José M. Castillo S.
www.religiondigital.com/191216
Mucha gente se imagina que la
corrupción es un asunto feo, sucio y degradante, del que son
responsables determinados políticos, algunos empresarios y extraños sujetos, que
manejan mucho dinero, engañando al fisco, robando a los ciudadanos y llevándose
los millones de sus oscuras ganancias a paraísos fiscales, en los que guardan
inmensas fortunas, que nos han saqueado a los modestos ciudadanos que sólo
tenemos para ir tirando de la vida.
Esta idea, que está
bastante generalizada (con todos los matices que sea necesario ponerle), se
fundamenta en un criterio, que, por otra parte, resulta
bastante “razonable”. A saber, la corrupción es la consecuencia
del comportamiento de individuos corruptos. Es decir, la corrupción – de la que
tanto nos quejamos, y con razón – es básicamente un problema moral. Un problema
que afecta a la política, a la economía, a los derechos humanos y, más en
concreto, al derecho de propiedad, al derecho penal, al derecho fiscal,
procesal, etc., etc.. Con la serie interminable de consecuencias nefastas que
todo eso lleva consigo. Y el reguero de víctimas que deja tiradas en las
cunetas de la vida y de la historia.
Lo que acabo de decir es
tan conocido y está tan patente, que nadie (según creo) lo va a poner en duda.
Pero, ¿es esto toda la verdad de lo que realmente está ocurriendo y estamos
padeciendo? No. Ciertamente no. Lo que he dicho es cierto. Pero no llega
al fondo del problema que representa la corrupción. Porque la
corrupción (en la totalidad del fenómeno) adentra sus raíces en nuestras vidas
y ha alcanzado tal amplitud en nuestra sociedad, que de ella se puede afirmar
con seguridad que no es ya meramente un problema moral, sino sobre todo constituye
un problema cultural. La corrupción no alcanza sólo, ni principalmente, a los
individuos – a determinados individuos -, sino que se ha erigido en un fenómeno
cultural. De forma que la corrupción es un componente
constitutivo de la cultura que se nos está imponiendo, cada día con más fuerza.
Este fenómeno viene de
tiempos atrás. La conocida economista, Loretta Napoleoni, ha dicho con toda la
razón del mundo: “Paradójicamente, cuando se logró el objetivo final de la
Guerra Fría, la caída del Telón de Acero, el orden posterior a la Segunda
Guerra Mundial se desintegró, y el Estado perdió el control de los mercados. La
política dejó de dominar a la economía. Fue en ese punto de la historia cuando
la economía cesó de ser un servicio a los ciudadanos y se convirtió en una
fuerza salvaje, orientada exclusivamente a ganar dinero rápido a expensas de
los consumidores”. Y, desde entonces, así están las cosas, cada día del mal en
peor.
Pero aquí hago una
advertencia, que me parece capital. En este proceso, tan sucio, tan canalla y
tan peligroso, estamos casi todos metidos. Porque el
dinero, que llega a nuestros bolsillos, pasa por los bancos y, por tanto, es
dinero que, de una manera o de otra, está implicado y complicado en el oscuro y
turbio asunto de las finanzas. Los políticos y los economistas
normalmente nos engañan. ¿Existen realmente finanzas éticas, seguras y fiables
sin duda posible? Y si renunciamos a la banca y sus finanzas, ¿qué hacemos?,
¿metemos el dinero en un calcetín, lo guardamos debajo del colchón y nos
dedicamos a vivir en la clandestinidad del dinero negro? ¿es que estamos
dispuestos a convertirnos en delincuentes ocultando lo poco que nos queda?,
¿terminaremos diciendo “que se pare el mundo, que quiero bajarme”?
En 1941, cuando apenas
había terminado la Guerra Civil Española, y cuando estaba empezando la Segunda
Guerra Mundial, llevaron al cine la grotesca comedia de Jardiel Poncela, “Los
ladrones somos gente honrada”. Hoy tendríamos que volver a tomar el tema. No
para reír un rato, sino para pensar a fondo en este hecho: una cultura no se
modifica ni con el poder de los políticos, ni con el dinero de los banqueros.
La cultura depende, sobre todo, de la educación. Y la educación es
verdaderamente tal, si transmite “convicciones” que modifican nuestras
costumbres y nuestras pautas de conducta (Arnold J. Toynbee; J. Habermas).
Pero, mientras la ganancia
y el poder sean los valores determinantes de nuestras vidas y de nuestra
sociedad, ¿a dónde vamos? ¿qué mundo les vamos a dejar a las generaciones
futuras? Me dan
risa los políticos y sus discursos, los grandes gestores de la economía y sus
potentes instituciones, los obispos y sus sermones que con tanta frecuencia
riegan fuera del tiesto. Así no cambiamos lo que de verdad nos urge cambiar: la
cultura de la ambición sin límites. Pero esto no es asunto de políticos,
banqueros y obispos. Esto depende de todos. Y todos, por tanto, tenemos que
cambiar. Pero no, que cambien los demás. Tenemos que cambiar
nosotros mismos.