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Los hombres son el
modelo ético en una cultura patriarcal que se ha levantado tomando lo masculino
como universal, es decir, como referencia común para toda la sociedad, y lo
femenino como particular y propio de determinados contextos, generalmente
relacionados con lo familiar y lo doméstico.
Eso hace que la realidad venga condicionada por lo que los hombres consideran que debe formar parte de ella, que las leyes y el Derecho hayan tomado como modelo de comportamiento el representado por un buen padre de familia, que los tratos se cerraran con un apretón de manos, por supuesto de manos viriles, y que el sello más indeleble fuera la palabra de hombre, que permanecía en el aire como si fuera parte de su oxígeno, nitrógeno y argón. Y en contraste, las mujeres, desde la Eva del Paraíso hasta la última de sus hijas, son falsas, perversas, mentirosas, interesadas, traicioneras...
Y a pesar de esta construcción cultural nada desinteresada, nadie ha caído en el pequeño detalle de que las mayores traiciones, mentiras, falsedades, manipulaciones, perversidades y crueldades, ahora y a lo largo de la historia, han sido llevadas a cabo por esos hombres cabales, de palabra indeleble y apretones de mano que estrangulan la realidad entre sus dedos para hacerla favorable a sus intereses.
Da igual que la
realidad muestre que los hombres son quienes protagonizan la mayoría de las
felonías, perversiones y crímenes, para la sociedad ellos continúan siguen
siendo buenos padres de familia, hasta el punto de que cuando se conocen
algunas de estas acciones, todo se justifica al afirmar que se trata de una
serie de "casos aislados".
Todo ello
demuestra que la clave de la realidad no está en su relato descriptivo, sino en
el significado que se le da, y que una misma situación puede ser buena o mala
dependiendo de quién la protagonice y del sentido que se le otorgue a partir de
sus motivos o de los objetivos que pretende conseguir. Y claro, cuando la
legitimidad para interpretar la realidad se le da a quien la hace verdad día a
día, es decir, a los hombres, y cuando se les dice que la interpreten sobre el
modelo de referencia, o sea, la cultura patriarcal, el resultado se presenta
como adecuado a los ojos de esa sociedad machista que espera que todo siga
igual a pesar de la injusticia.
Eso es corrupción
y esa corrupción moral se llama machismo.
Porque corrupción
es "vicio y abuso", tal y como recoge la tercera acepción del DRAE. Y
es "vicio" al construir una cultura sobre lo masculino que desprecia
lo de las mujeres, y es "abuso" cuando esa construcción se ha llevado
a cabo para crear una espacio de poder donde lo de los hombres y los hombres
son beneficiarios de un contexto y unas relaciones que giran sobre lo masculino.
Si no fuera así, no estaríamos en pleno siglo XXI reivindicando la Igualdad
como forma de acabar con la discriminación de las mujeres, con la brecha salarial,
económica y educativa que sufren por todo el planeta, y con los abusos, el
acoso y una violencia de género que mata a 50.000 mujeres cada año, sólo en el
contexto de las relaciones de pareja.
Y reivindicar la Igualdad no es un acto abstracto ni neutral, significa actuar para erradicar los privilegios que los hombres se han otorgado a sí mismos a costa de los derechos de las mujeres, significa acabar con las ventajas laborales, económicas, domésticas, educativas... Significa lograr que los hombres no abusen de las mujeres en los contextos más diversos, e impedir que las maltraten y asesinen con la normalidad como cómplice.
La corrupción es
más poder desde el poder, y el machismo busca más poder desde el poder que ya
le ha dado la desigualdad. Pero las venas de la convivencia aún llevan el
veneno original del machismo, de ahí que haya tantos frutos tóxicos en la
sociedad, entre ellos una economía opresora, una política distante e
insensible, unos organismos internacionales incapaces de mirar fuera de sus
despachos, unas religiones que miran al más allá y ponen las injusticias del
presente como camino a la otra vida... Y cada uno de esos contextos ha sido
diseñado por hombres y es dirigido por hombres con el manual de instrucciones
de sus ideas y valores.
La incorporación de las mujeres está permitiendo cambiar ese modelo, pero no se conseguirá sin una crítica a su naturaleza de poder e injusticia, tan sólo lo irá adaptando a nuevas circunstancias, como ha ocurrido a lo largo de la historia. Porque toda esa construcción está basada en una estructura de poder que originariamente se levantó sobre la referencia hombre-mujer, al ser esta la única que existía cuando la organización social se articuló sobre la acumulación de riqueza, y fue necesario garantizar la transmisión de los bienes a la descendencia de cada hombre poderoso para, de ese modo, acumular más poder.
Con el paso del tiempo, conforme las sociedades ganaron en complejidad, los elementos de desigualdad y discriminación se fueron ampliando a partir del machismo original, pero en todo momento tomando a los hombres como referencia para unir después el color de la piel, el origen, las creencias... Las nuevas referencias de desigualdad no acabaron con el machismo, sino que lo consolidaron.
Reducir el machismo
a las cuestiones entre hombres y mujeres es otra de sus trampas para que todos
esos casos parezcan una anécdota y consecuencia de una cultura desigual,
discriminatoria y violenta que afecta a las mujeres, pero también a los
hombres. La sociedad es machista porque ha adoptado el machismo original para
crear una posición de poder desde la que resolver los conflictos de manera
ventajosa, lo cual lleva a generar más conflictos para acumular un mayor poder.
El poder de la desigualdad es
consecuencia del machismo, no el machismo consecuencia de una desigualdad
general.
Si el machismo sólo fuera una cuestión de hombres y mujeres y no un modelo de convivencia e identidades para poder vivirlo, no habría tantas resistencias y ataques para evitar que cambie toda la construcción social, y el propio sistema sería el primero en intentar acabar con las manifestaciones más graves del modelo, como por ejemplo, la violencia de género. Pero no lo hace, porque sabe que abordar de raíz estas manifestaciones exige, indefectiblemente, erradicar el modelo machista de convivencia e identidades.
Si el machismo sólo fuera una cuestión de hombres y mujeres y no un modelo de convivencia e identidades para poder vivirlo, no habría tantas resistencias y ataques para evitar que cambie toda la construcción social, y el propio sistema sería el primero en intentar acabar con las manifestaciones más graves del modelo, como por ejemplo, la violencia de género. Pero no lo hace, porque sabe que abordar de raíz estas manifestaciones exige, indefectiblemente, erradicar el modelo machista de convivencia e identidades.
El machismo es la corrupción de la propia sociedad a través del vicio de la desigualdad y del abuso de los hombres sobre el resto de las personas que consideran inferiores por ser diferentes a su identidad (mujeres, homosexuales, transexuales, intersexuales...), y ajenas a su contexto social (extranjeros, personas de diferente grupo étnico, creencias, ideologías...).
A partir de esas referencias, las combinaciones son infinitas en la interseccionalidad de las relaciones, pero el principio siempre es el mismo y está muy bien definido: discriminar, abusar y atacar desde la referencia de los hombres y desde lo de los hombres.
Acabar con la corrupción exige acabar con el machismo, que es la corrupción original.