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Una mirada desde
2050
Dejadme empezar con
una confesión. Soy una persona a la antigua y tengo una profesión pasada de
moda. Soy geopaleontólogo. Esto quiere decir que me dedico a excavar en los
archivos para exhumar lo extinguido: todos los imperios, federaciones y uniones
territoriales que han existido en la historia. Prácticamente, yo creé la
profesión del geopaleontólogo cuando era un joven estudioso en 2020 (teníamos
la costumbre de bromear diciendo que en ese momento éramos los únicos
historiadores con verdadera sabiduría retrospectiva). Hoy en día, mi profesión
está tan en extinción como las cuestiones con las que ella trabaja.
En estos momentos,
en 2050, cada día menos personas pueden recordar cómo era vivir en medio de
esos leviatanes. Cuando yo era joven, imaginábamos que esos torpes dinosaurios
como Rusia, China y la Unión Europea iban a perdurar fueran cuales fueran las
convulsiones mundiales que se produjeran a su alrededor. Por supuesto, en ese
tiempo, nuestro Estados Unidos todavía funcionaba como lo sugiere su nombre en
lugar de ser una variopinta colección de fracciones de territorio que hoy
luchan por unos recursos cada día más escasos.
Lo imperios, como
los adolescentes, piensan que serán eternos. En geopolítica –como en biología–
las fechas de expiración nunca están a la vista. Cuando llega la muerte,
siempre es una impresión. Pensad en el choque de titanes que fue la Primera
Guerra Mundial. Cuatro enormes imperios –el otomano, el austrohúngaro, el ruso
y el alemán– se lanzaron al conflicto imaginando que la victoria les daría no
solo una nueva vida sino también nuevos territorios de los cuales se harían
dueños. Y los cuatro cayeron hechos pedazos. La guerra fue lo suficientemente
horrorosa, pero sus consecuencias continuaron apilando cadáveres. Solo la
epidemia de gripe de 1918-1919 –que los soldados llevaron inconscientemente
consigo de las trincheras a su país de origen– mató por lo menos a 50 millones
de personas en todo el mundo.
Cuando un dinosaurio
se viene abajo aplasta a todo tipo de criaturas más pequeñas que están debajo
de él. Nadie recuerda hoy la agonía del último de los imperios coloniales a
mediados del siglo XX con sus enormes traslados de población, feroces
levantamientos e interminables guerras por delegación, aunque los jóvenes
países surgidos de esas sanguinolentas placentas obtuvieron al menos cierto
grado de independencia.
Para especializarme
en geopaleontología elegí el período posterior a 1989. El derrumbe de la Unión
Soviética anunció la última etapa de la descolonización. También, entre los
noventa y el comienzo del siglo XXI, redibujó las fronteras en algunas partes
de Asia y África, produciendo así nuevos países como Timor Oriental, Eritrea,
Sudán del Sur. La partición de Oriente Medio en el periodo que siguió a la
invasión estadounidense de Iraq y la Primavera Árabe se realizó según pautas
similares, si bien mucho más caóticas y sangrientas, aunque un extremismo antes
bien religioso que nacionalista destrozó los países multiétnicos de la región.
Incluso en los
entornos inhóspitos, el futuro todavía parecía pertenecer a los dinosaurios. A
pesar de ciertos contratiempos. Estados Unidos continuaba dominando al resto
del planeta en su carácter de “única potencia”, con sus militares
constantemente en el ‘modo intervención’. China estaba creciendo. Rusia estaba
concentrada en la reconstrucción de la Unión Soviética. La necesidad de
competir en un mundo cada día más interconectado contribuía en lo que parecía
ser una tendencia: empujar a la unión de países para crear economías de escala.
La Unión Europea
(UE) profundizaba su integración y ampliaba su membresía. Naciones de muy diferentes
antecedentes creaban pactos económicos como la Asociación de Naciones del
Sudeste Asiático (ASEAN, por sus siglas en inglés) y el Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés). Incluso países
que no compartían fronteras pensaban en la posibilidad de esas empresas
conjuntas, como la de los Países Exportadores de Petróleo (OPC, por sus siglas
en inglés) y más tarde la de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica (los
BRICS).
Sin embargo, como
todo el mundo lo sabe hoy, finalmente este espíritu de integración se vendría
abajo a medida que los ensangrentados territorios del siglo XX daban paso a las
tierras despedazadas del XXI. El sentido de desintegración y separación que se
extendió por nuestro mundo llegó justo en el momento equivocado. Para
enfrentarse a una gran cantidad de problemas colectivos, necesitábamos más
unidad, no menos. Tal como lo estamos aprendiendo tan duramente, un planeta
enfrentado consigo mismo no aguantará mucho tiempo.
La cólera de las
naciones
El agua hierve más
intensamente justo antes de evaporarse. Lo mismo sucede, obviamente, con los
asuntos de los seres humanos.
Justo antes de que
se desencadenara el infierno de 1914, el mundo fue testigo de un estallido sin
precedentes del comercio mundial a un nivel que no volvería a verse hasta los
años ochenta. Justo antes de que los nazis tomaran el poder en 1932, los
alemanes de la república de Weimar estaban gozando de un extraordinario
florecimiento de un liberalismo cultural y político. En 1991, justo antes de
que colapsara la Unión Soviética, los estudiosos rusos mencionaban con orgullo
el crecimiento de la tasa de matrimonios cuyos integrantes eran de distintas
nacionalidades de la federación como una señal de una cada vez mayor cohesión
social.
Y en 2015, justo
antes de la gran desarticulación, el mundo todavía parecía estar dominado por
lo que entonces se llamaba la “globalización”. El volumen del comercio mundial
crecía continuamente. Facebook había creado una red con 1.500 millones de
usuarios activos. En todos los continentes, la gente estaba bailando al son de
Drake, mirando la final de la Copa Mundial y comiendo sushi. En el otro extremo
del espectro socioeconómico, más gente que en cualquier otro momento desde la
Segunda Guerra Mundial estaba en movimiento; eran los emigrantes y los
refugiados.
Todas las fronteras parecían desmoronarse.
Antes de 2015, casi
todo el mundo creía que la flecha del tiempo apuntaba en la dirección de una
integración cada vez mayor. Algunos esperaban (y otros lo temían) que el mundo
estaba convergiendo en unos conglomerados de naciones cada vez más grandes. Los
internacionalistas hacían campaña por una Naciones Unidas que tenía algún poder
político real. Los partidarios del libre comercio imaginaban un mercado global
libre de fricciones en el que idénticos hipermercados venderían los mismos
productos sin importar el sitio del mundo donde estuvieran. Los adoradores de
la tecnología imaginaban un mundo comunicado por Twitter e Instagram.
En 2015, la gente
estaba tan ocupada cruzando fronteras –reales o conceptuales– que era raro que
las personas se dieran cuenta de las reacciones violentas contra la
globalización. Oficialmente, cada vez más países se habían comprometido con la
diversidad, el multiculturalismo y las ideas cosmopolitas de libertad,
solidaridad e igualdad. Pero todo empezó a cambiar, también en 2015; un
fenómeno sobre el que escribí por primera vez en mi conocido ensayo Splinterlands
[(Tierras despedazadas), Dispatch Books, 2025]. Los
movimientos que saltaron a la primera plana de los periódicos abogaban por un
histórico cambio hacia dentro: la construcción de muros, el refuerzo de la
homogeneidad y la exaltación de los valores exclusivamente nacionales.
Los líderes de esos
movimientos –Donald Trump, en Estados Unidos; el primer ministro Viktor Orban,
en Hungría; Vladimir Putin, en Rusia; Marine Le Pen, jefa del Frente Nacional
francés; el primer ministro Nahendra Modi, en India; el primer ministro Shinzo
Abe, en Japón; y el presidente de Egipto Abdel Fattah el-Sisi, para nombrar
solo a algunos– no eran miembros de un partido único. No se veían a sí mismos
como integrantes de un movimiento único. Ciertamente, todos ellos eran bastante
escépticos en relación con cualquier cosa que oliera a cooperación entre
naciones. Personalmente, cada uno de ellos era cosmopolita y se sentía cómodo
en una variedad de entornos culturales, pero sus políticas eran provincianas,
pueblerinas. Como grupo, anunciaban un cambio en la política mundial que 35
años después todavía está vigente.
Lo que es bastante
irónico es que en esos tiempos estos personajes eran los únicos vistos como
“dinosaurios” debido a que su atención estaba centrada en una imaginaria edad
dorada del pasado. Pero cuando la historia pulsa el botón ‘rebobinar’, como ha
sido durante los últimos 35 años, los reaccionarios pueden convertirse en
visionarios.
Pocos pensadores
serios durante los decadentes años de la Guerra Fría imaginaban que, en el
largo plazo, el nacionalismo sobreviviría como algo más significativo que la
bandera y el himno. Tal como concluyó el historiador Eric Hobsbawm en 1990, esa
fuerza estaba casi agotada, o como lo escribió él, “ya no es un vector
importante del desarrollo histórico”.
Se esperaba que el
comercio y el voraz deseo de riqueza borrarían las diferencias referidas a lo
nacional hasta que solo quedaría un único mercado global en el que se moverían
unos actores supuestamente racionales. Las nuevas tecnologías de la
comunicación y los viajes unirían a los extranjeros y diluirían las pasiones
particularistas. Las enormes sangrías que muchas naciones habían padecido en
los siglos XIX y XX seguramente convencerían a cualquiera de que el loco
apelando a la patria era un personaje que ya no tenía cabida en una sociedad
moderna.
Sin embargo, resultó
que el comercio y su incesante empeño por conseguir una ventaja comparativa
sencillamente convirtieron el nacionalismo en una nueva mercancía objeto de
negocios. Aunque los viajes y las comunicaciones ciertamente unieron a las
personas, también aumentaron las posibilidades de malentendidos y conflictos.
Como resultado de ello, el nacionalismo no desapareció en la oscuridad de la
noche. Todo lo contrario: literalmente trazó el nuevo mapa del mundo en que
vivimos hoy.
Las líneas de
fractura
El agrietamiento de
la llamada comunidad internacional no fue un acontecimiento de capital
importancia. En lugar de eso, fue algo bastante parecido a la fracturación del
hielo ártico debida al calentamiento global hasta convertirse en un conjunto de
modestos témpanos. El aumento de la temperatura geopolítica tiene un efecto
parecido en el mapa del mundo.
Al principio, fue
difícil entender que la guerra en Siria, el conflicto en Ucrania, el larvado
descontento en Xinjiang, los levantamientos en Malí, la crisis de la Unión
Europa y el surgimiento de un sentimiento contra los refugiados tanto en Europa
como en Estados Unidos estaban conectados. Pero lo estaban de verdad.
Las primeras grietas
en ese –ahora muerto– sistema global aparecieron en Oriente Medio. Como
geopaleontólogo, debo admitir que yo no estaba particularmente interesado en
los cambios en sí mismos, solo me interesaba el impacto que ellos producían en
entidades más grandes.
Iraq y Siria, unos
países multiétnicos que se habían forjado en los fuegos postcoloniales del
nacionalismo árabe se fragmentaron a lo largo de las líneas raciales y
confesionales. Del mismo modo, debido a la presión de la intervención aérea de
la OTAN, liderada por Estados Unidos, Libia colapsó cuando fue asesinado su
autocrático jefe y sus arsenales fueron saqueados para armar a grupos
terroristas en todo un amplio abanico de situaciones críticas. Después, el
agrietamiento no hizo más que ampliarse: Yemen, Egipto, Arabia Saudí, Líbano y
Jordania. La gente escapaba de esos países en desintegración como los animales
de un bosque en llamas.
El enorme flujo de
refugiados que se lanzaron por mar y tierra demostró que se había llegado a lo
más alto de la Unión Europea. Después de una espectacular expansión en la
primera década del siglo XXI, los 28 miembros de la asociación se toparon con
el muro del euroescepticismo, la austeridad fiscal y la xenofobia. Mientras
reaccionaban a la creciente marea de refugiados, las fuerzas contrarias a la
inmigración se las arreglaron para acabar con el sistema de fronteras abiertas
del tratado de Schengen. El paso siguiente de la desarticulación fue dar por
tierra con el sistema monetario europeo a medida que los países excesivamente
endeudados de la periferia de la Eurozona reafirmaron su soberanía fiscal.
Estos
acontecimientos animaron a los euroescépticos. En 2015, por primera vez el
Partido Democrático –contrario a los inmigrantes– de Suecia, saltó a lo más
alto en los sondeos de opinión. Suecia, que una vez fuera el paradigma de la
tolerancia y la socialdemocracia, encabezó el gran giro escandinavo que le
alejaría de la Europa continental.
Siguiendo sus pasos
en las elecciones locales y en las del parlamento europeo, el partido de
extrema derecha Frente Nacional, de Marie Le Pen, se convirtió en el más
popular de Francia y, con ese poder recién descubierto, empezó a husmear la
posibilidad de un pacto informal con Alemania, que una vez había sido la
locomotora de la integración europea. Los partidos euroescépticos consolidaron
su poder en Polonia, Portugal, Hungría y Eslovaquia. Desesperado por mantener
el favor de sus integrantes más incondicionales, el partido conservador inglés
propuso un referendo que apartó a Gran Bretaña de la Unión Europea. Lo que una
vez habían sido algunas voces aisladas de insatisfacción de pronto se convirtió
en una espantada hacia las puertas de salida. La UE sobrevivió unos años más
–hasta las Leyes de Desintegración de 2028–, pero solo como una cáscara sin
contenido.
El descontento en
Oriente Medio y el desmembramiento de la UE tuvo un profundo impacto en Rusia.
Los últimos políticos de la era soviética en ese país habían intentado
reconstruir la antigua federación rusa mediante nuevos arreglos en Eurasia. Al
mismo tiempo, trataron de ampliar su jurisdicción para abarcar a todas las
poblaciones rusohablantes mediante guerras fronterizas en Ucrania, Georgia y
Moldavia. Pero en su intento por conseguir más, se quedaron con menos.
La Madre Rusia ya no
pudo contener a su prole, ni a los buriatas del otro lado del lago Baikal ni a
los sakha de Siberia, tampoco a los habitantes de su ciudad más occidental,
Kaliningrado ni a los de la región marítima de Primorsk, en el lejano este
ruso. La entrada de Moscú en la guerra siria en apoyo de Damasco contribuyó al
surgimiento de un separatismo en las repúblicas transcaucásicas de Chechenia y
Daghestan. En la Segunda Gran perestroika de 2031, una Rusia partida a lo largo
de las líneas que tan bien conocemos hoy, que la dividen en dos mitades –la
europea y la asiática– y separan sus baldías tierras industriales del norte de
los desiertos cada vez más extensos del sur.
China se encontró en
una trayectoria similar. La ralentización económica global deshilachó el
inestable contrato social –aumento de las mejoras económicas a cambio de sumisión
política– que el partido comunista chino había perfeccionado en la estela de
las protestas de la plaza de Tiananmen de 1989. Las enérgicas medidas de
Beijing contra todo lo que oliera a “terrorismo” empujaron a los uighures de
Xinjiang a la sublevación abierta. Los tibetanos también continuaron con sus
reclamos de más autonomía. Mongolia Interior, con más o menos el doble de
mongoles que la propia Mongolia también tiró de todas las cuerdas que mantenían
a China atada y bien atada. Taiwan dejó de hablar de una reunificación por
encima de estrecho homónimo. Hong Kong reafirmó su estatus fundacional de
ciudad-almacén.
Pero esas rebeliones
en las zonas de frontera parecían nimias en comparación con el levantamiento central
de los años treinta del siglo XXI. Visto desde la perspectiva de 2050, era
obvio que los obreros y campesinos desocupados del interior de China, que
apenas se habían beneficiado del gran salto capitalista de los últimos años del
siglo XX se rebelarían contra el orden político. Pero, ¿quién habría pensado
que el centro podría abandonar tan pronto el Reino Central?
Como todos sabemos,
Estados Unidos no se vino abajo. Pero el imperio estadounidense (cuyos líderes
se esmeraron tanto en la negación de que eso había existido alguna vez) efectivamente
colapsó. Cuando el gobierno de EEUU entró en suspensión de pagos de su inmensa
deuda y su infraestructura empezó a venirse abajo de verdad, el vasto
despliegue militar fuera de sus fronteras se hizo insoportable. A medida que
los militares se retiraban traspasó el trabajo que ellos hacían a sus aliados
–Alemania, Japón, Corea del Sur, Arabia Saudí e Israel–, pero en general estos
países tenían sus propios planes y en cualquier caso ponían sus intereses
nacionales por encima de los de Washington.
Mientras tanto, la
política interior de Estados Unidos continuó tan polarizada y paralizada que el
Congreso y el Poder Ejecutivo eran incapaces de llegar a un consenso sobre cómo
volver a dinamizar la economía o reimaginar un “interés nacional”. Crecieron los
obstáculos para mantener lejos a los extranjeros y los productos importados.
Con la excepción de las cuestiones militares y el control de la inmigración, la
acción del gobierno se redujo a lo provisional.
Después, se produjo
la epidemia de los fusiles de asalto, de los drones armados operados por
privados y del uso de agentes biológicos como armas ofensivas, todo ello
realizado fácilmente en casa con las impresoras 3-D. El Estado perdió su
tradicional monopolio de la violencia, y nuestra sociedad, a pesar de que
muchos se negaban a admitir esa tendencia, derivó hacia una enfermedad cada vez
más cercana a la psicosis. Una minoría blanca armada y cada vez más resentida
parecía resuelta a adoptar una política de “tierra arrasada” para no dejar nada
de valor a sus herederos mestizos. Por supuesto, en estos momentos, el país
solo existe nominalmente, ya que las únicas políticas que importan son
adoptadas a partir de criterios estrictamente regionales.
Las fuerzas
centrífugas que empezaron a ponerse de manifiesto en 2015 desgarraron los
grandes países multiétnicos en una terrorífica versión de yugoslavización que
se propagó por todo el planeta. Ya en los noventa del siglo XX, algunos
expertos con visión de futuro habían presagiado una oleada de separatismo. Estaban
equivocados solo en lo referente a la paz. Las fisuras tardaron en aparecer,
pero al fin aparecieron. En el sur de Asia, los movimientos separatistas
royeron tanto a India como a Pakistán. En el sudeste de Asia, Indonesia,
Malasia y Mianmar, las fracturas se produjeron según las líneas raciales. En
África, la parte central no pudo mantenerse y fue inevitable que todo se
viniera abajo: Congo, República Centroafricana, Nigeria y Chad, entre otros
países.
En los primeros años
del siglo XXI se habló mucho de los “estados fallidos” como Afganistán, Iraq,
Somalia, Yemen y Haití. Mirando retrospectivamente, ahora está mucho más claro
que, en cierto sentido, todos los países estaban fracasando. Tenían pocas
posibilidades frente a los sectores gubernamentales que se ocupaban de
erosionar la globalización desde arriba y a la siempre creciente agitación
política de los actores no estatales desde abajo.
Quizás, en mejores
condiciones ambientales, estas fuerzas habrían empujado a los imperios, las
federaciones y los pactos de comercio hasta el borde pero no más allá. Sin
embargo, tal como sucedió a pesar de las conferencias, los manifiestos y varios
arreglos de compromiso, el termómetro global continuaba subiendo. Las
consecuencias del cambio climático se convirtieron en la proverbial coyuntura
crítica. La escasez de agua intensificó los conflictos en toda China, como
había pasado en Rusia cuando escasearon los alimentos. Las zonas tropicales,
las islas, las costas marítimas; todas eran vulnerables al aumento del nivel
del mar. Prácticamente todos los países entraron en una batalla campal por el
agua potable, el aire limpio, los minerales indispensables y la tierra
cultivable.
Todos tenemos
nuestras propias historias de los desastres ocasionados por el cambio climático.
Por ejemplo, yo perdí mi casa con el huracán Donald, que destruyó buena parte
de Washington DC y sus suburbios en 2029. Inicié una nueva vida en Nebraska
solo para verme obligado a trasladarme otra vez cuando el acuífero Oglala se
agotó en 2034, precipitándose así lo que hoy llamamos la megasequía del Medio
Oeste. Y, como muchos otros, hace solo tres años perdí a un ser querido en
aquel mes terrible de las supertormentas –julio de 2047– que devastaron una
vasta zona del planeta Tierra.
Lo que nadie había
anticipado fue el impacto del cambio climático tendría en el nacionalismo.
Pero, ¿qué otra cosa podría haber sucedido cuando todo el mundo se repartía los
cada vez más valiosos recursos naturales? Se comprobó que el sentimiento
nacionalista era el único principio para determinar lo que se merecían los
“nuestros” y la desgracia de los “otros”. Como resultado de ello, en lugar de
convertirse un remanente atávico de otros tiempos, el nacionalismo demostró ser
la ideología más poderosa del siglo XXI. En un planeta cada día más
desesperado, no nos encontrábamos frente a la benevolencia de un mundo único
sino frente a las confusiones múltiples de muchos mundos.
Todo lo que era
sólido
No solo los países
multiétnicos se convirtieron en algo insostenible en este siglo. Todo parecía
estar desintegrándose.
La clase media se
hizo añicos. La promesa de un trabajo y un ingreso estables –la seguridad del
cuenco de arroz en Oriente y la jubilación blindada en Occidente– desapareció
en el torbellino de una desigualdad en la que el 1 por ciento más rico se
escindía de la sociedad mientras que los más pobres entre los pobres no tenían
hacia dónde volverse.
Regresando a 2015, a
los expertos les encantaba promover nuevas tendencias como la “economía
compartida”, en la que millones de empleados se convertían en emprendedores, o
la “larga cola” del desarticulado mercado de consumo. Pero lo esencial era de
una desoladora sencillez: las fuerzas que podrían haber actuado para
contrarrestar la división competitiva del mercado poco a poco desaparecieron.
Desapareció la mano del Estado. Desaparecieron las presiones limitadoras de la
moralidad.
Ciertamente, la
tecnología desempeñó un papel en esta transformación, cuando los ordenadores y
los teléfonos celulares desvincularon a las personas de un lugar fijo de
trabajo; y después, cuando los biochips hicieron de cada persona su propia
“estación de trabajo” (work station).
La aplicación de los principios mercantiles a todos los aspectos de la vida
humana socavó la esfera pública en favor de la privada. Esta dinámica en el
ámbito de la sociedad también contribuyó a la gran fractura que tuvo lugar en
la esfera internacional.
Sí, puedo imaginar
las críticas del lector. Tal vez es verdad que en 2050 estamos en el punto más
bajo en cuanto a cooperación y que ante nosotros está alguna forma nueva de
centralización y globalización. Está claro que los yihadistas que manejan sus
minicalifatos en todo el mundo sueñan con la unión de los fieles bajo un
estandarte único. Incluso hoy hay diplomáticos que esperan conseguir que los
300 países miembros de Naciones Unidas acuerden una especie de reformas
institucionales que puedan brindar al mundo algo parecido a un gobierno global.
Y puede ser que algún brillante programador esté incluso ahora creando una
nueva aplicación “asesina” que pondrá a cada persona en la misma página,
literalmente.
Como geopaleontólogo
que soy no me agrada hacer conjeturas. Yo me centro en el pasado, en lo que ha
sucedido realmente. Todo el mundo puede hacer predicciones. Pero ninguno de
esos escenarios de futura integración me parece que tenga alguna verosimilitud.
“Las cosas nunca salen como uno quisiera”, solíamos decir cuando yo era
pequeño. Pero no por eso dejábamos de hacer lo que hiciera falta: así es la
vida.
Aun así, faltaría a
mi obligación si no señalara algo que muchos han notado con el paso de los
años. Hemos estado fragmentándonos precisamente cuando debíamos habernos unido,
dado que los problemas con que se enfrenta el planeta no pueden ser resueltos
por millones de individualidades o por masas de apátridas actuando por su
cuenta.
De cualquier modo,
con tantos millones de desesperados lejos de su casa, el aumento de las
pandemias, la profundización de la desigualdad en el mundo, ¿cómo es posible
esperar que la gente pueda unirse para enfrentar las amenazas existenciales
comunes? Solo hoy, cuando han pasado tantos años y escribo estas líneas, somos
capaces de ver con claridad que el aumento de las tierras despedazadas ha sido
una verdadera tragedia de la humanidad. Da la impresión de que la incapacidad
para comprometerse de las distintas culturas dentro de cada país anticipaba
nuestro momento actual de una multiplicación de naciones que no son capaces de
comprometerse para resolver nuestros flagelos globales. El aglutinante que
alguna vez nos mantuvo unidos –llámese solidaridad religiosa, racial o de
clase– ha perdido su poder vinculante.
En 2015, en el
comienzo de la gran desarticulación, yo todavía era joven. Como cualquier otra
persona, no vi lo que se acercaba. Pensaba que todos vivíamos en una casa
común. Algunas habitaciones estaban terriblemente descuidadas. Aquellos que
vivían en el ático a menudo estaban expuestos a las inclemencias del tiempo. La
casa toda necesitaba mejor aislamiento térmico, electrodomésticos más
eficientes, paneles solares en el tejado, y nos habíamos atrasado en el pago de
la hipoteca. Pero al igual que muchos de mis pares casi nunca puse en duda que
entre todos podíamos reunir el dinero y la voluntad para hacer las reparaciones
necesarias pidiendo a los residentes más ricos de la casa que pusieran su justa
parte.
Treinta y cinco años
y una interminable lista de catástrofes después en un planeta cada vez más
pobre, deprimente e inhóspito, está claro que nosotros no estábamos prestándole
atención suficiente. De haber estado escuchando, habríamos oído a las termitas.
Ahí, en el sótano de nuestra casa común, ellas se estaban comiendo los
cimientos bajos nuestros propios pies. De pronto, antes de que nos enteráramos
de qué estaba pasando realmente aquello que era sólido se había disuelto en el
aire.
John Feffer es
el director de Foreign Policy In Focus en el Instituto de Estudios Políticos,
el editor de LobeLog, un colaborador regular de TomDispatch y el autor de
varios libros, entre ellos Crusade 2.0.