José M. Castillo
S.
www.religiondigital.com/23.03.17
El terrorismo
religioso, que la humanidad viene soportando desde que en el mundo hay
religiones organizadas, se ha hecho más preocupante y peligroso desde que el desarrollo
tecnológico ha posibilitado el manejo de medios de comunicación y de
destrucción violenta que, hace menos de un siglo, no existían. Y, puesto que
las tecnologías de la información y de la muerte avanzan a una velocidad que ya
no controlamos, cada día que pasa nos da más miedo el “terrorismo religioso”.
Sobre todo, si tenemos en cuenta que, con frecuencia, el hecho religioso se
entiende mal. Y se vive al revés de cómo se tendría que vivir.
La religión no es
Dios. La religión es el medio para relacionarnos con Dios. El problema está en
que Dios, por definición, es “trascendente”. Es decir, Dios no está a nuestro
alcance, ya que la “trascendencia” constituye un ámbito de la realidad que no
es el nuestro. “A Dios nadie lo ha visto jamás”, dice el Evangelio (Jn 1:18). El
cristianismo ha resuelto este problema viendo en Jesús, el Señor, la revelación
de Dios. Otras religiones encuentran distintas “representaciones” de Dios. Pero
– insisto – ninguna religión puede asegurar que ve a Dios y sabe lo que Dios
quiere en cada momento y en cada situación.
Todo esto
supuesto, se comprende el peligro que entraña la religión. Porque las creencias
religiosas nos pueden llevar al convencimiento de que lo que a mí me conviene o
a mí me interesa, eso es lo que Dios quiere. Y si hago lo que Dios quiere, ese
Dios (que puede ser una “representación” mía) me puede “mandar que mate” o que
“robe” o que “odie” o “utilice” a otras personas, etc. Y lo que es peor, si
mato o robo…, “mi Dios” me dará el premio del paraíso de la gloria y los
placeres.
Con lo cual, ya
tenemos el montaje ideológico perfecto para odiar, robar, matar, no sólo con la
conciencia tranquila, sino que la convicción del deber cumplido y el futuro
ideal asegurado. Si a semejante tinglado mental le añadimos la fuerza del
“deseo”, la pasión, los sentimientos y las ambiciones que son tan frecuentes en
la vida, ya podemos echarnos a temblar.
Todo esto viene de
lejos. Cuando san Bernardo (s. XII) organizaba las cruzadas, publicó un libro
en el que decía que matar al infiel sarraceno no era un “homicidio”, sino un “malicidio”.
O sea, se podía matar con buena conciencia. Cuando el papa Nicolás V (s. XV) le
mandó una bula al rey de Portugal en la que “le hacía donación” de toda África,
de forma que sus habitantes fueran sus esclavos, puso la primera piedra del
esperpento y los horrores del negocio de la esclavitud. Cuando Alejandro VI
concedió a los reyes católicos la bula para invadir y apoderarse de los
territorios y riquezas de América, justificó el colonialismo.
La desigualdad, en
dignidad y derechos, que las religiones han establecido entre hombres y
mujeres, entre homosexuales y heterosexuales, han acarreado humillaciones y
sufrimientos indecibles. Los horrores de los terroristas religiosos actuales,
que matan matándose ellos mismos, porque así se van derechos al paraíso,
convierten en un acto heroico lo que es un acto criminal.
Es evidente que,
con la experiencia de estas atrocidades (y tantas otras…), necesitamos
gobernantes, policías y jueces que nos protejan. Pero este fenómeno, tan
arraigado en la historia y tan fundido (y confundido) en las creencias más
hondas de millones de seres humanos, sólo se puede resolver mediante la
educación. Y con el replanteamiento del hecho religioso, con su fuerza genial. Y
con su peligrosidad aterradora.
Como creyente
cristiano, termino recordando que, según el Evangelio, las tres grandes
preocupaciones de Jesús fueron: 1) el problema de la salud (relatos de
curaciones), 2) el hambre y sus consecuencias (relatos de comidas); 3) las
relaciones humanas, centradas en la bondad con todos y siempre.
¿No
es esto lo que más necesitamos para que este mundo y esta vida resulten más
soportables? Y que cada cual lo viva con religión o sin ella. O en la religión
que mejor le lleve a vivir así.