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/ 280617
Voy a meterme de
nuevo de cabeza en un avispero. Antes me gustaría, en todo caso, declarar que
acepto como merecida cualquier reprimenda, por sumaria o poco argumentada que
se presente. En condiciones de patriarcado, tan difícil es no “parecer un
hombre” como pedir a lectoras feministas cargadas de razón -por la historia y
la violencia machista- que no “tomen por un hombre” al que sólo pretende ser un
aliado incómodo que se siente incómodo cada vez que mira a su alrededor o
dentro de sí mismo. Si parezco “hombre”, pues, acepto de antemano el castigo, aunque
sólo después de aventurarme a decir lo que pienso.
Ahora bien, pongamos
que me llamo Marta. Podría llamarme Marta. La conozco bien porque está dentro
de mi cabeza. Ha estudiado más que yo, es más sensible y sé que es también más
inteligente porque, cada vez que discutimos, me reduce al silencio con sus
datos y sus argumentos. Como también en este caso estoy de acuerdo con Marta,
voy a dejar que sea ella la que hable.
Y dice así Marta: creo
que los feminismos deberían tener más cuidado a la hora de distinguir entre
voluntad y deseo. En su versión más activista –la que interviene en los medios
y las redes, siempre alerta ante cualquier dislate o lapsus machista de
personajes públicos y políticos– las feministas solemos cometer dos errores
aparejados, fruto sin duda de la presión acumulada y de la precipitación
militante.
El primero es el
de considerar el deseo transparente y autoconsciente, matriz de toda decisión
verdaderamente feminista y, por tanto, de toda intervención verdaderamente
política; y ello en contraste con la voluntad que, siempre bajo sospecha, se
juzga atravesada por clichés educativos, prejuicios heredados y construcciones
patriarcales que, como en el viejo discurso de la izquierda, hay que desmontar
y des-alienar para dejar la verdad, monda y lironda, a la vista de todos. El
“querer” de una mujer, siempre oscuro, pertenece inevitablemente al hombre
mientras que su deseo, siempre claro, es suyo.
El segundo error
es el de imaginar, también como la vieja izquierda, un mundo futuro completamente
emancipado en el que no habrá ninguna distancia entre la voluntad y el deseo y
en el que, en consecuencia, el “querer” de una mujer será tan claro como su
deseo, de tal manera que cuando digamos “quiero” estemos diciendo al mismo
tiempo “deseo” y, al revés, cuando digamos “no quiero” estemos diciendo al
mismo tiempo “no deseo”. De hecho buena parte de las denuncias feministas de
acoso (o de la así llamada “cultura de la violación”) pretenden haber resuelto
ya esta distancia, como si las mujeres, cada vez que decimos “no”, como cada
vez que decimos “sí”, no tuviéramos que librar un combate con nosotras mismas
en el que muy a menudo no tenemos claro ni nuestro deseo ni nuestra voluntad,
reñidas además entre sí.
Esta diferencia
entre la voluntad y el deseo, compleja y delicada, tiene a mi juicio una
dimensión feminista que hay que reivindicar para evitar que, una vez más, los
hombres, sujetos voluntariosos, nos juzguen a las mujeres por nuestros deseos.
A principios del
siglo V, tras el saqueo de Roma por las tropas de Alarico, San Agustín defendía
a las monjas violadas por los bárbaros frente a los curas que querían
excomulgarlas por ese contacto sexual: con tal de que opusieran resistencia,
dice San Agustín, incluso si gozaron (¡incluso si gozaron!) son víctimas
inocentes y deben ser acogidas en el seno de la Iglesia. La idea de San Agustín
es la de que tan criminal es infligir dolor como infligir placer y que ningún
juez, ni divino ni humano, puede juzgar lo que siente un cuerpo si la voluntad
se ha mantenido explícitamente en pie. San Agustín, con una sensibilidad e
inteligencia que empequeñece a muchos de nuestros magistrados (que siguen
auscultando signos desiderativos y consentimientos corporales en el cuerpo de
la víctima que ha dicho “no”), comprendió muy bien dos cosas que las feministas
no deberíamos olvidar.
Dos
enseñanzas
La
primera es que el deseo es mucho más oscuro que la voluntad.
Después de Freud nadie puede negar que, si la voluntad puede ser engañada o
manipulada, el deseo es desde el principio engaño y manipulación. Nada más
paradójico que el hecho de que de todas las “locuras”, como decía Platón, sea
ésa la “más excelsa” y la que “más nos acerca a la divinidad”, pero conviene no
olvidar que se trata, sí, de una “locura”.
Podemos trabajar
nuestra voluntad y ese trabajo es lo que llamamos educación, aprendizaje,
conciencia; pero el deseo, recipiente de trabajos ajenos pre-conscientes, es
siempre oscuridad. Reivindicar la libre sexualidad es reivindicar ese “amo loco
y tiránico” del que se quejaba –y al que rendía homenaje– el viejo Sófocles en
sus últimos días de vida. No hay nada transparente ni ortodoxo en el deseo;
desde el punto de vista sexual tan oscura es la postura del misionero como la
coprofilia y tan insensato un coito conyugal como una orgía homosexual.
La segunda
enseñanza es que entre la voluntad y el deseo hay y siempre habrá una distancia
y un potencial desacuerdo que, imposible de disolver de manera definitiva,
tendrá que ser resuelto en cada caso con mucho cuidado, pero siempre a partir
del presupuesto de que, allí donde no haya acuerdo, es la voluntad la que
cuenta. Si yo digo “no”, me violan y consiguen infligirme placer, como en el
caso de las monjas de San Agustín, mi placer es un problema mío y no un
testimonio en contra de mi voluntad, o al menos no debería serlo a los ojos de
la sociedad o delante de un tribunal.
La cuestión es que
en cada uno de los dos polos (la voluntad y el deseo) y en la distancia que los
separa -y también en los raros momentos de sutura divina- está incrustada la
historia, la de nuestra cultura y la de nuestra familia, lo que implica que
todo “sí” y todo “no” son el resultado de un trabajo y una discusión en la que
caben muchos más matices y luchas que en la simple disyuntiva afirmación/negación
en la que se resuelven las coyunturas sexuales.
Las
posibilidades, en todo caso, son tres.
Puede ocurrir
raramente que no haya ningún desacuerdo y mi “quiero” y mi “deseo” coincidan
sin fisuras; es decir, que mi voluntad sucumba voluntariamente a mi deseo.
Cuando esto ocurre (para lo que hace falta, del otro lado, una coincidencia
equivalente) nos da igual la historia y podemos hablar por eso de “locura” si
es que preferimos no hablar de amor. Este doble acuerdo (dentro de mi cuerpo y
con otro cuerpo) aclara sin borrarla toda la oscuridad del deseo. Mi deseo es
oscuro porque nunca es mío; es claro porque esta vez lo quiero yo y porque lo
quiere también esa otra voluntad que nunca podrá ser mía: la del otro cuerpo.
Puede ocurrir
también, al revés, que mi deseo se imponga a mi voluntad y además a la voluntad
de otro. Eso es lo contrario del amor y lo contrario del amor puede ser de
hecho un delito: el acoso, la violación o la pederastia iluminan precisamente
casos de deseos –tan oscuros como los de un matrimonio burgués bienavenido en
su cópula sabatina– que, sin embargo, hay que reprimir.
Supongamos con
fatalismo freudiano que todos los hombres sienten deseos de violar y todas las
mujeres sentimos deseos de ser violadas. La voluntad civilizadora debe
intervenir para que ese deseo, tan oscuro como todos los demás, no abandone
jamás el terreno de la fantasía (donde tiene todo el derecho de campar a sus
anchas hasta que los hombres dejen de pensar en su falo como en un cuchillo).
Ahora bien. Es
cierto que la voluntad no ha sido siempre civilizadora. Si abordamos la tercera
posibilidad –la de que la voluntad se imponga al deseo– las dificultades se
multiplican. El caso de las monjas violadas a las que defiende San Agustín
debería ser evidente a estas alturas: aquí la voluntad, cualquiera que sea su
contenido (Dios o la soberanía subjetiva), manda sobre el deseo. Pero la
“voluntad monjil” (que es precisamente la religioso-patriarcal) ha reprimido de
tal manera el deseo a lo largo de la historia de la humanidad que muy
justamente el feminismo ha insistido en la deconstrucción de la voluntad en
favor de la liberación del deseo: el cristianismo, en efecto, ha perseguido el
placer sexual mismo y, frente a él, tenemos que defender los derechos y la
belleza de los deseos.
La voluntad que se
había impuesto -y se sigue imponiendo en buena parte- es tan represiva, tan
coercitiva, tan “masculina”, que la liberación feminista, por lógica reacción,
se acaba interpretando básicamente como una liberación sexual contra la
voluntad en general.
Sobre los peligros
de que esta liberación del deseo contra la voluntad patriarcal sea en realidad
otra victoria de la voluntad masculina “libertina” ha alertado muy atinadamente
Celia Amorós. Este peligro sólo puede conjurarse construyendo una voluntad
ilustrada feminista que, aceptando la oscuridad del deseo, civilice las
relaciones entre los cuerpos.
Culpabilizar
a las mujeres
Pero aquí
tropezamos enseguida con otro peligro de signo contrapuesto, y es el de dejarse
arrastrar por la ilusión de que habría una “verdadera voluntad”, emancipada de
la construcción patriarcal, capaz de imponer claridad feminista a los deseos;
la ilusión de que el deseo se puede reformatear, moldear desde la razón,
someter a directrices políticamente correctas, de manera que habría un criterio
racional para distinguir deseos buenos y deseos malos, deseos feministas y
deseos machistas, con la consecuencia inevitable de reproducir en el cuerpo de
las mujeres la represión y la culpa propias de la “voluntad monjil”.
Tiene mucha razón
Clara Serra cuando –sobre todo en el contexto sexualmente conservador de
nuestras mujeres de mediana edad y de clase media– denuncia el puritanismo de
esta pretendida ortodoxia que acaba culpabilizando a las mujeres, acusadas de
no desear como se debe, y que se alejan del feminismo por las mismas razones
por las que se alejan de la iglesia: porque les hace sentir que algo no
funciona bien en sus cuerpos.
Creo, por tanto,
que es muy importante distinguir entre voluntad y deseo, no confundir una y
otro, como hacen a menudo nuestros magistrados y nuestros políticos machistas,
pero también algunos feminismos no agustinianos, y abordar esa distancia y ese
desacuerdo con mucho cuidado y mucho juicio, por citar la lectura que hace de Kant
nuestro gran amigo Luis Alegre Zahonero en sus dos últimos libros: “El lugar de
los poetas” y “Elogio de la homosexualidad”.
La contundente y
necesaria divisa “no es no”, interpela a la voluntad, no al deseo: si yo te
digo “no” con la palabra no importa nada si mi cuerpo se está muriendo de ganas
con todos sus poros y papilas. Somos adultas y dueñas de nuestro cuerpo. Hay
muchas razones por las que puedo desearte y no querer acostarme contigo: que me
pones pero no me caes bien, que te conozco y sé que lo interpretarías mal, que
estás enamorado y yo no, etc. Pero también puede ocurrir, al revés, que no te
desee y quiera acostarme contigo. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en ciertas
formas de prostitución o en el cine porno, fenómenos cuya ambigüedad hace muy
difícil y muy necesaria la incansable deliberación del juicio.
Ahora bien, esa
disonancia se produce también cotidianamente en las relaciones de pareja
estables. No he entendido, la verdad, la reacción sumarísima y furibunda a un
artículo muy liviano de una revista muy frívola que nos sugería a las mujeres
formas cómodas de practicar el sexo con el compañero cuando no tenemos ganas.
¡Se le ha reprochado fomentar la “cultura de la violación”! Yo al artículo le
reprocharía más bien esa banalización del sexo tan característica de nuestra
sociedad mercantil, pero no me gustaría que, a cambio, lo solemnicemos de tal
manera –el sexo– que acabemos considerando cada polvo en pareja como un
acontecimiento divino.
Dentro de una
pareja bienavenida se hacen constantemente concesiones por respeto y por
cariño: te acompaño a dar un paseo aunque no tenga ganas, veo esa película que
no me apetece demasiado, comemos hoy pescado aunque preferiría unas legumbres.
Hombres y mujeres, en ciertas circunstancias, tienen el derecho y –aún más– la
obligación cortés de decir sí sin ganas, de afirmar un “quiero” sin deseo, de
someter su voluntad a otros deseos. ¿Por qué tendría que sentirme “violada” si
quiero, contra mi deseo, satisfacer el deseo de mi chico? De hecho yo le pido
que haga lo mismo conmigo y se esfuerce por excitarse y complacerme
–ocultándome su desgana– cada vez que me meto en la cama excitada y él
preferiría dormirse.
El artículo
citado, además de frívolo, es infame y machista no porque defienda la
violación, sino porque no propone fórmulas equivalentes, de sexo sin ganas,
para los hombres. Pero lo cierto es que a través del sexo, como de cualquier
otro gesto, pueden expresarse muchas cosas, según el contexto y la relación
establecida entre los cuerpos. El acuerdo entre dos deseos y dos voluntades,
imprescindible entre dos desconocidos que se tocan, o en un flechazo amoroso,
no puede convertirse en la ley de una convivencia estable sin dañarla.
Frente al
patriarcado, que siempre ha imaginado a las mujeres puramente desiderativas –y
nunca volitivas– tenemos que reivindicar la voluntad, con todas sus peligrosas
trampas sociales, pero también con todos sus bellos albedríos amorosos. Una
mujer que dice voluntariamente “quiero” contra su deseo no es una mujer violada
ni una esclava sexual; puede ser una trabajadora sexual (y ahí empiezan nuevas
dificultades sin resolver) pero puede ser también, sencillamente, una compañera
cortés y generosa.
Banalización
y sacralización del sexo
El verdadero
desafío es el de saber moverse con juicio entre la banalización y la
sacralización del sexo, dos tentaciones que el patriarcado –y ahora el mercado–
siempre ha explotado contra nosotras. Hace unos días veía una película graciosa
y sin pretensiones, Kiki, el amor se hace, de Paco León, cuya ironía traviesa
da toda la medida, en todo caso, de una época que ha sustituido los abismos de
las perversiones por un catálogo comercial de “parafilias” normalizadas. Es una
película mucho menos excitante que –no sé– las primeras películas de Almodóvar,
cuyo tono irreverente comparte; en ella la sexualidad está tan normalizada que
en algún sentido se presenta completamente desexualizada y, desde luego, sin
sombra de tragedia, mansamente integrada en el ancho y plural mercado
parafílico.
Estoy seguro de
que en los últimos cuarenta años se han hecho enormes avances en la
normalización saludable de la sexualidad; en Almodóvar, de hecho, hay más de
Kierkegaard que de Paco León, y nadie defendería la sexualidad de Kierkegaard,
aunque sí quizás sus obras (las de Almodóvar y Kierkegaard). Pero tampoco estoy
seguro de que la travesura de Paco León describa otra cosa que una utopía de
mercado en virtud de la cual, sin pugna y sin trabajo, sin distancia entre
voluntad y deseo, la sexualidad misma desaparecería como problema. Llamamos
parafilias a lo que antes llamábamos perversiones cuando sería más excitante
tal vez, y más exacto, llamar perversiones también a los besos con lengua y al
sexo genital.
La otra tentación
es la sacralización del sexo, estrategia patriarcal contra la que el feminismo
se rebeló venturosamente y que de pronto parece regresar por la vía del propio
feminismo o de algunas de sus expresiones militantes, que dedican poco tiempo y
esfuerzo a explorar las diferencias entre voluntad y deseo y que, por eso
mismo, acaban por dar más importancia al deseo que a la voluntad o por
considerar más puro y decisivo el deseo que la voluntad o por no reconocer sus
desacuerdos. Con el paradójico resultado de dejarnos sin recursos para
distinguir entre violación, esclavitud sexual, prostitución y simple
compañerismo. Creo que el feminismo se juega buena parte de su destino
emancipatorio universal en laboriosas disquisiciones de este tipo.
Acabo. Me temo que
nunca podremos estar seguras de qué es lo que verdaderamente queremos y qué es
lo que verdaderamente deseamos; ni de cuál es la frontera entre una cosa y la
otra. Poder elegir no implica que sepamos elegir y todos nuestros dilemas
morales se derivan y seguirán derivando de esta confusión. En cualquier otro
mundo posible nos arrepentiremos alguna vez de haber dicho no cuando queríamos
decir sí y también al revés; y la distancia entre la voluntad y el deseo, y su
desacuerdo, nos seguirán atormentando. Incluso sin capitalismo y sin
patriarcado, la muerte y el sexo siempre introducirán algo de tragedia en
nuestras vidas; seguiremos entendiendo a Shakespeare y a Dostoievski y
doliéndonos –hasta la desesperación– de que la coincidencia entre mi voluntad y
mi deseo no encuentre un equivalente, en el tiempo y en el espacio, en otro
cuerpo.
Hasta aquí ha
hablado Marta. Ahora hablo yo. Estoy completamente de acuerdo con lo que ha
dicho y sólo tendría que añadir, si acaso, una precisión: a mi juicio uno de
los obstáculos internos que el patriarcado opone a la igualdad feminista (es
decir, a la aplicación universal de los Derechos Humanos) tiene que ver con la
dificultad de los hombres, que ellos proyectan sobre las mujeres, a la hora de
distinguir entre voluntad y deseo, y entre fantasía y realidad. Son los hombres
los que han levantado un más que dudoso entramado ético sobre su deseo,
sublimado en ley moral y contradicho en voluntad de acción, y los que, carentes
de imaginación concreta en el cuerpo a cuerpo, se sienten una y otra vez
acometidos, como el espíritu hegeliano, a hacer realidad sus fantasías, la
mayor parte de las cuales serían mucho más inocuas si permanecieran encerradas
en sus cabezas como limitados estímulos masturbatorios.
Los hombres nos
controlamos mal y, apenas nos descuidamos, nos dejamos llevar por nuestras
fantasías e invadimos Polonia. Cuando hablo de “hombres” y “mujeres” no hablo,
obviamente, ni de destinos genitales ni de destinos ontológicos, sino de marcos
de percepción e intervención; y de la posibilidad de transformarlos entre todas
con coraje y con cuidado.