José María Castillo
www.religiondigital.com
/ 270617
En vísperas del
día de San Pedro, y tal como están las cosas en la Iglesia en este momento,
vendrá bien recordar que, siendo fieles a la tradición mantenida durante veinte
siglos, esta Iglesia nuestra ha sido fiel a la convicción de que Papa no hay
más que uno.
Y digo que vendrá
bien recordar este hecho, en este momento porque, como sabe todo el mundo,
ahora mismo hay quienes dicen que no hay un Papa, sino dos Papas. Uno,
Benedicto XVI, que ha sido el Papa anterior. Y otro, Francisco, que es el Papa
que está ahora ejerciendo el cargo.
Por supuesto, el
hecho de que el Papa anterior se haya quedado a vivir en el Vaticano no tendría
que ser problema alguno. Ni habría por qué estarlo recordando o explicándolo en
todos y cada uno de sus posibles matices y preguntas, que cualquiera pueda
hacer. Es perfectamente comprensible que Joseph Ratzinger, si entre sus años de
cardenal prefecto de la congregación para la Doctrina de la Fe y el tiempo en
que ha ocupado el Sumo Pontificado, ha estado en Roma varias décadas, las más
importantes de su vida, ahora quiera acabar sus días en la ciudad eterna. Esto
lo entiende cualquiera.
Lo que pasa es
que, al estar todo esto tan inevitablemente relacionado con el ejercicio del
papado actual y de quien lo ejerce, al Papa Francisco, resulta prácticamente
imposible evitar que surjan problemas y situaciones más o menos delicadas,
algunas de ellas incluso conflictivas.
Baste pensar que
Ratzinger y Bergoglio son dos hombres muy distintos. Y que, en consecuencia,
ejercen el papado de formas también muy diversas. Con lo cual la gente está
viendo en la Iglesia cambios que, a algunos, les parecen importantes, a otros
se les antoja que el nuevo Papa es cobarde y se queda corto en sus decisiones.
De lo que resulta - sobre todo en los ambientes eclesiásticos - un estado de
confusión o desconcierto. Con el consiguiente malestar, para unos, inseguridad
para otros. Y desde luego - todo hay que decirlo - una cierta ilusión y
esperanza en amplios sectores y ambientes populares y sencillos de la sociedad.
Pues bien, estando
así las cosas, donde más se complica todo es en los cargos y personas que más
directamente dependen del Papa y del papado: cardenales, obispos y clérigos en
general o grupos muy allegados a esos cargos. Aquí está - creo yo - lo más
delicado y lo más problemático. Porque eso es lo que nos dice la experiencia de
lo que ha ocurrido en la Iglesia en tiempos pasados.
Sin sacar las
cosas de quicio, a uno se le viene a la memoria lo que ocurrió en el "gran
cisma" (de 1378 a 1417), cuando la Iglesia se encontró, de pronto, no con
dos Papas, sino con tres. Esto ocurrió cuando sabemos que había cardenales y
teólogos, que defendían la posibilidad de un "Papa hereje", basándose
en el principio según el cual "al papa había que obedecerlo, a no ser que
se apartase de la fe" ("a nemine iudicandus nisi deprehendatur a fide
devius") (cardenal Colonna, Occam, los defensores del
"conciliarismo", etc).
Yo no sé, ni lo
puedo saber (ni me interesa), si los cardenales, que ahora se enfrentan al Papa
Francisco, están condicionados por ideas de este tipo. Lo que se sabe es que
estos cardenales (y quien les aconseje) argumentan su oposición al Papa actual,
por causa (sobre todo) de que Bergoglio esté diciendo que pueden comulgar los
divorciados, vueltos a casar.
Ahora bien, si lo
que realmente se quiere, es buscar la verdad - y no ponerle palos en las ruedas
a Francisco - lo primero que se debería saber es que la praxis de la Iglesia,
en el tema de la comunión a los divorciados, no fue (durante el primer milenio,
o sea "mil años", por lo menos) como dicen ahora esos cuatro
cardenales. Por ejemplo, el Papa Gregorio II (en 726) le escribió al obispo san
Bonifacio una carta en la que le permitía el divorcio y nuevas nupcias de un
matrimonio que, por motivos de salud, no podían seguir viviendo juntos (PL 89,
525). Lo mismo que el Papa Inocencio I se lo había permitido a Probo (PL 20,
602-603).
Pero, sobre todo, en
ninguna parte consta que el Papa no pueda tomar la decisión de que los
divorciados, vueltos a casar, no puedan comulgar. Eso no es un "dogma de
Fe". Ni consta en ningún sitio que lo sea, si nos atenemos a las verdades
que hay que creer "con Fe divina y católica" (Denz. H. 3011). Por
tanto, el Papa puede tomar la decisión que él considere más conveniente.
¿Se complica todo
esto con la presencia de Ratzinger en el mismo Vaticano? Se sabe que hay
cardenales que van a visitarle. Y hasta hay quienes dicen que ahora mismo en la
Iglesia hay dos papas. Como se sabe también que ahora mismo hay miles de
clérigos que se identifican más con Ratzinger que con Bergoglio. Por todo esto,
a mí me parece que, por el bien de la Iglesia, por su unidad y su armonía,
tanto el Papa actual como el anterior tendrían que preguntarse muy en serio: ¿No
sería lo mejor que Joseph Ratzinger renuncie, de una vez y con todas sus
consecuencias, no sólo a "ser" el Papa, sino también a
"parecerlo"?
Y es que, si la
situación se piensa despacio, a cualquiera se le ocurre la pregunta inevitable:
¿Qué hace en el Vaticano un anciano que fue Papa, pero que ya no lo es? ¿A qué
viene seguir vistiéndose de Papa, si ya no es Papa? ¿Permite que le sigan
llamando "Santidad"? ¿No sería más ejemplar, y más convincente, para
las ideas que el mismo Ratzinger ha defendido, que su renuncia al papado fuera
consecuente hasta el final?