta es la más
grave enfermedad entre las muchas pestes de estos tiempos. Pero alguien, quién
sabe quién, escribió al pasar, en un muro de la ciudad de Bogotá: Dejemos el
pesimismo para tiempos mejores.
En principio no es la realidad, en su
sentido más objetivo, la que condiciona nuestra respuesta a la pregunta sobre
la necesidad y las posibilidades de transformación de la misma. Thomas Sowell
es autor de una interesante obra en la que analiza la influencia de las visiones
tanto sobre nuestras concepciones de la realidad como sobre nuestros proyectos
para esa misma realidad social.
Según este autor las visiones son premisas, conjuntos articulados de creencias
acerca del mundo, las personas, la sociedad. Son supuestos implícitos de los
que necesariamente se derivan conclusiones distintas y enfrentadas sobre una
amplia gama de problemas. No dependen de los hechos. En esto se diferencian de
las teorías, que exigen, su traducción en hipótesis empíricamente verificables.
Las visiones pueden mantenerse a pesar y hasta en contra de los
hechos. Las visiones son, sobre todo, una forma de causación: son la base a
partir de la cual se buscan los "por qué" de las cosas. Puede
establecerse un continuo entre dos categorías de visiones enfrentadas a las que
denomina, respectivamente, visiones restringidas y visiones no restringidas. La
visión restringida parte de considerar a los seres humanos como
limitados por su propia naturaleza, básicamente egoístas. Intentar cambiar esta
naturaleza supone un esfuerzo inútil, por lo que el objetivo debe ser
aprovechar al máximo las posibilidades que esta naturaleza limitada ofrece.
Siendo imposibles los cambios profundos, lo único que cabe hacer es calcular
con extremada prudencia lo que es posible cambiar en cada momento. La visión
no restringida, por su parte, considera que la principal limitación de las
personas no se deriva de su propia naturaleza, sino del sistema social
existente. Existe un potencial oculto en la naturaleza humana que puede y debe
ser desarrollado para superar lo que actualmente hay. En palabras de Sowell:
“La visión restringida es una visión trágica de la condición humana. La visión
no restringida es una visión moral de las intenciones humanas, que en última
instancia se consideran decisivas”.
Ahora bien: “¿Tenemos los cristianos una
«visión de esperanza» para este mundo o, por el contrario, el cristianismo
establecido se ha fundido de tal modo con nuestra sociedad que compartimos las
ambigüedades y contradicciones de ésta y ya no tenemos ningún mensaje de
esperanza que ofrecer a nuestros contemporáneos?”. Sería el colmo que precisamente ahora, cuando miles de personas
miran hacia Porto Alegre con la esperanza puesta en la capacidad de
transformación contenida por los movimientos sociales y populares que combaten
la globalización capitalista, cuando miles de personas a lo largo y ancho del
mundo se unen para gritar ¡Otro mundo es posible!, nosotras y nosotros,
los cristianos, doblemos la cerviz y renunciemos a la esperanza de un mundo
transformado según la voluntad de Dios, sí, pero con la implicación de las
mujeres y los hombres.
Como señaló acertadamente Milan
Machovecˇ, la fuerza del mensaje de Jesús, aquello que tocó los corazones y
puso en marcha a sus discípulos, no fue tanto un mensaje sobre el futuro que ha
de venir a la manera de las tradiciones mesiánicas populares, sino un mensaje
sobre un futuro que es asunto nuestro, a la vez promesa y reto a la
movilización de todas nuestras capacidades de humanización del mundo ya desde
ahora:
Jesús disuade a los hombres de una
concepción standard de tipo profético-popular, en la que tradicionalmente se
habían centrado los intereses y las atracciones de los descontentos, atraídos
por promesas fantásticas. Y los lleva, más bien, a convencerse de que el futuro
es “asunto suyo”, aquí y hoy, un asunto que atañe esencialmente a cada persona
humana “interpelada” de ese modo. En este sentido Jesús sustrajo el futuro a
las nubes del cielo para convertirlo en una cuestión presente de cada día
(...): el futuro no es algo que “viene”, que llega de lejos, desde fuera, independientemente
de nosotros, algo así como un cambio atmosférico; el futuro es asunto nuestro,
dado que en cada instante el futuro es una exigencia del presente, un reto a
las capacidades humanas, que hemos de movilizar hasta el máximo en cada
instante. En la terminología moderna diríamos que Jesús ha hecho un futuro
amado, un futuro humano, de un futuro extraño, esencialmente extranjero, de un
futuro esperado que quizás “venga”, que es parte de la naturaleza, pero no
nuestro.
Es cierto que nada de esto elimina las
dificultades derivadas de la urgencia por ver realizarse, aunque sólo sea de
manera incipiente, la promesa de Dios. Pero si nos ofrece una pauta de lectura
de la realidad que nos permita discernir, ya desde ahora, signos de liberación
que anticipen la transformación que el futuro prometido por Dios está
produciendo ya en nuestro tiempo.
El futuro nos transforma.¿Cómo puede ser
que el futuro, algo que aún no es, algo que aún no está, nos llegue a afectar?
¿No estaremos incurriendo en un imposible lógico al situar, como vulgarmente se
dice, el carro por delante del caballo? Evidentemente, el futuro no es algo que
esté ahí, algo que nos esté esperando y hacia lo que avanzamos inexorablemente,
sin otra opción que la adaptación. El futuro nos transforma en la medida en que
es anticipado –definido, preconstruido- ya desde ahora. El futuro actua en el
presente en la medida en que es en el presente cuando ponemos las bases de lo
que el futuro va a ser. Pensar el futuro es, de alguna manera, anticiparlo. Por
eso, no es posible situarse en el presente si no es en el marco de un proyecto
de futuro. Tratar de definir, entre los varios futuros históricamente posibles
y la estructural incertidumbre que la vida contiene, aquel concreto futuro que
deseamos, exige tomar decisiones y adoptar estrategias desde hoy mismo. Por
otra parte, ya sabemos que tampoco el pasado es lo que ha sido, sino lo que en
un momento determinado se dice que ha sido. Inventar tradiciones –recurriendo
al conocido trabajo de Eric Hobsbawn y Terence Ranger, The Invention of
Tradition- es una práctica fundamental, constituyente, de cualquier
sociedad. Entre pasado y presente, al igual que ocurre entre presente y futuro,
se establecen relaciones de mutua alimentación.
El presente, pues, se nos presenta como
quicio crítico, no sólo para la comprensión del pasado, sino también para la
construcción del futuro. Escribe Francesco Alberoni: “Estamos ante una norma:
en el momento de la intuición fulgurante de lo nuevo, cuando se vislumbra el
futuro, el ser humano reexamina el pasado. Lo hace para liberarse de aquello
que estaba errado y superado, pero también para reconocer las marcas, las
indicaciones, los precedentes que lo guiarán a lo largo del camino que está por
emprender”. El futuro se decide, en buena medida, hoy. Es por eso que el
futuro nos transforma. Una de las consecuencias más relevantes derivadas de la
configuración de las sociedades industriales avanzadas como sociedades de
riesgo (Beck) es la relevancia que adquiere la elección entre posibilidades
de futuro abiertas, no predeterminadas. Dice a este respecto Anthony Giddens:
“La actividad social moderna tiene un carácter esencialmente contrafáctico. En
un universo social postradicional, individuos y colectividades disponen en
cualquier momento de una serie indefinida de actuaciones potenciales (con sus
correspondientes riesgos). La elección entre esas alternativas es siempre un
asunto de «como si», un problema de selección entre «mundos posibles»”. Así pues, nada puede ser más urgente que la preocupación por
discernir el futuro posible, precisamente para evitar cualquier tentación
determinista.
Por otro lado, si la promesa del Reino,
en cuanto perteneciente al depósito de la fe, resultara ser nada más que una
experiencia inefable, y por lo mismo incomunicable, indecible, inenarrable,
estaría de sobra todo lo que al respecto podamos decir. Pero estamos llamados a
dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (1 Pe 3, 15).
La nuestra ha de ser una esperanza razonable, lo que no quiere decir que la
exposición de las razones de nuestra esperanza sea suficiente para convencer a
nadie. Probablemente, tal cosa no será posible si no logramos aprehender la realidad
también desde la perspectiva de una razón sensible que nos capacite para presentir lo nuevo que está naciendo en el
seno de un mundo que gime con dolores de parto.
¿Cuál es, entonces, la actualidad del
Reino predicado por Jesús? Probablemente la misma de siempre: la oportunidad
que nos brinda para seguir encontrando, en medio del mal, experiencias
concretas de humanización y liberación; y para comprender estas experiencias no
como fragmentos inconexos, pequeños tesoros (en el mejor de los casos) restos
de un naufragio que las aguas llevan hasta la playa, sino como hitos que
señalan un sendero posible hacia un futuro distinto.
Escribe Metz en sus “tesis extemporáneas
sobre la apocalíptica”: “La conciencia apocalíptica no se presenta
fundamentalmente bajo el signo de la amenaza y del miedo paralizante ante la
catástrofe, sino bajo el signo del reto a la solidaridad práctica con los
«hermanos más débiles» ... ¿cuánto tiempo tenemos (aún)? Esta es la
pregunta escatológica por el tiempo...”.
Cuánto tiempo tenemos aún: esta es la cuestión. Tenemos tiempo y, si miramos a
nuestro alrededor con los ojos de la razón sensible, tenemos recursos para
solidarizarnos con nuestros hermanos más débiles.
Signos del Reino, incluso en Jedwabne
“Por mi parte, preferiría que se
recordaran, de este siglo sombrío, las luminosas figuras de los pocos
individuos de dramático destino y lucidez implacable que siguieron creyendo, a
pesar de todo, que el hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre”. Esto escribe Tzvetan Todorov en la introducción a su último
trabajo, en el que somete a análisis el sombrío siglo XX, del que la historia
de Jedwabne se convierte en paradigma:
Jedwabne es un topónimo de difícil
pronunciación para un latino. Designa un pequeño pueblo del interior de Polonia
en el que mil quinientas personas mataron o vieron matar con regocijo a otras
mil quinientas en julio de 1941, durante la ocupación alemana. Los muertos eran
polacos y los asesinos, sus vecinos, también. Llevaban cientos de años conviviendo,
se saludaban por la calle, los niños jugaban juntos, se compraban unos a otros
las mercaderías que cubren las necesidades de la vida diaria, y conocían los
nombres que correspondían a cada rostro. Asesinos y víctimas se diferenciaban
sólo en una cosa, en la religión. Los muertos eran judíos y los matadores
católicos.
Sólo siete miembros de la comunidad
judía sobrevivieron a una orgía de sangre que duró veinticuatro horas, aunque
se realizó con medios sencillos, como palos, navajas, hachas y fuego. Se salvaron
porque les escondieron en su granja, a riesgo de sus vidas, los miembros de una
familia del pueblo, los Wyrzykowski.
(...) Sí, es posible resistirse al
impulso colectivo que convierte en asesinos a la mitad de los habitantes de un
pueblo y en víctimas a la otra mitad. Lo demuestran los incómodos Wyrzykowski,
católicos, granjeros de escasa cultura y filiación política desconocida.
Jedwabne es el mundo, el mundo es
Jedwabne. Llevamos miles de años viviendo juntos y cada cierto tiempo nos
masacramos o miramos hacia otro lado mientras nuestros semejantes están siendo
masacrados. Sin embargo, en un siglo caracterizado por la barbarie totalitaria,
con millones y millones de personas víctimas de las guerras, la opresión y el
hambre, Todorov prefiere recordar (sin olvidar a las víctimas y a sus
victimarios) esos hombres y mujeres que en tiempos de oscuridad
(recordando el título de la obra de Hannah Arendt) supieron mantener en pie el
compromiso con sus semejantes, convirtiéndose en luz para quienes hoy estamos
llamados a continuar con el mismo compromiso:
Incluso en los tiempos más oscuros
tenemos el derecho de esperar cierta iluminación (...) esta iluminación puede
llegarnos menos de teorías y conceptos que de la luz incierta, titilante y a
menudo débil que irradian algunos hombres y mujeres en sus vidas y sus obras,
bajo casi todas las circunstancias, y que se extiende sobre el lapso de tiempo
que les fue dado en la tierra. Ojos tan acostumbrados a la oscuridad como los
nuestros difícilmente serán capaces de distinguir si su luz fue la de una vela
o la de un sol deslumbrante. Pero valoraciones objetivas de esta clase me
parecen de importancia secundaria y creo que se pueden dejar a la posteridad.
“Les propongo entonces –escribe Sabato y
yo me sumo-, con la gravedad de las palabras finales de la vida, que nos abracemos
en un compromiso: salgamos a los espacios abiertos, arriesguémonos por el otro,
esperemos, con quien extiende sus brazos, que una nueva ola de la historia nos
levante. Quizá ya lo está haciendo, de un modo silencioso y subterráneo, como
los brotes que laten bajo las tierras del invierno”.
Y dejemos el pesimismo para tiempos
mejores.
IGLESIA VIVA, Nº 210, abr-jun, 2002
Imanol Zubero. Profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco,
colaborador del Instituto Diocesano de Teología y Pastoral
de Bilbao.