Sarah Smarsh
www.eldiario.es/231016
En marzo mi abuela Betty, una anciana de 71 años, hizo tres
horas de cola para poder votar a Bernie Sanders en el caucus del Partido Demócrata en el estado de Kansas. Era la primera
vez que votaba en unas primarias y aunque fue un suplicio, en ningún momento se
planteó regresar a casa sin haber votado. Betty, una mujer blanca que no
terminó sus estudios de secundaria, que tuvo a su primer hijo a los dieciséis
años y vivió en la más absoluta pobreza la mayor parte de su vida, quería
votar.
Esperó
su turno a pesar de sus debilitadas rodillas; las mismas que en el pasado la
mantuvieron de pie durante horas en una fábrica. Esperó su turno a pesar
del enfisema pulmonar provocado por el tabaquismo y de la dentadura postiza que
ha lucido desde que era una veinteañera, dos señales claras de la clase social
a la que pertenecemos. En la década de los sesenta, antes de la sentencia Roe
contra Wade, la mujer que esperó su turno pagó a un desconocido para que le
introdujera un gancho de alambre en el útero tras descubrir que estaba embarazada
de un hombre del que huyó después
de que le rompiera la mandíbula.
Durante
muchos años, Betty trabajó como funcionaria de libertad condicional para el
sistema judicial de Wichita, en Kansas. Su trabajo consistía en hacer un
seguimiento de violadores y de asesinos. Por eso, está curada de espantos. Sin
embargo, no ha dudado en afirmar que el candidato republicano Donald Trump es un sociópata “con la boca
llena de mierda”.
Nadie
detesta a Trump más que ella. El candidato dijo que debe castigarse a las
mujeres que aborten y ha dicho cosas horribles de colectivos que ella conoce
desde su infancia y con los que ha trabajado codo a codo. Su estilo pomposo e
indecente ofende su sensibilidad humilde y del medio oeste americano.
La
clase trabajadora, integrada por personas como Betty, se ha convertido en la
obsesión de todos aquellos que cuando comentan estas elecciones presidenciales
hablan de “clases”: ¿Quién
está detrás de esta bestia feroz y por qué apoya a Trump?
Los
votantes de Trump no son tan pobres
Las
cifras cuantitativas ponen en duda, o niegan de plano, la tan regurgitada
teoría de que el nivel de educación o de ingresos permite predecir el apoyo a
Trump, o la afirmación de que la clase trabajadora blanca lo apoya
desproporcionadamente.
El
mes pasado, el resultado de una encuesta elaborada por Gallup sobre una muestra de 87.000 personas
dejó entrever que los partidarios de Trump no tienen más
problemas económicos o derivados de la inmigración que
aquellos que se oponen al candidato republicano.
Según
este estudio, sus
seguidores no tienen ingresos más bajos o una tasa de desempleo más alta que
otros estadounidenses. La información relativa a los ingresos se pierde
elementos importantes: aquellos con ingresos altos también pueden tener
problemas de salud o ser propensos a empeorar económicamente.
Sin
embargo, la mayoría de encuestados no se aferraban a trabajos que podrían
perder. Uno de los analistas de Gallup explicó que, sorprendentemente, “parece
no haber ningún tipo de relación entre sufrir la amenaza de la competencia
comercial con otro país y apoyar políticas nacionalistas en Estados Unidos”.
A
principios de año, los
sondeos que se llevaron a cabo antes de las primarias mostraron que aquellos
que votaron a Trump tienen un mayor poder adquisitivo que el resto de
estadounidenses, con unos ingresos familiares de 72.000 dólares, lo cual
supera los ingresos de los que votaron a Hillary Clinton o a Bernie Sanders. El
44% tiene un título universitario; en comparación con la media nacional, que es
del 29% para el conjunto de la población, o del 33% en el caso de la población
blanca.
En
enero, el politólogo Matthew MacWilliams indicó que uno de los factores que
permite predecir el apoyo a Trump es una cierta
tendencia al autoritarismo, mientras que los ingresos, la educación, el género,
la edad o la raza no son factores determinantes.
Sin
embargo, todos estos hechos objetivos no han servido para que los expertos y
los periodistas dejen de repetir hasta la saciedad que la clase obrera blanca
ha decidido apoyar a un demagogo que se distingue por su grandilocuente
verborrea.
Para
explicar correctamente por
qué parte
de la ciudadanía se siente atraída por Trump, una cobertura mediática equilibrada
debería incluir más reportajes sobre el racismo y la misoginia en los barrios
acomodados donde viven algunos votantes de Trump. O, en el supuesto de que se
esté valorando la amargura de la clase trabajadora causada por la situación
económica, también deberían publicarse reportajes sobre legisladores demócratas
que en las últimas décadas han decidido destruir la red de bienestar, se
subieron al carro de Wall Street y se olvidaron de los trabajadores
estadounidenses cuando negociaron acuerdos comerciales internacionales.
Sin
embargo, para los medios de comunicación nacionales, integrados, en su mayoría,
por progresistas de clase alta o de clase media, eso supondría tener que
mostrar los rostros de sus semejantes.
Si
bien es cierto que los rostros que los periodistas muestran en televisión
–rostros enfurecidos que hacen comentarios sexistas cerca de una bandera de la
Confederación– se merecen algún tipo de cobertura mediática, no son un reflejo
de las comunidades que yo conozco tan bien. El hecho de que los medios de
comunicación hayan ignorado comunidades como la mía ha creado una falta de
comprensión tan grave que con un primer vistazo a un blanco con problemas
económicos parece servir para describir a la totalidad.
El
ejemplo antropológico de JD Vance
Un
vistazo a la
actualidad nos lleva hasta JD Vance,
autor de una autobiografía que ha sido éxito de ventas, Hillbilly
Elegy (Elegía del palurdo). Es
la historia de un abogado de éxito que creció en una pequeña ciudad siderúrgica
de Ohio y cuya familia, a pesar de ser de clase media, lidiaba con la
precariedad. El libro nos habla del
caos que suele perseguir a una familia que ha quedado atrapada en un ciclo de
pobreza durante generaciones.
Vance
se autodefine como conservador y afirma que no votará a Trump. Sin embargo,
intenta comprender por qué muchas personas de clase trabajadora sí lo harán.
Tiene que ver con una ansiedad cultural que surge cuando muchos amigos consumen
opiáceos y mueren por sobredosis y la casta política ya te ha dejado claro que
no te ayudará. Si bien su experiencia es extrapolable a la de otras personas de
zonas concretas, los periodistas de la Costa Este han convertido a
Vance en portavoz de toda la clase obrera blanca.
Los
entrevistadores y los críticos literarios parecen sentirse aliviados por el
hecho de haber encontrado a alguien que tiene unas opiniones que confirman las
suyas. The Run-Up, el podcast de
las elecciones del The New
York Times, afirmó que la autobiografía
de Vance también es un estudio de antropología cultural de la clase obrera
blanca que ha apoyado la candidatura de Trump (al tuitear la crítica del libro,
The New
York Times ironizó
con la pregunta: “¿Quieren saber más sobre las personas que le han dado alas a
Donald Trump?”.
Si
bien los orígenes de Vance se remontan a la industria minera de Kentucky, la
mayoría de los blancos con dificultades económicas no son hombres conservadores
y protestantes de los Apalaches. A veces parece ser el único elemento del
imaginario colectivo: un tipo escondido en una chabola situada en una montaña
remota, como un fantasma polvoriento, como si la pobreza de los blancos no
estuviera delante de nuestras narices, pasando nuestras tarjetas de crédito en
una tienda de rebajas en Denver o pidiendo limosna en una calle de Los
Ángeles.
Los
estereotipos simplones suelen penetrar allí donde el periodismo no consigue
llegar. La última vez que la clase a la que pertenezco por nacimiento recibió
una atención mediática de estas proporciones fue 20 años atrás. No salió en
los informativos sino en una serie de televisión, Roseanne. El guión de esta
serie resulta más riguroso y certero que las reflexiones de los comentaristas
de las cadenas de televisión de Nueva York.
Las
imágenes de personas blancas de clase trabajadora y progresistas, entre las que
se incluyen mujeres como Betty, no son mostradas por unos medios de
comunicación obsesionados por las audiencias y que cubren estas elecciones como
si se tratara de una carrera de caballos.
Los
pobres, idiotas peligrosos
Este
paradigma de los medios de comunicación ha alimentado la leyenda de un Estados
Unidos polarizado, el azul demócrata contra el rojo republicano, en el que el
42% de los habitantes de Kansas que votaron a Barack Obama en 2008 han quedado
silenciados.
En
estas primarias, el número de habitantes de Kansas que participó en el caucus
demócrata superó el de aquellos que votaron en el caucus de
Donald Trump. Se trata de una información relevante y lo cierto es que ningún
periódico nacional la ha mencionado, tal vez porque no pudo entender que en esa
zona que observa desde la lejanía viven millones de estadounidenses más
progresistas que los que se pueden encontrar en los bastiones de Clinton.
En
lugar de dar este tipo de información, los medios han presentado a los blancos de clase
trabajadora como un todo y han creado un imaginario caduco y traicionero que
resulta muy conveniente para el capitalismo. Según este mensaje, los pobres son
unos idiotas peligrosos.
La
superioridad moral que siente la clase adinerada de Estados Unidos ha dado alas
a esta leyenda urbana relativa a los blancos de clase trabajadora y que los
presenta como los culpables del auge de Donald Trump y que presupone que
aquellos que lo apoyan por los peores motivos representan al conjunto de
partidarios.
Esta
noción se repite en todos los análisis sobre estas elecciones, como también la
creencia de que los blancos pobres no solo tienen problemas económicos sino
también de personalidad.
En
un artículo sobre estas elecciones publicado por el National
Review en
marzo, Kevin
Williamson escribió un análisis sobre los votantes blancos con pocos recursos.
En las últimas décadas este colectivo ha visto como su tasa de mortalidad ha
aumentado considerablemente. Su artículo se hace eco de una creencia compartida
por conservadores y progresistas cuando indica que estas comunidades,
devastadas por la oxicodona, “se merecen morir”.
“Los
blancos de clase baja están instalados en una subcultura tóxica y egoísta cuyas
consecuencias son la miseria y el consumo de heroína”, afirma. “Los discursos
de Donald Trump hacen que se sientan bien. Como la oxicodona”.
Para
confirmar que muchos periodistas no comprenden a este colectivo y que no se
trata de un fenómeno limitado a los conservadores más provocadores, solo hace
falta leer una serie de reportajes publicada por el The
Washington Post que analiza por
qué la tasa de mortalidad de las mujeres blancas que viven en zonas rurales se
ha disparado. Se centra en sus hábitos como fumadoras y describe con todo
detalle “sus caras demacradas”
y el proceso de embalsamamiento de sus cuerpos. Es difícil imaginar un
reportaje que analizara a mujeres blancas de clase alta tras su fallecimiento.
La indignación de sus familiares y amigos con la educación, el tiempo y la
voluntad de escribir cartas a los directores de los periódicos sería
descomunal.
Dignidad
y tristeza en la clase trabajadora
Un
sentimiento que me parece incluso más ridículo que el desprecio y la
humillación es su “primo pobre”: la piedad.
En
una columna de opinión que publicó recientemente David Brooks en el The New
York Times, titulada Dignity
and Sadness in the Working Class (Dignidad
y tristeza de la clase trabajadora), el periodista nos habla de un obrero del
sector de la metalurgia que vive en el estado de Kentucky y que ha perdido su
trabajo. En su último día en la fábrica, el hombre se dirige hacia la salida mientras
es vitoreado por sus compañeros, una escena que a mí me parece triunfal pero
que a Brooks le parece lamentable. El periodista señala que el hombre trabajó
muy duro por una miseria y que era muy capaz pero su trabajo no se valoraba.
Según él “irradiaba la tristeza residual de un corazón solitario”.
Me resulta difícil imaginar un
desprecio mayor. Estos profesionales de la comunicación han ignorado los
problemas de la clase trabajadora durante décadas y ahora suplican al país que
tenga compasión. No
necesitamos sus análisis y todavía menos sus lágrimas. Lo que necesitamos es
que alguien explique nuestra situación; a ser posible un periodista que pueda
entrar en una fábrica sin que una niebla de culpabilidad empañe sus gafas.
Uno
de estos periodistas, Alexander Zaitchik, viajó durante varios meses a lo largo
y ancho de seis estados del país para conocer de primera mano a blancos de
clase trabajadora que apoyan a Trump. Quería que el libro que publicará – The
Gilded Rage (La Furia Dorada, en
un juego de palabras con 'the Gilded Age', la edad dorada)– reflejase la
complejidad de las historias humanas que son ignoradas por la cobertura
mediática diaria. Zaitchik explica que el proyecto nació como consecuencia de
los duros comentarios realizados por personas que viven en un huso horario
completamente distinto al de estas comunidades y que tienen unos niveles de
ingresos completamente distintos.
Zaitchik
describe de forma inteligente su encuentro con la clase media trabajadora,
integrada en su mayoría por blancos que han trabajado duro y que han sufrido
graves pérdidas, tanto durante la crisis financiera de 2008 como por los
cierres de fábricas y despidos de los últimos años. Descubrió que el apoyo a
Trump se debe en gran medida a motivos económicos, de principio a fin. Pudo
constatar la ira de estas personas y descubrió que están indignados con los de
arriba, no con los de abajo. Están enfadados con todos aquellos que negociaron
acuerdos comerciales globales, no con las minorías.
Al
mismo tiempo, es cierto que en estas comunidades se dan actitudes racistas y
nacionalistas, como también se dan entre los demócratas y las personas con una
situación más privilegiada.
Una
encuesta realizada la pasada primavera por Reuters refleja que un tercio de los
demócratas encuestados apoyarían que temporalmente se prohibiera la entrada de
musulmanes en Estados Unidos. En otra encuesta, en este caso de YouGov, el 45%
de los demócratas encuestados reconocieron que tienen una mala opinión del
Islam, sin que se apreciaran diferencias entre los encuestados con distinto
nivel de ingresos. Muchos de los que no votarán a Trump no son un dechado de
virtudes mientras que los que sí lo harán se convierten en un blanco de ataque
fácil y se les considera la plaga moral del país.
El
clasismo y “una panda de abominables”
Cuando
recientemente Hillary Clinton afirmó que la mitad de los que apoyan a Trump son
“una panda de abominables”, Zaitchik le comentó a otro periodista que esta
expresión se podía interpretar como otra forma de decir “otro cubo de basura
blanca”. Clinton no tardó en disculparse por este comentario. Sin embargo,
generalizar de este modo en un acto que se celebró en la parte baja de
Manhattan, en el que se recaudaron 6 millones de dólares, con asistentes que
llegaron a pagar entradas de hasta 50.000 dólares, me evocó algunas escenas de
la comedia televisiva Veep; una sátira política en la que un poderoso político
de Washington habla con desdén sobre “la gente corriente”.
Cuando
hablamos, Zaitchik mencionó al presentador de la cadena HBO Bill Maher, “cuyas
opiniones sobre los que votan a Trump se fundamentan en la eugenesia, ya que
considera que tiene defectos congénitos. Sería imposible hablar de otro grupo
de personas en estos términos y no ser despedido”.
Tal
vez Maher es un ejemplo extremo de petulancia clasista. En el verano de 1998,
cuando tenía 17 años y me acababa de graduar del instituto, trabajé en un
elevador de grano durante la siega del trigo. Un elevador que estaba situado a
unos 80 kilómetros, en Haysville, Kansas, explotó (el polvo del trigo es muy
inflamable) y siete trabajadores murieron en la explosión. El accidente
sacudió a mi comunidad, a mi familia y a mí y nos sirvió de recordatorio de
todos los peligros que corremos cuando trabajamos como agricultores.
Como
todos los demás, seguí haciendo mi trabajo. Tras una larga jornada
transportando sacos pesados y cargando camiones que transportan trigo, solía
ver el programa de televisión Politically Incorrect, un programa de ABC que por
aquel entonces presentaba Maher. En un contexto en el que todavía se estaba buscando el
cuerpo de uno de los trabajadores muertos en la explosión de Haysville, Maher
bromeó acerca de que la gente debería tener mucho cuidado con las rebanadas de
pan.
Creo
que por primera vez tomé conciencia del hecho de que a lo largo de mi vida me
iba a identificar políticamente con aquellos que insultan mis orígenes.
Este
tipo de bromas están tan generalizadas que los más privilegiados económicamente
no suelen darse cuenta. Los que escriben, debaten y publican periódicos, libros
y revistas con la mejor de las intenciones suelen ofender desde la ignorancia.
Por
ejemplo, fueron muchos los que me recomendaron el éxito de ventas White
Trash (Basura blanca), de
Nancy Isenberg, sin percatarse de que el título me ofende a mí y a las personas
que quiero. El alivio que sentía por el hecho de que alguien hubiera escrito
sobre un pasado que compartimos se esfumaba cada vez que lo veía en mi
biblioteca, hasta el punto que al final opté por quitarle la portada.
Sorprendentemente, los ejemplares promocionales del libro reflejan el tipo de
nociones elitistas que Isenberg quiere denunciar: “Este libro parte de nuestros
mitos reconfortantes sobre la igualdad y deja al descubierto el legado
fundamental de la omnipresente y embarazosa, aunque a veces entretenida, basura
blanca pobre”.
El
libro, en cambio, está escrito con más tacto y expone hechos que deberían
servir para terminar con los prejuicios a los que se refiere el título. Aunque
lo cierto es que ni siquiera Isenberg consigue librarse del marco clasista.
Cuando
a principios de año la presentadora de On the Media, Brooke Gladstone, le pidió
a Isenberg que hablara de prejuicios que presentan a los blancos pobres como
personas intolerantes, la autora habló
del problema: “Tienen ciertas actitudes que sin duda son racistas y no puedes
esconderlas y hacer como que no existen. Forma
parte de su mentalidad”.
¿Solo
los ignorantes son racistas?
Todas
estas generalizaciones sobre los grupos más vulnerables nos permiten ver que
los debates en torno a las clases en un país que es relativamente joven y que
creía que no tenía castas son extremadamente simplones.
“El problema es que muchos intentan
presentar a los blancos pobres como los únicos racistas del país”,
le explicó Isenberg a Gladstone: “Como si fueran más racistas que el resto”.
La raíz de este problema reside en la
creencia de que la clase alta tiene una moral más elevada.
Como escribió la periodista Lorraine Berry en un artículo publicado el mes
pasado, se ha consolidado la noción de que solo los ignorantes son racistas.
Según este discurso, el racismo desaparece con la educación. Soy la primera
persona de mi familia con un título universitario y les puedo asegurar que
ningún miembro de mi familia necesitó pasar por una universidad para aprender
qué es tener un mínimo de decencia humana.
Berry
señala que los republicanos formados en las universidades de élite están detrás
de esta creencia. De hecho, no fueron los blancos pobres, ni siquiera los
blancos republicanos, los que promulgaron leyes para mantener la segregación
racial o los que durante décadas observaban cómo las banderas confederadas
ondeaban en los capitolios estatales. No fueron los blancos pobres los que convirtieron
a los negros en criminales con leyes que prohibían la marihuana y la guerra
contra las drogas. Tampoco fueron los blancos pobres los que se inventaron el
fantasma de la “reina de la beneficencia” para referirse a los afroamericanos.
Con
ello no quiero minimizar
la importancia del racismo en los estratos más bajos de la sociedad pero sí
recordar que estos comportamientos horribles también están presentes en las
clases más altas de distinta forma y con mucha más fuerza.
Los
periodistas y los comentaristas también deberían señalar con el dedo a otro
tipo de blancos: conservadores sociales que donan dinero a la campaña de Trump
pero que son demasiado civilizados como para ir a un mitin y chillar para
expresar sus opiniones.
Según
el discurso de la campaña de Trump y la información disponible, lo votarán
personas a las que les va bastante bien pero que se consideran víctimas del
sistema.
Los
medios no parecen entender que gran parte de la clase trabajadora blanca
preferiría cerrar filas con cualquier otro sentimiento que no sea el de
victimismo. En la actualidad, fichan cuando entran y salen de
su trabajo, guardan los cupones de descuentos de los supermercados, educan a
sus hijos en el respeto e intentan esquivar la cobertura mediática.
Brecha
entre realidad y política
Barack
Obama, un hombre negro formado a partir de la experiencia negra, suele citar a
sus descendientes por parte de madre; gente blanca de clase trabajadora:
“Muchas de mis influencias proceden de mis abuelos maternos, que crecieron en
el interior de Kansas”, indicó este mes a propósito de un encuentro celebrado
en la Casa Blanca sobre cuestiones rurales.
El
año pasado, en una conversación con la autora Marilynne
Robinson, del The New York Review of Books,
Obama lamentó todos estos conceptos erróneos y tan comunes sobre las pequeñas
localidades del interior de Estados Unidos, por las que él siente admiración. “Hay
una brecha enorme entre la realidad de las vidas diarias de estas personas y
cómo hablamos de la realidad de Estados Unidos y de la vida política”. Señaló
que uno de los elementos que contribuyen a ampliar esta brecha son “los filtros
entre las personas corrientes” que hacen lo que pueden por sobrevivir, así como
los debates políticos demasiado complejos.
"Nos
debería hacer reflexionar el hecho de que destacados comentaristas progresistas
consideren que el término “populismo” tiene connotaciones negativas"
“Me
siento muy reconfortado cuando tengo la oportunidad de conocer a estas personas
en su contexto”, explicó: “Por algún motivo, el filtro hace que en el ámbito
político nacional sus realidades no se presenten de forma alentadora”.
Sin
duda, una de estas descripciones desalentadoras, la caricatura del votante
blanco que destila odio y que lleva vaqueros grasientos, responde a una
realidad. En mi pueblo conocí a uno o dos; el típico grandulón que amenaza a
personas todavía más débiles que él y que amenaza a las personas de color para
que huyan del pueblo, insulta a las mujeres y utiliza pistolas de aire
comprimido para disparar contra gatos. Así sería Trump si hubiera nacido donde
yo nací.
La
fascinación de los medios de comunicación hacia el votante de Trump alimenta la
teoría, tan de moda, de que detrás de su apoyo se esconde la intolerancia. Es
cierto que los problemas económicos de la clase trabajadora blanca son un punto
más para Trump, como también lo es la falta de dinero de las personas de color,
que al mismo tiempo son el blanco de ataque de sus comentarios racistas y
xenófobos y que por este motivo le han dado la espalda. Sin embargo, uno
creería que a los progresistas blancos que pertenecen a la élite y que a lo
largo de esta campaña han transmitido una imagen de grandeza ética les costaría
más pensar en términos globales sobre relaciones comerciales e inmigración si
hubieran tenido que cerrar su fábrica o su comunidad hubiera sido diezmada.
Analistas
acomodados
Los
analistas acomodados que se oponen a Trump suelen examinar los males sociales
desde un determinado punto de vista; están convencidos de que sus tendencias
políticas son un reflejo de sus valores y de su personalidad. Cabe suponer que
muchos de ellos heredaron estas ideas, de la misma forma que muchos
estadounidenses que crecieron en los estados republicanos heredaron las suyas.
Si creciste en un ambiente progresista, no deberías estar tan orgulloso de ti
mismo por votar en contra de Trump.
También
está de más esta idea condescendiente de que los demócratas que en las últimas
décadas no se han sentido representados por su partido y que se han unido al
Partido Republicano “están votando en contra de sus intereses. Esta noción
tiene un trasfondo antidemocrático, ya que parte de la premisa de que un gran
número de estadounidenses carece de las condiciones mentales que se precisan
para votar”.
Son
muchos los que siguen apoyando a Trump a pesar de todo lo publicado sobre su
trato a las mujeres, sus actitudes racistas y otras actitudes temerarias. Son
capaces de decidir su voto y de tomar sus propias decisiones. Cuando intentemos
discernir de quién estamos hablando, debemos ser conscientes de nuestros
prejuicios de clase.
¿Periodista?
No de clase obrera
Un
artículo publicado recientemente en la edición impresa del The New
York Times describía
a un hombre de Kentucky así: “Mitch Hedges cultiva ganado y suelda herramientas
que se utilizan en las minas de carbón. Cree que va a perder su trabajo en seis
meses pero no apoya a Trump, al que considera un idiota”.
Celebré
que, por una vez, se hablara de un hombre blanco de clase obrera que no vota a
Trump. Me hizo reír la expresión “cultivar ganado” ya que uno puede cultivar la
cosecha o criar animales. Para una periodista que durante su juventud hizo
ambas cosas, es difícil tomarse en serio este reportaje de The New
York Times.
La
principal razón por la cual los medios de comunicación más importantes no
parecen comprender las cuestiones de clase es precisamente que no hay
diversidad socioeconómica en las redacciones.
Pocas
personas que crecieron rodeadas de pobreza terminan trabajando en las
redacciones o publicando libros. De hecho, son tan pocas que me pareció
necesario dar un giro a mi carrera y especializarme en cuestiones de clase en
un sector rico y privilegiado de la misma forma que los periodistas negros
hablan de raza en un sector que está integrado mayoritariamente por blancos.
Con
esto no quiero decir que uno debe pertenecer a un determinado grupo o lugar
para hacerles justicia, como han demostrado los buenos periodistas de
investigación y los comentaristas en el último siglo e incluso antes.
Escuchen
la serie sobre pobreza que ha emitido la radio On the Media. El segundo
episodio de esta serie incluye la siguiente reflexión de Gladstone: “Los
pobres, en su conjunto, son un grupo tan poco homogéneo como cualquier otro”.
Sé
que muchos periodistas son personas muy trabajadoras que quieren presentar la
historia bajo el ángulo correcto y no me gusta criticar a los medios de
comunicación. El clasismo de los presentadores de la televisión por cable es
simplemente un reflejo del clasismo del sector más privilegiado de Estados
Unidos. Lo vemos en todas partes, desde los tuits que presentan a los votantes
de Trump como palurdos sin remedio hasta en el hecho de que el Partido
Demócrata que no se tomó la molestia de crear una plataforma centrada en las
medidas de reducción de la pobreza hasta un mes antes de las elecciones
presidenciales.
Medios
deliberadamente obtusos
La
distancia económica que separa al periodista de los protagonistas de sus
reportajes nunca ha sido tan peligrosa como en la actualidad, marcada por una
histórica disparidad entre ricos y pobres. A menudo los reportajes se centran
en el mercado de valores y no en las personas que nunca tuvieron acciones.
Durante décadas, los medios de
comunicación de Estados Unidos han sido deliberadamente obtusos cuando han
tenido que informar de las quejas de los ciudadanos de a pie.
Este ha sido un factor que sin duda ha ayudado a crear el espacio de
resentimiento que Trump ahora ocupa. Nos debería hacer reflexionar el hecho de
que destacados comentaristas progresistas consideren que el término “populismo”
tiene connotaciones negativas.
Estamos
ante un periodismo que integra la plutocracia que debería criticar, que no ha
sabido cumplir con su deber de guardián de la verdad y que ha perdido el
respeto hacia todas aquellas personas que no dudan en llamar las cosas por su
nombre.
Mi
abuelo Arnie, que ya ha fallecido, era una de estas personas. Hombres parecidos
a Trump pasaban con sus lujosos vehículos por nuestra granja, con la intención
de hacer negocios. Mi abuelo sabía reconocer a los que eran unos embusteros y
unos estafadores, los trataba con amabilidad y los mandaba a paseo. Si por
algún motivo te despedías de alguno de ellos con un apretón de manos, mi abuelo
se reía y te decía: “mejor que cuentes tus dedos”.
En
un mundo en el que las “Bettys” y los “Arnies” prácticamente no tienen voz, los
que tienen una plataforma desde la que lanzar sus opiniones deberían
reflexionar antes de despotricar sobre ellos.
Tal
vez quieras generalizar y crear un estereotipo para presentar a un grupo de
personas y especular sobre sus ideas políticas o creerte superior a ellos, por
ejemplo, los que hacían un tercer turno en una fábrica de Boeing mientras otros
viajaban a México de vacaciones, los que limpiaban el suelo de un McDonalds
mientras otros debatían en las redes sociales en torno al salario mínimo, los
que tuvieron que vaciar sus casilleros cuando se cerró la fábrica de cerveza
Pabst, mientras otros bebían cervezas artesanales en bares de moda, los que
regresaron de Oriente Medio dentro de un ataúd mientras otros escribían
columnas de opinión sobre política exterior. Si este es el caso, deberías
aceptar el hecho de que tal vez te pareces más a Trump de lo que te gustaría.