José
Ignacio González Faus
www.atrio.org/251016
Regresados
ya a la droga futbolera habitual, conviene saber algunas cosas. En 2010 el
mundial de fútbol del 2022 fue asignado a Qatar: pequeño país, gran productor
de petróleo, con unos 2,300.000 habitantes de los que casi el 90% son
inmigración: entre ellos, algunos diplomáticos, negociantes y el resto
mano de obra, atraída sobre todo por las obras del mundial: más de 600.000
indios, medio millón de nepalíes y 250.000 filipinos…
Amnistía
Internacional, Human Rights Watch, la OIT y
la Confederación Sindical Internacional (CSI) han denunciado varias
veces las condiciones injustas e inhumanas en que viven esos trabajadores que
construyen campos, hoteles y
demás instalaciones para los fastos balompédicos del 2022. Los MCS occidentales
no suelen dar eco a esas denuncias y el gobierno qatarí se encarga de
desmentirlas, mientras la policía persigue a los curiosos que se interesan por
la suerte de esos trabajadores.
Los
domicilios (o campamentos de trabajadores) son auténticos barrios de chabolas:
a veces, en un dormitorio de 9 metros cuadrados se superponen ocho camas con
colchones sucios. Los sueldos pueden tardar 4 meses en llegar y, entre tanto,
los trabajadores se endeudan con unas tasas usurarias criminales. Se quiso
arreglar eso con una obligación de liquidar en seguida todos los impagos
pendientes; pero esa liquidación sólo puede hacerse por transferencia, y sólo
una quinta parte de esos trabajadores tiene cuenta bancaria: “los bancos no
quieren ver llegar a hordas de trabajadores” explica un abogado.
Se
trabaja a veces 13 horas diarias (tiempo de transporte incluido), seis días a
la semana y con temperaturas que pueden llegar a los 50 grados. Se cobran unos
300 € al mes, en el país con la mayor renta per capita del mundo, donde las
clases altas llegan a salarios de 30.000 € mensuales (10.800 para clases
medias) y pueden alquilar mansiones por 7.500 €. Los trabajadores domésticos en
esas viviendas lujosas tienen prohibido ir al baño…
En
Qatar los sindicatos están prohibidos, como en casi todos los países del Golfo.
Los extranjeros están sometidos a la ley de la kafala, una especie de
sistema de patrocinio, que implica la prohibición de cambiar de empleador si no
lo autoriza el actual, y de salir del
país sin permiso del patrón. Esa ley se suavizó algo en 2014 para los
inmigrantes occidentales, pero parece que la reforma no entrará en vigor hasta
el 2017. Se han dado casos de nepalíes que no pudieron volver a su país a ver a
sus familiares tras los terremotos del 2015.
Las
embajadas de India, Nepal y Bangladesh registraron 900 defunciones durante los
dos últimos años, por causas como deshidratación o infarto, mientras el
gobierno niega que esas muertes tengan que ver con las condiciones laborales en
las que se prepara el mundial.
Nada
de eso quiere ser una denuncia directa y exclusiva a Qatar: debo añadir que el
90% de esas empresas son multinacionales occidentales, a menudo más
despiadadas que la ley qatarí. Quizá por eso se ha tejido una red de intereses
creados, que silencia estos datos, mientras se dedica a irritarnos sólo contra
las injusticias de Venezuela. El pasado mayo, un buen funcionario qatarí fue
encarcelado por haberse ido de la lengua ante una delegación de la OIT.
Desde
que Qatar fue designado organizador del mundial, se ha pedido a los periodistas
que miren para otro lado. Pero el año pasado, la OIT decidió enviar una misión
de alto nivel que confirma mucho de lo aquí expuesto. Se aumentaron entonces
los medios de inspección, pero resultan ridículos: 365 inspectores para una
población laboral de dos millones que no hablan árabe, y con sólo diez
intérpretes. Incluso el nuevo presidente de la FIFA prometió el pasado abril
crear un órgano de supervisión para asegurar “condiciones laborales decentes”.
Ya veremos.
Protestas
como las de este artículo suelen provocar alguna carta de desmentido, de
cónsules o diplomáticos del país señalado. Por eso reitero que de ningún modo
quiero atacar a Qatar: ni los qat ni los cat son peores o
mejores que otros pueblos o seres humanos: todos somos de la misma pasta. Si se
produce ese desmentido no hará falta comenzar una guerra de datos. Bastará
simplemente con pedir al gobierno qatarí que garantice la más absoluta libertad
de información para los periodistas que deseen investigar, y de expresión para
todos los trabajadores que quieran quejarse.
En
caso contrario, me atrevo a pedir que algún experto en redes sociales (AI,
Avaaz…) organice una recogida mundial de firmas pidiendo que se retire a Qatar
el encargo de organizar los mundiales del 22. Sería precioso si los primeros
firmantes fuesen figuras del fútbol: porque lo que está ahora en juego no es la
buena fama de ningún país, sino la pregunta de qué tiene para nosotros más
valor: la dignidad de dos millones de seres humanos pobres, o nuestra
esclavitud ante la droga del fútbol y de los hidrocarburos.
(N.B.
Casi todas las informaciones de este escrito proceden de Le Monde
Diplomatique, junio, pgs 12-13).