Jose Arregi
www.religiondigital.com/260617
Es conocida la
pintura egipcia de la tumba de Sennedyem, de hace 3.200 años aproximadamente:
un campesino labra la tierra con un arado tirado por una yunta de vacas, o de
una vaca y de un buey. Viví muy de cerca ese mundo tan próximo y lejano a la
vez. Así se labraba la tierra en nuestro viejo caserío y en casi todos los
demás hace 60 años, e incluso hace solamente 50. Era otro mundo.
Y como se labra la
tierra se imagina el cosmos. Según cómo sea el sistema de producción de los
bienes que consumimos, así serán en buena medida nuestra visión del mundo y
nuestras relaciones sociales, nuestras filosofías y religiones, toda la
cultura. “Cultura”, “cultivo” y “culto” tienen la misma raíz, las mismas raíces
en la tierra en la que hemos brotado y que somos.
Digo todo ello
para destacar la profunda mutación religiosa que exige de nosotros la radical
mutación cultural que estamos viviendo. Todas las grandes tradiciones
religiosas vivas de hoy –religiones de la India, budismo, judaísmo,
cristianismo, islam…– hunden sus raíces en culturas propias de hace
milenios. Entonces tenía sentido –era “creíble”, coherente con la visión del
mundo– hablar de cielo-tierra, de ángeles y demonios, de muchos dioses o de un
único Dios Creador, de cuerpo y alma, reencarnación y resurrección, de tiempo y
eternidad, de más acá y más allá, de culpa y perdón, de nacimientos virginales
y otros milagros o sucesos “sobrenaturales”, de expiación y gracia, de
salvación y condenación eterna, de dogmas revelados y ritos necesarios, de
ministros sagrados, siempre varones…
Pero en los
últimos 50 años, desde el mundo agrario hasta el mundo postindustrial de la
información, del conocimiento y del cambio acelerado, la cultura en que vivimos
ha cambiado más que en los últimos 5.000 años, o que incluso en los últimos 10.000,
desde el inicio de la agricultura en Mesopotamia, Egipto, China…
En la cultura en
que vivimos y que se extiende por doquier, las religiones con sus dogmas, creencias
e imágenes milenarias, tocan a su fin. No es el fin de la espiritualidad o de
la sabiduría o de la cualidad humana profunda, sino de los sistemas religiosos
tradicionales. Y no nos engañemos: el fin de las religiones en su forma actual
se dará más pronto que tarde en todos los continentes y países, allí donde se
difundan la universidad y las ciencias. En lo que se refiere a la Iglesia
católica, pensar que podrá bastar con cambios de estilo, reformas curiales y
nuevos nombramientos episcopales me parece un engaño y una gran
irresponsabilidad.
Está en juego la
vida, la humanidad, la comunidad de los vivientes. La propia especie Homo
Sapiens –aparecida, nos dicen ahora, hace 300.000 años en Marruecos– se
encuentra en un momento crítico, pues ya se están diseñando una especie viva o
unas máquinas inteligentes más poderosas que él. El hiper-humanismo o el
transhumanismo están a la vuelta de la esquina. Las posibilidades son
insospechadas y las amenazas, terribles. Si no es para bien de todos los vivientes,
será para exterminio de todos.
Volvamos a la
pintura de la tumba egipcia. Llama la atención la postura del campesino:
ostensiblemente encorvado sobre su arado, levanta la fusta sobre las vacas en
ademán de azotarlas. Encorvado, levanta la fusta. No sabemos cuál de los dos es
más esclavo: el animal o el humano. O la tierra que labran. Es el precio de la
agricultura. ¿Es el precio del desarrollo? Y lo malo es que, después de 3.000
años, seguimos en las mismas, e incluso vamos a peor: nunca hemos esclavizado
tanto la tierra ni hemos sido tan esclavos los unos de los otros.
¿Tienen todavía
las religiones algo que ofrecer? Solo a condición de que acierten a rescatar el
tesoro de sabiduría que se oculta en sus viejas tradiciones y textos,
despojándolos de ropajes y lenguajes ya inservibles. El Espíritu creador y
liberador que movió a Jesús ha de ser liberado de las formas viejas que lo
aprisionan, como brota la vida del grano que desaparece en el seno de la tierra.