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Si usted quiere
saber de dónde viene el presidente Donald Trump, si quiere rastrear el largo y
sinuoso camino (o escalamiento) que le llevó al Despacho Oval, no mire la
realidad que nos muestra la televisión ni la de Tweeter, ni siquiera el
surgimiento de la nueva derecha estadounidense. Mire hacia el lugar más improbable:
Iraq.
Es posible que
Donald Trump haya nacido en la ciudad de Nueva York. Es posible que se haya
hecho adulto en medio de sus luchas en el ámbito de los bienes inmobiliarios.
Es posible que no haya viajado más allá de Atlantic City, New Jersey, para
convertir el mundo en un casino y crear esas mágicas letras doradas que se
convertirían en lo esencial de su marca. Es posible que haya hecho un salto aún
más asombroso a la televisión sin haber salido de casa, transformando el “¡Esta
usted despedido!”, en una frase de uso doméstico. Aun así, su presidencia es
una cuestión completamente distinta. Es algo ajeno a él. Proviene, totalmente
radicalizada –con su repeinado cardado y su eterno bronceado–, de Iraq.
A pesar de que él
negara haber estado a favor de la invasión de este país en 2003, Donald Trump
es un presidente hecho por la guerra. Su ascensión al cargo más alto de Estados
Unidos es inconcebible sin esa invasión, que se inició con gloria y acabó (si
alguna vez lo hizo) en infamia. Él es el presidente de un territorio rehecho
por la guerra en una forma que su pueblo aún no ha asimilado. Hay que reconocer
que en toda su vida personal él esquivó el verse involucrado en una guerra. Al
final de cuentas, él no estuvo en Vietnam. Aun así, él es el presidente que la
guerra trajo a casa. No piense en él como el presidente fanfarrón sino como el presidente
del rebote.
Id
en masa. Arrasadlo todo
Para captar esto,
se necesita bajar un poco por el sendero de la memoria; hasta el 11-S, esto es,
el día más nefasto de nuestra historia reciente. No hay otra forma de recordar
lo gloriosamente que empezó todo en medio de los escombros. Si usted quisiera, podría
elegir el momento, tres días después del derrumbe de las torres del World Trade
Center, en el que –megáfono en mano– el presidente George W. Bush escaló el
montón de cascotes en el centro de Manhattan, pasó su brazo sobre el hombro de
un bombero y gritó en su bocina “¡Puedo oíros! ¡Todo el mundo os oye!...
Quienes echaron estos edificios sabrán pronto de nosotros”.
Sin embargo, si
tuviera que marcar el origen de la presidencia de Donald Trump escogería un
momento algo anterior; en un Pentágono parcialmente en ruinas gracias al
secuestro del avión del vuelo 77 de American Airlines. Allí, apenas cinco horas
después del ataque, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, consciente ya de
que la destrucción alrededor de él era probablemente responsabilidad de Osama
bin Laden, ordenó a sus ayudantes (según las notas tomadas por uno de ellos)
que empezaran a planificar un ataque en represalia contra... sí, el Iraq de
Saddam Hussein. Sus palabras fueron exactamente: “Id en masa. Arrasadlo todo.
Esté relacionado con esto o no”.
Así, cumpliendo lo
ordenado, casi inmediatamente empezó a llenarse el gigantesco cubo de basura en
que se convirtió la Guerra Global Contra el Terror (o GWOT, por sus siglas en
inglés); algo para nada vinculado con el 11-S (la administración Bush jamás
admitió esto). No obstante, estaba íntimamente relacionado con los sueños más
recónditos de los hombres (y una mujer, Condoleezza Rice) que supervisaban la
política exterior estadounidense en los años de Bush: la eliminación del
autócrata gobernante de Iraq, Saddam Hussein.
Sí, era con bin
Laden y también con el Taliban y Afganistán con quienes había que vérselas pero
–un pequeño cambio–, casi inmediatamente, al mismo tiempo que se alistaba
alguna fuerza aérea, la CIA envío dólares a los señores de la guerra afganos y
un modesto contingente de militares estadounidenses. En cuestión de meses,
Afganistán fue “liberado”, bin Laden había abandonado el país, el Taliban había
dejado las armas y eso fue todo (¿quién habría imaginado entonces en Washington
que 15 años más tarde una nueva administración tuviera que resolver un pedido
del 12º comandante militar de Estados Unidos en ese país para que le enviaran
más saldados para sostener una guerra fracasada?).
En otras palabras,
en cuestión de meses, todo estaba dispuesto para que esos hombres se dedicaran
a lo que George W. Bush, Dick Cheney y Cía. veían como su propio destino, como
la clave del glorioso futuro imperial de Estados Unidos: el derrocamiento del
dictador iraquí. Esto, tal como Rumsfeld ordenara en el Pentágono el 11-S,
estuvo siempre donde de verdad estaba enfocado. Era con lo que algunos de ellos
habían soñado desde el momento, durante la Guerra de Golfo de 1990-1991, cuando
el presidente G.W. Bush mandó detener el avance de las tropas hacia Bagdad y
dejó en el poder a Hussein, que después de haber sido aliado de Estados Unidos
sería más tarde comparado con Hitler.
Estos personajes
no tenían duda alguna; la invasión de marzo de 2003 sería un momento
inolvidable en la historia de Estados Unidos como potencia mundial (como
ciertamente resultó ser, aunque no en la forma que ellos imaginaban). Las
fuerzas armadas de EEUU, a las que George W. Bush llamaría “la más maravillosa
fuerza para la liberación humana que el mundo ha conocido”, recibieron la orden
de liberar Iraq mediante una milagrosa campaña de alta tecnología llamada
“conmoción y espanto” que el mundo jamás olvidará. Esa vez, al revés que en
1991, los soldados entrarían en una Bagdad envuelta en llamas, Saddam sería
apresado y todo sucedería sin la ayuda de las fuerzas armadas de los otros 28
países.
Es decir, se trató
de una acción de soledad imperial que beneficiaba a la última superpotencia del
planeta Tierra. Por supuesto, los iraquíes nos saludarían como liberadores y
nosotros instalaríamos una prolongada ocupación en el centro del territorio
petrolero del Oriente Medio. De hecho, en el momento de que se lanzaría la
invasión, el Pentágono ya tenía los planos para la construcción de cuatro
enormes bases militares permanentes para las tropas estadounidenses
(inicialmente, recibieron un nombre que nada decía: “campos de supervivencia”)
en Iraq; estos campos estaban fortificados y pensados para albergar en ellos a
miles de soldados estadounidenses durante una eternidad.
En el apogeo de la
ocupación llegó a haber más de 500 bases, que iban desde pequeñísimos puestos
de combate de avanzada hasta verdaderas ciudades estadounidenses; después de
2011, muchas de ellas se transformaron en ciudades fantasma de un sueño
enloquecido hasta que algunas fueron reocupadas recientemente por soldados de
Estados Unidos en la lucha contra el Daesh.
Naturalmente, en
la estela de la amistosa ocupación del ahora democrático (y agradecido) Iraq,
la hostil Siria de la familia Assad estaría entre el martillo y el yunque (el
Iraq-cuartel estadounidense e Israel), mientras el régimen fundamentalista
iraní –después de dos décadas de implacable hostilidad anti-EEUU– estaría
acabado. La ocurrencia neocon de ese momento era: “Todo el mundo quiere ir a
Bagdad. Los hombres de verdad quieren ir a Teherán”. Bastante pronto –era
inevitable– Washington dominaría el gran Oriente Medio desde Pakistán hasta el
norte de África como ninguna gran potencia lo había hecho. Sería el comienzo de
la Pax Americana en el planeta Tierra que se extendería a las generaciones
siguientes.
Ese era el sueño.
Por supuesto, usted recuerda la realidad, la que llevó a una capital saqueada;
unos militares del ejército de Saddam dados de baja y en la calle que se unían
a los alzamientos que estaban por producirse; un conjunto de enconadas insurgencias
(sunníes y shiíes); guerra civil (y limpiezas étnicas locales); un programa de
reconstrucción –que abarcaba a toda la sociedad– supervisado por corporaciones
guerreras vinculadas al Pentágono que acabaron en enormes proyectos solo aptos
para el despilfarro, los magros logros y ninguna reconstrucción; los años
perdidos, el Daesh y la última versión de la guerra estadounidense, librándose
ahora tanto en Siria como en Iraq y planificada para incrementarse en los
primeros tiempos de la era Trump.
Mientras tanto,
como nuestro nuevo presidente nos recordaba recientemente en un discurso al
Congreso, billones de dólares que podían haber sido gastados en la verdadera
seguridad (en el sentido más amplio) de Estados Unidos fueron dilapidados en un
programa para unas fracasadas fuerzas armadas que dejaron en estado de caos la
infraestructura de este país. En conjunto, todo un récord.
En cierto modo, a
cambio de la destrucción de una parte del Pentágono y un sector del centro de
Manhattan convertido en escombros, Estados Unidos desencadenaría una serie de
guerras, conflictos, insurgencias y daría lugar a un pujante conjunto de
organizaciones terroristas que transformarían importantes regiones del Gran
Oriente Medio en países fallidos o a punto de serlo y una pasmosa cantidad de
sus ciudades y pueblos en ruinas.
Había una vez
–todo esto les parece tan distante a los estadounidenses– una guerra global contra
el terror en la que el presidente Bush animó a los estadounidenses que
mostraran sin demora su patriotismo, no mediante el sacrificio o la
movilización o incluso alistándose en las fuerzas armadas, sino visitando
Disney World y recuperando las pautas de consumo anteriores al 11-S, como si
nada hubiese pasado (“Acercaos a Disney World en Florida. Llevad a vuestra familia
y disfrutad de la vida del modo que nosotros queremos que sea disfrutada.”).
Ciertamente, el consumo personal subió significativamente aquel octubre de
2001.
La otra cara de la
gloria en aquellos años de notable paz en Estados Unidos sería la pasividad de
una población desmovilizada que –salvo periódicos agradecimientos a las fuerzas
armadas– tendría muy poco que ver con las guerras distantes, algo de lo que se
ocupaban los profesionales, aunque lucharan por la victoria en nombre de esa
población.
Por supuesto, ese
era el sueño. La realidad demostró ser totalmente diferente.
La
invasión de Estados Unidos
Al final, la
guerra permanente y sin victoria en todo el gran Oriente Medio efectivamente
llegó a casa. Fue toda la nueva parafernalia bélica –la captación de las
comunicaciones de la telefonía celular, lo vehículos a prueba de explosivos,
los drones y demás– que empezaron a emigrar de vuelta a casa. Fue la militarización
de las policías de Estados Unidos, por no hablar del auge del estado de la
seguridad nacional hasta convertirse en un extraoficial cuarto poder del
Gobierno.
A casa volvieron
también los miedos de los tiempos posteriores al 11-S, la vaga pero inquietante
sensación de que en algún lugar del mundo había unos extraños e incomprensibles
alienígenas que practicaban una misteriosa religión dispuestos a atacarnos, de
que algunos de ellos estaban dotados de algo cercano a los superpoderes y eran
inmunes incluso al poderío de “las fuerzas armadas más maravillosas del mundo”
y de que sus posibles actos terroristas eran el principal peligro de Topeka*,
Kansas (importaba poco que terrorismo del Daesh real fuera tal vez el menor de
los peligros que los estadounidenses enfrentaban en su vida cotidiana).
Todo esto ha
alcanzado su punto culminante (al menos hasta ahora) con Donald Trump. Pensemos
en el fenómeno Trump –en su propia y extraña forma– como la culminación de la
invasión de 2003 traída a casa en versión aumentada. Su campaña electoral con
aspiraciones de conmocionar y espantar en la que él “decapitaría” uno a uno a
sus rivales.
El magnate
neoyorkino de los bienes raíces, la hostelería y los casinos, que cuando le fue
necesario nadó cómodamente en las aguas de la elite progre y prácticamente no
tenía nada que ver con el Estados Unidos profundo sería tan extranjero con sus
habitantes como las fuerzas armadas estadounidenses lo fueron para los iraquíes
invadidos. Y aun así, él lanzaría su propia invasión en esas tierras centrales
montado en su avión privado dotado de lavabo con accesorios enchapados en oro
sin preocuparse por los miedos que habían estado creciendo en este país desde
el 11-S (alimentados para su propio beneficio tanto por los políticos como por
el estado de la seguridad nacional). Y esos miedos harían sonar una campana con
tanta intensidad en esas tierras centrales que le llevarían a la Casa Blanca.
En noviembre de 2016, Donald Trump tomo Bagdad, EEUU, por todo lo alto.
En este contexto,
pensemos un momento en la extraña manera en que la invasión de Iraq –tomando la
forma de una cinta de Moebius– se replicó en Estados Unidos.
Al igual que los
neocons de la administración Bush, Donald Trump había soñado durante mucho
tiempo en su momento de gloria imperial y, como en Afganistán 2001 y de nuevo
en Iraq en 2003, cuando el 8 de noviembre de 2016 este momento llegó, no podría
haber sido más glorioso. Sabemos de esos sueños suyos porque –por algo habrá
sido– apenas seis días después de que Mitt Rommey perdiera frente a Barack
Obama en la campaña electoral de 2012, Donald hizo el primer intento de
registrar como suyo el viejo eslogan inspirado por Reagan “Hagamos que Estados
Unidos vuelva a ser grande”.
Al igual que
George W. y Dick Cheney, Donald Trump estuvo intentando adueñarse de la tierra
petrolífera central del planeta que, en 2003, ciertamente había sido Iraq. Sin
embargo, hacia 2015-2016. Estados Unidos había entrado en el territorio de las
apuestas energéticas, gracias al fracking y otras tecnologías de avanzada para
extraer combustibles fósiles que parecían estar transformando el país en un
“Estados Unidos Saudí”. Agreguemos a esto los planes de Trump de aumentar la
extracción continental de combustibles fósiles y con toda certeza ya tenemos un
competidor de Oriente Medio. Si adaptamos lo dicho por él mismo sobre lo que
hubiera preferido hacer en Iraq, en cierto sentido, podríamos decir que Donald
Trump quiere “conservar” nuestro petróleo.
Al igual que las
fuerzas armadas de Estados Unidos en 2003, Donald Trump también llegó a la
escena con planes para convertir su país de elección en un país acuartelado.
Prácticamente las primeras palabras que salieron de su boca cuando empezó la
carrera por la presidencia en junio de 2015 implicaban la promesa de proteger a
los estadounidenses de los “violadores” mexicanos mediante la construcción de
un “gran muro” inexpugnable en la frontera sur del país. Nunca se apartó de
esto, ni siquiera cuando –en términos de financiación– se hizo evidente que,
cuando llegara a presidente, para construir su “gran, espeso, hermoso muro”
debería recortar la asignación presupuestaria tanto del Servicio de
Guardacostas como la de la seguridad aeroportuaria y la de la Agencia Federal
de Gestión de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés).
Sin embargo, está
claro que su anhelo de crear un país acantonado va mucho más allá de la
construcción de una muralla. Incluye también un remozamiento sin precedentes de
las fuerzas armadas de Estados Unidos, el reforzamiento de las fuerzas
policiales y, por encima de todo, la policía de fronteras. Detrás de esto está
el empeño de, del modo que sea, separar a los estadounidenses de sus vecinos.
Su política de inmigración, ardorosamente publicitada (en realidad, no tan
novedosa como parece) debe ser vista como parte de un proyecto de construir
otra “gran muralla”, una de tipo conceptual cuyo mensaje implícito con destino
al mundo es asombroso: “No sois bienvenidos ni deseados aquí. No vengáis. No
nos visitéis”.
A su vez, todo
esto se ha ido fusionando con los muchos miedos irracionales que han estado
acumulándose como nubes de tormenta durante tantos años, unas nubes que Trump
(y sus compañeros de la nueva derecha) empujaron hacia las ya saqueadas tierras
centrales del país. Al hacerlo, desencadenaron una ola de odio (tiroteos, quema
de mezquitas, amenazas de bomba e incremento de los grupos de odio, sobre todo
contra los musulmanes) que, en términos históricos, no era nada nuevo en Estados
Unidos, pero de todas maneras ha sorprendido por su virulencia en este momento.
En combinación con
las muy publicitadas “proscripciones de musulmanes” y acciones de odio, el
cercamiento de Estados Unidos de Trump pronto golpeó en casa. Inmediatamente se
hizo evidente una caída de los extranjeros que querían visitar este país y
señales de alarma en el turismo, atribuibles a Trump; unos días después de su
asunción, las empresas del turismo registraron 185 millones de dólares de caída
en las reservas y las agencias de viaje presagian que lo peor está por venir.
Incuestionablemente,
este es significado real del eslogan “Estados Unidos primero”: un país vallado
tanto hacia fuera como hacia dentro. Se puede pensar que el camino recorrido
entre 2003 y 2017 es el que separa a la única superpotencia mundial de un
potencial superparia. Dicho de otro modo, Donald Trump está dando un nuevo
significado patrio al orgulloso aislamiento imperial inherente a la invasión de
Iraq.
Y no olvidemos la
“reconstrucción” de Iraq, como fue llamada después de la invasión. Respecto de
Estados Unidos, la estropeada tierra de la que hablamos, a cuya infraestructura
se le concedió hace poco tiempo el grado D+ en un “informe” dado a conocer por
la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles (ASCE, por sus siglas en
inglés), Donald Trump prometió un programa de infraestructuras de un billón de
dólares para reconstruir autopistas, túneles, puentes, aeropuertos y otras por
el estilo. Si eso sucede de verdad, deberá contarse con que el programa será
entregado a algunas de las mismas corporaciones guerreras que reconstruyeron
Iraq (y otras entidades corporativas similares a ellas) cuyo funcionamiento
garantizará una versión doméstica del despilfarro presupuestario que fue Iraq.
En 2017, tal como
ocurrió durante la invasión de la primavera de 2003, todavía estamos en los
días (relativamente) luminosos de la era Trump. Pero como en Iraq, aquí 14 años
después, ya están apareciendo las primeras grietas, a medida que crece la
división en este país (pensemos en los enfrentamientos entre sunníes y shiíes).
Y algo más que
debe ser tenido en cuenta al pensar en el futuro: las guerras reactivas que han
resultado en Donald Trump y el actual país-cuartel atenazado por el miedo que
es Estados Unidos- nunca han terminado. De hecho, tal como ha pasado con los
presidentes George W. Bush y Barack Obama, da la impresión de que ahora, con
Donald Trump al mando, nunca acabarán. La administración Trump ya está
restableciendo el poder militar estadounidense en Yemen, Siria y posiblemente
Afganistán. Entonces, más allá del rebote que puede haber habido, no hemos
visto más que el comienzo. Todo está dado para que dure unos cuantos años.
Para resumir todo
esto, nada podría ser más adecuado que la frase “¡Misión cumplida!”
* La ciudad de
Topeka, en el estado de Kansas –un lugar donde nunca ocurre nada–, es el último
lugar de Estados Unidos donde podría producirse un ataque terrorista del
yihadismo islámico. (N. del T.)
Tom Engelhardt es
cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de
una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del
cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su
libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a
Global Security State in a Single-Superpower World