www.rebelion.org/060317
De cómo Estados
Unidos se invadió, se ocupó y se rehizo a sí mismo.
¡Ha sido épico!
¡Un elenco de miles! (¿Cientos? ¿Decenas?) Una producción espectacular que,
cinco semanas después de haber aparecido en todas las pantallas –de todos los
tipos conocidos– de Estados Unidos (y posiblemente del mundo), no muestra
ninguna señal de parar. ¡Qué éxito ha sido! Ha hecho que la gente vuelva a los
periódicos (en la web, si no en papel) y asegurado que nuestros acompañantes de
cada día –los shows de noticias en la televisión por cable con cobertura las 24
horas del día durante los siete días de la semana– no les falten la “noticia de
último momento” ni las audiencias.
Es un impacto en
todo el sentido de la palabra, tanto en el de éxito total hollywoodense como en
el de accidente de tránsito, un fenómeno de un tipo que nunca habíamos vivido.
Imagine el lector a Nerón tonteando mientras arde Roma y las cámaras filmándolo
todo. De cualquier modo, se ha comprobado que se trata de una gigantesca
filtración. Un grifo abierto, una espita abierta. Un enorme flujo de noticias
que no lo son, de la cuarta parte de una noticia, de la mitad de una noticia,
de noticias enloquecidas, de noticias engañosas y de noticias reales que han
sido exageradas.
Ya sabe usted
exactamente de qué –y de quién– estoy hablando, No es necesario explicarlo.
Quiero decir, usted me pregunta “¿Qué es lo que no es necesario?”. El actor
principal recién llegado a la capital de nuestra nación es lo más parecido a un
personaje de acción. Imagine usted la versión Mar-a-Lego de Batman y el Joker
fundidos en uno solo, un presidente que, tal como nos dijo en una reciente
conferencia de prensa “soy la persona menos antisemita que usted ha visto en su
vida”, y además la “persona menos racista”.
Como una
información tras otra lo indica, él ataca, arremete contra, se burla, tuitea,
aporrea, embiste y se queja mientras arroja una lluvia de calumnias a los demás;
aun así, continúa elogiando sin cesar sus propios logros. Pensemos en él como
si se tratara de un gigantesco infierno de la política del Estados Unidos del
siglo XXI o un moderno Godzilla surgiendo eternamente del agua en el puerto de
Nueva York.
¿Y en cuanto al
elenco de sus seguidores? Islamófobos, iranófobos, nacionalistas blancos; una
caterva de milmillonarios y mutimillonarios; un renaciente mercado de valores
que se ha vuelto loco; la totalidad de la industria de los combustibles fósiles
y unos chalados “escépticos” del cambio climático de la ciudad; un portavoz de
prensa inmortalizado en la TV por el programa Saturday Night Live cuyas
emisiones ya han dejado atrás al culebrón General Hospital en las mediciones de
audiencia; un consejero de la Casa Blanca experto en “hechos alternativos”; un
asesor en seguridad nacional que –después de 24 días en el cargo– parece
sintetizar el concepto de “inseguridad”; un jefe de equipo de la Casa Blanca y
contacto con los republicanos del Congreso a quien ya se está evaluando
reemplazar, además de una pareja de recién nombrados que fueron “despedidos” o
incluso sacados por la fuerza de sus respectivos despachos y empleos por haber
criticado a Donald y no haberlo admitido... francamente, es imposible maquillar
todo esto o, mejor dicho, solo el propio Trump podría hacerlo. Y, de pasada, ya
lo sabe; a partir de las “noticias” de las últimas semanas, yo podría continuar
interminablemente este párrafo incluso sin parar para respirar.
Entre tantos temas
que ni siquiera he mencionado, entre ellos Melania y la ex esposa Ivana –¿es
acaso posible que ella se convierta en la embajadora de Estados Unidos en la
República Checa?–, por supuesto, ahí están los hijos de Trump y sus negocios y
las instantáneamente rotas promesas acerca de sus (vaya expresión tan fuera de
moda) ‘conflictos de intereses’ y los conflictos vinculados con esos conflictos
y los tuits y las amenazas presidenciales y los rubores que les acompañaban,
por no hablar de la cuestión de tener que pagar para acceder al nuevo
presidente en Mar-a-Lago.
Y qué me dice del
yerno de Trump, Jared Kushner (otro conflicto de-ya-sabe-qué andante) de quien
se dice que ha tenido un papel importante en el nombramiento del nuevo
embajador en Israel, un abogado de Nueva York especializado en bancarrotas
conocido por haber recaudado millones de dólares para financiar un asentamiento
judío en Cisjordania y por haber dicho que los partidarios del grupo judío
liberal J Street son “mucho peores que los Kapos” (los judíos que ayudaban a
los nazis en sus campos de concentración).
Ahora, Kushner ha
sido ordenado negociador máximo en Oriente Medio. Y no se olvide que los hijos
Donald y Eric ya están guardando objetos de interés para la futura biblioteca
presidencial Trump, una idea que dejaría sin habla a cualquiera (solo
imaginemos una biblioteca con esas enormes letras doradas sobre la puerta de
entrada en honor de un hombre que se enorgullece de no leer un libro y, como
sin duda ocurre con sus órdenes ejecutivas e incluso con los volúmenes que
afirma haber “escrito” sobre cosas que apenas se ha molestado en comprobar.
Hablando de Roma
(¿recuerdan a Nerón haciendo tonterías?), ¿se ha dado cuenta de que en estos
días todos los caminos de las noticias conducen a... bueno, a Donald Trump?
Créame, ya nada sucede en nuestro mundo que no esté relacionado con él o con
sus acólitos (o sencillamente, por definición, nada sucedía). Desde que en
junio de 2015, en su carrera por la presidencia, se convirtió en el escalador
de la Torre Trump, su principal destreza ha sido, sin duda alguna, la capacidad
de hacerle la pelota a los medios en el espacio que fuera, ya fuese ese
“espacio” el Despacho Oval, Washington o el mundo entero.
En una conferencia
de prensa, habló con el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu y, en medio
de arranques de ira por las filtraciones en la comunidad de inteligencia y
ataques a “los medios deshonestos” por haber disparado contra su asesor en
temas de seguridad nacional, de repente fija su intención en la cuestión que
enfrenta a Israel y Palestina y dice: “Entonces, observo la cuestión de los dos
estados o el estado único y me gusta aquel que prefieran ambas partes. Me hace
muy feliz la solución que agrade a ambas partes. Puedo convivir con cualquiera
de ellas. Durante cierto tiempo me parecía que la solución de dos estados podía
ser la más fácil pero, francamente, si Bibi y los palestinos... si Israel y los
palestinos están contentos, yo estoy contento con lo que ellos prefieran”. Y,
de pronto, el mundo que habíamos conocido en Oriente Medio, es otro
completamente diferente.
Generalizando
A su manera,
incluso después de 20 meses de haber empezado, todo continúa siendo muy
sorprendente y novedoso; si esto no es como estar en el paso de un tornado, ya
me dirá usted a qué se parece. Entonces, nadie debería sorprenderse por lo
difícil que es apartarse de la tormenta de este interminable momento para
encontrar una –cualquiera que sea– posición ventajosa que brinde a uno la
mínima perspectiva del trumpcataclismo que castiga a nuestro mundo.
Aun así, por
extraño que podría parecer en estas circunstancias, la presidencia de Trump
proviene de alguna parte, se ha desarrollado a partir de algo. Para pensar en
este fenómeno (como muchos de quienes se oponen a Trump parecen ahora
inclinados a hacerlo) como algo completamente peculiar, la versión presidencial
de un alumbramiento virginal va al mismo tiempo contra la historia y contra la
realidad.
Donald Trump,
aparte de cualquier otra cosa que pueda ser, es muy claramente una criatura de
la historia. Él es inimaginable sin ella. Esto, a su vez, significa que la
naturaleza radical de su presidencia debería servir como recordatorio de lo
radical que en realidad han sido los 15 años posteriores al 11-S en la
conformación de la vida, la política y el estilo de gobierno de Estados Unidos.
En ese sentido, generalizar (le pido disculpas por el juego de palabras*), la
presidencia Trump ya ofrece una sorprendentemente vívida y precisa imagen del
Estados Unidos en que hemos estado viviendo desde hace algunos años, incluso
aunque prefiriésemos fingir otra cosa.
Después de todo, es
claramente un gobierno de, ejercido por y evidentemente para los milmillonarios
y los generales, lo que resume bastante bien hacia dónde avanzábamos en la
última década y media.
Empecemos por los
generales. En los 15 años anteriores a la llegada de Donald Trump al Despacho
Oval, Washington se había convertido en una capital de la guerra permanente, un
rasgo inmanente de nuestro mundo estadounidense, y las fuerzas armadas en la
institución más admirada en la vida estadounidense, aquella en la que más
confiamos en un conjunto cada día más ajado; en ese conjunto están la
presidencia, la Suprema Corte, la escuela pública, los bancos, los telediarios,
los periódicos, los grandes comercios y el Congreso (en este orden
descendente).
El apoyo a esas
fuerzas armadas –en la forma de pasmosas sumas de dólares del contribuyente
(que están a punto de dispararse una vez más)– es una de las pocas cosas en las
que los congresistas –demócratas y republicanos– pueden todavía ponerse de
acuerdo. El complejo militar-industrial vuela cada vez más alto (a pesar de lo
tweets de Trump sobre el precio de los aviones F-35); los cuerpos policiales de
todo el país han sido dotados al estilo de muchas fuerzas armadas mientras la
tecnología bélica en los remotos campos de batalla estadounidenses –desde la
captura de comunicaciones de telefonía móvil y los vehículos a prueba de
explosivos hasta la vigilancia con drones– llega de regreso a casa y ahora
todos tenemos nuestras propias unidades de fuerzas especiales.
En otras palabras,
este país se ha militarizado en muchos aspectos –en los más obvios y también en
los menos–, de un modo que los estadounidenses de otros tiempos no imaginarían
posible. En esta militarización, iniciar guerras y pelearlas se ha convertido
cada vez más –burlando la Constitución– en la única preocupación de la Casa
Blanca, sin recurrir prácticamente al Congreso. Mientras tanto, en estos años,
gracias al programa de asesinatos selectivos por medio de drones conducido
directamente desde el Despacho Oval, el presidente –que es el comandante en
jefe de las fuerzas armadas– se ha transformado también en el asesino en jefe.
En estas
circunstancias, nadie debería haberse asombrado cuando Donald Trump recurrió a
los mismos generales que él había criticado durante la campaña electoral, a
aquellos hombres que durante 15 años lucharon en guerras perdidas y se sienten
amargados por no haberlas ganado. Ahora, por supuesto, en su gobierno, han
asumido funciones –un hito histórico– que en otros tiempos eran mayormente
confiadas a civiles –la secretaría de Defensa, la de Seguridad Interior, la
asesoría en seguridad nacional y la jefatura del Consejo de Seguridad
Nacional–. Es decir, una especie de junta militar, y un pequeño y lógico paso
más en el proceso de una creciente militarización de este país.
Es sorprendente,
por ejemplo, que cuando el presidente cesó finalmente –después de 24 días en el
cargo– a su asesor en seguridad nacional, todos los nombres menos uno que se
barajaron para ocupar ese puesto, normalmente ocupado por un civil, eran
generales retirados (y un almirante); también lo es que la persona nombrada por
Donald Trump como segundo asesor en seguridad nacional sea un general que
continúa en activo.
Esto refleja una
nítida realidad del Estados Unidos del siglo XXI, que Donald simplemente ha
absorbido como la esponja humana que es. Como resultado de ello, las
permanentes guerras estadounidenses, todas ellas más o menos desastres de un
tipo u otro, serán supervisadas por unos hombres que, durante los últimos 15
años, estuvieron profundamente implicados en ellas. Esta es la fórmula indicada
para nuevos desastres pero, por supuesto, esto poco importa.
Otros futuros
pasos de Trump –como la posible movilización de la Guardia Nacional, más de 50
años después de que los guardias ayudaran a eliminar la segregación racial en
la Universidad de Alabama, para llevar a cabo la deportación en masa de
inmigrantes ilegales– sin duda seguirán la misma pauta (pese a que el gobierno
ha negado que haya empezado a considerar seriamente esa movilización). En
resumen, ahora vivimos en un Estados Unidos de los generales, y esto sería así
aunque Donald Trump no hubiese sido elegido presidente.
Agreguemos un
aspecto más en este nuestro momento: ya tenemos los primeros indicios de que
integrantes del alto comando de las fuerzas armadas podrían dejar de sentirse
completamente constreñidos por la tradicional prohibición estadounidense de
implicarse en política. El general Raymond “Tony” Thomas, jefe del elitista
Comando de Operaciones Especiales, hablando recientemente en una conferencia,
advirtió al presidente que estamos “en guerra” y que el caos en la Casa Blanca
no es algo bueno para los guerreros. Nunca en nuestros tiempos las fuerzas
armadas habían criticado tan abiertamente a la Casa Blanca.
El
ascendiente de los milmillonarios
En cuanto a estos,
empecemos así: ahora, un milmillonario es presidente de Estados Unidos, algo
que, hasta que este país fuera convertido en una sociedad del 1 por ciento con
la política del 1 por ciento, habría sido inconcebible (lo más cerca que
estuvimos de esto en los tiempos modernos fue en 1974, cuando Nelson
Rockefeller fue nombrado vicepresidente por el presidente Gerald Ford, que no
había sido electo en una votación popular).
Además, nunca
había habido tantos milmillonarios y multimillonarios en un gabinete; esto, a
su vez, fue posible solo porque en este país y en estos momentos hay tantos
milmillonarios y multimillonarios dispuestos a ser elegidos. En 1987, en
Estados Unidos había 41 milmillonarios; en 2015, eran 536. ¿Qué otra cosa es
necesario saber acerca de los años transcurridos que dieron lugar a una
creciente desigualdad y el peor derrumbe económico desde 1929 que solo contribuyeron
a reforzar la nueva versión del sistema estadounidense?
En un rápido
repaso de estos años, hemos pasado de unos milmillonarios que financiaban el
sistema político (después de que, en 2010, el dictamen Citizen United de la Suprema Corte abriera las compuertas a la
riada financiera) a la realidad de unos milmillonarios encabezando y
gestionando la actividad gubernamental. Como consecuencia de ello, dado un país
que siempre se ha llevado tan bien con quienes ya eran inmensamente ricos
–gracias en parte a que se implementara lo que podría llamarse el estilo
trumpiano de “rebaja de impuestos”– y así la posibilidad de establecer una
nueva “época de riqueza dinástica”. En la caterva de ricos desmanteladores y
destructores, Donald Trump reclutó su gabinete en la expectativa de, entre
otras cosas, que la privatización del gobierno de Estados Unidos –un proceso
hasta ahora centrado sobre todo en la fusión de las corporaciones guerreras con
diferentes sectores del estado de la seguridad nacional– avanzará a paso acelerado
en el resto de los organismos del Estado.
Para decirlo de
otro modo, antes del 8 de noviembre de 2016, ya estábamos viviendo un Estados
Unidos diferente. Donald Trump no ha hecho otra cosa que poner esa realidad
ante nuestras narices. No olvidemos que si no fuera por el proceso de creación
de la sociedad del 1 por ciento en este país y el aumento de la automatización
(y la globalización, también), que ha destruido tantos empleos y solo ha
favorecido la propagación de la desigualdad, los trabajadores blancos
estadounidenses en particular no se habrían sentido tan excluidos en el
interior de su propio país o tan dispuestos a llevar a semejante explosivo
personaje a la Casa Blanca como una forma visible de una protesta del tipo “que
te jodan”.
Por último,
pensemos en otro sello distintivo del primer mes de la presidencia Trump: la
“contienda” entre el nuevo presidente y el sector de la inteligencia del estado
de la seguridad nacional. En estos años posteriores al 11-S el Estado dentro de
un Estado –algunas veces mencionado por sus críticos como el “Estado profundo”,
a pesar del secretismo que lo envuelve; la expresión “Estado oscuro” sería más
apropiada– creció a pasos agigantados. Durante este periodo, por ejemplo,
Estados Unidos consiguió un segundo departamento de Defensa, el de Defensa
Interior –con su propio complejo industrial de la seguridad–, mientras las
agencias de inteligencia –17, en total– se expandieron más allá de lo
imaginable.
En esos años,
lograron una influencia que no tenía precedentes y, al mismo tiempo, la
capacidad de escuchar y controlar las comunicaciones de prácticamente todos los
habitantes del planeta (entre ellas, las de los estadounidenses). Alimentados
copiosamente por los dólares del contribuyente y ayudados por cientos de miles
de contratistas privados pertenecientes a las corporaciones guerreras cuyas
acciones escapan al control del Congreso y los tribunales, y operando debajo de
una especie de manto de secretismo que deja en la oscuridad a la mayoría de los
estadounidenses (salvo cuando los denunciantes han revelado sus manejos), el
estado de la seguridad nacional ha aumentado su influencia en Washington hasta
convertirse de hecho en el cuarto poder gubernamental.
Las personas clave
en el interior de sus misteriosos despachos hoy se encuentran con Donald Trump,
el presidente que en cierta forma es una consecuencia del mismo proceso que
produjo su propio crecimiento; este encuentro no les resulta agradable –menos
aun después de que él comparara sus actividades con las que realizaban los
nazis–; da la impresión de que estas personas le hubieran declarado la guerra
al presidente y su administración mediante un notable flujo de filtraciones de
información perjudicial, particularmente en relación con el recién despedido
asesor en seguridad nacional Michael Flynn.
Tal como
escribieran Amansa Taub y Max Fisher en el New York Times, “Para algunos
funcionarios gubernamentales concernidos, las filtraciones podrían haberse
convertido en uno de los pocos medios que quedan con los que influir no solo en
las iniciativas políticas del señor Flynn sino en la amenaza que él parece
haber planteado al lugar que ellos tienen en la democracia”.
Esto, por
supuesto, representaba una versión de la actividad de los denunciantes que,
cuando estaba dirigida a ellos –antes de Trump–, les parecía terrorífica. Como
los comentarios del general Thomas, esa lluvia de filtraciones, al mismo tiempo
que desconcierta a Donald Trump, es un potencial desafío al sistema político de
Estados Unidos tal como era conocido. Cuando los defensores más feroces de ese
sistema empiezan a ser vistos como si formaran parte de la comunidad de
inteligencia y las fuerzas armadas está claro que se está en un mundo distinto
y mucho más peligroso.
Entonces, mucho de
lo que está sucediendo ahora puede parecer sorprendentemente novedoso y
sobrecogedor. No obstante, la verdad es que ha estado incubándose durante años,
aunque los detalles de una presidencia Trump fueran inimaginables no hace tanto
tiempo. En marzo de 2015, por ejemplo, dos meses antes de que Donald lanzara al
cuadrilátero su cuidado despeinado, yo me preguntaba (en una nota de
TomDispatch) si acaso estaba surgiendo “un nuevo sistema político” en Estados
Unidos y resumía así la situación:
“Aun así, no
pensemos siquiera un segundo que el sistema político de Estados Unidos no está
siendo reformulado por algunos sectores interesados del Congreso, el actual
grupo de milmillonarios, los intereses corporativos, los grupos de presión, el
Pentágono y los funcionarios del estado de la seguridad nacional. Fuera del
caos de este larguísimo momento y dentro del cascarón del viejo sistema, una
nueva cultura, un nuevo tipo de política, una nueva forma de gobernar está
viendo la luz ante nuestros propios ojos. Démosle el nombre que queramos, pero
nombrémoslo de alguna manera. Dejemos de fingir que no está pasando nada.”
Ahora estamos
viviendo en el Estados Unidos de Donald Trump (que, ciertamente, yo no predije
ni imaginé en marzo de 2015); esto es, estamos viviendo en un país aún más
caótico y atípico gobernado (en una medida que nunca lo había sido) por unos
milmillonarios y generales retirados supervisados por un presidente claramente
anómalo que está en guerra con unos sectores anómalos del estado de la
seguridad nacional. Esto, en pocas palabras, es el Estados Unidos creado en los
años que siguieron al 11-S.
Dicho de otro
modo, Estados Unidos puede haber fracasado estrepitosamente en sus esfuerzos
para invadir, ocupar y rehacer Irak según su propia imagen pero parece haber
tenido un notable éxito en la invasión, ocupación y transformación de sí mismo.
Y no culpemos de esto a los rusos.
Nadie lo dije
mejor que el rey de Francia Luis XV: Après moi, le Trump**.
* El juego de
palabras por el que autor pide disculpas tiene que ver con la palabra
“generalizar” y la abundancia de generales retirados en el equipo de gobierno
de Donald Trump. (N. del T.)
** Luis XV dijo
alguna vez, “Después de mí, el diluvio” (Après moi, le dèluge). (N. del T.)
Tom Engelhardt es
cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de
una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del
cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su
libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a
Global Security State in a Single-Superpower World
Fuente: