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Junio 2017
La OEA se ha
vuelto un actor central en la política nicaragüense. La Nica Act, una medida
apoyada por el organismo y presentada por legisladores norteamericanos en el
Congreso de Estados Unidos, tiene furioso al matrimonio Ortega-Murillo. Su
alianza política con el empresariado puede resquebrajarse.
El matrimonio
Ortega-Murillo, disponiendo en su haber de más del 70% de los votos registrados
por el Consejo Supremo Electoral en las elecciones de noviembre de 2016, se
preparó a gobernar desde la confortable posición de un sistema de partido
único, controlando de forma directa a 71 diputados de los 92 que conforman la
Asamblea Nacional y de manera indirecta a los 14 del Partido Liberal
Constitucionalista que desde 2006 es el comparsa menor del Frente Sandinista de
Liberación Nacional (FSLN), un satélite que orbita en su derredor y recoge
agradecido las migajas que aquel le arroja.
El ascenso
–previsible pero controversial- de Rosario Murillo desde su posición de primera
dama hasta el cargo de vicepresidente fue un alarde de dominio absoluto, una
bofetada de quien lanza la piedra y con descaro exhibe la mano, propinada en el
rostro de quienes ya denunciaban la emergencia de un poder dinástico.
La magra
asistencia a las elecciones fue la reacción popular. Su desquite. El que calla
no otorga: deslegitima. El monumental peso de esta ausencia y las denuncias de
los partidos de la oposición no amaestrada, trajeron a Nicaragua a inicios de
diciembre de 2016 al presidente de la Organización de Estados Americanos (OEA),
Luis Almagro, en cuyas gestiones –o presiones- un amplio sector de la oposición
cifró sus esperanzas de ver anulados los resultados de los comicios.
Todos los
reportajes audiovisuales, desde que ingresó por el aeropuerto internacional
Augusto César Sandino al humo de las elecciones, a principios de diciembre de
2016, muestran un Almagro que avanza con paso raudo y distribuye sonrisas como
quien se dirige a un jovial festejo y ya anticipa la alegría en su rostro. En
esas sonrisas la oposición leyó erróneamente un anuncio de la realización de
sus sueños. El gobierno no se engañó: las sonrisas escondían una reprimenda
pero no una anulación. La OEA elaboró un informe, cuyo contenido no es del
dominio público, sobre el deterioro del sistema electoral nicaragüense, pero en
ningún momento descalificó e forma directa y en público la reelección de Ortega
ni el abrumador porcentaje de votos que hablan de una cuestionada popularidad
en ascenso meteórico: 38% de los votos en 2006, 62% en 2011 y 72% en 2016.
También, y como
efecto de las denuncias de la oposición y del lobby anti-orteguista de la
comunidad nicaragüense en Estados Unidos, un grupo de legisladores presentaron
ante el Congreso estadounidense la Nicaraguan
Investment Conditionality Act (NICA), conocida coloquialmente como la Nica
Act, que busca vetar los préstamos a Nicaragua de los organismos financieros
internacionales como un mecanismo de presión para restablecer la democracia
representativa.
Durante cinco
meses las iniciativas de la OEA y la Nica Act caminaron unidas como hermanas
siamesas. La OEA sabía que sus demandas tenían ese respaldo y obraba en
consonancia: pedía más que en las elecciones pasadas, incluyendo un proceso de
observación y un paquete de reformas cuya ejecución valoró en ocho millones de
dólares que la misma OEA ofreció conseguir. Los acuerdos que suscribió con el
gobierno de Ortega el 20 de enero de 2017 y el memorándum de entendimiento del
28 de febrero comprometieron reformas en el sistema electoral que, quizás sin
la espada de Damocles de la Nica Act, el gobierno de Ortega nunca hubiera
firmado. Esta presunción la baso en el hecho de que el gobierno de Ortega ha
condenado reiteradamente las «maniobras injerencistas» de la OEA contra
Venezuela1.
Por otro lado, los
legisladores estadounidenses eran todo oídos a las palabras de la OEA sobre la
rehabilitación del sistema electoral nicaragüense. Pero sus dinámicas también
tenían sus ritmos y motivos propios. Y por eso las siamesas se independizaron y
empezaron a distanciarse.
Por un lado, el
motor propulsor de la Nica Act es un grupo de congresistas muy beligerantes que
no están dispuestos a conformarse con los acuerdos verbales entre Ortega y la
OEA en tanto no produzcan transformaciones tangibles. La Nica Act avanza en la
Cámara de Representantes, donde obtuvo la expedita aprobación del subcomité del
hemisferio occidental, hecho nada sorprendente pues ocho de sus miembros se
cuentan entre sus patrocinadores. Pronto será revisada por el comité de relaciones
exteriores y luego por el plenario de la cámara. Y finalmente buscará la
aprobación del senado. Este proceso tomará algún tiempo, pero avanza a paso
decidido. Ya no es sólo un fantasma en el horizonte de posibilidades. Es una
amenaza que puede ser cumplida por un grupo de congresistas mayoritariamente
poco amigos del viejo sandinismo y/o del FSLN reloaded.
Por otro lado,
Donald Trump, que no tiene en su mira a Nicaragua como un objetivo a priorizar,
mueve sus piezas y desencadena vientos que a ese pequeño país suelen llegar
convertidos en tempestades. La Consolidated
Appropriations Act de 2017, la ley del presupuesto de los Estados Unidos,
redujo en 98% la ayuda ¿bilateral? que el gobierno estadounidense otorga a
Nicaragua. El descenso va desde los 41 millones que Nicaragua recibió en 2016 a
sólo 200 mil dólares. La reducción forma parte de un conjunto de recortes
presupuestarios de la ayuda internacional que no están enfocados exclusivamente
en castigos a los disidentes del patio trasero.
Pero es llamativo
que el aporte a Nicaragua, cuya disminución no supone un gran ahorro en las
finanzas imperiales, haya sido uno de los más mermados. El criterio no es claro
y tal vez no hay un solo criterio, en el supuesto de que haya alguno. Quizás la
ayuda es reducida de forma tan significativa simplemente porque Nicaragua no es
país que representa un serio problema como emisor de migrantes hacia los
Estados Unidos.
Nicaragua podría
llegar a ser incluso excluida de todo apoyo del gobierno de los Estados Unidos
si Trump aplica otra sección de su programa presupuestario que contiene una
penalización financiera para los países que apoyaron la constitución de Abjasia
y Osetia del Sur como Estados-naciones independientes de Georgia: la Federación
Rusa, Nauru, Venezuela y Nicaragua. Ciertamente, esta reducción no es una
tragedia de las dimensiones que tendría la aplicación de la Nica Act. Pero la
pérdida de más de 40 millones de dólares no es despreciable para una economía
tan diminuta como la nicaragüense. Equivale a cuatro veces el presupuesto del ministerio
de Recursos Naturales y a cerca de la mitad del presupuesto del ministerio de
Defensa, beneficiario de la ayuda estadunidense por ser su socio en el combate
contra el narcotráfico2.
Mientras estas
iniciativas avanzaban a su propio ritmo, en mayo una delegación de la OEA
visitó Nicaragua para concretar los acuerdos suscritos cuatro meses atrás. El
objetivo inmediato era garantizar una observación minuciosa de las elecciones
municipales previstas para noviembre del presente año. Antes de cumplir con la
ronda de entrevistas que incluía a partidos y ONGs de la oposición, la
delegación abandonó el país de forma abrupta, alegando «motivos de fuerza mayor
ajenos a la misión» y prometiendo una explicación institucional en breve.
La explicación no
ha llegado. Proliferan las especulaciones. Como la OEA es un personaje
relativamente secundario en este drama, las explicaciones atribuyen el protagonismo
a los otros dos personajes: Ortega y el gobierno estadounidense. ¿La OEA pidió
demasiado, hiriendo el orgullo de la soberanía nacional? ¿O las siamesas se
distanciaron demasiado? La falta de sincronía entre las gestiones de la OEA y
el avance en la concreción de la Nica Act puede haber sido un factor decisivo:
si el gobierno de Ortega percibió que la Nica Act es casi un hecho o que la OEA
no puede detenerla, la OEA perdió su zanahoria y las conversaciones puede haber
llegado a un punto muerto a partir del cual Ortega no está dispuesto a ceder.
Como en una tragedia griega, en un intento vano de huir a su destino, Ortega
podría precipitar la desgracia que teme: en el contexto de la suspensión de la
ejecución de los acuerdos con la OEA, la Nica Act aparece como la única forma
de ultimátum posible.
No sabemos si el
ultimátum llegará finalmente ni si su aparente diacronía con el trabajo de la
OEA es un hecho. Sabemos que, en caso de concretarse, la Nica Act puede empezar
a disolver la alianza que el FSLN tiene con el empresariado. Nicaragua está
lejos de ser el paraíso cristiano, socialista y solidario que la propaganda
gubernamental intenta vender urbi et orbi.
Pero sí es un paraíso empresarial. Entre 2007 y 2014, en Nicaragua se lavaron 1,500
millones de dólares. Nicaragua ocupa en América Latina el tercer lugar en
lavado de dinero, según la fórmula de cálculo de la CEPAL que pondera el
volumen de los flujos financieros ilícitos en relación al comercio exterior.
Medidos en relación al PIB, los flujos ilícitos colocan a Nicaragua en sexto
lugar3.
Este ranking no preocupa a la empresa privada. Por el contrario, es indicador
de un clima propicio para su prosperidad. Pero la aprobación de la Nica Act
supone la supresión de programas sociales que mitigan el descontento y de
programas de inversión en infraestructuras que benefician al gran capital. La
Nica Act podría desencadenar el resquebrajamiento de la alianza de Ortega con
varios sectores sobre la que descansa la estabilidad de su régimen.
Notas:
1. El 19,
Nicaragua condena desde la OEA maniobras injerencistas contra Venezuela, 5 de
abril de 2017,
2. Ministerio de
Hacienda y Crédito Públicos, Presupuesto de egresos, http://www.hacienda.gob.ni/documentos/presupuesto/...
3. Podestá,
Andrea, Michael Hanni y Ricardo Martner, Flujos financieros ilícitos en América
Latina y el Caribe, Serie Macroeconomía del desarrollo, CEPAL, Santiago, 2017,
pp.23 y 27.