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La voluntad y el deseo: el dilema feminista


Voy a meterme de nuevo de cabeza en un avispero. Antes me gustaría, en todo caso, declarar que acepto como merecida cualquier reprimenda, por sumaria o poco argumentada que se presente. En condiciones de patriarcado, tan difícil es no “parecer un hombre” como pedir a lectoras feministas cargadas de razón -por la historia y la violencia machista- que no “tomen por un hombre” al que sólo pretende ser un aliado incómodo que se siente incómodo cada vez que mira a su alrededor o dentro de sí mismo. Si parezco “hombre”, pues, acepto de antemano el castigo, aunque sólo después de aventurarme a decir lo que pienso.

Ahora bien, pongamos que me llamo Marta. Podría llamarme Marta. La conozco bien porque está dentro de mi cabeza. Ha estudiado más que yo, es más sensible y sé que es también más inteligente porque, cada vez que discutimos, me reduce al silencio con sus datos y sus argumentos. Como también en este caso estoy de acuerdo con Marta, voy a dejar que sea ella la que hable.

Y dice así Marta: creo que los feminismos deberían tener más cuidado a la hora de distinguir entre voluntad y deseo. En su versión más activista –la que interviene en los medios y las redes, siempre alerta ante cualquier dislate o lapsus machista de personajes públicos y políticos– las feministas solemos cometer dos errores aparejados, fruto sin duda de la presión acumulada y de la precipitación militante.

El primero es el de considerar el deseo transparente y autoconsciente, matriz de toda decisión verdaderamente feminista y, por tanto, de toda intervención verdaderamente política; y ello en contraste con la voluntad que, siempre bajo sospecha, se juzga atravesada por clichés educativos, prejuicios heredados y construcciones patriarcales que, como en el viejo discurso de la izquierda, hay que desmontar y des-alienar para dejar la verdad, monda y lironda, a la vista de todos. El “querer” de una mujer, siempre oscuro, pertenece inevitablemente al hombre mientras que su deseo, siempre claro, es suyo.

El segundo error es el de imaginar, también como la vieja izquierda, un mundo futuro completamente emancipado en el que no habrá ninguna distancia entre la voluntad y el deseo y en el que, en consecuencia, el “querer” de una mujer será tan claro como su deseo, de tal manera que cuando digamos “quiero” estemos diciendo al mismo tiempo “deseo” y, al revés, cuando digamos “no quiero” estemos diciendo al mismo tiempo “no deseo”. De hecho buena parte de las denuncias feministas de acoso (o de la así llamada “cultura de la violación”) pretenden haber resuelto ya esta distancia, como si las mujeres, cada vez que decimos “no”, como cada vez que decimos “sí”, no tuviéramos que librar un combate con nosotras mismas en el que muy a menudo no tenemos claro ni nuestro deseo ni nuestra voluntad, reñidas además entre sí.

Esta diferencia entre la voluntad y el deseo, compleja y delicada, tiene a mi juicio una dimensión feminista que hay que reivindicar para evitar que, una vez más, los hombres, sujetos voluntariosos, nos juzguen a las mujeres por nuestros deseos.

A principios del siglo V, tras el saqueo de Roma por las tropas de Alarico, San Agustín defendía a las monjas violadas por los bárbaros frente a los curas que querían excomulgarlas por ese contacto sexual: con tal de que opusieran resistencia, dice San Agustín, incluso si gozaron (¡incluso si gozaron!) son víctimas inocentes y deben ser acogidas en el seno de la Iglesia. La idea de San Agustín es la de que tan criminal es infligir dolor como infligir placer y que ningún juez, ni divino ni humano, puede juzgar lo que siente un cuerpo si la voluntad se ha mantenido explícitamente en pie. San Agustín, con una sensibilidad e inteligencia que empequeñece a muchos de nuestros magistrados (que siguen auscultando signos desiderativos y consentimientos corporales en el cuerpo de la víctima que ha dicho “no”), comprendió muy bien dos cosas que las feministas no deberíamos olvidar.

Dos enseñanzas

La primera es que el deseo es mucho más oscuro que la voluntad. Después de Freud nadie puede negar que, si la voluntad puede ser engañada o manipulada, el deseo es desde el principio engaño y manipulación. Nada más paradójico que el hecho de que de todas las “locuras”, como decía Platón, sea ésa la “más excelsa” y la que “más nos acerca a la divinidad”, pero conviene no olvidar que se trata, sí, de una “locura”.

Podemos trabajar nuestra voluntad y ese trabajo es lo que llamamos educación, aprendizaje, conciencia; pero el deseo, recipiente de trabajos ajenos pre-conscientes, es siempre oscuridad. Reivindicar la libre sexualidad es reivindicar ese “amo loco y tiránico” del que se quejaba –y al que rendía homenaje– el viejo Sófocles en sus últimos días de vida. No hay nada transparente ni ortodoxo en el deseo; desde el punto de vista sexual tan oscura es la postura del misionero como la coprofilia y tan insensato un coito conyugal como una orgía homosexual.

La segunda enseñanza es que entre la voluntad y el deseo hay y siempre habrá una distancia y un potencial desacuerdo que, imposible de disolver de manera definitiva, tendrá que ser resuelto en cada caso con mucho cuidado, pero siempre a partir del presupuesto de que, allí donde no haya acuerdo, es la voluntad la que cuenta. Si yo digo “no”, me violan y consiguen infligirme placer, como en el caso de las monjas de San Agustín, mi placer es un problema mío y no un testimonio en contra de mi voluntad, o al menos no debería serlo a los ojos de la sociedad o delante de un tribunal.

La cuestión es que en cada uno de los dos polos (la voluntad y el deseo) y en la distancia que los separa -y también en los raros momentos de sutura divina- está incrustada la historia, la de nuestra cultura y la de nuestra familia, lo que implica que todo “sí” y todo “no” son el resultado de un trabajo y una discusión en la que caben muchos más matices y luchas que en la simple disyuntiva afirmación/negación en la que se resuelven las coyunturas sexuales.

Las posibilidades, en todo caso, son tres.

Puede ocurrir raramente que no haya ningún desacuerdo y mi “quiero” y mi “deseo” coincidan sin fisuras; es decir, que mi voluntad sucumba voluntariamente a mi deseo. Cuando esto ocurre (para lo que hace falta, del otro lado, una coincidencia equivalente) nos da igual la historia y podemos hablar por eso de “locura” si es que preferimos no hablar de amor. Este doble acuerdo (dentro de mi cuerpo y con otro cuerpo) aclara sin borrarla toda la oscuridad del deseo. Mi deseo es oscuro porque nunca es mío; es claro porque esta vez lo quiero yo y porque lo quiere también esa otra voluntad que nunca podrá ser mía: la del otro cuerpo.

Puede ocurrir también, al revés, que mi deseo se imponga a mi voluntad y además a la voluntad de otro. Eso es lo contrario del amor y lo contrario del amor puede ser de hecho un delito: el acoso, la violación o la pederastia iluminan precisamente casos de deseos –tan oscuros como los de un matrimonio burgués bienavenido en su cópula sabatina– que, sin embargo, hay que reprimir.
Supongamos con fatalismo freudiano que todos los hombres sienten deseos de violar y todas las mujeres sentimos deseos de ser violadas. La voluntad civilizadora debe intervenir para que ese deseo, tan oscuro como todos los demás, no abandone jamás el terreno de la fantasía (donde tiene todo el derecho de campar a sus anchas hasta que los hombres dejen de pensar en su falo como en un cuchillo).

Ahora bien. Es cierto que la voluntad no ha sido siempre civilizadora. Si abordamos la tercera posibilidad –la de que la voluntad se imponga al deseo– las dificultades se multiplican. El caso de las monjas violadas a las que defiende San Agustín debería ser evidente a estas alturas: aquí la voluntad, cualquiera que sea su contenido (Dios o la soberanía subjetiva), manda sobre el deseo. Pero la “voluntad monjil” (que es precisamente la religioso-patriarcal) ha reprimido de tal manera el deseo a lo largo de la historia de la humanidad que muy justamente el feminismo ha insistido en la deconstrucción de la voluntad en favor de la liberación del deseo: el cristianismo, en efecto, ha perseguido el placer sexual mismo y, frente a él, tenemos que defender los derechos y la belleza de los deseos.

La voluntad que se había impuesto -y se sigue imponiendo en buena parte- es tan represiva, tan coercitiva, tan “masculina”, que la liberación feminista, por lógica reacción, se acaba interpretando básicamente como una liberación sexual contra la voluntad en general.

Sobre los peligros de que esta liberación del deseo contra la voluntad patriarcal sea en realidad otra victoria de la voluntad masculina “libertina” ha alertado muy atinadamente Celia Amorós. Este peligro sólo puede conjurarse construyendo una voluntad ilustrada feminista que, aceptando la oscuridad del deseo, civilice las relaciones entre los cuerpos.

Culpabilizar a las mujeres

Pero aquí tropezamos enseguida con otro peligro de signo contrapuesto, y es el de dejarse arrastrar por la ilusión de que habría una “verdadera voluntad”, emancipada de la construcción patriarcal, capaz de imponer claridad feminista a los deseos; la ilusión de que el deseo se puede reformatear, moldear desde la razón, someter a directrices políticamente correctas, de manera que habría un criterio racional para distinguir deseos buenos y deseos malos, deseos feministas y deseos machistas, con la consecuencia inevitable de reproducir en el cuerpo de las mujeres la represión y la culpa propias de la “voluntad monjil”.

Tiene mucha razón Clara Serra cuando –sobre todo en el contexto sexualmente conservador de nuestras mujeres de mediana edad y de clase media– denuncia el puritanismo de esta pretendida ortodoxia que acaba culpabilizando a las mujeres, acusadas de no desear como se debe, y que se alejan del feminismo por las mismas razones por las que se alejan de la iglesia: porque les hace sentir que algo no funciona bien en sus cuerpos.

Creo, por tanto, que es muy importante distinguir entre voluntad y deseo, no confundir una y otro, como hacen a menudo nuestros magistrados y nuestros políticos machistas, pero también algunos feminismos no agustinianos, y abordar esa distancia y ese desacuerdo con mucho cuidado y mucho juicio, por citar la lectura que hace de Kant nuestro gran amigo Luis Alegre Zahonero en sus dos últimos libros: “El lugar de los poetas” y “Elogio de la homosexualidad”.

La contundente y necesaria divisa “no es no”, interpela a la voluntad, no al deseo: si yo te digo “no” con la palabra no importa nada si mi cuerpo se está muriendo de ganas con todos sus poros y papilas. Somos adultas y dueñas de nuestro cuerpo. Hay muchas razones por las que puedo desearte y no querer acostarme contigo: que me pones pero no me caes bien, que te conozco y sé que lo interpretarías mal, que estás enamorado y yo no, etc. Pero también puede ocurrir, al revés, que no te desee y quiera acostarme contigo. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en ciertas formas de prostitución o en el cine porno, fenómenos cuya ambigüedad hace muy difícil y muy necesaria la incansable deliberación del juicio.

Ahora bien, esa disonancia se produce también cotidianamente en las relaciones de pareja estables. No he entendido, la verdad, la reacción sumarísima y furibunda a un artículo muy liviano de una revista muy frívola que nos sugería a las mujeres formas cómodas de practicar el sexo con el compañero cuando no tenemos ganas. ¡Se le ha reprochado fomentar la “cultura de la violación”! Yo al artículo le reprocharía más bien esa banalización del sexo tan característica de nuestra sociedad mercantil, pero no me gustaría que, a cambio, lo solemnicemos de tal manera –el sexo– que acabemos considerando cada polvo en pareja como un acontecimiento divino.

Dentro de una pareja bienavenida se hacen constantemente concesiones por respeto y por cariño: te acompaño a dar un paseo aunque no tenga ganas, veo esa película que no me apetece demasiado, comemos hoy pescado aunque preferiría unas legumbres. Hombres y mujeres, en ciertas circunstancias, tienen el derecho y –aún más– la obligación cortés de decir sí sin ganas, de afirmar un “quiero” sin deseo, de someter su voluntad a otros deseos. ¿Por qué tendría que sentirme “violada” si quiero, contra mi deseo, satisfacer el deseo de mi chico? De hecho yo le pido que haga lo mismo conmigo y se esfuerce por excitarse y complacerme –ocultándome su desgana– cada vez que me meto en la cama excitada y él preferiría dormirse.

El artículo citado, además de frívolo, es infame y machista no porque defienda la violación, sino porque no propone fórmulas equivalentes, de sexo sin ganas, para los hombres. Pero lo cierto es que a través del sexo, como de cualquier otro gesto, pueden expresarse muchas cosas, según el contexto y la relación establecida entre los cuerpos. El acuerdo entre dos deseos y dos voluntades, imprescindible entre dos desconocidos que se tocan, o en un flechazo amoroso, no puede convertirse en la ley de una convivencia estable sin dañarla.

Frente al patriarcado, que siempre ha imaginado a las mujeres puramente desiderativas –y nunca volitivas– tenemos que reivindicar la voluntad, con todas sus peligrosas trampas sociales, pero también con todos sus bellos albedríos amorosos. Una mujer que dice voluntariamente “quiero” contra su deseo no es una mujer violada ni una esclava sexual; puede ser una trabajadora sexual (y ahí empiezan nuevas dificultades sin resolver) pero puede ser también, sencillamente, una compañera cortés y generosa.

Banalización y sacralización del sexo

El verdadero desafío es el de saber moverse con juicio entre la banalización y la sacralización del sexo, dos tentaciones que el patriarcado –y ahora el mercado– siempre ha explotado contra nosotras. Hace unos días veía una película graciosa y sin pretensiones, Kiki, el amor se hace, de Paco León, cuya ironía traviesa da toda la medida, en todo caso, de una época que ha sustituido los abismos de las perversiones por un catálogo comercial de “parafilias” normalizadas. Es una película mucho menos excitante que –no sé– las primeras películas de Almodóvar, cuyo tono irreverente comparte; en ella la sexualidad está tan normalizada que en algún sentido se presenta completamente desexualizada y, desde luego, sin sombra de tragedia, mansamente integrada en el ancho y plural mercado parafílico.

Estoy seguro de que en los últimos cuarenta años se han hecho enormes avances en la normalización saludable de la sexualidad; en Almodóvar, de hecho, hay más de Kierkegaard que de Paco León, y nadie defendería la sexualidad de Kierkegaard, aunque sí quizás sus obras (las de Almodóvar y Kierkegaard). Pero tampoco estoy seguro de que la travesura de Paco León describa otra cosa que una utopía de mercado en virtud de la cual, sin pugna y sin trabajo, sin distancia entre voluntad y deseo, la sexualidad misma desaparecería como problema. Llamamos parafilias a lo que antes llamábamos perversiones cuando sería más excitante tal vez, y más exacto, llamar perversiones también a los besos con lengua y al sexo genital.

La otra tentación es la sacralización del sexo, estrategia patriarcal contra la que el feminismo se rebeló venturosamente y que de pronto parece regresar por la vía del propio feminismo o de algunas de sus expresiones militantes, que dedican poco tiempo y esfuerzo a explorar las diferencias entre voluntad y deseo y que, por eso mismo, acaban por dar más importancia al deseo que a la voluntad o por considerar más puro y decisivo el deseo que la voluntad o por no reconocer sus desacuerdos. Con el paradójico resultado de dejarnos sin recursos para distinguir entre violación, esclavitud sexual, prostitución y simple compañerismo. Creo que el feminismo se juega buena parte de su destino emancipatorio universal en laboriosas disquisiciones de este tipo.

Acabo. Me temo que nunca podremos estar seguras de qué es lo que verdaderamente queremos y qué es lo que verdaderamente deseamos; ni de cuál es la frontera entre una cosa y la otra. Poder elegir no implica que sepamos elegir y todos nuestros dilemas morales se derivan y seguirán derivando de esta confusión. En cualquier otro mundo posible nos arrepentiremos alguna vez de haber dicho no cuando queríamos decir sí y también al revés; y la distancia entre la voluntad y el deseo, y su desacuerdo, nos seguirán atormentando. Incluso sin capitalismo y sin patriarcado, la muerte y el sexo siempre introducirán algo de tragedia en nuestras vidas; seguiremos entendiendo a Shakespeare y a Dostoievski y doliéndonos –hasta la desesperación– de que la coincidencia entre mi voluntad y mi deseo no encuentre un equivalente, en el tiempo y en el espacio, en otro cuerpo.

Hasta aquí ha hablado Marta. Ahora hablo yo. Estoy completamente de acuerdo con lo que ha dicho y sólo tendría que añadir, si acaso, una precisión: a mi juicio uno de los obstáculos internos que el patriarcado opone a la igualdad feminista (es decir, a la aplicación universal de los Derechos Humanos) tiene que ver con la dificultad de los hombres, que ellos proyectan sobre las mujeres, a la hora de distinguir entre voluntad y deseo, y entre fantasía y realidad. Son los hombres los que han levantado un más que dudoso entramado ético sobre su deseo, sublimado en ley moral y contradicho en voluntad de acción, y los que, carentes de imaginación concreta en el cuerpo a cuerpo, se sienten una y otra vez acometidos, como el espíritu hegeliano, a hacer realidad sus fantasías, la mayor parte de las cuales serían mucho más inocuas si permanecieran encerradas en sus cabezas como limitados estímulos masturbatorios.

Los hombres nos controlamos mal y, apenas nos descuidamos, nos dejamos llevar por nuestras fantasías e invadimos Polonia. Cuando hablo de “hombres” y “mujeres” no hablo, obviamente, ni de destinos genitales ni de destinos ontológicos, sino de marcos de percepción e intervención; y de la posibilidad de transformarlos entre todas con coraje y con cuidado.