Robert Fisk
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No sólo uno de los
atacantes se esfumó después de la matanza en París. Tres naciones cuya
historia, acción –e inacción– ayudan a entender la carnicería cometida por el
Isis han escapado en gran medida a la atención entre la casi histérica
respuesta a los crímenes de lesa humanidad en la capital francesa: Argelia,
Arabia Saudita y Siria.
La identidad franco-argelina de uno de los atacantes demuestra de qué
modo la salvaje guerra francesa de 1956-62 en Argelia continúa infectando las
atrocidades de hoy. La absoluta negativa a contemplar el papel de
Arabia Saudita como proveedora de la forma más extrema del islam, la wahabita
sunita, en la que cree el Isis, muestra de qué manera nuestros líderes aún
rehúsan reconocer los vínculos entre el reino y la organización que atacó a
París. Y nuestra falta total de voluntad de aceptar que la única fuerza militar
regular en combate constante con el Isis es el ejército sirio –que lucha por el
régimen que Francia desea destruir– nos impide aliarnos con los inmisericordes
soldados que están en acción contra el Isis con mayor ferocidad aún que los
kurdos.
Siempre que Occidente es atacado y nuestros inocentes perecen, caemos en
borrar el banco de memoria. Por tanto, cuando los reporteros nos
dijeron que los 129 muertos en París representaron la peor atrocidad perpetrada
en Francia desde la Segunda Guerra Mundial, omitieron mencionar la masacre en París de hasta 200 argelinos que
participaban en una marcha ilegal contra la salvaje guerra colonial francesa en
Argelia, en 1961. La mayoría fueron asesinados por la policía francesa;
muchos fueron torturados en el Palais des
Sports y sus cuerpos arrojados al Sena. Los franceses sólo reconocieron 40
muertos. El oficial de policía a cargo era Maurice Papon, quien trabajó para la
policía colaboracionista de Petain en Vichy en la Segunda Guerra Mundial y
deportó a más de mil judíos hacia su muerte.
Omar Ismail
Mostafai, uno de los atacantes suicidas en París, era de origen argelino, y
acaso también lo eran los otros sospechosos identificados. Said y Cherif
Kouachi, los hermanos que asesinaron a los periodistas de Charlie Hebdo, eran
descendientes de argelinos. Procedían de la comunidad argelina en Francia,
integrada por más de 5 millones de personas, para muchas de los cuales la
guerra en Argelia nunca terminó, y que hoy viven en los barrios bajos de
Saint-Denis y otros enclaves argelinos en París. Sin embargo, el origen de los
asesinos del 13 de noviembre –y la historia de la nación de la que proceden sus
padres– ha sido casi borrado de la narrativa de los horribles sucesos del
viernes. Un pasaporte sirio con un sello griego es más emocionante, por razones
obvias.
Una guerra colonial
de hace medio siglo no justifica un asesinato en masa, pero ofrece un contexto
sin el cual cualquier explicación de por qué hoy Francia ha sido tomada de
blanco tiene poco sentido. Al igual que la fe sunita-wahabita saudita, que es
fundamento del califato islámico y sus asesinos, presuntos practicantes de ese
culto.
Mohammed ibn Abdel
al Wahab fue el clérigo y filósofo purista cuyo implacable deseo de purgar a
los chiítas y otros infieles de Medio Oriente condujo a las masacres del siglo
XVIII, en las que la dinastía original al Saud estuvo profundamente
involucrada.
El actual reino
saudita, que con regularidad decapita a supuestos criminales tras someterlos a
juicios injustos, construye un museo en Riad dedicado a las enseñanzas de al
Wahab, y la furia del viejo prelado hacia los idólatras y la inmoralidad ha
encontrado expresión en la acusación del Isis contra París como centro de
prostitución. Gran parte del
financiamiento del Isis proviene de los sauditas, aunque, una vez más, este
hecho ha sido borrado de la historia terrible de la matanza del viernes.
Y luego viene Siria,
cuyo régimen Francia demanda destruir desde hace mucho tiempo. Sin embargo, el
ejército de Assad, rebasado en número y armamento –aunque ha recapturado algún
territorio con ayuda de los ataques aéreos rusos–, es la única fuerza militar
entrenada que combate al Isis. Durante años, estadunidenses, británicos y
franceses han dicho que los sirios no combaten al Isis. Pero esta es una
falsedad palpable: en mayor, las fuerzas sirias fueron echadas de Palmira
cuando intentaban evitar que los convoyes suicidas del Isis se abrieran paso
hacia la ciudad... convoyes que podían haber sido atacados por aviones
estadunidenses o franceses. Unos 60 mil soldados sirios han perecido en Siria,
muchos a manos de islamitas del Isis y de Al Nusra, pero nuestro deseo de
destruir el régimen de Assad tiene prioridad sobre nuestra necesidad de
aplastar al Isis.
Ahora los franceses
alardean de haber golpeado 20 veces la capital del Isis en Siria, Raqqa: un
ataque de venganza por donde se le mire. Porque, si fue un asalto militar serio
para liquidar la maquinaria del Isis en Siria, ¿por qué los franceses no lo
hicieron hace dos semanas? ¿O dos meses? Una vez más, por desgracia, Occidente
–y Francia en especial– responde al Isis con la emoción, más que con la razón,
sin ningún contexto histórico, sin reconocer el sombrío papel que nuestros
moderados y decapitadores hermanos sauditas representan en esta historia de
horror.
Y así creemos que
vamos a destruir al Isis...