Benjamín Forcano
www.redescristianas.net/120117
El modelo tridentino o
clerical
En el primer día del 1917, estaba en Zaragoza y pude asistir a la Misa de las 12 h. en la Basílica del Pilar, oficiada por ocho canónigos del Cabildo Metropolitano. Pero antes me asomé a la sacristía donde se revestían los canónigos, los saludé y les regalé mi cuadernillo-felicitación de este año: “El Adviento en el 2016 Natalicio del Nazareno”. Me invitaron a concelebrar con ellos, pero preferí unirme desde abajo con los fieles.
Ya la zona del centro de la Basílica, habilitada
para la Misa, estaba llena. A las 12 en punto, sonó un canto y se inició la
entrada de los canónigos al altar y, según iban subiendo, se colocaron atrás,
en asientos propios; dos de ellos con el celebrante presidente se colocaron en
un sitial más relevante, a la derecha. Todo el ritual se encuadra y desenvuelve
dentro de los siguientes elementos:
1. Un altar, colocado en plano superior al
ocupado por los fieles, con un retablo detrás dedicado a la Asunción de la
Virgen, de alabastro policromado, con figuras renacentistas, estilo gótico
final.
2. En dicho plano figuran los que presiden,
siempre clérigos. Son los dirigentes, a quienes corresponde la iniciativa de la
ceremonia: presidir, dar el saludo, recitar las oraciones, leer el Evangelio,
pronunciar la homilía, iniciar las oraciones de los fieles, hacer el ofertorio,
recitar la plegaria eucarística, consagrar el pan y el vino, repartir la
comunión, dar la paz y concluir con una oración y bendición de despedida.
La sucesión de las diversas partes evidencia el
protagonismo clerical, realzado por la vestimenta, el lugar que ocupan, el
poder de consagrar el pan y el vino, el gesto final de la bendición.
3. Como contraste, en un plano inferior y
distante, asisten los fieles. Se limitan a escuchar y recibir, sin poder hablar
ni dialogar, en pura pasividad. A lo más, pueden hacer alguna lectura,
colaborar en las oraciones de los fieles, hacer la colecta y ayudar a repartir
la comunión. Son la Iglesia discente (que aprende); y docente.
4. La relación entre clero y fieles está marcada
por unas diferencias fundamentales:
-La primera, que al clero se lo considera
representante de Dios, actúa en su nombre y es mediador entre Dios y el pueblo.
-La segunda, que lo que se celebra es el
sacrificio de Jesús, víctima de valor infinito, que repara ante Dios nuestros
pecados y asegura así nuestra salvación.
-La tercera, que sólo los clérigos tienen el
poder de hacer posible ese sacrificio y perpetuarlo mediante la consagración.
-La cuarta, que el trato orante con Dios, se
expresa encomendándole a ÉL el logro o solución de todos los males y
necesidades que nos aquejan. Se le ruega para que sea Él quien los resuelva.
De entrada y como medida preventiva, es
importante subrayar que la comunidad cristiana de los primeros siglos no
recibió ningún ordenamiento de manos de Jesús: “La comunidad es toda ella
templo de Dios, sin un arriba y un abajo; sólo cuando es fiel a su Señor en
palabras y acciones, lo que va espontáneamente hacia arriba desde el seno de la
comunidad es considerado al mismo tiempo como don del Espíritu” (Edward
Schillebeeckx, El ministerio eclesial, Ediciones Cristiandad, pg. 18)
En la liturgia se refleja y opera el contenido
de una determinada enseñanza humano-teológica
Quizás nos sorprenda que muy tardíamente y hasta
la llegada del Vaticano II se mantuvo, incluso dentro del Magisterio
eclesiástico, enseñanzas que abonaban la desigualdad dentro de la Iglesia y que
el concilio hubo de cambiar:
“La Iglesia de Cristo no es una comunidad de
iguales, en la que todos los fieles tuvieran los mismos derechos, sino que es
una sociedad de desiguales, no sólo porque entre los fieles unos son clérigos y
otros laicos, sino de manera especial, porque en la Iglesia (es decir, en la jerarquía)
reside el poder que viene de Dios, por el que a unos es dado santificar,
enseñar y gobernar y a otros no” (Constitución sobre la Iglesia, Vaticano I,
1870).
Y Pio IX escribía: “La Iglesia es, por la fuerza
misma de su naturaleza, una sociedad desigual. Comprende dos categorías de
personas: los pastores y el rebaño, los que están colocados en los distintos
grados de la jerarquía y la multitud de los fieles. Y estas categorías hasta
tal punto son distintas entre sí que sólo en la jerarquía residen el derecho y
la autoridad necesarios hacia el fín de la sociedad. En cuanto a la multitud,
no tiene otros derechos, que el dejarse conducir y seguir dócilmente a sus
pastores” (Encíclica Vehementer, 1906, tomado de Nueva historia de la Iglesia,
V.).
Se enseñaba, pues, que la Iglesia de Jesús era
una Iglesia de desiguales, con una diferencia esencial entre el clero y el
resto de los fieles, reservando al clero un rango superior, que los retenía
como cristianos de primera, con la misión asignada de enseñar, gobernar y
santificar a los fieles un rango inferior como cristianos de segunda, con la
misión de aprender, dejarse gobernar y obedecer.
La bipolaridad clérigos/fieles de este modelo
tridentino, quedó recogida popularmente en el lenguaje simple del decir y oir
la Misa, según modo uniforme, y válido por igual para todos los lugares de la
tierra.
El modelo del Vaticano II o
comunitario
En muchos días y lugares desde el Vaticano II para acá, muchos cristianos han podido celebrar la Misa yendo más allá del decirla y oírla, no por capricho o indisciplina, sino por las buenas razones que aparecen en los documentos oficiales del Vaticano II, que debieran haber contribuido a entender y configurar de otra manera la celebración litúrgica de la Misa.
Los principios renovadores
fundamentales del Vaticano II son:
1. En la Iglesia no hay ninguna desigualdad. .“En
el pueblo de Dios es común la dignidad de los miembros, común la gracia de la
filiación, común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la
esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente, en Cristo y en la
Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la
condición social o del sexo, porque no hay judío ni griego, no hay siervo o
libre, no hay varón ni mujer: pues todos vosotros sois “uno” en Cristo Jesús” –
Gal 3:28 ss, Cf. Col 3:11- (Lumen Gentium, n. 32).
“Todo lo dicho sobre el pueblo de Dios se dirige
por igual a laicos, religiosos y clérigos”, “Todos los fieles son llamados a la
plenitud de vida” (LG, 30 y 40).
2. Todos somos sacerdotes.
Se concentra en este punto algo que para muchos puede resultar increíble, pero que es tan claro como la luz del sol: “Los que creen en Cristo son hechos sacerdocio real…Tienen por estado la dignidad y libertad de los hijos de Dios, por ley el mandato nuevo de amar como Cristo nos amó y por fin la dilatación del reino de Dios” (LG, 9). “Los bautizados son consagrados casa espiritual y sacerdocio santo, por medio de sus obras ofrecen espirituales sacrificios y han de mostrase como hostia viva, santa y grata a Dios” (LG, 10).
Estos textos destacan la importancia del sacerdocio común, propiedad de todos, participación del mismo sacerdocio de Jesús, único existente en la Iglesia.
Son muchos los estudios que reivindican la
importancia del sacerdocio común, (La novedad de Jesús-Todos somos sacerdotes,
Xabier Pikaza, Nueva Utopía , Madrid, 2014) y que explican la naturaleza del
original y nuevo sacerdocio de Jesús, del que son partícipes todos –sí, todos,
también las mujeres- pero que a partir del siglo III se le fue otorgando
cualidades que lo sustraían a la comunidad y se lo reservaba a una minoría ,
como categoría superior.
En realidad de verdad, el sacerdocio de Jesús coexiste en él desde su condición de laico, y de él hace poseedores a todos sus seguidores.
El Vaticano II tiene muy en cuenta y trata de
recuperar “aquello en que debía consistir la dirección eclesial de las
comunidades posapostólicas. Los ministros posapostólicos o eclesiales debían
velar por la identidad cristiana y la vitalidad evangélica en orden a la
salvación de los hombres… El elemento peculiar y propio del carisma ministerial
consiste en una actitud solidaria con el resto de la comunidad, poseen una
responsabilidad personal e intransferible en orden al mantenimiento de la
identidad apostólica y la incolumidad evangélica en el seno de la comunidad… Por
ello, la apostolicidad de las comunidades fundadas por los “apóstoles y
profetas” constituye también el fundamento y la fuente de la apostolicidad del
ministerio eclesial” (E. Schillebeeckx, El ministerio eclesial , pg. 72)
Este derecho apostólico hace que las comunidades:
-Posean la conciencia de proseguir la causa de Jesús, permanecer sometidas a la norma del Nuevo Testamento y actuarlo en cada una de las nuevas circunstancias históricas. Vivan, deseen su predicación y liturgia, solícitas y comprometidas por el mundo y la sociedad en que viven.
-Se sientan formando todas ellas una gran
comunidad fraterna vinculada entre sí por el amor y relacionadas críticamente
para mantenerse en la apostolicidad.
-Entiendan el ministerio como un servicio que debe distinguirse por su solidaridad con los pobres y pequeños y no como un estado o posición.
-Consideren como algo propio el derecho a tener ministros y celebrar la eucaristía.
La eucaristía no es el
sacrificio de la cruz
Si nos guía la figura del Jesús histórico, y nos
reunimos en la Misa para aprender y continuar lo que Él nos encomendó en la última
Cena, se entiende que esto no encaja en aquellas Misas donde la relación de los
fieles con los que presiden es vertical, en separación tal que los hace casi
extraños los unos a los otros, sin comunicación.
El elemento que mayormente ha contribuido a esta separación, es la teología de un rito sacrificial, privilegio de un clero sacrificante y espectáculo para unos laicos sacrificados.
El elemento que mayormente ha contribuido a esta separación, es la teología de un rito sacrificial, privilegio de un clero sacrificante y espectáculo para unos laicos sacrificados.
La Misa no es un sacrificio en el que la víctima
es Jesús, preparada por Dios para la Iglesia, que se hace ofrenda presente por
las palabras consecratorias del sacerdote, que transforman el pan y el vino en
el Cuerpo y Sangre del Señor.
Esta visión supone que al Dios que se le ofrece algo en sacrificio: animales, oro, joyas, vino, aceite, incienso, etc…, le falta algo y se le quiere demostrar de este modo nuestro reconocimiento. El sacrificio de expiación serviría para aplacar a un Dios que se siente enojado. ¿Acaso esperamos que un Dios, que obra según razón y derecho, cambie, revoque lo que no nos conviene o se deje sobornar por lo que le ofrecemos?
Es un hecho que durante milenios se ha procedido
así en las religiones con la divinidad. En occidente ha caído en desuso el
ofrecimiento de sacrificios como un acto de culto.
Pero, resulta extraño que estas prácticas hayan calado
en la comunidad cristiana, contra la imagen que Dios nos da de Jesús, que fue
muy crítico con el culto sacrificial: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt
9:13).
Hasta en el mismo Vaticano II podemos leer: “Cristo está presente en el Sacrificio de la Misa “(SC, 7); ”Los trabajos apostólicos se ordenan a que todos participen en el Sacrificio y coman la cena del Señor” (Idem, 10).
“Una manera de pensar y de hablar cercana a la
sacrificial no sólo revivió con fuerza en la Iglesia y penetró toda la piedad,
sino que se impuso como interpretación oficial y exclusiva incluso de la muerte
de Jesús, así como del culto central de los cristianos, la eucaristía. Esta
interpretación de la muerte de cruz de Jesús y de la eucaristía creció
íntimamente unida con la tradición cristiana y por eso pretende se valedera” (Roger
Lanaers, Otro cristianismo es posible, Ed. Abya Yala, pg. 189).
Seguimos con la idea de la
Misa como sacrificio
La muerte de Jesús no se la puede seguir interpretando como un sacrificio y menos como un sacrificio de expiación y, sin embargo, todavía se presenta la sangre de Jesús como un precio de rescate exigido por Dios.
Creemos, en primer lugar, que debemos comenzar por abandonar el lenguaje de sacrificio tan presente en nuestra liturgia y hay que introducir otras interpretaciones más válidas y con otras palabras. Se puede. La eucaristía no es la representación incruenta del sacrificio de la cruz y que tiene un valor infinito. Porque si es un una representación, no es un sacrificio verdadero. Y si es una representación, tampoco se lo vuelve a hacer presente, pues un hecho histórico es irrepetible. La muerte de Jesús ni se repite ni se la sustituye.
En segundo lugar, la eucaristía no es sacrificio porque ni hay víctima (la cual sería Jesús) ni él es el sacerdote que la inmola (sería autoinmolación). Jesús es víctima, ciertamente, pero “víctima de la alianza entre la razón del Estado romano y el odio de la Casta sacerdotal judía”.
En tercer lugar, ¿cuál pudiera ser el sentido de repetir
constantemente un sacrificio de un valor infinito? ¿Es de valor infinito y se
limita a liberar las almas del purgatorio? ¿En qué consistiría su eficacia
infinita?
Cuando decimos ofrecer este sacrificio a Dios, ¿qué es lo que sacrificamos? ¿Queremos reafirmar que es Jesús mismo quien se sacrifica y pedimos a Dios que lo acepte? ¿Pero no lo aceptó ya? ¿Vamos a regalar algo a Dios cuando Él nos ha regalado todo?
Creo que deben hacernos pensar estas palabras: “Todo el ámbito semántico del sacrificio se nos ha vaciado de contenido y tal lenguaje no puede ser auténtico”. (Roger Laeners).
¿La interpretación dada a la Cena como
sacrificio, responde a la verdad histórica y es concorde con los Evangelios?
Creo que está aquí el nudo de la cuestión. Admitamos que la última Cena sea un Sacrificio, ¿pero en qué sentido?
Creo que está aquí el nudo de la cuestión. Admitamos que la última Cena sea un Sacrificio, ¿pero en qué sentido?
La historia de lo que le ocurrió a Jesús es muy simple: Él es un profeta, se opone a toda ley inhumana, repudia el rumbo exhibicionista de una religiosidad interesada en las apariencias, propone una nueva imagen de Dios como Bondad sin fin y sin discriminaciones, ataca el objeto más sagrado para el israelita, el Templo, asociado a mercado y cueva de bandidos, hace el bien en modo y tiempos no oficiales, atestigua con autoridad que en el Reino del Padre entran primero los samaritanos que los fariseos, las prostitutas primero que los justos, los que han padecido primero que los que han gozado, los bondadosos de corazón primero que los poderosos, los operadores de la paz y de la justicia primero que los mojigatos que sacrifican animales.
No sé hasta qué punto todas estas motivaciones,
determinantes en el proceso de Jesús y de una sentencia que le llevó al
Calvario, han sido borradas de la memoria de los fieles y del rito dominical de
la eucaristía.
Porque lo que aparece claro es que, en la vida
de Jesús, nada le hace actuar como una víctima o un cordero disponible para el
matadero.
Ciertamente no dice que va a morir por los pecados del mundo, sino que es espiado, perseguido y condenado por blasfemo y sedicioso. Se ha hecho hijo de Dios y es un revolucionario político que pone en peligro la legitimidad del gobernador romano. Y, para estos casos, las autoridades les reservan la crucifixión.
Ciertamente no dice que va a morir por los pecados del mundo, sino que es espiado, perseguido y condenado por blasfemo y sedicioso. Se ha hecho hijo de Dios y es un revolucionario político que pone en peligro la legitimidad del gobernador romano. Y, para estos casos, las autoridades les reservan la crucifixión.
El sacrificio de los fieles
La ideología del sacrificio, cierto, deforma la figura histórica de Jesús y también de los congregados en su nombre, en la asamblea de los fieles.
A los fieles, se nos inculca, deben imitar al nazareno,
acatando la volundad del Padre como Él, humildemente, renunciando a la propia
autonomía, autocensurándose, aceptando cuantas restricciones les lleguen,
normalmente a través de la homilía de los curas, expresando de esta manera la
comunión con la Jerarquía y con Dios.
En la Cena última, Jesús trata de que los discípulos aprendan a hacer lo que él hizo, volviéndose disponibles y serviciales para que otros se beneficien. Es una cena pedagógica, internamente estimuladora.
La Eucaristía de hoy es, por lo general, impositiva, hay que limitarse a escuchar, repetir y hacer mecánicamente cuanto está reglamentado.
Al no haber apenas diálogo ni implicación con el público, todo contribuye a que el ministro oficiante -independiente de las intenciones- se convierta en un pastor de ovejas, aquiescentes y disponibles a ser inmoladas y privadas de las funciones propias del homo sapiens.
Esta es una relación –entre “pastor “y “ovejas”-
vertical. Un único actor en escena, varón y ordenado, célibe, sentado sobre un
trono, separado de los “súbditos”, y detrás del altar sacrificial, incapaz de
intercambiar con los otros sus experiencias, por lo que lógicamente acaban por
sentirse extraños los unos a los otros.
¿Qué dicen Pablo y los
apóstoles?
Veámoslo. Son más de 50 la veces en que usan la expresión “el uno al otro” para recomendarles que rivalicen en la estima mutua, corregirse los unos a los otros, perdonarse mutuamente, confesar los pecados los unos a los otros, preocuparse los unos de los otros, acogerse los unos a los otros, saludarse los unos a los otros con el beso de la paz, esperarse los unos a los otros, arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, estar al servicio los unos de los otros en el amor, ser benévolos y misericordiosos los unos con los otros, vivir en paz los unos con los otros, etc. etc.
Estas amonestaciones de los Apóstoles, ricas en humanidad, debieran haber sido asumidas positivamente por los pastores, que hubieran potenciado indudablemente redes benéficas de hermanamiento.
San Pablo, que designa a la asamblea como Cuerpo
Místico, se cuida de recomendarlo vivamente: “Cuando se reúnen, cada uno aporta
algo: un canto, una enseñanza, una revelación, hablar en lenguas o
interpretarlas” (1 Cor 14:26). “No se olviden de hacer el bien y ayudarse
mutuamente. Estos son los sacrificios que agradan a Dios” (Hb. 13:14).
Y nos encontramos en la Iglesia actual con la paradoja de que presbíteros y comunidades cristianas que desean ejercer el derecho a comportarse según las formas prescritas por los apóstoles o a inspirarse en la forma convivial de la Cena del Señor han sido amonestados o sancionadas por Roma.
¿Tran-sustanciación del pan o
de los cristianos?
Quiero comentar tres aspectos más, sin duda de
singular importancia en nuestra liturgia católica. Recordémoslos:
1º) El concilio de Trento es taxativo: “En la Eucaristía, después de la consagración del pan y el vino, Jesucristo se contiene verdaderamente, realmente y sustancialmente bajo la apariencia de esas cosas sensibles”. Son dos las condiciones para que Jesús descienda a la Asamblea:
-Que esté la materia (pan y vino de uva)
-Y que haya un celebrante (ordenado, célibe y varón)
Si el sacramento no es administrado por un sujeto “ordenado” tal sacramento no se da. Paradójicamente, la Misa es nula si se celebra por una comunidad reunida en nombre del Señor pero sin un sacerdote. Y es válida si se celebra por un célibe “consagrado” de una forma absolutamente privada.
En buena lógica, es así: si la Eucaristía es sacrificio y no Cena en recuerdo del Nazareno, entonces puede bastar el celebrante-sacrificante, dado que los sacrificados no tienen ninguna importancia. Una misa, en esta perspectiva, se considera válida aun con ausencia de los fieles. Un poco como si Jesús hubiera celebrado la “Cena de pascua” en soledad monacal. Queda así desfigurada la memoria de la Cena del Señor.
Importa no poco ahora señalar el significado que
tienen en la mente de Jesús las palabras y los gestos que usa en la Pascua
hebrea, respecto a la comida (pan y vino) y la relación con los comensales,
presentes y virtuales.
Para Jesús, comer junto con sus amigos, sobre todo en los últimos momentos de su vida cuando se siente amenazado de muerte, tiene un significado singular. Cuando, sentado a la mesa, toma el pan y el vino y dice a sus amigos: Tomen, coman y beban, háganlo en memoria de mí, quiere decir: mi cuerpo y mi sangre, es decir, mi vida equivale a este pan y este vino, que como ellos debe ser comida y asimilada por vosotros.
Jesús anunció el Reino de Dios Padre sin abdicar
de la justicia y de la verdad, defendió los derechos de los más pobres y
despreciados frente a los poderes del Templo y del Imperio, y eso le costó la
vida.
Parécenos oir el eco de aquellas palabras en su cena de despedida: Cuando se reúnan en mi nombre, acuérdense de mí, hagan memoria de esto, de lo que ha sido mi vida y mi proyecto, salgan dispuestos a perpetuar esta mi forma de vida, mi forma de entender a Dios y de trataros los unos a los otros: “También ustedes deben lavarse los pies unos a otros, como yo se los he lavado”. Recuérdenme para hacer esto, para tratar de vivir como les he enseñado, llegando incluso a dar la vida, antes que claudicar de lo que les he enseñado.
Parécenos oir el eco de aquellas palabras en su cena de despedida: Cuando se reúnan en mi nombre, acuérdense de mí, hagan memoria de esto, de lo que ha sido mi vida y mi proyecto, salgan dispuestos a perpetuar esta mi forma de vida, mi forma de entender a Dios y de trataros los unos a los otros: “También ustedes deben lavarse los pies unos a otros, como yo se los he lavado”. Recuérdenme para hacer esto, para tratar de vivir como les he enseñado, llegando incluso a dar la vida, antes que claudicar de lo que les he enseñado.
2º) Se trata, por tanto, de saber no cómo ni
cuándo se verifica la trasformación de la sustancia del pan y del vino en la
del cuerpo y de la sangre del Señor, ni quién tiene autoridad para hacerlo, ni
vivir pendientes de si la transustanciación se ha realizado en las condiciones
debidas y si bajo la apariencia externa del pan y del vino está Jesús realmente
y podemos adorarlo permanentemente.
Lo que Jesús muestra en su Cena Pascual es su
disponibilidad total para vivir en donación permanente, buscando el bien y
liberación de todos, tal como Dios mismo. Él ha venido para dar vida y darla en
abundancia. Si, contra su voluntad, muere violentamente, Él dará a entender que
al igual que la sal, la levadura, las semillas, el pan y el vino desaparecen
para “renacer” y seguir en nuestras vidas.
Con razón, en sus orígenes, la Eucaristía se
llama “fracción del pan”, porque quienes se reúnen celebran la vida y a
semejanza del pan y del vino se dejan desintegrar y metabolizar para dar
energía a quienes tienen necesidad, que es lo que hizo Jesús y, en razón de
ello, “su muerte redundó en favor de todos” (Hb 2:9).
“A Jesús, escribe el eclesiólogo Rufino Velasco,
no le interesa mínimamente modificar de un modo omnipotente un trozo de pan, ni
que los fieles de medio mundo se reúnan para un rito semanal sin modificar la
propia existencia. En continuidad con los profetas, recuerda que el Padre odia los
sacrificios y le agradan sólo las plegarias seguidas de una cuidadosa atención
hacia los necesitados y excluidos, porque ‘La santidad habita en quienes de
verdad escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica’” (Lc, 11:27-28).
Y prosigue: ”De la vida de Jesús es difícil deducir que tuviera mucho interés en que la hostia estuviera consagrada por un erudito representante. Su invitación es que los discípulos se saluden, se hablen con sinceridad, estén ligados con vínculos de amistad. Que sean una prolongación de la naturaleza amorosa de Dios. A una asamblea muda prefiere una en que sea posible hablar de las heridas personales, sin bloqueos, sin los fantasmas de la omnipotencia y donde se puedan volver a coser las relaciones fraternas desgarradas”.
3º) Si a base de repetir el rito del Sacrifico
llegamos a convencernos de que ya estamos redimidos, en lugar de examinar en
qué medida estamos cumpliendo su mandato “En esto conocerán todos que son
discípulos míos en que se aman unos a otros”, no es difícil entonces concluir
que nuestras eucaristías pasan a ser una idealización del amor, sin sospechar
que a lo mejor estamos traicionando el sentido original de la eucaristía. ¿Estamos
realmente llevando a la eucaristía nuestros bienes para que sean compartidos por
los que están en dificultad?
En muchas de las eucaristías, no lo parece; pues
en lugar de unidos, nos sentimos extraños; en lugar de pan para compartir una
Cena, asistimos a un sacrificio; en lugar de pan para compartir, sólo hay
“hostias” preparadas industrialmente; en lugar de presentar y distribuir bienes,
sólo se alcanza a dar alguna limosna.
De esta manera resulta que, tras muchos siglos de decir que somos seguidores del Nazareno, no encontramos con que nuestra vida está saturada de creencias y de ritos, repetidos una y otra vez, en uno y otro lugar y nuestras vidas no parece que se sientan interpeladas por ellos, no cambian y siguen dócilmente las consignas de la nueva religión neoliberal.
No sé hasta qué grado, el clero se ha impregnado
del contenido renovador del Vaticano II: “Los pastores deben vigilar para que
los fieles participen en la acción litúrgica consciente, activa y
fructuosamente” (SC, 11). La reforma litúrgica debe asegurar una “plena y
activa participación de todo el pueblo” (Idem, 14) sabiendo que en ella “hay
partes sujetas a cambio, que en el decurso del tiempo pueden y aun deben
variar” (Idem, 21) pues “la Iglesia no pretende imponer una rígida uniformidad
ni siquiera en la Liturgia, sino que más bien respeta y promueve el genio y las
cualidades de las distintas razas y pueblos” (Idem, 37).
Lógicamente, nadie puede extrañarse que el
teólogo José Antonio Pagola haya escrito: “La crisis de la misa es,
probablemente, el símbolo más expresivo de la crisis que se está viviendo en el
cristianismo actual. Cada vez aparece con más evidencia que el cumplimiento
fiel del ritual de la eucaristía, tal como ha quedado configurado a lo largo de
los siglos, es insuficiente para alimentar el contacto vital con Cristo que
necesita hoy la Iglesia.
El alejamiento silencioso de tantos cristianos que abandonan la misa dominical, la ausencia generalizada de los jóvenes, incapaces de entender y gustar la celebración, las quejas y demandas de quienes siguen asistiendo con fidelidad ejemplar, nos están gritando a todos que la Iglesia necesita en el centro mismo de sus comunidades una experiencia sacramental mucho más viva y sentida.
Sin embargo, nadie parece sentirse responsable
de lo que está ocurriendo. Somos víctimas de la inercia, la cobardía o la pereza.
Un día, quizás no tan lejano, una iglesia más frágil y pobre, pero con más
capacidad de renovación, emprenderá la transformación del ritual de la
eucaristía, y la jerarquía asumirá su responsabilidad apostólica para tomar
decisiones que hoy no nos atrevemos a plantear”.
Hagan esto en memoria mía
Hablemos, pues, de la eucaristía, pero desde otra interpretación.
“La última Cena es el aspecto privilegiado en el que Jesús, ante la proximidad de su muerte, recapitula lo que ha sido su vida y lo que va a ser su crucifixión. En esa Cena se concentra y revela de manera excepcional el contenido salvador de toda su existencia: su amor al Padre y su compasión hacia los humanos, llevado hasta el extremo. Por eso es tan importante una celebración de la eucaristía. En ella actualizamos la presencia de Jesús en medio de nosotros. Reproducir lo que él vivió al término de su vida, plena e intensamente fiel al proyecto de su Padre, es la experiencia privilegiada que necesitamos para alimentar nuestro seguimiento a Jesús y nuestro trabajo para abrir caminos al Reino. Hemos de escuchar con más hondura el mandato de Jesús: “Hagan esto en memoria mía” (José Antonio Pagola).
En la Misa hacemos memoria de Jesús y, con él y
como él, tratamos de realizar juntos nuestro compromiso por la unidad, la
justicia, la fraternidad, el amor, el cuidado por los más pobres. Y tomamos
aliento de la vida de tantos seguidores suyos, recordando su vida, testimonios
y enseñanzas. Y esa memoria resulta inquietante, subversiva, comprometedora.
Tras dos mil años de historia, la Iglesia de Jesús ha seguido sus huellas, nunca perdió su razón de ser, que era vivir y anunciar el Reino de Dios, – el proyecto de Dios Padre- para fundar una familia universal, de hermanos y hermanas, viviendo en igualdad, justicia, solidaridad y paz.
La cuestión resulta radical para nuestro tiempo,
en el sentido de cultivar grupos o comunidades que de verdad sean continuadoras
de la misión y obra de Jesús, y serán ellas lógicamente las que se organizarán
como mejor convenga para asegurar el anuncio del Reino de Dios y se elegirán a
los que se muestren más idóneos para los diversos ministerios.
Apuntando en esta dirección, se tuvo después del Vaticano II, un Sínodo de Obispos (1971) para reflexionar sobre lo que se llamaba la “crisis del sacerdocio”. “En él precisamente, se puso de manifiesto que la mayoría del episcopado católico universal se muestra abierto a una nueva praxis del ministerio, mientras que los órganos oficiales se oponen con fuerza a esos deseos y nuevas concepciones” (E. Schillebeeckx, Idem, pg. 179).
En el Sínodo, por lo menos la mitad de la jerarquía se mostró más liberal y pastoralmente más progresista que una minoría bastante fuerte del Sínodo que sostuvo concepciones más cerradas. Y esto vale, como indica el mismo Schillebeeckx, para no atribuir las nuevas tendencias pastorales a la presión de unos cuantos sacerdotes o teólogos exaltados.
Epílogo de esperanza
La Iglesia de Jesús es el pueblo de Dios, no la jerarquía. La jerarquía no nace de sí misma, ni tiene sentido al margen de la comunidad, ni puede estructurar la calidad de su funcionamiento desde la realidad de un sacerdocio jerárquico, con prerrogativas y atributos que no brotan del sacerdocio de Jesús, único que todos debemos seguir.
“Hagan esto en memoria de mí”, les dejó Jesús en
testamento a sus discípulos. Sin olvidar que esta memoria comporta entender y
asimilar su proyecto (reino de Dios) y trabajar por hacerlo realidad en la
sociedad humana. Y para hacerlo realidad es preciso analizar y desentrañar los
intereses y propósitos de los poderes de este mundo, denunciarlos, combatirlos
y reemplazarlos por los valores que han sido la razón de ser y el centro de la
vida de Jesús.
En y desde la comunidad, la Eucaristía cobra
otro ritmo y color, se llena de intercomunicación, diálogo, vida y compromiso.
El foco que la ilumina y dinamiza es la memoria del estilo de vida de Jesús, la
búsqueda y plural aportación comunitaria para asimilarlo, anunciarlo e
implantarlo ya en esta tierra, con ordenamiento, normas, valores, y estructuras
que lo hagan visible y reporten la dignidad, el bien y derechos a todos.
Esto supone una lúcida y progresiva adecuación
de la Iglesia con el Reino de Dios, en espera de la plenitud más allá, pero
anticipado realmente a la vida y convivencia terrenales de personas y pueblos:
“El teólogo, fiel a su tarea y en actitud de servicio crítico a la iglesia, está obligado a preguntar a la autoridad eclesial si al realizar su misión directiva tiene en cuenta todos los elementos de una problemática que de hecho es muy compleja…Pero incluso en el caso de que esté convencido de que es muy probable que la dirección eclesial tome decisiones que no coinciden con sus propios puntos de vista, el teólogo está obligado a manifestarlos. Todos tenemos el deber inalienable de actuar con honradez y en conciencia, teniendo en cuenta las consecuencias eclesiales que puede tener las propia actuación, incluso para uno mismo“ (E. Schillebbeckx, Idem, pgs. 229-230).