José Mª Castillo,
22-junio-2017
www.religiondigital.com
/ 220617
Ocurre con
demasiada frecuencia que mucha gente no se da cuenta del peligro que entrañan
las religiones, cuando ponen el centro de interés de los creyentes, no en “este
mundo”, sino en el “otro mundo”. Porque esa esperanza ilusionada, con los
premios y delicias de la “otra vida”, puede ser el argumento justificante que
motiva al terrorista, para quitarle “esta vida” a la víctima que él necesita
matar para irse derecho al paraíso, que los funcionarios de la religión le han
prometido.
La relación entre
religión y muerte es tan antigua como la existencia del ser humano en este
mundo. Los más documentados estudiosos de la historia de la humanidad han
demostrado sobradamente que el “homo sapiens” (el “ser humano”) ha sido
siempre, desde sus orígenes más remotos, “homo necans” (el “ser que mata”). No
necesariamente por maldad, sino por necesidad. Toda vida vive a costa de otras
vidas (W. Burkert; G. Theissen…). Lo que no podemos saber es cómo, cuándo, ni
por qué esta necesidad de subsistencia adquirió un valor religioso. Y así se
convirtió en “sacrificio”.
¿Es esto un
disparate o una falta de respeto a la religión y lo que la religión representa?
Quien busque esta escapatoria, debería tener siempre presente que la misma base
del cristianismo es un asesinato, la muerte inocente del hijo de Dios.
Pero no es esto lo
más importante, ni lo más original, que ofrece el cristianismo. Lo central y
determinante, que los cristianos encontramos en el Evangelio, quedó formulado
con singular profundidad en una de las cartas que Dietrich Bonhoeffer escribió
a un amigo (abril de 1944), desde la cárcel de Tegel, poco antes de ser
asesinado por los nazis: “La fe en la resurrección no es la “solución” al
problema de la muerte. El “más allá” de Dios no es el más allá de nuestra
capacidad de conocimiento. La trascendencia desde el punto de vista de la teoría
del conocimiento no tiene nada que ver con la trascendencia de Dios. Dios está
más allá, en el centro de nuestra vida. La Iglesia no se halla allí donde
fracasa la capacidad humana, en los límites, sino en medio de la aldea”.
Dicho de forma más
sencilla y directa. Tenemos demasiada religiosidad para el otro mundo, si la
comparamos con la anticuada y debilitada religiosidad con la que pretendemos
afrontar el demasiado sufrimiento que los más desamparados tienen que soportar
en este mundo. Esto tiene que cambiar. O ponemos a Dios en el centro de nuestra
vida y de nuestra convivencia; o todo lo de Dios, la muerte, la esperanza y la
vida eterna, terminará siendo mera palabrería sin contenido. Y entonces, cuando
nos quedemos con meras palabras y esperanzas sin contenido, entonces quedaremos
en manos de los canallas, posiblemente los más insospechados.